Szeth-hijo-hijo-Vallano, Sinverdad de Shinovar, estaba agazapado en un alto saliente de piedra junto al cubil de juego. El saliente tenía como función sostener una linterna: sus piernas y el saliente quedaban ocultos por su larga capa envolvente, por lo que parecía que estaba colgando de la pared.

Había pocas luces cerca. A Makkek le gustaba que Szeth estuviera embozado en las sombras. Llevaba un ajustado traje negro bajo la capa, la parte inferior de su rostro cubierta por una máscara de tela; ambos llevaban el escudo de Makkek. La capa era demasiado grande y la ropa demasiado ajustada. Era un atuendo terrible para un asesino, pero Makkek exigía algo dramático, y Szeth hacía lo que ordenaba su amo. Siempre.

Tal vez había algo útil en el dramatismo. Mostrando solo sus ojos y su cabeza calva, inquietaba a la gente que pasaba. Ojos de shin, demasiado redondos, un poco demasiado grandes. Aquí la gente los consideraba similares a los ojos de un niño. ¿Por qué los perturbaba tanto?

Cerca, un grupo de hombres con capas marrones charlaban y frotaban sus índices y pulgares. Hilillos de humo se alzaban entre sus dedos, acompañados por un leve sonido chisporroteante. Se decía que frotar musgoardiente hacía que la mente de los hombres fuera más receptiva a pensamientos e ideas. La única vez que Szeth lo había probado acabó con dolor de cabeza y dos dedos con ampollas. Pero cuando desarrollabas callos, al parecer podía venirte la euforia.

El cubil circular tenía un bar en el centro que servía una amplia gama de bebidas a una variedad de precios aún más amplia. Las camareras iban vestidas con túnicas violeta con grandes escotes y abiertas por los lados. Llevaban al descubierto sus manos seguras, algo que los bavlandenses (que eran de ascendencia vorin) parecían encontrar enormemente provocativo. Qué extraño. Era solo una mano.

En torno al perímetro del garito se celebraban varias partidas. Ninguno de los juegos era claramente de azar: nada de tirar dados ni apostar a la carta más alta. Eran juegos de rompecuellos, luchas de cangrejos y, extrañamente, juegos de adivinación. Era otra rareza de los pueblos vorin: evitaban hacer cábalas sobre el futuro. Un juego como el rompecuellos tenía sus lanzamientos y tiradas, pero no se apostaba al resultado. En cambio, apostaban a la mano que tendrían después de tirar y sacar.

A Szeth le parecía una distinción sin significado, pero era algo profundamente enraizado en su cultura. Incluso aquí, en uno de los antros más repulsivos de la ciudad, donde las mujeres iban con las manos al descubierto y los hombres hablaban abiertamente de delitos, nadie se arriesgaba a ofender a los Heraldos buscando conocer el futuro. Incluso predecir las altas tormentas incomodaba a muchos. Y sin embargo no decía nada de caminar sobre la piedra o usar luz tormentosa para la iluminación diaria. Ignoraban los espíritus de las cosas que vivían en su entorno, y comían cuanto querían todos los días que se les antojaba.

Extraño. Muy extraño. Y sin embargo esta era su vida. Recientemente, Szeth había empezado a cuestionar algunas de las prohibiciones que antaño había seguido de manera tan estricta. ¿Cómo podían estos orientales no caminar sobre la piedra si no había suelo de tierra en sus territorios? ¿Cómo podían moverse sin pisar la piedra?

Pensamientos peligrosos. Su modo de vida era todo lo que le quedaba. Si cuestionaba el chamanismo de la piedra, ¿cuestionaría luego su naturaleza como Sinverdad? Peligroso, peligroso. Aunque sus asesinatos y pecados lo inundaran, al menos su alma sería ofrecida a las piedras tras su muerte. Continuaría existiendo. Castigado, en agonía, pero no exiliado a la nada.

Mejor existir en la agonía que desvanecerse por completo.

El mismísimo Makkek caminaba por el suelo del garito, con una mujer en cada brazo. Su extrema delgadez había desaparecido, su cara había ganado lentamente un tono rollizo, como una fruta que madura después de las aguas de la riada. También habían desaparecido sus harapos, sustituidos por lujosas sedas.

Los compañeros de Makkek, los que estaban con él cuando mataron a Took, estaban todos muertos, asesinados por Szeth a una orden suya. Todo para ocultar el secreto de la piedra jurada. ¿Por qué estos orientales se avergonzaban tanto de la forma en que controlaban a Szeth? ¿Era porque temían que otro les robara la piedra jurada? ¿Les asustaba que el arma que empleaban con tan pocos miramientos se volviera contra ellos?

Tal vez temían que si se supiera lo fácilmente que se controlaba a Szeth, su reputación quedaría arruinada. Szeth había oído más de una conversación centrada en el misterio del mortífero guardaespaldas de Makkek. Si una criatura como Szeth estaba a su servicio, entonces el amo debía de ser aún más peligroso.

Makkek pasó ante el lugar donde acechaba Szeth, mientras una de las mujeres que lo acompañaba reía con una voz titilante. Makkek lo miró y luego hizo un gesto abrupto. Szeth inclinó la cabeza enmascarada, asintiendo. Se deslizó de su atalaya y saltó al suelo, la enorme capa ondulando.

Las partidas se detuvieron. Los hombres, tanto los sobrios como los borrachos, se volvieron a mirar a Szeth, y cuando pasó junto a tres hombres con el musgoardiente sus dedos quedaron flácidos. La mayoría de los presentes sabían lo que Szeth iba a hacer esta noche. Un hombre había llegado a Aguanatal y abierto su propia timba de juego para desafiar a Makkek. Probablemente el recién llegado no creía en la reputación del asesino fantasma de Makkek. Bueno, tenía motivos para el escepticismo. La reputación de Szeth era equívoca.

Era mucho, mucho más peligroso de lo que sugería.

Salió de su timba, subió los escalones hasta la habitación oscura y salió al patio. Arrojó la capa y la máscara a un carro al pasar. La capa solo haría ruido, ¿y por qué cubrirse la cara? Era el único shin de la localidad. Si alguien le veía los ojos, sabría quién era. Conservó la ajustada ropa negra: cambiarse requeriría demasiado tiempo.

Aguanatal era la población más grande de la zona: Staplind pronto se le había quedado pequeña a Makkek. Ahora estaba hablando de mudarse a Puntarrodilla, la ciudad donde el señor local tenía su mansión. Si eso sucedía. Szeth se pasaría meses chapoteando en sangre mientras localizaba sistemáticamente y eliminaba a todos los ladrones, asesinos y señores del juego que se negaran a someterse a Makkek.

Eso sería dentro de unos meses. Ahora tenía que encargarse del intruso de Aguanatal, un hombre llamado Gavashaw. Szeth recorrió las calles, evitando la luz tormentosa y la armadura esquirlada, contando con su natural gracia y cuidado para no ser visto. Disfrutó de su breve libertad. Estos momentos, cuando no estaba atrapado en uno de los antros llenos de humo de Makkek, eran demasiado escasos últimamente.

Mientras se deslizaba entre los edificios, moviéndose rápidamente en la oscuridad, con el aire frío y húmedo en su espalda, casi podía creer que estaba de vuelta en Shinovar. Los edificios que lo rodeaban no eran piedra blasfema, sino de tierra, construidos con yeso y barro. Esos sonidos bajos no eran los aplausos apagados del interior de alguno de los antros de Makkek, sino el tronar y el piafar de los caballos salvajes de las llanuras.

Pero no. En Shinovar nunca habría olido una porquería así, un hedor creado tras semanas de maceración. No estaba en casa. No había sitio para él en el Valle de la Verdad.

Entró en uno de los barrios más ricos del pueblo, donde los edificios estaban más espaciados entre sí. Aguanatal estaba en una zona resguardada, protegida por un alto acantilado al este. Gavashaw se había asentado arrogantemente en una gran mansión en la zona oriental del pueblo. Pertenecía al señor provincial, con cuyos favores contaba. El señor había oído hablar de Makkek y de su rápido ascenso en los bajos fondos, y apoyar a un rival era una buena manera de controlar pronto el poder de Makkek.

La mansión del consistor local tenía tres pisos de altura, con un muro de piedra que rodeaba los compactos terrenos ajardinados. Szeth se acercó, agazapado. Aquí, en el extrarradio de la ciudad, el terreno estaba salpicado de bulbosos rocabrotes. Mientras pasaba, las plantas se agitaron, retirando sus enredaderas y cerrando letárgicas sus caparazones.

Se pegó al muro. Era la hora entre las dos primeras lunas, el momento más oscuro de la noche. La hora odiosa, la llamaba su pueblo, pues era uno de los pocos instantes en que los dioses no vigilaban a los hombres. Había soldados de guardia en la almena, y rozaban con sus pies la piedra. Gavashaw probablemente se consideraba a salvo en este edificio, que era lo bastante seguro para un poderoso ojos claros.

Szeth tomó aire, infundiéndose de luz tormentosa de las esferas que llevaba en su bolsa. Empezó a brillar, y de su piel brotaron vapores luminiscentes. En la oscuridad se veía claramente. Estos poderes nunca habían tenido como fin el asesinato: los potenciadores luchaban a la luz del día, combatiendo a la noche pero sin abrazarla.

A Szeth no le preocupaba nada de eso. Simplemente tendría que tener cuidado para que no lo vieran.

Diez latidos después de que pasaran los guardias, Szeth se abalanzó hacia la pared. Esa dirección se movió hacia abajo, y pudo correr por el lado de la fortificación de piedra. Cuando llegó a lo alto, saltó hacia delante, y luego brevemente se lanzó hacia atrás. Se dio la vuelta en lo alto de la muralla con una voltereta lateral, y luego se lanzó de nuevo hacia la pared. Bajó con los pies plantados en la piedra, mirando el suelo. Corrió y se lanzó de nuevo hacia abajo, saltando los últimos tramos.

Los terrenos estaban llenos de montículos de cortezapizarra, cultivados para formar pequeñas terrazas. Szeth se agachó y se abrió paso por el jardín, que parecía un laberinto. Había guardias en las puertas del edificio, vigilando a la luz de las esferas. Qué fácil sería dar un salto, consumir la luz tormentosa y sumergir a los hombres en la oscuridad antes de acuchillarlos.

Pero Makkek no le había ordenado expresamente ser destructivo. Tenía que asesinar a Gavashaw, pero el método era cosa de Szeth. Escogió uno que no requiriera matar a los guardias. Tal como hacía siempre que tenía la oportunidad. Era el único modo de preservar la poca humanidad que le quedaba.

Llegó al muro occidental de la mansión y lo escaló, hasta el tejado, que era largo y plano, inclinado suavemente hacia el este: una característica innecesaria en una zona como aquella, pero los orientales venían al mundo a la luz de las altas tormentas. Szeth cruzó rápidamente hasta la parte trasera del edificio, donde una pequeña cúpula de roca cubría una porción más baja de la mansión. Saltó a la cúpula, con la luz tormentosa fluyendo de su cuerpo, transparente, luminiscente, prístina. Como el fantasma de un fuego que ardiera en él, consumiendo su alma.

Invocó su hoja esquirlada en la quietud y la oscuridad, y con ella cortó un agujero en la cúpula, inclinando su hoja para que la roca extraída no cayera al interior. Extendió la mano libre e infundió el círculo de piedra de luz, lanzándola hacia la sección norte del cielo. Lanzar algo a un punto lejano como ese era posible, pero impreciso. Era como intentar disparar una flecha a gran distancia.

Dio un paso atrás mientras el círculo de piedra se soltaba y caía al aire hacia arriba, chorreando luz tormentosa mientras surcaba hacia las gotas de luz dispersas que eran las estrellas en lo alto. Szeth se coló en el agujero, aterrizando con los pies plantados en la parte interna de la cúpula junto al borde del agujero que había abierto. Desde su perspectiva, ahora estaba al pie de un gigantesco cuenco de piedra, el agujero en el fondo, mirando las estrellas que había abajo.

Se encaminó al lado del cuenco, lanzándose a la derecha. En cuestión de segundos estuvo en el suelo, reorientándose para que la cúpula se alzara sobre él. A lo lejos oyó un leve estrépito. El trozo de piedra, agotada la luz tormentosa, había vuelto a caer al suelo. Lo había lanzado lejos de la ciudad. Era de esperar que no hubiera causado ninguna muerte accidental.

Los guardias estarían distraídos ahora, buscando la fuente del lejano golpe. Szeth inhaló profundamente, absorbiendo su segunda bolsa de gemas. La luz que brotaba de él se hizo más brillante, permitiéndole ver la habitación que lo rodeaba.

Como sospechaba, estaba vacía. Era un salón de banquetes raras veces utilizado, con hogueras frías, mesas y bancos. El aire estaba tranquilo, silencioso y enmohecido. Como el de una tumba. Szeth corrió a la puerta, introdujo su hoja esquirlada entre ella y el marco, y cortó el cerrojo. Abrió la puerta. La luz tormentosa que surgía de su cuerpo iluminó el oscuro pasillo del otro lado.

A principios de su estancia con Makkek, Szeth había tenido cuidado de no usar la hoja esquirlada. Sin embargo, a medida que sus misiones se fueron haciendo más difíciles, se vio obligado a recurrir a ella para evitar muertes innecesarias. Ahora los rumores sobre él estaban poblados de historias de agujeros abiertos a través de la piedra y de hombres muertos con los ojos quemados.

Makkek había empezado a creer en los rumores. Todavía no le había exigido que le entregara la espada; si lo hacía, descubriría la segunda de las dos acciones prohibidas de Szeth. Tenía que llevar la hoja esquirlada hasta la muerte, después de la cual los chamanes de piedra de Shin la recuperarían de quien quiera que le hubiese dado muerte.

Se movió entre los pasillos. No le preocupaba que Makkek tomara la hoja, pero sí de lo atrevido que se estaba volviendo el señor de los ladrones. Cuanto más éxito tenía Szeth, más audaz se hacía Makkek. ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que dejara de utilizarlo para matar a rivales menores, y lo enviara a matar a portadores de esquirlada o poderosos ojos oscuros? ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que alguien hiciera la conexión? ¿Un asesino shin con una hoja esquirlada, culpable de misteriosas hazañas y extremo sigilo? ¿Podría ser el célebre Asesino de Blanco? Makkek podía desviar la atención del rey alezi y sus altos príncipes de su guerra en las Llanuras Quebradas y atraerlos a Jah Keved. Morirían a miles. La sangre caería como la lluvia de una alta tormenta: densa, penetrante, destructiva.

Continuó recorriendo el pasillo, corriendo agachado, la hoja esquirlada sujeta a la inversa, extendida tras él. Esta noche, al menos, iba a asesinar a un hombre que merecía su destino. ¿Estaban los pasillos demasiado silenciosos? Szeth no había visto un alma desde que dejó el tejado. ¿Podría Gavashaw ser lo bastante necio como para colocar a todos sus guardias en el exterior, dejando indefensos sus aposentos?

Por delante, las puertas de las habitaciones del amo permanecían sin vigilancia y oscuras al fondo de un corto pasillo. Sospechoso.

Szeth se acercó a las puertas, escuchando. Nada. Vaciló, miró a un lado. Una gran escalera conducía al primer piso. Se acerco y usó su espada para cortar un pomo de madera del poste. Tenía el tamaño aproximado de un pequeño melón. Unos cuantos tajos con la hoja cortaron una sección de las cortinas del tamaño de una capa. Szeth corrió a las puertas e infundió a la esfera de madera de luz tormentosa, dándole un lanzamiento básico que apuntaba al oeste, directamente delante de él.

Cortó el cerrojo ente las puertas y abrió una hoja. La habitación al otro lado estaba oscura. ¿Había salido Gavashaw esa noche? ¿Adónde iría? La ciudad no era segura para él todavía.

Szeth colocó la bola de madera en el centro de la cortina, y luego la alzó y la dejó caer. La bola cayó hacia delante, hacia la pared del fondo. Envuelta en la tela, parecía vagamente una persona embozada en una capa que corriera agazapada por la sala.

Ningún guardia oculto la atacó. El señuelo rebotó en una ventana cerrada y se detuvo flotando contra la pared. Continuaba filtrando luz tormentosa.

Esa luz iluminó una mesita donde había un objeto. Szeth entornó los ojos, tratando de distinguir qué era. Avanzó sigilosamente, acercándose a la mesa.

Sí. El objeto de la mesa era una cabeza. Una cabeza con los rasgos de Gavashaw. Las sombras proyectadas por la luz tormentosa le daban al macabro rostro un tono aún más fantasmal. Alguien había sido más rápido que Szeth.

—Szeth —dijo una voz.

Szeth giró sobre sus talones, volviendo la hoja esquirlada y adoptando una pose defensiva. Una figura se alzaba al otro lado de la sala, envuelta en la oscuridad.

—¿Quién eres? —preguntó Szeth. El aura de su luz tormentosa se hizo más brillante cuando dejó de contener el aliento.

—¿Estás satisfecho con esto, Szeth-hijo-Neturo? —preguntó la voz. Era masculina y grave. ¿De dónde era ese acento? El hombre no era veden. ¿Alezi, tal vez?—. ¿Estás satisfecho con estos crímenes triviales? ¿Con matar a turba insignificante en lugares remotos?

Szeth no respondió. Escrutó la habitación, buscando un movimiento entre las sombras. Ninguna parecía ocultar a nadie.

—Te he observado —dijo la voz—. Te han enviado a intimidar a tenderos. Has matado a ganapanes tan poco importantes que incluso las autoridades los ignoran. Te han mandado a impresionar a putas, como si fueran altas damas ojos claros. Qué desperdicio.

—Hago lo que exige mi amo.

—Estás desaprovechado —dijo la voz—. No estás hecho para pequeñas extorsiones y asesinatos nimios. Usarte así es como enganchar un semental ryshadio para que tire de un carro del mercado. Es como usar una hoja esquirlada para cortar verdura, o como usar el más fino pergamino como yesca para un fuego donde lavar la ropa. Tú eres una obra de arte, Szeth-hijo-Neturo, un dios. Y cada día que pasa Makkek te arroja mierda encima.

—¿Quién eres? —repitió Szeth.

—Un admirador de las artes.

—No me llames por el nombre de mi padre —dijo Szeth—. No debería ser mancillado asociándolo conmigo.

La esfera de la pared finamente agotó la luz tormentosa y cayó al suelo. La cortina ahogó su caída.

—Muy bien —dijo la voz—. ¿Pero no te rebelas contra este frívolo uso de tus habilidades? ¿No estabas destinado a la grandeza?

—No hay ninguna grandeza en matar —respondió Szeth—. Hablas como un kukori. Los grandes hombres crean comida y ropa. Hay que reverenciar al que suma. Yo soy el que resta. Al menos al matar a estos hombres puedo fingir que hago un servicio.

—¿Eso lo dice el hombre que casi derribó uno de los reinos más grandes de Roshar?

—Eso lo dice el hombre que cometió una de las matanzas más atroces de Roshar —corrigió Szeth.

La figura bufó.

—Lo que hiciste fue una mera brisa comparado con la tormenta de masacre que los portadores de esquirlada causan en los campos de batalla cada día. Y esas son brisas comparadas con las tempestades de las que tú eres capaz.

Szeth empezó a retirarse.

—¿Adónde vas? —preguntó la figura.

—Gavashaw está muerto. Debo volver con mi amo.

Algo golpeó el suelo. Szeth se dio la vuelta, la hoja esquirlada en guardia. La figura había dejado caer algo pesado y redondo que rodó por el suelo hacia los pies de Szeth.

Otra cabeza. Se detuvo, de lado. Szeth se quedó quieto cuando distinguió los rasgos. Las rechonchas mejillas estaban vacías de sangre, los ojos muertos abiertos por la sorpresa: Makkek.

—¿Cómo? —preguntó Szeth.

—Lo eliminamos segundos después de que salieras del garito.

—¿Quiénes?

—Los sirvientes de tu nuevo amo.

—¿Y mi piedra jurada?

La figura abrió la mano, revelando una gema suspendida en la palma por una cadena envuelta en sus dedos. A su lado, iluminada ahora, estaba la piedra jurada de Szeth. El rostro de la figura era oscuro: llevaba una máscara.

Szeth retiró su hoja esquirlada e hincó una rodilla.

—¿Cuáles son tus órdenes?

—Hay una lista sobre la mesa —dijo la figura, cerrando la mano y ocultando la piedra—. Detalla los deseos de nuestro amo.

Szeth se levantó a acercarse. Junto a la cabeza, que descansaba en un plato para contener la sangre, había una hoja de papel. La cogió, y su luz tormentosa iluminó dos docenas de nombres escritos con la letra de los guerreros de su patria. Algunos tenían una nota al lado con instrucciones de cómo había que matarlos.

«Gloria interior», pensó Szeth.

—¡Son algunas de las personas más poderosas del mundo! ¿Seis altos príncipes? ¿Un gerontarca seley? ¿El rey de Jah Keved?

—Es hora de que dejes de desperdiciar tu talento —dijo la figura, acercándose a la pared del fondo, en la que apoyó la mano.

—Esto provocará el caos —susurró Szeth—. Luchas internas. Guerra. Confusión y dolor como el mundo rara vez ha conocido.

La gema encadenada a la palma del hombre destelló. La pared desapareció, convertida en humo. Un moldeador de almas.

La figura oscura miró a Szeth.

—En efecto. Nuestro amo ordena que uses tácticas similares a las que empleaste también en Alezkar hace años. Cuando termines, recibirás nuevas instrucciones.

Salió entonces a través de la abertura, dejando a Szeth horrorizado. Esta era su pesadilla. Estar en manos de aquellos que comprendían sus capacidades y tenían la ambición de usarlas adecuadamente. Permaneció allí de pie durante un rato, silencioso, mucho después de que su luz tormentosa se apagara.

Entonces, reverente, dobló la lista. Le sorprendió que sus manos fueran tan firmes. Debería estar temblando.

Pues pronto el mundo entero temblaría.

El camino de los reyes
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