«La oscuridad se convierte en un palacio. ¡Que gobierne! ¡Que gobierne!»

Kakevah, 1173, 22 segundos antes de la muerte. Un selay ojos oscuros de profesión desconocida.

—¿Crees que una de estas cosas nos salvará? —preguntó Moash, frunciendo el ceño mientras miraba la plegaria que Kaladin tenía atada en el brazo derecho.

Kaladin miró a un lado. Estaba de pie, en posición de descanso, mientras los soldados de Sadeas cruzaban el puente. El frío aire de primavera, ahora que había empezado a trabajar, le sentaba bien. El cielo era brillante, sin nubes, y los predicetormentas habían prometido que no se avecinaba ninguna.

La plegaria atada en su brazo era sencilla. Tres glifos: viento, protección, amor. Una oración a Jezerezeh, el Padre Tormenta, para que protegiera a los amigos y seres queridos. Era la forma directa que prefería su madre. A pesar de sus sutilezas y su astucia, cada vez que cosía o escribía una plegaria, siempre era sencilla y sentida. Llevarla le hacía recordarla.

—No puedo creer que pagaras un buen dinero por eso —dijo Moash—. Si hay Heraldos mirando, no prestan ninguna atención a los hombres de los puentes.

—Supongo que últimamente me siento algo nostálgico.

La plegaria probablemente carecía de sentido, pero había tenido motivos para empezar a pensar más en la religión últimamente. La vida de esclavo hacía difícil creer que alguien, o algo, te estuviera observando. Sin embargo, muchos hombres de los puentes se habían vuelto religiosos durante su cautiverio. Dos grupos, reacciones opuestas. ¿Significaba eso que unos eran estúpidos y otros insensibles, u otra cosa completamente distinta?

—Por fin nos verán muertos ¿sabéis? —dijo Drehy desde atrás—. Se acabó.

Los hombres estaban exhaustos. Kaladin y su equipo habían sido obligados a trabajar en los abismos toda la noche. Hashal les había impuesto requerimientos muy estrictos, exigiendo una cuota cada vez mayor de material recuperado. Para cumplir la cuota, habían dejado de entrenar.

Y hoy los habían despertado para un ataque después de descansar solo tres horas. Se caían de sueño allí en fila, y ni siquiera habían llegado todavía a la meseta en pugna.

—Deja que vengan —dijo Cikatriz tranquilamente desde el otro lado de la línea—. ¿Nos quieren muertos? Bueno, no me voy a echar atrás. Les demostraremos lo que es el valor. Pueden esconderse detrás de nuestros puentes mientras cargamos.

—Eso no es ninguna victoria —dijo Moash—. Yo digo que ataquemos a los soldados. Ahora mismo.

—¿A nuestras propias tropas? —preguntó Sigzil, volviendo su oscura cabeza y mirando a la fila de hombres.

—Claro —respondió Moash, todavía mirando al frente—. Van a matarnos de todas maneras. Llevémonos a unos cuantos por delante. Condenación ¿por qué no atacar a Sadeas? Su guardia no se lo esperará. Apuesto a que podríamos eliminar a unos cuantos y apoderarnos de sus lanzas, y entonces podremos matar ojos claros antes de que nos aniquilen.

Un par de hombres murmuraron su acuerdo mientras los soldados continuaban cruzando.

—No —dijo Kaladin—. No conseguiríamos nada. Nos matarían antes de que pudiéramos siquiera molestar a Sadeas.

Moash escupió.

—¿Y todo esto conseguirá algo? ¡Maldición, Kaladin, siento que ya estoy colgando de la horca!

—Tengo un plan —dijo Kaladin.

Esperó las objeciones. Sus otros planes no habían funcionado.

Nadie murmuró ninguna queja.

—Bueno —dijo Moash—, ¿cuál es?

—Lo verás hoy —respondió Kaladin—. Si funciona, nos aportará tiempo. Si fracasa, moriré. —Se volvió a mirar la fila de rostros—. En ese caso, Teft tiene orden de dirigir un intento de huida esta noche. No estáis preparados, pero al menos tendréis una oportunidad.

Eso era mucho mejor que atacar mientras Sadeas cruzaba.

Los hombres asintieron, y Moash pareció contento. Al contrario que al principio, se había vuelto igualmente leal. Era testarudo, pero también era el mejor con la lanza.

Sadeas se acercó, montado en su ruano y ataviado con su armadura esquirlada roja, el yelmo puesto pero la visera levantada. Por casualidad, cruzó por el puente de Kaladin, aunque, como siempre, tenía veinte para escoger. Sadeas ni siquiera dirigió una mirada al Puente Cuatro.

—Romped filas y cruzad —ordenó Kaladin después de que Sadeas terminara de pasar. Los hombres cruzaron su puente y Kaladin les dio las órdenes para tirar de él y luego alzarlo.

Parecía más pesado que nunca. Los hombres echaron a correr, rodearon la columna del ejército y se apresuraron a alcanzar el siguiente abismo. Detrás, a lo lejos, un segundo ejército, de azul, los seguía y cruzó algunos de los puentes de las otras cuadrillas de Sadeas. Parecía que Dalinar Kholin había renunciado a sus grandes puentes mecánicos y usaba ahora las cuadrillas de Sadeas para cruzar. Se había acabado su «honor» y el no sacrificar las vidas de los hombres de los puentes.

En su bolsa, Kaladin llevaba gran número de esferas infusas, obtenidas de los prestamistas a cambio de una cantidad superior de esferas opacas. Odiaba haber aceptado esa pérdida, pero necesitaba la luz tormentosa.

Llegaron rápidamente al siguiente abismo. Sería el penúltimo, según la información que había recibido de Matal, el esposo de Hashal. Los soldados empezaron a comprobar sus armaduras y a practicar estiramientos, mientras los expectaspren saltaban al aire como pequeños gallardetes.

Los hombres colocaron su puente y se retiraron. Kaladin advirtió que Lopen y el silencioso Dabbid se acercaban con su camilla, los odres de agua y las vendas dentro. Lopen había atado la camilla a un gancho en su cintura, para compensar su brazo perdido. Los dos empezaron a repartir agua entre los miembros del Puente Cuatro.

Cuando pasó junto a Kaladin, Lopen indicó un gran bulto en el centro de la camilla. La armadura.

—¿Cuándo la quieres? —preguntó Lopen en voz baja, bajando la litera y ofreciendo a Kaladin un odre de agua.

—Justo antes del asalto. Has hecho bien, Lopen.

El hombrecito le hizo un guiño.

—Un herdaziano manco es el doble de útil que un alezi sin cerebro. Además, mientras tenga una mano, todavía puedo seguir haciendo esto. —Hizo a hurtadillas un gesto obsceno hacia los soldados.

Kaladin sonrió, pero se estaba poniendo demasiado nervioso para sentir alegría. Hacía mucho tiempo que no le pasaba antes de una batalla. Creía que Tukk lo había ayudado a superar eso hacía años.

—¡Eh! —dijo de pronto una voz—. Quiero un poco de eso.

Kaladin giró sobre sus talones y vio a un soldado que se acercaba. Era exactamente el tipo de hombre que había aprendido a evitar en el ejército de Amaram. Ojos oscuros de rango modesto, grande, probablemente lo habían ascendido debido a su tamaño. Su armadura estaba bien cuidada aunque el uniforme de debajo estaba manchado y arrugado, y tenía las mangas subidas, revelando sus brazos velludos.

Al principio, Kaladin supuso que el hombre había visto el gesto de Lopen. Pero no parecía furioso. Lo empujó a un lado y le quitó a Lopen el odre de agua. Cerca, los soldados que esperaban para cruzar se habían fijado en ellos. Sus equipos de aguadores eran mucho más lentos, y eran bastantes los que miraban con ansiedad a Lopen y sus odres.

Permitir que los soldados bebieran su agua sentaría un terrible precedente, pero era un problema insignificante comparado con el otro. Si los soldados se acercaban a beber agua, descubrirían el saco con la armadura.

Kaladin reaccionó rápidamente y arrancó el odre de las manos del soldado.

—Vosotros tenéis vuestros propios grupos de aguadores.

El soldado miró a Kaladin, como si fuera absolutamente incapaz de creer que un hombre de los puentes le estuviera plantando cara. Frunció el ceño y bajó la lanza, golpeando el suelo con su culata.

—No quiero esperar.

—Qué lástima —dijo Kaladin, dando un paso hacia el hombre y mirándolo a los ojos. Maldijo para sus adentros al idiota. Si esto acababa en pelea…

El soldado vaciló, más sorprendido todavía por ver una amenaza tan agresiva por parte de un hombre de los puentes. Kaladin no era tan fornido como él, pero sí un par de dedos más alto. La incertidumbre del soldado se reflejó en su cara.

«Retírate», pensó Kaladin.

Pero no. ¿Retirarse ante un hombre de los puentes mientras su pelotón estaba mirando? El hombre cerró el puño e hizo crujir sus nudillos.

Segundos después, toda la cuadrilla estaba allí presente. El soldado parpadeó cuando el Puente Cuatro formó alrededor de Kaladin en un agresivo patrón de cuña invertida, moviéndose naturalmente, con facilidad, como él les había enseñado. Todos cerraron los puños, dando al soldado amplias oportunidades de ver cómo levantar los puentes les había hecho llegar a un nivel físico muy por encima del soldado medio.

—¿Quieres empezar una pelea ahora, amigo? —preguntó Kaladin en voz baja—. Si le hacéis daño a los hombres de los puentes, me pregunto a quién hará Sadeas cargarlo.

El hombre miró a Kaladin, guardó silencio un momento, luego hizo una mueca, maldijo, y se marchó.

—Probablemente estará llena de crem de todas formas —murmuró, reuniéndose con su equipo.

Los miembros del Puente Cuatro se relajaron, aunque recibieron miradas apreciativas por parte de los soldados en fila. Por una vez, hubo algo distinto a las miradas de desprecio. Era de esperar que no se hubieran dado cuenta de que un puñado de hombres de los puentes habían asumido con rapidez y precisión una formación de combate común en la lucha con lanzas.

Kaladin indicó a los hombres que se retiraran, asintiendo agradecido. Ellos se dispersaron, y Kaladin le lanzó a Lopen el odre recuperado.

El hombrecillo sonrió con expresión taimada.

—Cuidaré mejor de estas cosas a partir de ahora, gancho.

Miró al soldado que había intentado quitarle el agua.

—¿Qué pasa? —preguntó Kaladin.

—Bueno, tengo un primo entre los aguadores ¿sabes? —dijo Lopen—. Y estoy pensando que podría hacerme un favor a cuenta de aquella vez que ayudé a una amiga de su hermana a escapar de un tipo que la andaba buscando…

—Sí que tienes un montón de primos.

—Nunca los suficientes. Molesta a uno de nosotros, y nos molestas a todos. Es algo que los cabezas de paja nunca parecen comprender. Sin ánimo de ofender, gancho.

Kaladin alzó una ceja.

—No le crees problemas al soldado. Hoy no.

«Ya crearé yo suficientes por mi cuenta».

Lopen suspiró, pero asintió.

—Muy bien. Por ti. —Alzó un odre de agua—. ¿Seguro que no quieres?

Kaladin no quería: su estómago estaba demasiado inquieto. Pero se obligó a coger el odre y a dar unos sorbos.

Poco después, llegó el momento de cruzar y tirar del puente para la última carrera. El asalto. Los soldados de Sadeas formaban filas, los ojos claros cabalgaban de un lado a otro, dando órdenes. Matal indicó a la cuadrilla de Kaladin que avanzara. El ejército de Dalinar Kholin había quedado atrás, más lento debido a su gran número de soldados.

Kaladin ocupó su puesto en la parte delantera del puente. Los parshendi preparaban sus arcos en el borde de su meseta, esperando el inminente asalto. ¿Estaban cantando ya? A Kaladin le parecía oír sus voces.

Moash estaba a su derecha, Roca a su izquierda. Solo tres en la línea de la muerte, por lo escasos de hombres que estaban. Había puesto a Shen atrás del todo, para que no viera lo que estaba a punto de hacer.

—Cuando empecemos a movernos voy a escabullirme —les dijo Kaladin—. Roca, hazte cargo. Seguid corriendo.

—Muy bien —dijo Roca—. Será difícil cargar sin ti. Tenemos muy pocos hombres y estamos muy débiles.

—Os las apañaréis. Tendréis que hacerlo.

Colocados bajo el puente como estaban, Kaladin no podía ver la cara de Roca, pero su voz sonaba preocupada.

—¿Eso que vas a intentar es peligroso?

—Tal vez.

—¿Puedo ayudar?

—Me temo que no, amigo mío. Pero me da fuerzas oírte ofrecerte.

Roca no tuvo oportunidad de responder. Matal les ordenó que se pusieran en marcha. Las flechas volaron por los aires para distraer a los parshendi. El Puente Cuatro echó a correr.

Y Kaladin se escabulló y se apartó de ellos. Lopen estaba esperándolo a un lado y le lanzó el saco con la armadura.

Matal le gritó lleno de pánico, pero las cuadrillas ya se habían puesto en movimiento. Kaladin se centró en su objetivo, proteger al Puente Cuatro, e inspiró profundamente. La luz tormentosa fluyó hacia él desde la bolsa que llevaba en la cintura, pero no absorbió demasiada. Solo la suficiente para adquirir una descarga de energía.

Syl revoloteó ante él, una ondulación en el aire, casi invisible. Kaladin abrió el saco, extrajo el chaleco y se lo puso torpemente por encima de la cabeza. Ignoró los lazos del costado y se puso el yelmo mientras saltaba sobre una pequeña formación rocosa. El escudo fue lo último, y castañeteó con los rojos huesos parshendi colocados delante.

Incluso mientras se ponía la armadura, Kaladin permaneció muy por delante de las apuradas cuadrillas. Sus piernas infundidas por la luz tormentosa eran rápidas y seguras.

Los arqueros parshendi que tenía justo delante dejaron bruscamente de cantar. Varios bajaron sus arcos, y aunque estaban demasiado lejos para distinguir sus rostros, pudo sentir su clamor. Kaladin lo esperaba. Lo deseaba.

Los parshendi dejaban a sus muertos. No porque fueran crueles, sino porque les parecía una horrible ofensa moverlos. El solo hecho de tocar un cadáver parecía un pecado. Si ese era el caso, un hombre que profanaba los cadáveres y se los ponía en la batalla sería mucho, mucho peor.

A medida que Kaladin se acercaba, una canción diferente empezó a sonar entre los arqueros parshendi. Una canción rápida y violenta, más cántico que melodía. Los que habían bajado los arcos los volvieron a alzar.

Y trataron por todos los medios de matarlo.

Las flechas volaron hacia él. Docenas de ellas. No las disparaban con andanadas cuidadosas. Volaban individualmente, rápidas, salvajes, cada arquero disparaba contra él tan velozmente como podía. Un enjambre de muerte se cernía sobre Kaladin.

Con el pulso desbocado, Kaladin se lanzó a la izquierda, saltando un pequeño peñasco. Las flechas hendieron el aire a su alrededor, peligrosamente cerca. Pero mientras estaban infundidos de luz tormentosa, sus músculos reaccionaban con rapidez. Esquivó las flechas y luego se volvió en otra dirección, moviéndose erráticamente.

Detrás, el Puente Cuatro se puso al alcance de las flechas y ni una sola fue disparada contra ellos. Otras cuadrillas fueron ignoradas también, pues muchos de los arqueros estaban concentrados en Kaladin. Las flechas llegaban más velozmente, esparciéndose a su alrededor, rebotando en su escudo. Una le rozó e hizo un corte en el brazo; otra chocó contra su yelmo, y estuvo a punto de soltarlo.

Del brazo herido manó luz, no sangre, y para sorpresa de Kaladin empezó a sellarse rápidamente, con la escarcha cristalizando en su piel y la luz tormentosa brotando de él. Inspiró más, proyectándose a la cúspide de la brillante visibilidad. Esquivó, se agachó, saltó, corrió.

Sus reflejos entrenados en la batalla se deleitaron en la velocidad recién hallada, y usó el escudo para apartar las flechas del aire. Era como si su cuerpo hubiera ansiado esta habilidad, como si hubiera nacido para aprovecharse de la luz tormentosa. Durante la primera parte de su vida, había vivido sintiéndose torpe e impotente. Ahora se había curado. No actuaba más allá de sus capacidades, no: finalmente las alcanzaba.

Un puñado de flechas buscó su sangre, pero Kaladin giró entre ellas, recibió otro corte en el brazo pero esquivó las demás con el escudo y el peto. Otra andanada llegó, y alzó el escudo, preocupado por ser demasiado lento. Sin embargo, las flechas cambiaron de rumbo, arqueándose hacia su escudo y clavándose en él. Como atraídas hacia su persona.

«¡Las estoy desviando!». Recordó docenas de carreras con el puente, las flechas clavándose en la madera cerca de donde sus manos sujetaban las barras de apoyo. Siempre incapaces de alcanzarlo.

«¿Cuánto tiempo llevo haciendo esto? ¿Cuántas flechas desvié hacia el puente, alejándolas de mí?».

No tenía tiempo para pensar en eso ahora. Siguió moviéndose, esquivando. Sintió el silbido de las flechas en el aire, las oyó pasar, el golpeteo de las astillas en la piedra o el escudo, su ruido al romperse. Esperaba distraer a algunos parshendi para que no dispararan a sus hombres, pero no tenía ni idea de la reacción que obtendría.

Una parte de él se sentía exultante por la emoción de esquivar, agacharse y bloquear la andanada de flechas. Sin embargo, empezaba a bajar el ritmo. Trató de absorber luz tormentosa, pero no llegó ninguna más. Sus esferas se habían agotado. Sintió pánico, todavía esquivando, pero entonces las flechas empezaron a menguar.

Con sorpresa, Kaladin advirtió que las cuadrillas de los puentes se habían desplegado a su alrededor, dejando espacio para que siguiera esquivando mientras lo adelantaban y fijaban sus cargas. El Puente Cuatro estaba en su sitio, y la caballería lo cruzaba para atacar a los arqueros. A pesar de eso, algunos parshendi continuaban disparándole a Kaladin, furiosos. Los soldados a caballo los abatieron con facilidad, despejaron el terreno y dejaron espacio para la infantería de Sadeas.

Kaladin bajó el escudo. Estaba tachonado de flechas. Apenas tuvo tiempo de inspirar una bocanada de aire fresco cuando los hombres del puente lo alcanzaron, gritando de alegría, casi derribándolo al suelo en su emoción.

—¡Loco! —dijo Moash—. ¡Tormentoso loco! ¿Qué ha sido eso? ¿En qué estabas pensando?

—Ha sido increíble —dijo Roca.

—¡Deberías estar muerto! —dijo Sigzil, y su cara normalmente severa mostraba una amplia sonrisa.

—Padre Tormenta —añadió Moash, sacando una flecha del hombro del chaleco de Kaladin—. Mira esto.

Kaladin miró y se sorprendió al encontrar una docena de agujeros de flecha en los lados de su chaleco y su camisa, donde apenas había evitado ser alcanzado. Tres flechas sobresalían del cuero.

—Bendito por la Tormenta —dijo Cikatriz—. Es todo lo que hay que decir.

Kaladin no hizo caso a sus alabanzas, el corazón todavía martilleando en su pecho. Sorprendido por haber sobrevivido, helado por la luz tormentosa que había consumido, agotado como si hubiera corrido por una rigurosa pista de obstáculos. Miró a Teft, alzando una ceja, indicando la bolsa en su cintura.

Teft negó con la cabeza. Había estado observando: la luz tormentosa que brotaba de Kaladin no había sido visible para los que miraban, no a plena luz del día. Con todo, la forma en que Kaladin había esquivado habría parecido increíble, incluso sin la luz. Si había leyendas sobre él antes, ahora aumentarían.

Se volvió a mirar a los soldados que pasaban. Al hacerlo, se dio cuenta de algo. Todavía tenía que tratar con Matal.

—Poneos en fila.

Los hombres obedecieron reacios, ocupando puestos a su alrededor formando una doble fila. Matal estaba de pie junto al puente. Parecía preocupado, como era de esperar. Sadeas se acercaba a caballo. Kaladin se preparó, recordando cómo su anterior victoria, cuando corrieron con el puente en posición lateral, se le había vuelto en su contra. Vaciló, pero luego se apresuró hacia el puente. Sus hombres lo siguieron.

Kaladin llegó cuando Matal hacía una reverencia ante Sadeas, que vestía su gloriosa armadura esquirlada roja. Kaladin y los hombres del puente imitaron también el gesto.

—Avarak Matal —dijo Sadeas. Señaló a Kaladin con la cabeza—. Este hombre parece familiar.

—Es el de antes, brillante señor —respondió Matal, nervioso—. El que…

—Ah, sí —dijo Sadeas—. El «milagro». ¿Y lo enviaste como señuelo? Yo pensaba que no te atreverías a tomar esas medidas.

—Acepto toda la responsabilidad, brillante señor —contestó Matal, poniendo la mejor cara posible.

Sadeas contempló el campo de batalla.

—Bueno, afortunadamente para ti, funcionó. Supongo que ahora tendré que ascenderte. —Sacudió la cabeza—. Esos salvajes ignoraron prácticamente la fuerza de asalto. Los veinte puentes emplazados, la mayoría con ninguna baja. Parece incluso un desperdicio. Considérate ascendido. Muy notable, la forma en que el muchacho ha esquivado… —Espoleó a su caballo y dejó a Matal y los hombres del puente atrás.

Era el ascenso más despectivo que Kaladin había visto jamás, pero sería suficiente. Kaladin sonrió de oreja a oreja mientras Matal se volvía hacia él, los ojos llenos de ira.

—Tú… —borboteó—. ¡Podrías haberme hecho ejecutar!

—En cambio, te conseguí un ascenso —dijo Kaladin. El Puente Cuatro formaba a su alrededor.

—Debería colgarte.

—Ya lo han intentado. No funcionó. Además, sabes que a partir de ahora Sadeas esperará que me dedique a distraer a los arqueros. Buena suerte para conseguir a otros hombres que lo intenten.

La cara de Matal se puso roja. Dio media vuelta y se marchó a comprobar las otras cuadrillas. Las dos más cercanas (el Puente Siete y el Dieciocho) miraban hacia Kaladin y su equipo. ¿Los veinte puentes habían sido emplazados? ¿Casi ninguna baja?

«Padre Tormenta. ¿Cuántos arqueros me estaban disparando?».

—¡Lo lograste, Kaladin! —exclamó Moash—. Encontraste el secreto. Tenemos que hacer que esto funcione. Ampliarlo.

—Apuesto a que podría esquivar esas flechas, si no tuviera otra cosa que hacer —dijo Cikatriz—. Con blindaje suficiente…

—Deberíamos tener más de una armadura —coincidió Moash—. Cinco por lo menos, corriendo para atraer los ataques parshendi.

—Los huesos —dijo Roca, cruzándose de brazos—. Eso es lo que lo hizo funcionar. Los parshendi estaban tan furiosos que ignoraron a la cuadrilla del puente. Si los cinco lleváramos huesos de parshendi…

Eso hizo que Kaladin considerara algo. Miró atrás y buscó entre sus hombres. ¿Dónde estaba Shen?

Allí. Estaba sentado en las rocas, distante, mirando a la nada. Kaladin se acercó con los demás. El parshmenio lo miró, el rostro una máscara de dolor, las lágrimas corriéndole por las mejillas. Miró a Kaladin y se estremeció visiblemente, se dio la vuelta y cerró los ojos.

—Se sentó así en el momento en que vio lo que habías hecho, muchacho —dijo Teft, frotándose la barbilla—. Tal vez no sirva para seguir cargando puentes.

Kaladin se quitó de la cabeza el yelmo atado al caparazón y se pasó los dedos por el pelo. El caparazón pegado a sus ropas apestaba ligeramente, aunque lo había lavado en el abismo.

—Ya veremos —dijo, sintiendo una punzada de culpabilidad. No la suficiente para oscurecer la victoria por haber protegido a sus hombres, pero sí para desanimarla al menos—. Por ahora, sigue habiendo muchas cuadrillas que fueron atacadas. Ya sabéis lo que hay que hacer.

Los hombres asintieron y echaron a correr en busca de heridos. Kaladin puso a un hombre a vigilar a Shen (no estaba seguro de qué otra cosa hacer con el parshmenio) y trató de no mostrar su cansancio mientras ponía el sudoroso casco recubierto por el caparazón y el chaleco en la litera de Lopen. Se arrodilló para revisar su equipo médico, por si era necesario, y descubrió que su mano estaba temblando. La apoyó en el suelo para controlarla, inspiró y espiró.

«Piel fría y pegajosa —pensó—. Náusea. Debilidad». Estado de shock.

—¿Te encuentras bien, muchacho? —preguntó Teft, arrodillándose junto a él. Todavía llevaba el brazo vendado por la herida que había recibido unas cuantas carreras antes, pero no era suficiente para impedir que siguiera cargando. No cuando eran tan pocos para hacerlo.

—Me pondré bien —respondió Kaladin, cogiendo un odre de agua y sujetándolo con mano temblorosa. Apenas pudo quitarle el tapón.

—No pareces…

—Me pondré bien —repitió Kaladin, bebió, y bajó el odre—. Lo que importa es que los hombres están a salvo.

—¿Vas a hacer esto siempre, cada vez que entremos en combate?

—Lo que haga falta para mantenerlos a salvo.

—No eres inmortal, Kaladin —dijo Teft en voz baja—. Los Radiantes podían morir, como cualquier hombre. Tarde o temprano, una de esas flechas encontrará tu cuello en vez de tu hombro.

—La luz tormentosa sana.

—La luz tormentosa ayuda a tu cuerpo a sanar. Es diferente, me parece. —Teft le puso una mano en el hombro—. No podemos perderte, muchacho. Los hombres te necesitan.

—No voy a evitar ponerme en peligro, Teft. Y no voy a dejar que los hombres se enfrenten a una lluvia de flechas si puedo hacer algo al respecto.

—Bueno, vas a tener que dejar que unos cuantos te acompañemos. El puente puede apañárselas con veinticinco, si es necesario. Eso nos deja con unos pocos extra, como decía Roca. Y apuesto a que algunos de los heridos de las otras cuadrillas que hemos salvado están ya lo suficientemente recuperados como para ayudar a cargar. No se atreverán a enviarlos de vuelta a sus propias cuadrillas, no mientras el Puente Cuatro esté haciendo lo que tú has hecho hoy, y eso ayude a que todo el asalto salga bien.

—Yo… —Kaladin se calló. Podía imaginar a Dallet haciendo algo así. Siempre había dicho que, como sargento, parte de su trabajo era mantener a Kaladin con vida—. Muy bien.

Teft asintió y se puso en pie.

—Fuiste lancero, Teft —dijo Kaladin—. No intentes negarlo. ¿Cómo acabaste aquí, en las cuadrillas de los puentes?

—Pertenezco a ellas.

Teft se marchó a supervisar la búsqueda de heridos.

Kaladin se sentó y luego se tendió, esperando que el shock remitiera. Al sur, el otro ejército, ondeando el azul de Dalinar Kholin, había llegado. Cruzaron a una meseta adyacente.

Kaladin cerró los ojos para recuperarse. Al cabo de un rato, oyó algo y los abrió. Syl estaba sentada sobre su pecho, las piernas cruzadas. Tras ella, el ejército de Dalinar Kholin había lanzado un ataque en el campo de batalla, y conseguían hacerlo sin encontrar resistencia. Sadeas había dispersado a los parshendi.

—Lo que hice con las flechas ha sido sorprendente —le dijo Kaladin a Syl.

—¿Sigues pensando que estás maldito?

—No, sé que no. —Miró al cielo nublado—. Pero eso significa que los fracasos fueron solo míos. Dejé morir a Tien, le fallé a mis lanceros, a los esclavos que intenté rescatar, a Tarah…

Hacía tiempo que no pensaba en ella. Ese fracaso había sido diferente a los demás, pero fracaso a fin de cuentas.

—Si no hay ninguna maldición ni mala suerte, ningún dios que esté enfadado conmigo, tengo que vivir sabiendo que con un poco más de esfuerzo, con un poco más de práctica o habilidad, podría haberlos salvado.

Ella frunció todavía más el ceño.

—Kaladin, tienes que superarlo. Esas cosas no son culpa tuya.

—Es lo que solía decir siempre mi padre. —Sonrió débilmente—. «Supera tu culpa, Kaladin. Preocúpate, pero no demasiado. Acepta la responsabilidad, pero no te eches la culpa». Proteger, salvar, ayudar…, pero también saber cuándo rendirse. Hay tantos salientes precarios por los que caminar. ¿Cómo lo hago?

—No lo sé. No sé nada de esto, Kaladin. Pero te estás destrozando a ti mismo. Por dentro y por fuera.

Kaladin contempló el cielo.

—Fue maravilloso. Fui una tormenta, Syl. Los parshendi no podían tocarme. Las flechas no eran nada.

—Eres demasiado nuevo en esto. Te esforzaste demasiado.

—«Sálvalos» —susurró Kaladin—. «Haz lo imposible, Kaladin. Pero no te esfuerces demasiado. Pero tampoco te sientas culpable si fracasas». Salientes precarios, Syl. Tan estrechos…

Algunos de sus hombres regresaron con un herido, un thayleño de rostro cuadrado con una flecha en el hombro. Kaladin se puso a trabajar. Sus manos todavía temblaban levemente, pero no tanto como antes.

Los hombres del puente se congregaron alrededor, mirando. Kaladin había empezado ya a instruir a Roca, Drehy y Cikatriz, pero, como todos miraban, se puso a explicar:

—Si aplicáis presión aquí, podéis reducir el flujo sanguíneo. Esta herida no es demasiado peligrosa, aunque probablemente no sea agradable. —El paciente hizo una mueca, asintiendo—. Y el verdadero problema lo causaría la infección. Hay que lavar la herida para asegurarse de que no hay dentro astillas de madera ni trozos de metal, y luego hay que coserla. Los músculos y la piel de este hombre tienen que seguir funcionando, así que hace falta hilo fuerte para suturar la herida. Ahora…

—Kaladin —dijo Lopen, preocupado.

—¿Qué? —preguntó él, distraído, todavía trabajando.

—¡Kaladin!

Lopen lo había llamado por su nombre, en vez de decir «gancho». Kaladin se levantó y se volvió a ver al bajo herdaziano de pie al fondo del grupo, señalando el abismo. La batalla se había trasladado más al norte, pero unos cuantos parshendi se habían abierto paso entre las líneas de Sadeas. Tenían arcos.

Kaladin se quedó mirando, aturdido, mientras el grupo de parshendi se situaba en formación y preparaba sus flechas. Cincuenta proyectiles, todos apuntando a Kaladin y su cuadrilla. A los parshendi no parecía importarles estar exponiéndose a ser atacados por detrás. Parecían concentrados solo en una cosa.

Destruir a Kaladin y a sus hombres.

Kaladin dio la voz de alarma, pero se sentía torpe, cansado. Los hombres a su alrededor se volvieron mientras los arqueros disparaban. Los soldados de Sadeas normalmente defendían el abismo para impedir que los parshendi atacaran los puentes y les cortaran la retirada. Pero esta vez, al ver que los arqueros no intentaban derribar los puentes, no habían corrido a detenerlos. Dejaron a los hombres del puente a su suerte, en vez de cortarles el paso a los parshendi.

Los hombres de Kaladin estaban expuestos. Blancos perfectos. «No —pensó Kaladin—. ¡No! No puede suceder así. No después de…».

Algo chocó contra la línea parshendi. Una única figura con armadura gris pizarra, empuñando una espada tan larga como alto era el hombre. El portador de esquirlada barrió a través de los distraídos arqueros con urgencia, internándose entre sus filas. Las flechas volaron hacia el equipo de Kaladin, pero habían sido disparadas demasiado pronto, sin apuntar. Unas cuantas se acercaron mientras los hombres del puente se ponían a cubierto, pero nadie resultó herido.

Los parshendi cayeron ante la espada del portador, algunos se precipitaron al abismo, otros retrocedieron. Los demás murieron con los ojos quemados. En cuestión de segundos, el escuadrón de cincuenta arqueros quedó reducido a un montón de cadáveres.

La guardia de honor del portador de esquirlada lo alcanzó. Él se volvió. Su armadura pareció resplandecer cuando alzó su espada en un saludo de respeto a los hombres del puente. Entonces cargó en otra dirección.

—Era él —dijo Drehy, poniéndose en pie—. Dalinar Kholin. ¡El tío del rey!

—¡Nos ha salvado! —exclamó Lopen.

—¡Bah! —Moash se sacudió el polvo—. Tan solo vio un grupo de arqueros indefensos y aprovechó la oportunidad para golpear. Los ojos claros no se preocupan por nosotros. ¿Verdad, Kaladin?

Kaladin se quedó mirando el lugar donde se encontraban los arqueros. En un momento, podía haberlo perdido todo.

—¿Kaladin? —insistió Moash.

—Tienes razón —dijo Kaladin—. Solo una oportunidad aprovechada.

¿Pero entonces, por qué había alzado la espada hacia Kaladin?

—A partir de ahora, nos retiraremos más después de que los soldados crucen. Nos ignoraban en cuanto comenzaba la batalla, pero no lo volverán a hacer. Lo que yo he hecho hoy, lo que todos haremos pronto, los enfurecerá enormemente. Lo suficientemente enfurecidos para ser estúpidos, pero también para querernos muertos. Por el momento, Leyten, Narm, encontrad buenos puntos de observación y vigilad el campo. Quiero saber si algún parshendi intenta dirigirse a ese abismo. Vendaré a este hombre y nos retiraremos.

Los dos exploradores salieron corriendo, y Kaladin volvió al hombre del hombro herido.

Moash se arrodilló junto a él.

—Un asalto contra un enemigo preparado sin ningún puente perdido, un portador de esquirlada que casualmente viene a nuestro rescate, el mismo Sadeas que nos hace un cumplido. Casi me haces pensar que tendría que conseguirme una de esas bandas para el brazo.

Kaladin se miró la plegaria. Estaba manchada de sangre de un corte en el brazo que la desvaneciente luz tormentosa no había podido curar del todo.

—Espera a ver si escapamos. —Kaladin terminó de coser—. Esa es la verdadera prueba.

El camino de los reyes
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