Axies el coleccionista gimió, tendido de espaldas, el cráneo martilleado por un dolor de cabeza. Abrió los ojos y contempló su cuerpo. Estaba desnudo.

«Maldita sea», pensó.

Bueno, era mejor comprobar si estaba malherido. Sus pies apuntaban al cielo. Tenía las uñas de color azul oscuro, cosa que no era extraña en un aimiano como él. Trató de agitar los dedos y, con satisfacción, comprobó que se movían.

—Bueno, algo es algo —dijo, volviendo a dejar caer la cabeza contra el suelo. Hizo un sonido chirriante cuando tocó algo blando, como un pedazo de basura podrida.

Sí, eso era. Pudo olerla ahora, penetrante y rancia. Se concentró en su nariz, esculpiendo su cuerpo para que ya no pudiera oler. «Ah, pensó. Mucho mejor».

Ahora, si pudiera acabar con el martilleo de la cabeza. De verdad ¿tenía el sol que ser tan chillón? Cerró los ojos.

—Estás todavía en mi callejón —rezongó una voz tras él. Esa voz lo había despertado en primer lugar.

—Ahora mismo lo dejo libre —prometió Axies.

—Me debes el alquiler. Por dormir una noche.

—¿En un callejón?

—Es el mejor callejón de Kasitor.

—Ah. ¿Es ahí donde estoy, entonces? Excelente.

Unos cuantos segundos de concentración mental finalmente acabaron con el dolor de cabeza. Abrió los ojos, y esta vez la luz del sol le pareció bastante agradable. Paredes de ladrillo se alzaban hacia el cielo a cada lado, cubiertas de una corteza de liquen rojo. A su alrededor había dispersos montoncillos de tubérculos podridos.

No. Dispersos no. Parecían haber sido colocados con cuidado. Qué raro. Probablemente eran la fuente de los olores que había advertido antes. Mejor no activar su sentido del olfato.

Se sentó en el suelo y se desperezó, comprobando sus músculos. Todo parecía estar en orden, aunque tenía unos cuantos moratones. Se encargaría de ellos dentro de un momento.

—Bueno —dijo, dándose la vuelta—, no tendrás por ahí unos pantalones que te sobren ¿verdad?

El dueño de la voz resultó ser un tipo de barba erizada que estaba sentado en una caja al fondo del callejón. Axies no lo reconoció, ni reconoció el lugar. Eso no era sorprendente, considerando que lo habían golpeado, robado y dado por muerto. Otra vez.

«Las cosas que hago en nombre de la sabiduría», pensó con un suspiro. Su memoria regresaba. Kasitor era una gran ciudad irali, segunda en tamaño después de Rall Elorim. Había venido aquí porque quiso. Se había emborrachado porque quiso. Tal vez debería haber escogido mejor a sus compañeros de bebida.

—Voy a dar por hecho que no tienes unos pantalones de sobra —dijo Axies, levantándose e inspeccionando los tatuajes de sus brazos—. Y si los tuvieras, te sugiero que te los pongas. ¿Eso que llevas encima es un saco de lavis?

—Me debes el alquiler —gruñó el hombre—. Y el pago por destruir el templo del dios del norte.

—Qué raro —dijo Axies, mirando por encima del hombro la boca del callejón. Más allá había una calle transitada. A la buena gente de Kasitor no le gustaría su desnudez—. No recuerdo haber destruido ningún templo. Normalmente soy bastante consciente de esas cosas.

—Te cargaste la mitad de la calle Hapron —dijo el mendigo—. Y unas cuantas casas también. Dejaré correr eso.

—Muy considerado de tu parte.

—Han sido malos últimamente.

Axies frunció el ceño y miró de nuevo al mendigo. Siguió la mirada del hombre y contempló el suelo. Los montones de verduras podridas habían sido colocados de una forma muy curiosa. Como una ciudad.

—Ah —dijo Axies, moviendo el pie, que había plantado en un pequeño cuadrado de verduras.

—Eso era una panadería —dijo el mendigo.

—Lo siento muchísimo.

—La familia estaba fuera.

—Menos mal.

—Estaban adorando en el templo.

—El que yo…

—¿Aplastaste con la cabeza? Sí.

—Estoy seguro de que serás amable con sus almas.

El mendigo lo miró entornando los ojos.

—Sigo intentando decidir cómo encajas en todo esto. ¿Eres un Portador del Vacío o un Heraldo?

—Portadores del Vacío, me temo —dijo Axies—. Quiero decir, he destruido un templo.

Los ojos del mendigo recelaron todavía más.

—Solo el paño sagrado puede desterrarme —continuó Axies—. Y como tú no… Espera, ¿qué tienes en la mano?

El mendigo se miró la mano, que tocaba una de las raídas mantas que envolvía una de las cajas igualmente raídas. Estaba encaramado en ellas como…, bueno, como un dios que contemplara a su pueblo.

«Pobre idiota», pensó Axies. Era hora de marcharse. No quería causar mala suerte al confundido tipo.

El mendigo alzó la manta. Axies retrocedió, alzando las manos. Eso hizo que el mendigo mostrara una sonrisa a la que habría venido bien unos pocos dientes más. Saltó de la caja, alzando la manta. Axies se dispuso a escapar.

El mendigo soltó una carcajada y le tiró la manta. Axies la agarró en el aire y agitó el puño. Entonces se retiró del callejón envolviéndose la manta en la cintura.

—¡Y así la bestia hedionda fue derrotada! —exclamó el mendigo.

—Y así —dijo Axies, sujetándose la manta— la bestia hedionda evitó ser encarcelada por indecencia pública.

Los iriali eran muy exigentes en sus leyes de castidad. Eran muy particulares en un montón de cosas. Naturalmente, eso podía decirse de la mayoría de los pueblos: la única diferencia eran las cosas en que eran particulares.

Axies el coleccionista atrajo su porción de miradas. No porque su ropa fuera poco convencional, ya que Iri estaba en el extremo noroccidental de Roshar, y su clima tendía a ser mucho más cálido que otros lugares como Alezi o incluso Azir. Buen número de varones iriali de cabello dorado solo iban vestidos de cintura para abajo, la piel pintada con diversos colores y patrones. Los tatuajes de Axies tampoco eran demasiado llamativos aquí.

Tal vez atraía las miradas por sus uñas azules y sus cristalinos ojos azules. Los aimianos (incluso los siah aimianos) eran raros. O tal vez era porque proyectaba una sombra diferente. Hacia la luz, en vez de desde ella. Era una cosa menor, y las sombras no eran largas, estando el sol tan alto. Pero los que lo advertían murmuraban o se apartaban de su camino. Probablemente habían oído hablar de su especie. No había pasado tanto tiempo desde que arrasaron su tierra. Lo suficiente para que historias y leyendas se hubieran introducido en el ser general de la mayoría de los pueblos.

Tal vez alguien importante daría un paso más y lo llevaría ante un magistrado local. No sería la primera vez. Hacía tiempo que había aprendido a no preocuparse. Cuando la Maldición de la Especie te seguía, aprendías a aceptar lo que pasara.

Empezó a silbar para sí, inspeccionando sus tatuajes e ignorando a aquellos que lo observaban lo suficiente para quedarse boquiabiertos. «Recuerdo haber escrito algo en alguna parte…»., pensó, mirándose la muñeca y luego doblando el brazo para ver si había algún tatuaje nuevo en el dorso. Como todos los aimianos, podía cambiar a voluntad el color y las marcas de su piel. Resultaba muy conveniente, ya que cuando te robaban regularmente todo lo que poseías, era enormemente difícil guardar un cuaderno adecuado. Y así, guardaba sus notas en su piel, al menos hasta que pudiera regresar a un lugar seguro y transcribirlas.

Esperaba no haberse emborrachado tanto para haber escrito sus observaciones en un lugar inconveniente. Le había pasado antes, y leer aquel lío requirió dos espejos y un muy confuso ayudante en el baño.

«Ah», suspiró en silencio, descubriendo una nueva entrada cerca del interior de su codo izquierdo. Lo leyó torpemente, mientras arrastraba los pies pendiente abajo.

«Prueba con éxito. He visto spren que solo aparecen cuando estás muy embriagado. Aparecen como pequeñas burbujas marrones que se aferran a los objetos cercanos. Puede que sean necesarias más pruebas para demostrar que son algo más que una alucinación de borracho».

—Muy bonito —dijo en voz alta—. Muy, muy bonito. Me pregunto cómo debería llamarlos.

Las historias que había conocido las llamaban borrachospren, pero eso parecía una tontería. ¿Embriagaspren? No, demasiado poco pegadizo. ¿Cervespren? Sintió un arrebato de emoción. Llevaba años persiguiendo a este tipo concreto de spren. Si resultaban ser reales, sería toda una victoria.

¿Por qué solo aparecían en Iri? ¿Por qué eran tan poco frecuentes? Se había emborrachado estúpidamente una docena de veces, y solo los había encontrado en una ocasión. Si es que los había encontrado de verdad.

Sin embargo, los spren podían ser muy esquivos. A veces, incluso los más corrientes (los llamaspren, por ejemplo) se negaban a aparecer. Eso resultaba particularmente frustrante para un hombre que había consagrado su vida a observar, catalogar y estudiar todos los tipos de spren de Roshar.

Continuó silbando mientras se dirigía al muelle. A su alrededor pasaban gran número de iriali de cabellos dorados. El pelo indicaba pureza, igual que el pelo negro de los alezi: cuanta más pura era tu sangre, más mechones dorados tenías. No solamente rubio, sino dorado, brillante al sol. Le caían bien los iriali. No eran tan mojigatos como los pueblos vorin del este, y rara vez solían discutir o pelear. Eso hacía más fácil cazar spren. Naturalmente, también había spren que solo podías encontrar en la guerra.

Un grupo de personas se había congregado en el muelle. «Ah —pensó Axies—, excelente. No llego demasiado tarde». La mayoría se encontraba en una plataforma construida como mirador. Axies se buscó un sitio, ajustó su manta sagrada y se apoyó contra la barandilla a esperar.

No pasó mucho tiempo. Exactamente a las siete cuarenta y seis de la mañana (los lugareños podían usarlo para ajustar sus relojes), un enorme spren azul marino surgió de las aguas de la bahía. Era transparente, y aunque parecía levantar ondas con su avance, era ilusorio. La superficie de la bahía no fue alterada.

«Toma la forma de un gran chorro de agua —pensó Axies, creando un tatuaje a lo largo de una porción de su pierna y escribiendo las palabras—. El centro es azul oscuro, como las profundidades del mar, aunque los bordes exteriores son un poco más claros. A juzgar por los mástiles de los barcos cercanos, yo diría que el spren ha crecido hasta unos treinta metros. Uno de los más grandes que he visto».

De la columna brotaron cuatro largos brazos que abarcaron la bahía, formando dedos y pulgares. Se posaron en los pedestales dorados que habían sido colocados allí por las gentes de la ciudad. El spren salía a la misma hora cada día, sin tardanza.

Lo llamaban por su nombre, Cusicesh, el Protector. Algunos lo adoraban como a un dios. La mayoría simplemente lo aceptaba como parte de la ciudad. Era único. Uno de los pocos tipos de spren que conocía que solo parecía tener un miembro.

«¿Pero qué clase de spren es este? —reflexionó Axies, fascinado—. Ha formado una cara que mira al este. Directamente hacia el Origen. Esa cara cambia de forma sorprendentemente rápida. Distintos rostros humanos aparecen al final de su cuello como un tronco, uno tras otro en difusa sucesión».

La exhibición duró diez minutos completos. ¿Se repitió alguno de los rostros? Cambiaban tan rápidamente que no podía decirlo. Algunos parecían masculinos, otros femeninos. Cuando la exhibición terminó, Cusicesh se retiró a las aguas de la bahía, levantando de nuevo olas fantasmales.

Axies se sentía agotado, como si le hubieran absorbido algo. Decían que era una reacción común. ¿Se lo estaba imaginando porque lo esperaba? ¿O era real?

Mientras lo consideraba, un ladronzuelo pasó junto a él y tiró de su atuendo, riéndose para sí. Se lo lanzó a unos amigos y se marcharon corriendo.

Axies sacudió la cabeza.

—Qué molestia —dijo mientras la gente a su alrededor empezaba a murmurar y escandalizarse—. ¿Hay guardias cerca, supongo? Ah, sí. Cuatro. Maravilloso.

Los cuatro caminaban ya hacia él, el pelo dorado sobre los hombros, las expresiones severas.

—Bueno —se dijo para sí, haciendo una anotación final mientras uno de los guardias lo agarraba por el hombro—. Parece que tendré otra oportunidad de investigar a los cautivospren.

Era extraño que esos lo hubieran eludido durante todos estos años, a pesar de sus numerosas encarcelaciones. Estaba empezando a pensar que eran un mito.

Los guardias lo arrastraron hacia los calabozos de la ciudad, pero no le importaba. ¡Dos nuevos spren en otros tantos días! A este paso, tan solo tardaría unos cuantos siglos más en completar su investigación.

Magnífico, en efecto. Cotinuó silbando para sí.

El camino de los reyes
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