«Re-Shephir, la Madre Medianoche, dando a luz abominaciones con su esencia tan oscura, tan terrible, tan consumidora. ¡Está aquí! ¡Me ve morir!»
Fechado Shashabev, 1173, ocho segundos antes de la muerte. Sujeto: un estibador ojos oscuros de unos cuarenta años, padre de tres hijos.
—Me repugna horriblemente estar equivocado.
Adolin se reclinó en su asiento, una mano apoyada ociosamente en la mesa de superficie de cristal, la otra agitando el vino de su copa. Vino amarillo. No estaba de servicio hoy, así que podía descuidarse un poquito.
El viento le agitaba el pelo. Estaba sentado con un grupo de jóvenes ojos claros en las mesas de fuera de una taberna del Mercado Exterior, un grupo de edificios que habían ido creciendo cerca del palacio del rey, fuera de los campamentos. Una variopinta mezcla de gente pasaba por la calle bajo su terraza.
—Yo diría que todo el mundo comparte tu repulsa, Adolin —dijo Jakamav, apoyando los dos codos sobre la mesa. Era un hombre recio, un ojos claros del tercer dahn del campamento del alto príncipe Roion—. ¿A quién le gusta estar equivocado?
—Conozco a bastante gente que lo prefiere —dijo Adolin, pensativo—. Naturalmente, no lo admiten. ¿Pero qué otra cosa puede uno deducir de la frecuencia de sus errores?
Inkima, la acompañante de Jakamav de esta tarde, dejó escapar una risa cantarina. Era regordeta con ojos amarillo claro y se teñía el pelo de negro. Llevaba un vestido rojo. El color no le sentaba bien.
Danlan estaba también allí, naturalmente. Sentada junto a Adolin, mantenía la debida distancia, aunque de vez en cuando le tocaba el brazo con la mano libre. Su vino era violeta. Le gustaba el vino, aunque parecía combinarlo con los colores de sus vestidos. Una tendencia curiosa. Adolin sonrió. Parecía enormemente atractiva, con aquel largo cuello y su hermosa constitución, envuelta en un bello vestido. No se teñía el pelo, aunque era casi todo castaño. No había nada malo con el pelo claro. De hecho, ¿por qué les gustaba tanto a todos el pelo oscuro, cuando los ojos claros eran el ideal?
«Basta —se dijo Adolin—. Acabarás tan meditabundo como padre».
Los otros dos, Toral y su acompañante, Eshava, eran ojos claros del campamento del alto príncipe Aladar. La casa Kholin estaba ahora mismo en desgracia, pero Adolin tenía amigos o conocidos en casi todos los campamentos.
—Los errores pueden ser divertidos —dijo Toral—. Hacen que la vida sea interesante. Si tuviéramos la razón todo el tiempo, ¿dónde nos llevaría eso?
—Querido —dijo su acompañante—, ¿no me dijiste una vez que casi siempre tenías razón?
—Sí —dijo Toral—. Y si todo el mundo fuera como yo ¿a costa de quién me divertiría? Temería que la competencia de los demás me volviera mundano.
Adolin sonrió y tomó un sorbo de vino. Tenía un duelo formal en el coso hoy, y había descubierto que una copa de amarillo antes le ayudaba a relajarse.
—Bueno, no tendrías que preocuparte de que yo tenga razón demasiado a menudo, Toral. Estaba seguro de que Sadeas iba a actuar contra mi padre. No tiene sentido. ¿Por qué no lo hizo?
—¿Como maniobra, tal vez? —dijo Toral. Era un tipo agudo, conocido por su gusto refinado. Adolin siempre quería tenerlo cerca cuando probaba vinos—. Quiere parecer fuerte.
—Ya era fuerte. No gana nada no actuando contra nosotros.
—Bueno —dijo Danlan, la voz suave y con cierto tono apasionado—, sé que soy nueva en los campamentos, y mi valoración reflejará mi ignorancia, pero…
—Siempre dices lo mismo ¿sabes? —dijo Adolin, abstraído. Le gustaba bastante su voz.
—¿Siempre digo qué?
—Que eres ignorante. Sin embargo, eres cualquier cosa menos eso. Eres una de las mujeres más inteligentes que he conocido.
Ella vaciló, y durante un momento pareció extrañamente molesta. Entonces sonrió.
—No deberías decir esas cosas, Adolin, cuando una mujer intenta mostrar humildad.
—Oh, cierto. Humildad. Había olvidado que existía.
—¿Demasiado tiempo con los ojos claros de Sadeas? —dijo Jakamav, provocando otra risa cantarina en Inkima.
—Lo siento —dijo Adolin—. Por favor, continúa.
—Estaba diciendo que dudo que Sadeas deseara comenzar una guerra —dijo Danlan—. Actuar contra tu padre de una forma tan obvia habría provocado eso, ¿no?
—Indudablemente —respondió Adolin.
—Entonces tal vez se contuvo por eso.
—No sé —dijo Toral—. Podría haber avergonzado a tu familia sin atacaros: podría haber dado a entender, por ejemplo, que habéis sido negligentes y necios al no proteger al rey, pero que no estabais detrás del intento de asesinato.
Adolin asintió.
—Eso podría haber iniciado también una guerra —dijo Danlan.
—Tal vez —repuso Toral—. Pero tienes que admitir, Adolin, que la reputación del Espina Negra es un poco menos que…, impresionante…, últimamente.
—¿Y qué significa eso? —replicó Adolin.
—Oh, Adolin —dijo Toral, agitando una mano y alzando la copa para pedir más vino—. No seas perezoso. Sabes a qué me refiero, y también sabes que con ello no pretendo insultar a nadie. ¿Dónde está esa sirvienta?
—Cabría pensar —añadió Jakamav— que, después de seis años aquí, podríamos tener una taberna decente.
Inkima se rio también con eso. Estaba empezando a hacerse muy molesta.
—La reputación de mi padre es sólida —dijo Adolin—. ¿O no habéis prestado atención a nuestras victorias últimamente?
—Conseguidas con la ayuda de Sadeas —dijo Jakamav.
—Conseguidas de todas formas —insistió Adolin—. En los últimos meses, mi padre ha salvado no solo la vida de Sadeas, sino la del mismísimo rey. Lucha con valentía. Sin duda podréis ver que los antiguos rumores sobre él eran absolutamente infundados.
—De acuerdo, de acuerdo —dijo Toral—. No hace falta molestarse, Adolin. Todos estamos de acuerdo en que tu padre es un hombre maravilloso. Pero eras tú quien te quejabas ante nosotros y querías que cambiara.
Adolin estudió su vino. Los otros dos hombres a la mesa llevaban el tipo de atuendo que su padre desaprobaba. Chaquetas cortas y pintorescas camisas de seda. Toral llevaba un pañuelo amarillo de seda al cuello y otro alrededor de la muñeca derecha. Bastante a la moda, y parecía mucho más cómodo que el uniforme de Adolin. Dalinar habría dicho que la ropa parecía tonta, pero la moda a veces era tonta. Atrevida, diferente. Había algo revitalizante en vestirse de un modo que interesara a los demás, en moverse con las oleadas del estilo. Antaño, antes de unirse a su padre en la guerra, a Adolin le encantaba diseñar un aspecto que fuera parejo a cada día. Ahora solo tenía dos opciones: uniforme de verano o uniforme de invierno.
La doncella llegó por fin trayendo dos jarras de vino, uno amarillo y otro azul oscuro. Inkima soltó una risita cuando Jakamav se inclinó hacia delante y le susurró algo al oído.
Adolin alzó una mano para impedirle a la doncella que llenara su copa.
—No estoy seguro de que quiera ver cambiar a mi padre. Ya no.
Toral frunció el ceño.
—La semana pasada…
—Lo sé. Eso fue antes de verlo rescatar a Sadeas. Siempre que empiezo a olvidar lo sorprendente que es mi padre, hace algo para recordarme que soy uno de los diez locos. Sucedió también cuando Elhokar estuvo en peligro. Es como…, como si mi padre actuara solo cuando realmente se preocupa por algo.
—¿Estás dando a entender que realmente no le importa la guerra, Adolin, querido? —dijo Danlan.
—No. Solo que las vidas de Elhokar y Sadeas pueden ser más importantes que matar parshendi.
Los demás lo aceptaron como explicación y pasaron a otros temas. Pero Adolin siguió dándole vueltas a la idea. Se sentía inquieto últimamente. Estar equivocado respecto a Sadeas era una causa: la posibilidad de que fuera posible demostrar que las visiones eran verdaderas o falsas, otra.
Adolin se sentía atrapado. Había presionado a su padre para que dudara de su propia cordura, y ahora, según había establecido su última conversación, prácticamente había accedido a aceptar la decisión de Dalinar de retirarse si las visiones resultaban falsas.
«Todo el mundo odia estar equivocado —pensó Adolin—, pero mi padre lo prefiere si es lo mejor para Alezkar». Adolin dudaba que muchos ojos claros prefirieran que se demostrase que estaban locos antes que en posesión de la verdad.
—Tal vez —estaba diciendo Eshava—. Pero eso no cambia todas sus necias restricciones. Me gustaría que se retirara.
Adolin se sobresaltó.
—¿Qué? ¿Qué decías?
Eshava lo miró.
—Nada. Solo comprobaba si estabas atendiendo a la conversación, Adolin.
—No —insistió Adolin—. Dime de qué estabas hablando.
Ella se encogió de hombros y miró a Toral, que se inclinó hacia delante.
—No creas que los campamentos ignoran lo que le pasa a tu padre durante las altas tormentas, Adolin. Se dice que debería abdicar por eso.
—Sería una tontería —contestó Adolin con firmeza—. Considerando cuánto éxito está demostrando en combate.
—Retirarse sería exagerado —coincidió Danlan—. Pero, Adolin, me gustaría que pudieras hacer que tu padre relajara todas esas necias restricciones a las que está sometido nuestro campamento. Los otros hombres de Kholin y tú podríais volver a departir en sociedad.
—Lo he intentado —contestó él, comprobando la posición del sol—. Creedme. Y, por desgracia, tengo que preparar un duelo. Si me disculpáis.
—¿Alguno de los aduladores de Sadeas? —preguntó Jakamav.
—No —respondió Danlan, sonriendo—. Es el brillante señor Resi. Ha habido algunas provocaciones verbales por parte de Thanadal, y esto podría servir para cerrarle la boca. —Miró a Adolin afectuosamente—. Te veré allí.
—Gracias —dijo él, incorporándose y abotonándose la guerrera. Besó la mano libre de Danlan, se despidió de los demás y salió a la calle.
«Ha sido una brusca partida por mi parte —pensó—. ¿Se darán cuenta de cómo me incomodó la conversación?». Probablemente no. No lo conocían tanto como Renarin. A Adolin le gustaba tratar con mucha gente, pero no intimaba con nadie. Ni siquiera conocía a Danlan todavía. Pero se proponía hacer duradera su relación con ella. Estaba cansado de que Renarin se burlara de él por cambiar continuamente de pareja. Danlan era muy bonita: parecía que el cortejo podría funcionar.
Recorrió el Mercado Exterior, abrumado por las palabras de Toral. Adolin no quería convertirse en alto príncipe. No estaba preparado. Le gustaba librar duelos y charlas con sus conocidos. Liderar al ejército era una cosa, pero como alto príncipe tendría que pensar en otras, como el futuro de la guerra en las Llanuras Quebradas, o proteger y aconsejar al rey.
«Ese no tendría que ser nuestro problema», pensó. Pero era lo que decía siempre su padre. Si no lo hacían ellos ¿quién lo haría?
El Mercado Exterior estaba mucho más desorganizado que los mercados del campamento de Dalinar. Aquí, los destartalados edificios, construidos principalmente con bloques de piedra traídos de canteras cercanas, habían ido creciendo sin un plan específico. Gran número de mercaderes eran thayleños, con sus típicas gorras, chalecos y largas cejas ondulantes.
El concurrido mercado era uno de los pocos lugares donde se mezclaban los soldados de los diez campamentos. De hecho, esa era una de las funciones principales del lugar: era un territorio neutral donde hombres y mujeres de campamentos diferentes podían encontrarse. También proporcionaba un mercado que no estaba estrictamente regulado, aunque Dalinar había intervenido para introducir algunas normas cuando el mercado empezaba a mostrar signos de ingobernabilidad.
Adolin saludó a un grupo de soldados kholin de azul con los que se cruzó. Estaban de patrulla, las alabardas al hombro, los yelmos brillantes. Las tropas de Dalinar patrullaban por el lugar, y sus escribas lo controlaban. Todo por cuenta propia.
A su padre no le gustaba el trazado del Mercado Exterior, ni su falta de murallas. Decía que un ataque podría ser catastrófico, que violaba el espíritu de los Códigos. Pero habían pasado años desde la última vez que los parshendi hicieron una incursión en el lado alezi de las Llanuras. Y si decidían atacar los campamentos, los exploradores y guardias darían la voz de alarma.
¿Entonces para qué servían los Códigos? El padre de Adolin se comportaba como si fueran de importancia vital. Ir siempre de uniforme, estar siempre armado, siempre sobrio y vigilante ante la amenaza de ataques. Pero no había ninguna amenaza de ataques.
Mientras caminaba por el mercado, Adolin miró (realmente miró) por primera vez y trató de ver qué era lo que su padre estaba haciendo.
Podía detectar fácilmente a los oficiales de Dalinar. Llevaban sus uniformes conforme a lo ordenado. Guerreras azules y pantalones con botones plateados, nudos en los hombros para indicar el rango. Los oficiales que no pertenecían al campamento de Dalinar llevaban todo tipo de ropa. Era difícil distinguirlos de los mercaderes y otros civiles adinerados.
«Pero eso no importa —se dijo de nuevo Adolin—. Porque no vamos a ser atacados».
Frunció el ceño al pasar ante un grupo de ojos claros que retozaban delante de otra taberna, igual que él acababa de hacer. Sus ropas (de hecho, sus posturas y modales) daban la apariencia de que solo les preocupaba divertirse. Adolin se sintió molesto. Estaban en guerra. Casi a diario, morían soldados. Lo hacían mientras los ojos claros bebían y charlaban.
Tal vez los Códigos no existían para protegerse de los parshendi. Tal vez servían para algo más: para proporcionar comandantes respetables en quienes los hombres pudieran confiar. Para tratar a la guerra con la gravedad que se merecía. Tal vez para no convertir una zona de guerra en una feria. Los plebeyos tenían que permanecer en guardia, vigilantes. Por tanto, Adolin y Dalinar hacían lo mismo.
Se detuvo en la calle. Nadie lo maldijo ni le gritó que se apartara: podían ver su rango. Tan solo lo rodearon.
«Creo que ahora comprendo», pensó. ¿Por qué había tardado tanto en hacerlo?
Preocupado, avivó el paso para dirigirse al combate del día.
—«Fui caminando desde Abamabar hasta Uriziru —dijo Dalinar, citando de memoria—. En esto, metáfora y experiencia son una, inseparables para mí como mi mente y mi memoria. Una contiene a la otra, y aunque puedo explicar una, la otra es solo para mí».
Sadeas, sentado a su lado, alzó una ceja. Elhokar estaba sentado al otro lado de Dalinar, ataviado con su armadura esquirlada. Cada vez la usaba más y más, convencido de que los asesinos ansiaban quitarle la vida. Juntos veían a los hombres combatir en duelos abajo, en el fondo de un pequeño cráter que Elhokar había nombrado zona de duelos de los campamentos. Los rincones rocosos que rodeaban el interior de la pared de tres metros de altura componían unas excelentes plataformas en las que sentarse.
El duelo de Adolin no había empezado todavía, y los hombres que luchaban ahora eran ojos claros, pero no portadores de esquirlada. Sus espadas romas estaban recubiertas de una sustancia blanca, como tiza. Cuando uno lograba alcanzar la armadura acolchada del otro, dejaba una marca visible.
—Espera un momento —le dijo Sadeas—. Ese hombre que escribió el libro…
—Nohadon es su nombre sagrado. Otros lo llaman Bajerden, aunque no estamos seguros de si era su nombre auténtico o no.
—¿Decidió ir caminando de dónde hasta adónde?
—De Amabamar hasta Uriziru —respondió Dalinar—. Creo que debía de ser una gran distancia, por la forma en que cuenta la historia.
—¿Era rey?
—Sí.
—¿Pero por qué…?
—Es confuso —dijo Dalinar—. Pero espera. Ya lo verás. —Se aclaró la garganta y continuó—: «Caminé solo esta importante distancia, y prohibí tener ningún séquito. No tenía más corcel que mis gastadas sandalias, más compañero que un recio bastón que me ofrecía conversación con sus golpes contra la piedra. Mi boca era mi monedero, no lleno de gemas, sino de canciones. Cuando cantar para el sustento me fallaba, mis brazos trabajaban para limpiar un suelo o una pocilga, y a menudo me ganaban una satisfactoria recompensa.
»Aquellos que me querían temieron por mi seguridad y, quizá, mi cordura. Los reyes, explicaron, no caminan como mendigos durante cientos de kilómetros. Mi respuesta fue que si un mendigo podía lograr la hazaña, ¿por qué no lo haría un rey? ¿Me consideraban menos capaz que un mendigo?
»A veces pienso que lo soy. El mendigo sabe muchas cosas que el rey solo puede imaginar. ¿Y sin embargo quién dicta los códigos que regulan la mendicidad? A menudo me pregunto qué me ha dado la experiencia en la vida (mi vida fácil tras la Desolación, y mi actual nivel de comodidad) que sirva de verdadera experiencia para dictar leyes. Si tuviéramos que basarnos en lo que sé, los reyes solo serían útiles para crear leyes referidas a cómo calentar debidamente el té y cómo mullir los cojines del trono».
Sadeas frunció el ceño ante estas palabras. Delante de ellos, los dos espadachines continuaban su duelo; Elhokar los observaba con interés. Traer arena para recubrir el suelo de este coso había sido una de sus primeras acciones en las Llanuras Quebradas.
—«De todas formas —dijo Dalinar, todavía citando El camino de los reyes—, hice el viaje y, como el lector astuto ya habrá deducido, sobreviví. Las historias de sus peripecias mancharán una página diferente en esta narración, pues primero debo explicar mi propósito al recorrer este extraño camino. Aunque estuve dispuesto a aceptar que mi familia me considerara loco, no quiero dejar que eso se asocie a mi nombre en los vientos de la historia.
»Mi familia viajó hasta Uriziru por el método directo, y llevaba semanas esperándome cuando llegué. No me reconocieron en las puertas, pues mi melena había crecido robusta sin cuchilla para domarla. Cuando me descubrí, me llevaron, acicalaron, alimentaron, atendieron y reprendieron exactamente en ese orden. Solo después de que todo esto terminara me preguntaron por fin el propósito de mi excursión. ¿No podía haber seguido la ruta sencilla, fácil y común hasta la ciudad santa?».
—Exactamente —intervino Sadeas—. ¡Al menos podría haber ido a caballo!
—«Por respuesta —citó Dalinar—, me quité las sandalias y mostré mis callosos pies. Se sentían cómodos sobre la mesa junto a mi bandeja de uvas a medio consumir. En este punto, las expresiones de mis compañeros proclamaron que me creían loco, así que se lo expliqué relatando las historias de mi viaje. Una tras otra, como sacos apilados de grano, almacenados para el invierno. Haría pan ácimo con ellos pronto, y luego lo guardaría entre estas páginas.
»Sí, podría haber viajado rápidamente. Pero todos los hombres tienen el mismo destino final. Encontremos nuestro fin en un sepulcro hueco o en la zanja de un pobre, todos menos los Heraldos mismos deben cenar con la Vigilante Nocturna.
»Y, por tanto, ¿importa el destino? ¿O es el camino que emprendemos? Declaro que ningún logro tiene tan gran sustancia como el camino empleado para conseguirlo. No somos criaturas de destinos. Es el viaje el que nos da la forma. Nuestros pies encallecidos, nuestras espaldas fortalecidas por cargar el peso de nuestros viajes, nuestros ojos abiertos con el fresco deleite de las experiencias vividas.
»Al final, debo proclamar que no puede conseguirse ningún bien por falsos medios. Pues la sustancia de nuestra existencia no está en la consecución, sino en el método. El monarca debe comprender esto: no debe centrarse tanto en lo que desea conseguir que desvíe la mirada del camino que debe tomar para alcanzarlo».
Dalinar se echó hacia atrás. La roca en la que se sentaba había sido acolchada y mejorada con reposamanos de madera y apoyos para la espalda. El duelo terminó cuando uno de los ojos claros (vestido de verde, pues era súbdito de Sadeas) descargó un golpe en el peto del otro, dejando una larga marca blanca. Elhokar aplaudió con sus manos forradas de metal, y ambos duelistas saludaron. La victoria del ganador sería registrada por las mujeres que ocupaban los asientos de juezas. También llevaban los libros del código de los duelos, y adjudicaban disputas o infracciones.
—Supongo que ese es el final de tu historia —dijo Sadeas, mientras los dos siguientes duelistas pasaban al coso.
—Así es.
—¿Y has memorizado el párrafo entero?
—Es probable que haya dicho alguna palabra equivocada.
—Conociéndote, eso significa que te habrás olvidado un artículo. —Dalinar frunció el ceño—. Oh, no seas tan envarado, viejo amigo —dijo Sadeas—. Era un cumplido. Más o menos.
—¿Qué te ha parecido la historia? —preguntó Dalinar mientras el nuevo duelo comenzaba.
—Ridícula —dijo Sadeas sinceramente, indicando a un criado que le trajera más vino. Amarillo, ya que todavía era de día—. ¿Caminó toda esa distancia solo para recalcar el argumento de que los reyes deben considerar las consecuencias de sus órdenes?
—No solo para demostrar el argumento —respondió Dalinar—. Yo pensé lo mismo, pero he empezado a comprender. Caminó porque quería experimentar las cosas que hacía su pueblo. Lo usó como metáfora, pero creo que de verdad quería saber lo que era caminar hasta tan lejos.
Sadeas tomó un sorbo de vino y luego miró al sol entornando los ojos.
—¿No podríamos emplazar un toldo o algo por el estilo?
—Me gusta el sol —dijo Elhokar—. Paso demasiado tiempo encerrado en esas cuevas que llamamos edificios.
Sadeas miró a Dalinar, poniendo los ojos en blanco.
—Gran parte de El camino de los reyes está organizado como ese párrafo que te he citado —dijo Dalinar—. Una metáfora de la vida de Nohadon: un acontecimiento real convertido en ejemplo. Los llama las cuarenta parábolas.
—¿Y son todas tan ridículas?
—Creo que esta es preciosa —dijo Dalinar en voz baja.
—No lo dudo. Siempre te han gustado las historias sentimentales. —Alzó una mano—. También pretendía ser un cumplido.
—¿Más o menos?
—Exactamente. Dalinar, amigo mío, siempre has sido emocional. Eso te vuelve genuino. También puede interponerse en el pensamiento racional, pero mientras siga impulsándote a salvarme la vida, creo que puedo convivir con ello. —Se rascó la barbilla—. Supongo que, por definición, tiene que ser así, ¿no?
—Supongo.
—Los otros altos príncipes dicen que eres demasiado estirado. Sin duda puedes ver por qué.
—Yo… —¿Qué podía decir?—. No pretendo serlo.
—Bueno, los provocas. Mira, por ejemplo, la forma en que te niegas a reaccionar a sus discusiones o insultos.
—Protestar simplemente atrae la atención sobre el tema —dijo Dalinar—. La mejor defensa del carácter es la acción correcta. Hazte amigo de la virtud y puedes esperar ser tratado adecuadamente por aquellos que te rodean.
—¿Ves? Ahí lo tienes —dijo Sadeas—. ¿Quién habla así?
—Dalinar —respondió Elhokar, aunque seguía contemplando el duelo—. Y mi padre.
—Exactamente —dijo Sadeas—. Dalinar, amigo, los demás simplemente no pueden aceptar que las cosas que dices vayan en serio. Asumen que estás actuando.
—Y tú, ¿qué piensas de mí?
—Puedo ver la verdad.
—¿Y es…?
—Que eres un mojigato estirado —dijo Sadeas de buen humor—. Pero lo haces honestamente.
—Estoy seguro de que eso también es un cumplido.
—Lo cierto es que esta vez intento molestarte. —Sadeas alzó la copa de vino ante Dalinar.
A su lado, Elhokar sonrió.
—Sadeas, eso ha sido muy astuto. ¿Tendré que nombrarte nuevo sagaz?
—¿Qué le ha pasado al antiguo? —La voz de Sadeas mostró curiosidad, incluso ansiedad, como si esperara oír que la tragedia había asolado a Sagaz.
La sonrisa de Elhokar se convirtió en una mueca.
—Se ha ido.
—¿Y eso? Qué decepcionante.
—Bah. —Elhokar agitó una mano—. Lo hace de vez en cuando. Ya regresará. Es tan poco de fiar como la misma Condenación. Si no me hiciera reír como lo hace, lo habría reemplazado hace varias estaciones.
Guardaron silencio, y el duelo continuó. Unos cuantos ojos claros más, hombres y mujeres, lo seguían también, sentados en la grada escalonada. Dalinar advirtió con incomodidad que Navani había llegado, y charlaba con un grupo de mujeres, incluyendo el último capricho de Adolin, la escriba de pelo castaño.
Los ojos de Dalinar se posaron en Navani, absorbiendo su vestido violeta, su madura belleza. Había registrado sus visiones más recientes sin quejarse, y parecía haberlo perdonado por echarla tan bruscamente de sus aposentos. Nunca se burlaba de él, nunca se mostraba escéptica. Él lo agradecía. ¿Debería darle las gracias? ¿O lo consideraría una invitación?
Apartó la mirada, pero descubrió que no podía ver a los duelistas sin dejar de mirarla con el rabillo del ojo. Así que, en cambio, miró al cielo, entornando los ojos contra el sol de la tarde. Desde abajo llegaban los sonidos del metal golpeando contra el metal. Tras él, varios grandes caracoles se aferraban a la roca, esperando el agua de la alta tormenta.
Tenía tantas preguntas, tantas incertidumbres. Escuchaba El camino de los reyes y se esforzaba por descubrir qué habían querido decir las últimas palabras de Gavilar. Como si, de algún modo, tuvieran la clave tanto de su locura como de la naturaleza de sus visiones. Pero la verdad era que no sabía nada, y no podía fiarse de sus propias decisiones. Eso lo estaba deshaciendo, poco a poco, fibra a fibra.
Las nubes parecían menos frecuentes aquí, en estas llanuras barridas por el viento. Solo el ardiente sol roto por las furiosas altas tormentas. El resto de Roshar era influido por ellas, pero aquí, en el este, las feroces e indomables altas tormentas gobernaban supremas. ¿Podía algún rey mortal aspirar a reclamar estas tierras? Había leyendas que decían que estaban habitadas, que había más que montañas irreclamadas, llanuras desoladas y bosques enormes. Natanatan, el Reino de Granito.
—Ah —dijo Sadeas, como si hubiera probado algo amargo—. ¿Tenía que venir él?
Dalinar bajó la cabeza y siguió la mirada de Sadeas. El alto príncipe Vamah había llegado para ver los duelos, seguido por su séquito. Aunque la mayoría de ellos llevaba sus tradicionales colores marrones y amarillos, el alto príncipe vestía un largo abrigo azul con aberturas que mostraban debajo la brillante seda roja y naranja, a juego con las chorreras que asomaban de los puños y el cuello.
—Creía que apreciabas a Vamah —dijo Elhokar.
—Lo tolero —respondió Sadeas—. Pero su sentido de la moda es absolutamente repulsivo. ¿Rojo y naranja? Ni siquiera naranja oscuro, sino un naranja chillón que lastima los ojos. Y el estilo con rasgados no se usa desde hace años. Ah, maravilloso, se sienta justo enfrente de nosotros. Me veré obligado a mirarlo durante el resto de la sesión.
—No deberías juzgar tan severamente a las personas según su aspecto.
—Dalinar —dijo Sadeas llanamente—, somos altos príncipes. Representamos a Alezkar. En todo el mundo muchos nos consideran un centro de cultura e influencia. ¿No debería, por tanto, tener derecho a animar que nos presentemos adecuadamente ante el mundo?
—Una representación adecuada, sí —contestó Dalinar—. Es necesario que nos mostremos en forma y ordenados.
«No estaría mal que tus soldados, por ejemplo, mantuvieran limpios sus uniformes».
—En forma, ordenados y a la moda —corrigió Sadeas.
—¿Y yo? —preguntó Dalinar, mirando su sencillo uniforme—. ¿Me harías vestirme con esas chorreras y esos brillantes colores?
—¿Tú? Eres un caso perdido. —Sadeas alzó una mano para cortar sus objeciones—. No, soy injusto. Ese uniforme tiene cierta…, cualidad atemporal. El uniforme militar, debido a su utilidad, nunca quedará completamente pasado de moda. Es una opción segura, firme. En cierto modo, evitas el tema de la moda no jugando al juego. —Saludó a Vamah con un gesto de cabeza—. Vamah intenta jugar, pero lo hace muy mal. Y eso es imperdonable.
—Yo diría que le das demasiada importancia a esas sedas y pañuelos. Somos soldados en guerra, no cortesanos en un baile.
—Las Llanuras Quebradas se convierten cada vez más en el destino de dignatarios extranjeros. Es importante presentarnos adecuadamente. —Alzó un dedo—. Si yo acepto tu superioridad moral, amigo mío, quizá sea hora de que tú aceptes mi sentido de la moda. Podría parecer que juzgas a la gente por su ropa aún más que yo.
Dalinar guardó silencio. Ese comentario picaba por verdadero. Con todo, si los dignatarios iban a reunirse con los altos príncipes en las Llanuras Quebradas, ¿era mucho pedir que encontraran un grupo eficaz de campamentos dirigidos por hombres que al menos parecieran generales?
Dalinar se dispuso a ver el final del combate. Según sus cálculos, era hora del duelo de Adolin. Los dos ojos claros que habían estado luchando saludaron al rey y luego se retiraron a una tienda situada al lado de los terrenos de justas. Un momento después, Adolin salió al coso, con su armadura esquirlada azul oscuro. Llevaba el yelmo bajo el brazo, el pelo negro y rubio despeinado pero con estilo. Alzó una mano enguantada hacia Dalinar e inclinó la cabeza ante el rey antes de ponerse el yelmo.
El hombre que salió tras él llevaba la armadura esquirlada pintada de amarillo. El brillante señor Resi era el único portador de esquirlada completo del ejército del alto príncipe Thanadal, porque en su campamento había tres hombres que tenían solamente la espada o la armadura. El propio Thanadal no tenía ninguna. No era extraño que un alto príncipe confiara en sus mejores guerreros como portadores de esquirlada: tenía todo el sentido, sobre todo si era el tipo de general que prefería permanecer detrás de las líneas y dirigir las tácticas. En el principado de Thanadal, la tradición, desde hacía siglos, era nombrar al portador de las esquirladas de Resi algo conocido como defensor real.
Thanadal había criticado recientemente los defectos de Dalinar, y por eso Adolin (en un movimiento moderadamente sutil) había desafiado al portador estrella del alto príncipe a una justa amistosa. Pocos duelos eran por las esquirladas; en este caso, perder no costaría a ningún hombre más que la estadística en los ranking. El duelo atrajo una atención inusitada, y el pequeño coso se llenó en el siguiente cuarto de hora mientras los duelistas calentaban y se preparaban. Más de una mujer emplazó un tablero para dibujar o escribir impresiones sobre el duelo. Thanadal no asistió.
El encuentro dio comienzo cuando la alta juez presente, Lady Istow, llamó a los combatientes para que invocaran sus esquirladas. Elhokar se inclinó de nuevo adelante, concentrado, mientras Resi y Adolin caminaban en círculos por el coso, las hojas esquirladas materializándose. Dalinar se inclinó hacia delante también, aunque sentía una punzada de vergüenza. Según los Códigos, había que evitar la mayor parte de los duelos cuando Alezkar estaba en guerra. Había una tenue diferencia entre practicar y enfrentarse a otro hombre en duelo por un insulto, y existía la posibilidad de dejar heridos a oficiales importantes.
Resi asumió la pose de piedra, la hoja esquirlada sujeta ante él con las dos manos, la punta hacia el cielo, los brazos extendidos. Adolin usó la pose del viento, se volvió ligeramente de lado, las manos ante él y los codos doblados, la hoja esquirlada apuntando hacia atrás por encima de su cabeza. Caminaron en círculo. El ganador sería el primero que rompiera por completo una sección de la armadura del otro. Eso no era demasiado peligroso; la armadura debilitada podía normalmente repeler un golpe, aunque se quebrara en el proceso.
Resi atacó primero, dando un salto hacia delante, agitando su hoja por encima de su cabeza y descargándola luego a la derecha con un potente mazazo. La pose de piedra se concentraba en ese estilo de ataque, proyectando el mayor impulso y fuerza posibles detrás de cada golpe. A Dalinar le parecía inapropiado: no necesitabas tanta potencia tras una hoja esquirlada en el campo de batalla, aunque ayudaba contra otros portadores.
Adolin se apartó dando un salto atrás. Las piernas, amplificadas por la armadura esquirlada, le daban una agilidad que desafiaba el hecho de que llevara más de cien pesos de piedra de gruesa armadura. El ataque de Resi, aunque bien ejecutado, lo dejó al descubierto, y Adolin dio un poderoso golpe en el antebrazo izquierdo de su oponente, quebrando la armadura. Resi volvió a atacar, y Adolin, una vez más, se apartó para descargar un golpe en el muslo izquierdo de su oponente.
Algunas poetas describían el combate como una danza. Dalinar rara vez lo consideraba como tal en un combate regular. Dos hombres luchando con espada y escudo se lanzaban el uno contra el otro en una furia atropellada, descargando sus armas una y otra vez, intentando destrozar el escudo del contrario. Era menos parecido a un baile y más a una lucha a puñetazos con armas.
Luchar con hojas esquirladas, sin embargo, sí era como una danza. Las grandes armas necesitaban de mucha habilidad para poder golpear adecuadamente, y la armadura era resistente, así que los intercambios de golpes generalmente se evitaban. Los combates estaban llenos de grandiosos movimientos, de amplios barridos. Había fluidez en combatir con una hoja esquirlada. Gracia.
—Es bastante bueno ¿sabes? —dijo Elhokar. Adolin golpeó el yelmo de Resi, provocando una ronda de aplausos—. Mejor que mi padre. Mejor incluso que tú, tío.
—Se esfuerza mucho —respondió Dalinar—. Le encanta. No la guerra, ni el combate. Los duelos.
—Podría ser campeón, si lo deseara.
Adolin lo deseaba, Dalinar lo sabía. Pero había rechazado duelos que lo pondrían al alcance del título. Dalinar sospechaba que Adolin lo hacía para cumplir, en cierto modo, con los Códigos. Los campeonatos y los torneos eran cosas para esos raros momentos entre guerras. Sin embargo, podía discutirse que proteger el honor de la familia era para todo momento.
Fuera como fuese, Adolin no combatía en los duelos por el ranking, y eso hacía que otros portadores de esquirlada lo subestimaran. Aceptaban rápidamente librar duelos con él, y algunos no-portadores lo desafiaban. Por tradición, la espada y la armadura esquirladas del rey estaban disponibles por una gran suma a aquellos que tuvieran su favor y desearan luchar en duelo con un portador.
Dalinar se encogió ante la idea de que otro llevara su armadura o empuñara a Juramentada. Era innatural. Y sin embargo, el hecho de prestar la hoja y la armadura del rey (o antes de que el reino fuera restaurado, prestar la hoja y la armadura de un alto príncipe) tenía una larga tradición. Ni siquiera Gavilar la había roto, aunque se había quejado al respecto en privado.
Adolin esquivó otro golpe, pero había empezado a moverse con las formas ofensivas de la pose del viento. Resi no estaba preparado para esto: aunque consiguió alcanzar a Adolin una vez en la hombrera derecha, el golpe no fue efectivo. Adolin avanzó, blandiendo la hoja en un patrón fluido. Resi retrocedió, adoptando una postura defensiva: la pose de piedra era una de las pocas efectivas en estos casos.
Adolin apartó de un golpe la hoja de su oponente, rompiendo la pose. Resi volvió a adoptarla, pero Adolin la rompió otra vez. Resi se fue volviendo cada vez más y más lento para adoptar la pose y Adolin empezó a golpear, alcanzándolo en un costado, luego en el otro. Golpes pequeños y rápidos, con intención de ponerlo nervioso.
Funcionaron. Resi gritó y se lanzó a uno de los característicos golpes de la pose de piedra. Adolin lo manejó a la perfección, dejando caer su espada en una mano, alzando el brazo izquierdo y recibiendo el golpe en su antebrazo desarmado, que se resquebrajó, pero el movimiento permitió que lanzara su espada al lado y golpeara el quijote izquierdo ya resquebrajado de Resi.
La tensa armadura se quebró con el sonido de metal al rasgarse, las piezas salieron volando, echando humo, brillando como acero fundido. Resi retrocedió tambaleándose: su pierna izquierda ya no podía soportar el peso de la armadura esquirlada. El encuentro había terminado. Los duelos más importantes podían continuar durante dos o tres piezas rotas, pero se volvían peligrosos.
La alta jueza se alzó y lo dio por finalizado. Resi se apartó tambaleándose y se quitó el yelmo. Sus maldiciones eran audibles. Adolin saludó a su enemigo, llevándose el filo romo de su espada a la frente, y luego retiró la hoja. Se inclinó ante el rey. Otros hombres a veces se dirigían al público para alardear o aceptar regalos, pero Adolin se retiró a la tienda de preparación.
—Talentoso, en efecto —dijo Elhokar.
—Y es un muchacho tan…, respetuoso —dijo Sadeas, bebiendo su vino.
—Sí —contestó Dalinar—. En ocasiones me gustaría que hubiera paz, simplemente para que Adolin pudiera dedicarse a sus duelos.
Sadeas suspiró.
—¿Otra vez hablas de abandonar la guerra, Dalinar?
—No me refería a eso.
—Sigues diciendo que has renunciado a ese argumento, tío —dijo Elhokar, volviéndose a mirarlo—. Sin embargo, continúas dándole vueltas al tema, hablando de la paz con ansiedad. La gente de los campamentos te llama cobarde.
Sadeas hizo una mueca.
—No es ningún cobarde, majestad. Puedo atestiguarlo.
—¿Por qué, entonces? —preguntó Elhokar.
—Esos rumores han crecido más allá de lo que es razonable —dijo Dalinar.
—Y sin embargo, no respondes a mi pregunta —dijo Elhokar—. Si pudieras tomar la decisión ¿nos harías abandonar las Llanuras Quebradas? ¿Eres un cobarde?
Dalinar vaciló.
«Únelos —le había dicho aquella voz—. Es tu tarea, y te la encomiendo».
«¿Soy un cobarde?»., se preguntó. Nohadon lo retaba, en el libro, a examinarse a sí mismo. A no sentirse nunca tan elevado o seguro para no estar dispuesto a buscar la verdad.
La pregunta de Elhokar no tenía que ver con sus visiones. Y sin embargo Dalinar tenía la clara impresión de que se estaba comportando como un cobarde, al menos en relación con su deseo de abdicar. Si se marchaba por lo que le estaba sucediendo, sería tomar el camino fácil.
«No puedo marcharme —comprendió—. No importa lo que suceda. Tengo que llegar hasta el final». Aunque estuviera loco. O, la idea lo preocupaba cada vez más, aunque las visiones fueran reales, pero sus orígenes sospechosos. «Tengo que quedarme. Pero también tengo que planear, tengo que asegurarme de que no destruyo mi casa».
Una línea peligrosa por la que pisar. Nada claro, todo nublado. Había estado dispuesto a dejarlo porque le gustaba tomar decisiones claras. Bueno, no había nada claro en lo que le estaba pasando. Parecía que, al tomar la decisión de seguir siendo alto príncipe, colocaba una pieza importante para reconstruir los cimientos de quien era.
No abdicaría. Y eso era todo.
—¿Dalinar? —preguntó Elhokar—. ¿Estás…, bien?
Dalinar parpadeó, advirtiendo que había dejado de prestarle atención al rey y a Sadeas. Mirar a la nada de esa forma no ayudaría a su reputación. Se volvió hacia el rey.
—Quieres saber la verdad —dijo—. Sí, si pudiera dar la orden, cogería a los hombres de los diez campamentos y regresaría a Alezkar.
A pesar de lo que dijeran los demás, eso no era cobardía. No, acababa de enfrentarse a la cobardía en su interior y sabía lo que era. Esto era algo diferente.
El rey pareció sorprendido.
—Me marcharía —dijo Dalinar firmemente—. Pero no porque desee huir o porque tema la batalla. Sería porque temo por la estabilidad de Alezkar: dejar esta guerra ayudaría a asegurar nuestra patria y la lealtad de los altos príncipes. Enviaría a más embajadores y eruditos a averiguar por qué los parshendi mataron a Gavilar. Renunciamos a eso con demasiada facilidad. Sigo preguntándome si el asesinato fue potenciado por bellacos o rebeldes dentro de su propio pueblo.
»Descubriría cómo es su cultura…, y, sí, la tienen. Si los rebeldes no fueron la causa del asesinato, seguiría preguntando hasta descubrir porqué lo hicieron. Exigiría una compensación (quizá su propio rey, que nos lo entregaran para ejecutarlo) a cambio de garantizarles la paz. En cuanto a las gemas corazón, hablaría con mis científicas y descubriría un método mejor de conservar este territorio. Tal vez poblando masivamente la zona, asegurando todas las Montañas Irreclamadas, podríamos ampliar nuestras fronteras y reclamar las Llanuras Quebradas. No abandonaría la venganza, majestad. Pero la abordaría, junto con nuestra guerra aquí, con más seso. Ahora mismo sabemos demasiado poco para ser efectivos.
Elhokar pareció sorprendido. Asintió.
—Yo… Tío, eso tiene sentido. ¿Por qué no lo explicaste antes?
Dalinar parpadeó. Hacía solo unas semanas, Elhokar se había mostrado indignado cuando Dalinar simplemente mencionó la idea de dar media vuelta. ¿Qué había cambiado?
«No le doy al muchacho suficiente crédito», comprendió.
—He tenido problemas para explicar mis propios pensamientos últimamente, majestad.
—¡Majestad! —exclamó Sadeas—. ¡Sin duda no estarás considerando de verdad…!
—Este último atentado contra mi vida me tiene inquieto, Sadeas. Dime. ¿Has hecho algún progreso para determinar quién puso las gemas debilitadas en mi armadura?
—Todavía no, majestad.
—Están intentando asesinarme —dijo Elhokar en voz baja, encogiéndose en su armadura—. Me quieren muerto, como mi padre. A veces me pregunto si no estamos persiguiendo aquí a los diez locos. El asesino de blanco…, era shin.
—Los parshendi aceptaron la responsabilidad de haberlo enviado —dijo Sadeas.
—Sí —respondió Elhokar—. Y sin embargo son salvajes, y fácilmente manipulables. Sería una distracción perfecta, echarle la culpa a un grupo de parshmenios. Vamos a la guerra durante años y años, sin advertir nunca a los auténticos responsables, que actúan en silencio en mi propio campamento. Me vigilan. Siempre. Esperando. Veo sus rostros en los espejos. Símbolos, retorcidos, inhumanos…
Dalinar miró a Sadeas, y los dos compartieron una expresión preocupada. ¿Estaba empeorando la paranoia de Elhokar, o siempre había estado oculta? Veía conjuras fantasma en cada sombra, y ahora, con el atentado a su vida, tenía pruebas que alimentaban esas preocupaciones.
—Retirarse de las Llanuras podría ser una buena idea —dijo Dalinar cuidadosamente—. Pero no si es para empezar otra guerra con otros. Debemos estabilizar y unir a nuestro pueblo.
Elhokar suspiró.
—Perseguir al asesino es solo una idea vana ahora mismo. Tal vez no lo necesitemos. He oído que tus esfuerzos con Sadeas han sido fructíferos.
—En efecto lo han sido, majestad —dijo Sadeas, orgulloso, tal vez un poco vanidoso—. Aunque Dalinar todavía insiste en usar sus propios puentes, tan lentos. A veces, mis fuerzas son casi aniquiladas antes de que llegue. Esto funcionaría mejor si Dalinar usara las tácticas modernas con los puentes.
—La pérdida de vidas… —dijo Dalinar.
—Es aceptable —dijo Sadeas—. Son casi todos esclavos, Dalinar. Para ellos es un honor tener una oportunidad de participar de algún modo.
«Dudo que lo vean de esa forma».
—Desearía que lo intentaras a mi modo —continuó Sadeas—. Lo que hemos estado haciendo hasta ahora ha funcionado, pero me preocupa que los parshendi continúen enviando dos ejércitos contra nosotros. No me gusta la idea de tener que combatir contra ambos antes de que llegues.
Dalinar titubeó. Eso sería un problema. ¿Pero renunciar a los puentes de asedio?
—Bueno, ¿por qué no llegar a un compromiso? —propuso Elhokar—. El siguiente ataque, tío, deja que los hombres de los puentes de Sadeas te ayuden en la marcha inicial a la meseta en liza. Sadeas tiene cuadrillas de sobra que puede prestarte. Podría adelantarse una vez más con un ejército más pequeño, pero tú lo seguirías más rápido que hasta ahora, usando sus cuadrillas.
—Eso sería lo mismo que usar mis propias cuadrillas —dijo Dalinar.
—No necesariamente —repuso Elhokar—. Has dicho que los parshendi rara vez pueden dispararos cuando Sadeas se enfrenta a ellos. Sus hombres pueden empezar el ataque como de costumbre, y tú puedes unirte cuando haya asegurado una posición para ti.
—Sí… —dijo Sadeas, pensativo—. Los hombres de los puentes que utilices estarán a salvo, y no costará ninguna vida adicional. Pero llegarás a la meseta para ayudarme el doble de rápido.
—¿Y si no puedes distraer a los parshendi lo suficiente? —preguntó Dalinar—. ¿Y si siguen emplazando arqueros que disparen a mis hombres cuando crucen?
—Entonces nos retiraremos —dijo Sadeas con un suspiro—. Y lo consideraremos un experimento fallido. Pero al menos lo habremos intentado. Así es como se adelanta uno a los acontecimientos, viejo amigo. Se prueban cosas nuevas.
Dalinar se rascó la barbilla, pensativo.
—Oh, vamos, Dalinar —dijo Elhokar—. Él aceptó tu sugerencia de atacar juntos. Inténtalo por una vez a su modo.
—Muy bien —aceptó Dalinar—. Veremos cómo funciona.
—Excelente —dijo Elhokar, poniéndose en pie—. Y ahora, creo que voy a ir a felicitar a tu hijo. ¡Ese duelo ha sido excitante!
A Dalinar no le había parecido particularmente excitante: el oponente de Adolin jamás había tenido la menor oportunidad. Pero era el mejor tipo de batalla. Dalinar no creía en los argumentos que consideraban que una «buena» batalla era la que estaba ajustada. Cuando vencías, siempre era mejor ganar rápidamente y con ventaja extrema.
Dalinar y Sadeas se levantaron respetuosos mientras el rey bajaba la escalera formada con salientes de roca hacia el suelo de arena. Dalinar se volvió entonces hacia Sadeas.
—Tengo que marcharme. Envíame una escribana con los detalles de las mesetas donde piensas que deberíamos probar esta maniobra. La próxima vez que haya un ataque en una de ellas, dirigiré mi ejército a tu zona de reunión y partiremos juntos. Tú y el grupo más rápido y pequeño podéis ir delante, y nosotros os alcanzaremos cuando estéis en posición.
Sadeas asintió.
Dalinar se volvió para subir las escaleras hacia la rampa de salida.
—Dalinar —lo llamó Sadeas.
Dalinar se volvió a mirar al otro alto príncipe. El pañuelo de Sadeas ondeaba al viento, los brazos cruzados, el bordado dorado metálico brillante.
—Envíame también una de tus escribanas. Con un ejemplar de ese libro de Gavilar. Puede que me divierta escuchar sus otras historias.
Dalinar sonrió.
—Así lo haré, Sadeas.