«Ese cántico, esa canción, esas voces rotas».

Kaktach, 1173, 16 segundos antes de la muerte. Un alfarero de mediana edad. Se dice que tuvo extraños sueños durante las altas tormentas en los dos últimos años.

Kaladin descubrió con cuidado la herida de Cikatriz para inspeccionar los puntos y cambiar el vendaje. La flecha lo había alcanzado en el lado derecho del tobillo, rebotando en el peroné y arañando los músculos del lado del pie.

—Has tenido mucha suerte, Cikatriz —dijo Kaladin, poniendo el nuevo vendaje—. Volverás a caminar, suponiendo que no fuerces el pie hasta que haya sanado. Haremos que algunos hombres te lleven de vuelta al campamento.

Tras ellos, la batalla continuaba entre gritos, golpes y caos. La lucha estaba lejos ahora, concentrada en el extremo oriental de la meseta. A la derecha de Kaladin, Teft bebía el agua que Lopen le vertía en la boca. El veterano frunció el ceño y le arrancó el odre con la mano buena.

—No soy un inválido —rugió. Se había recuperado de su aturdimiento inicial, aunque estaba débil.

Kaladin se sentó, agotado. Cuando la luz tormentosa se consumía, lo dejaba exhausto. Se le pasaría pronto: había pasado más de una hora desde el ataque inicial. Llevaba en su bolsa unas cuantas esferas infusas más: se obligó a resistir la urgencia de sorber su luz.

Se levantó, con intención de reunir a algunos hombres para que se llevaran a Moash y Teft al otro lado de la meseta, por si la batalla cambiaba de curso y tenían que retirarse. No era probable: los soldados alezi lo estaban haciendo bien la última vez que lo comprobó.

Escrutó de nuevo el campo de batalla. Lo que vio lo dejó helado.

Sadeas se retiraba.

Al principio, le pareció tan imposible que no pudo aceptarlo. ¿Estaba Sadeas haciendo volver a sus hombres para atacar en otra dirección? Pero no, la retaguardia ya estaba cruzando los puentes, y el estandarte de Sadeas se acercaba. ¿Estaba herido el alto príncipe?

—Drehy, Leyten, coged a Cikatriz. Roca y Peet, encargaos de Teft. Corred al lado occidental de la meseta y preparaos para huir. Los demás, a vuestras posiciones en el puente.

Los hombres advirtieron entonces lo que estaba pasando. Respondieron con ansiedad.

—Moash, ven conmigo —dijo Kaladin, corriendo hacia el puente.

Moash corrió tras Kaladin.

—¿Qué es lo que pasa?

—Sadeas se retira —dijo Kaladin, viendo la marea de hombres de verde retirarse de las líneas parshendi como cera derretida—. No hay motivos. La batalla apenas ha empezado, y sus fuerzas estaban ganando. Solo puedo pensar que Sadeas ha sido herido.

—¿Por qué retirar todo el ejército por eso? —dijo Moash—. No creerás que está…

—Su estandarte sigue ondeando. Así que probablemente no está muerto. A menos que lo mantengan en alto para impedir que los hombres se dejen llevar por el pánico.

Llegaron al puente. Detrás, el resto de la cuadrilla corrió a formar filas. Matal estaba al otro lado del abismo, hablando con el comandante de la retaguardia. Después de una rápida conversación, Matal cruzó y empezó a correr hacia las cuadrillas, llamándolas para que se prepararan para cargar. Miró al equipo de Kaladin, pero vio que ya estaban listos, así que pasó de largo.

A la derecha de Kaladin, en la meseta contigua, donde Dalinar había lanzado su ataque, las ocho cuadrillas prestadas se retiraban del campo de batalla, cruzando hacia la meseta de Kaladin. Un oficial ojos claros a quien no reconoció daba órdenes. Tras ellos, más al suroeste, una nueva fuerza parshendi había llegado, y se dirigía hacia la Torre.

Sadeas cabalgaba hacia al abismo. La pintura de su armadura esquirlada brillaba al sol: no tenía ni un solo arañazo. De hecho, toda su guardia de honor estaba ilesa. Aunque habían llegado hasta la Torre, habían abandonado al enemigo y regresado. ¿Por qué?

Y entonces Kaladin lo vio. El ejército de Dalinar Kholin, que luchaba en la pendiente superior de la cuña, estaba ahora rodeado. Esta nueva fuerza parshendi irrumpía en las secciones que Sadeas había mantenido, protegiendo supuestamente la retirada de Dalinar.

—¡Lo están abandonando! —dijo Kaladin—. Era una trampa. Una encerrona. Sadeas ha dejado al alto príncipe Kholin y a todos sus hombres abandonados a su suerte…, a la muerte.

Kaladin rodeó el puente y se abrió paso entre los soldados que regresaban por él. Moash maldijo y lo siguió.

Kaladin no estaba seguro de por qué se abrió paso a codazos hasta el siguiente puente (el puente diez), por el que cruzaba Sadeas. Tal vez necesitaba cerciorarse de que Sadeas no estaba herido. Tal vez estaba todavía aturdido. Esto era alta traición, a gran escala, tan terrible que hacía que la traición sufrida por Kaladin a manos de Amaram pareciera casi trivial.

Sadeas cruzó el puente al trote, la madera crujía. Lo acompañaban dos ojos claros con armadura regular, y los tres llevaban los yelmos bajo el brazo, como en una parada militar.

La guardia de honor detuvo a Kaladin, hostil. Estaba tan cerca que pudo ver que, en efecto, Sadeas estaba completamente ileso. También pudo estudiar su orgulloso rostro cuando hizo volver grupas a su caballo para mirar la Torre. El segundo ejército parshendi rodeaba a los hombres de Kholin, atrapándolos. Incluso sin eso, Kholin no tenía puentes. No podía retirarse.

—Te lo dije, viejo amigo —comentó Sadeas, en voz baja pero clara que pudo oírse por encima de los lejanos gritos—. Dije que ese honor tuyo te mataría algún día.

Sacudió la cabeza.

Entonces hizo volverse a su caballo y se alejó al trote del campo de batalla.

Dalinar abatió a una pareja de guerra parshendi. Siempre había otra para sustituirla. Apretó los dientes, adoptó la pose del viento y pasó a la defensiva en su pequeño promontorio, actuando como una roca que la oleada parshendi tendría que romper.

Sadeas había planeado bien su retirada. Sus hombres no tuvieron ningún problema: se les había ordenado que lucharan de modo que pudieran retirarse fácilmente. Y tenía cuarenta puentes para cruzar. En conjunto, su abandono se produjo con rapidez, dada la escala de la batalla. Aunque Dalinar había ordenado rápidamente a sus hombres que se pusieran en marcha, esperando alcanzar a Sadeas mientras los puentes estaban todavía colocados, no había sido lo bastante rápido. Los puentes de Sadeas empezaron a ser retirados, apenas cruzado el suyo.

Adolin combatía cerca. Eran dos hombres cansados enfrentados a un ejército entero. Sus armaduras habían acumulado un sorprendente número de grietas. Ninguna era crítica todavía, pero filtraban preciosa luz tormentosa. Los hilillos se alzaban como las canciones de los parshendi moribundos.

—¡Te advertí que no te fiaras de él! —gritó Adolin mientras luchaba, abatiendo a una pareja de parshendi, y luego recibió una andanada de flechas de un grupo de arqueros que se habían emplazado cerca. Las flechas chocaron contra la armadura de Adolin, arañando la pintura. Una alcanzó una grieta, ensanchándola—. Te lo dije —continuó gritando Adolin, bajando el brazo y abatiendo a la siguiente pareja de parshendi justo antes de que descargaran sus martillos contra él—. ¡Te dije que era una anguila!

—¡Lo sé! —replicó Dalinar.

—Nos hemos metido de cabeza en esto —continuó Adolin, gritando como si no hubiera oído a Dalinar—. Lo dejamos llevarse nuestros puentes. Lo dejamos llevarnos a la meseta antes de que llegara la segunda oleada de parshendi. Lo dejamos controlar a los oteadores. ¡Incluso sugerimos el patrón de ataque que nos dejaría rodeados si no nos apoyaban!

—Lo sé. —El corazón de Dalinar se retorcía en su interior.

Sadeas estaba ejecutando una traición premeditada, cuidadosamente planeada y concienzuda. No estaba en inferioridad numérica, no se había retirado a lugar seguro, aunque era indudable que eso era lo que diría cuando llegara al campamento. Un desastre, diría. Parshendi por todas partes. Atacar juntos había roto el equilibrio y, por desgracia, se había visto obligado a retirarse y dejar a su amigo. O, tal vez algunos de los hombres de Sadeas hablarían, dirían la verdad, y otros altos príncipes sin duda sabrían lo que había ocurrido en realidad. Pero nadie desafiaría a Sadeas abiertamente. No después de una maniobra tan decisiva y contundente.

La gente de los campamentos seguiría la corriente. Los otros altos príncipes estaban demasiado descontentos con Dalinar para crear ningún alboroto. El único que podría alzar la voz era Elhokar, y Sadeas contaba con su favor. Dalinar tenía encogido el corazón. ¿Había sido todo fingido? ¿Podía haberse equivocado tan completamente con Sadeas? ¿Y la investigación que lo había exonerado? ¿Y sus planes y recuerdos? ¿Todo mentira?

«Te salvé la vida, Sadeas». Dalinar vio el estandarte retirarse a la meseta de reunión. Entre aquel grupo lejano, un jinete de armadura escarlata se volvió a mirar atrás. Sadeas, que veía a Dalinar luchar por su vida. Esa figura se detuvo un momento, luego dio media vuelta y continuó cabalgando. Los parshendi rodeaban la avanzadilla donde Dalinar y Adolin luchaban justo delante del ejército. Estaban superando a su guardia. Dalinar saltó y mató a otro par de enemigos, pero se ganó otro golpe en el antebrazo. Los parshendi lo rodeaban, y la guardia de Dalinar empezó a ceder.

—¡Retrocede! —le gritó a Adolin, y luego empezó a dirigirse hacia el enemigo.

El joven maldijo, pero hizo lo que se le ordenaba. Dalinar y él se retiraron tras la primera línea de defensa. Dalinar se quitó el yelmo agrietado, jadeando. Llevaba luchando sin parar tanto tiempo que se había quedado sin resuello, a pesar de la armadura esquirlada. Dejó que uno de los guardias le tendiera un odre de agua, y Adolin hizo lo mismo. Dalinar se echó el agua tibia en la boca y en la cara. Tenía el sabor metálico del agua de tormenta.

Adolin se enjuagó la boca. Miró a Dalinar a los ojos, el rostro atormentado y sombrío. Lo sabía. Igual que lo sabía Dalinar. Igual que lo sabían probablemente los hombres. No sobrevivirían a esta batalla. Los parshendi no dejaban supervivientes. Dalinar se preparó, esperando nuevas acusaciones por parte de Adolin. El muchacho había tenido razón todo el tiempo. Y fueran cuales fueran sus visiones, habían confundido a Dalinar al menos en un aspecto. Confiar en Sadeas los había llevado a la perdición.

Los hombres morían a su alrededor, gritando y maldiciendo. Dalinar ansiaba la lucha, pero tenía que descansar. Perder a un portador de esquirlada por causa de la fatiga no serviría a sus hombres.

—¿Bien? —le preguntó a Dalinar—. Dilo. Nos he llevado a la destrucción.

—Yo…

—Es culpa mía —dijo Dalinar—. Nunca tendría que haber arriesgado nuestra casa por esos sueños estúpidos.

—No —respondió Adolin, sorprendido consigo mismo al decirlo—. No, padre. No es culpa tuya. —Dalinar miró a su hijo. No era eso lo que esperaba oír—. ¿Qué habrías hecho diferente? —preguntó Adolin—. ¿Habrías dejado de intentar que Alezkar fuese algo mejor? ¿Serías igual que Sadeas y los demás? No. No querría que te convirtieras en ese hombre, padre, a pesar de lo que eso pudiera procurarnos. Deseo por los Heraldos que no hubiéramos dejado que Sadeas nos engañara, pero no te echaré la culpa por su falsedad. —Adolin estrechó el brazo blindado de su padre—. Haces bien al seguir los Códigos. Tenías razón al intentar unificar Alezkar. Y fui un necio al discutir contigo en cada paso del camino. Tal vez si no hubiera pasado tanto tiempo distrayéndote, habríamos visto venir esto.

Dalinar parpadeó, aturdido. ¿Era Adolin quien pronunciaba esas palabras? ¿Qué había cambiado en el muchacho? ¿Y por qué decía estas palabras ahora, al borde del mayor fracaso de Dalinar?

Y sin embargo, mientras las palabras flotaban en el aire, Dalinar sintió que su culpa se evaporaba, perdida entre los gritos de los moribundos. Era una emoción egoísta.

¿Habría debido cambiar? Sí, podía haber sido más cauteloso. Podía haber advertido la doblez de Sadeas. ¿Pero habría renunciado a los Códigos? ¿Se habría convertido en el mismo asesino implacable que había sido en su juventud?

No.

¿Importaba que las visiones respecto a Sadeas fuesen erróneas? ¿Estaba avergonzado del hombre en el que estas, y las lecturas del libro, lo habían hecho convertirse? La última pieza cayó en su sitio en su interior, la última piedra angular, y descubrió que ya no estaba preocupado. La confusión había desaparecido. Sabía qué hacer, por fin. No más preguntas. No más incertidumbres.

Aferró el brazo de Adolin.

—Gracias.

Adolin asintió brevemente. Todavía estaba furioso, Dalinar lo notaba, pero había decidido seguirlo, y una parte de seguir al líder era apoyarlo incluso cuando la batalla se había vuelto en su contra.

Se separaron y Dalinar se volvió hacia los soldados.

—Es hora de luchar —dijo, alzando la voz—. Y lo haremos no porque busquemos la gloria de los hombres, sino porque las otras opciones son peores. Seguimos los Códigos no porque produzcan ganancias, sino porque repudiamos aquello en lo que entonces nos convertiríamos si hiciéramos lo contrario. Nos encontramos solos en este campo de batalla por ser quienes somos.

La Guardia de Cobalto empezó a volverse, uno a uno, hacia él. Tras ellos, los soldados de reserva (ojos claros y ojos oscuros) se acercaron, los ojos aterrorizados, pero los rostros decididos.

—¡La muerte es el final de todos los hombres! —gritó Dalinar—. ¿Cuál es su medida cuando ya no está? ¿Las riquezas que acumuló y dejó para que se pelearan sus herederos? ¿La gloria que obtuvo, solo para pasarla a aquellos que lo mataron? ¿Las elevadas posiciones que obtuvo por casualidad?

»No. Luchamos aquí porque comprendemos. El final es el mismo. Es el camino lo que separa a los hombres. Cuando saboreemos ese final, lo haremos con la cabeza bien alta, los ojos al sol.

Extendió una mano, invocando a Juramentada.

—No me avergüenza en lo que me he convertido —gritó, y descubrió que era cierto. Parecía tan extraño estar libre de culpa—. Otros hombres pueden envilecerse por destruirme. Que tengan su gloria. ¡Pues yo conservaré la mía!

La hoja esquirlada se formó en su mano.

Los hombres no vitorearon, pero se irguieron, las espaldas rectas. Parte del terror desapareció. Adolin se cerró el yelmo y su espada apareció en su mano, cubierta de condensación. Asintió.

Volvieron juntos a la batalla.

«Y así muero», pensó Dalinar, cargando contra las filas parshendi. Allí encontró la paz. Una emoción inesperada en el campo de batalla, pero tanto más bienvenida por ello. Descubrió, sin embargo, un pesar: dejaba al pobre Renarin como alto príncipe Kholin, fuera de pie, rodeado de enemigos que habían engordado con la carne de su padre y su hermano.

«Nunca le entregué esa hoja esquirlada que le prometí —pensó Dalinar—. Tendrá que apañárselas sin ella. Que el honor de nuestros antepasados te proteja, hijo».

«Sé fuerte…, y aprende sabiduría más rápido que tu padre».

«Adiós».

El camino de los reyes
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