Ishikk se dirigió chapoteando hacia la reunión con los extraños forasteros, susurrando para sí, el palo con los cubos a cada extremo descansando contra sus hombros. Llevaba sandalias en sus pies sumergidos y un par de pantalones hasta las rodillas. Ninguna camisa. ¡Nu Ralik lo prohibiera! Un buen lagopureño nunca cubría sus hombros cuando brillaba el sol. Un hombre podía enfermar de esa forma, si no conseguía suficiente luz.

Silbaba, pero no porque tuviera un día agradable. De hecho, el día que Nu Ralik había ofrecido era casi horrible. Solo cinco peces nadaban en los cubos de Ishikk, y cuatro eran de la variedad más sosa y corriente. Las mareas habían sido irregulares, como si el Lagopuro mismo estuviera de mal humor. Se avecinaban malos días, seguro como el sol y las mareas.

El Lagopuro se extendía en todas direcciones, cientos de kilómetros de ancho, su cristalina superficie perfectamente transparente. En la parte más profunda, nunca había más de seis palmos de la superficie al fondo, y en la mayoría de los sitios las lentas aguas solo llegaban a la altura de la pantorrilla. Estaba lleno de peces diminutos, pintorescos cremlinos, y ríospren parecidos a anguilas.

El Lagopuro era la vida misma. En tiempos, esta tierra había sido reclamada por un rey. Sela Tales, se llamaba la nación, uno de los Reinos de Época. Bueno, podían llamarlo como quisieran, pero Nu Ralik sabía que las fronteras de la naturaleza eran mucho más importantes que las de las naciones. Ishikk era lagopureño. Primero y sobre todo. Por las mareas y el sol que lo era.

Caminaba confiado entre las aguas, aunque a veces había que tener cuidado dónde pisabas. Las cálidas y agradables aguas lamían sus piernas justo por debajo de las rodillas, y él salpicaba muy poco. Sabía moverse despacio, cuidando de no apoyar su peso hasta estar seguro de no pisar una lanzacrin o una roca afilada.

Ante él, el poblado de Fu Abra rompía la cristalina perfección, un puñado de edificios encaramados en bloques bajo el agua. Sus tejados en forma de cúpula los hacían parecer los rocabrotes que brotaban del suelo, y eran lo único en kilómetros a la redonda que rompía la superficie del Lagopuro.

Otras personas caminaban por aquí, moviéndose con el mismo paso lento. Era posible correr por el agua, pero apenas había motivos. ¿Qué podía ser tan importante para tener que salpicar y levantar ondas?

Ishikk sacudió la cabeza. Solo los forasteros tenían tanta prisa. Saludó con la cabeza a Thaspic, un hombre delgaducho de piel oscura que pasó tirando de una pequeña balsa repleta de pilas de ropa: probablemente las había sacado a lavar.

—Hola, Ishikk —dijo el hombre—. ¿Cómo ha ido la pesca?

—Terrible —respondió—. Vun Makak me ha plagado bien hoy. ¿Y tú?

—Perdí una camisa mientras lavaba —replicó Thaspic, la voz agradable.

—Ah, así son las cosas. ¿Están aquí mis forasteros?

—Pues claro. En casa de Maib.

—Vun Makak dice que no la saquen a comer fuera de casa —dijo Ishikk, continuando su camino—. Ni la infecten con sus constantes preocupaciones.

—¡Que el sol y las mareas lo envíen! —dijo Thaspic con una risita, y continuó su camino.

La casa de Maib estaba cerca del centro del poblado. Ishikk no estaba seguro de qué la hacía vivir dentro del edificio. La mayoría de las noches él dormía en su balsa. Nunca hacía frío en el Lagopuro, excepto durante las altas tormentas, y estas se podían capear bastante bien, pues Nu Ralik enviaba el modo.

El Lagopuro se vaciaba en pozos y agujeros cuando venían las tormentas, y por eso solo había que meter la balsa en una grieta entre dos macizos rocosos y acurrucarte al lado, usándola para romper la furia de la tempestad. Las tormentas no eran tan malas aquí como lo eran en el este, donde desprendían peñascos y derribaban edificios. Oh, había oído historias sobre ese tipo de vida. Nu Ralik quiera que nunca tuviese que ir a un lugar tan terrible.

Además, probablemente allí hacía frío. Ishikk compadecía a aquellos que tuvieran que vivir en el frío. ¿Por qué no venían al Lagopuro?

«Nu Ralik envíe que no lo hagan» —pensó, dirigiéndose a casa de Maib. ¡Si todo el mundo supiera lo hermoso que era el Lagopuro, sin duda todos querrían vivir aquí, y no habría un solo lugar por donde caminar sin toparse con un forastero!

Entró en el edificio, exponiendo las pantorrillas al aire. El suelo era lo bastante bajo para que unos cuantos centímetros de agua siguieran cubriéndolo: a los lagopureños les gustaba así. Era natural, aunque, si bajaba la marea, a veces los edificios se secaban.

Los pececillos nadaban entre sus pies. Eran corrientes, sin valor ninguno. Maib estaba dentro de la casa, preparando una olla de sopa de pescado, y lo saludó con un gesto. Era una mujer recia y llevaba persiguiéndolo años, intentando echarle el anzuelo para que se casara con ella por su buena mano para la cocina. Ishikk tal vez la dejaría pescarlo algún día.

Sus forasteros estaban en el rincón, ante una mesa que solo ellos podían elegir: la que estaba un poco más levantada, con reposapiés para que no tuvieran que mojarse. «¡Nu Ralik!, qué necios —pensó con diversión—. No disfrutan del sol y llevan camisas contra su calor, los pies fuera del agua. No me extraña que sus pensamientos sean tan raros».

Soltó sus cubos y saludó a Maib.

Ella lo miró.

—¿Buena pesca?

—Terrible.

—Ah, bueno, tu sopa es gratis hoy, Ishikk. Para compensar la maldición de Vun Makak.

—Muchas gracias —dijo él, aceptando un humeante cuenco. Maib sonrió. Ahora estaba en deuda con ella. Con cuencos suficientes, se vería obligado a casarse.

—Hay un kolgril en el cubo para ti —señaló él—. Lo capturé esta mañana temprano.

El recio rostro de ella se llenó de incertidumbre. Un kolgril era un pez muy afortunado. Curaba el dolor de las articulaciones durante un mes entero después de comerlo, y a veces te permitía ver cuándo iban a visitarte los amigos dejándote leer las formas de las nubes. A Maib le gustaban bastante, debido al dolor de dedos que Nu Ralik le había enviado. Un kolgril serían dos semanas de sopa, y eso la pondría a ella en deuda con él.

—Vun Makak te mire —murmuró, molesta, mientras se acercaba a comprobar—. Mira qué bien. ¿Cómo voy a capturarte, hombre?

—Soy pescador, Maib —dijo él, sorbiendo su sopa: el cuenco estaba hecho para que se pudiera sorber fácilmente—. Es difícil pescar a un pescador. Lo sabes.

Se rio para sí y se acercó a sus forasteros mientras ella sacaba al kolgril del cubo.

Había tres. Dos makabaki de piel oscura, aunque eran los makabaki más extraños que había visto jamás. Uno tenía los miembros gruesos mientras que la mayoría de los de su especie eran pequeños y de huesos finos, y tenía una cabeza completamente calva. El otro era más alto, con pelo oscuro y corto, músculos flacos y anchos hombros. Ishikk los llamaba para sí Gruñón y Brusco, debido a sus personalidades.

El tercer hombre tenía una piel morena clara, como los alezi. Pero también parecía algo raro. Sus ojos tenían una forma distinta y su acento, claramente, no era alezi. Hablaba el lenguaje selay peor que los otros dos, y habitualmente guardaba silencio. Sin embargo, parecía pensativo. Ishikk lo llamaba Pensador.

«Me pregunto cómo se ganó esa cicatriz que tiene en el cuero cabelludo», pensó Ishikk. La vida fuera del Lagopuro era muy peligrosa. Montones de guerras, sobre todo al este.

—Llegas tarde, viajero —dijo el alto y estirado Brusco. Tenía la constitución y el aire de un soldado, aunque ninguno de los tres portaba armas.

Ishikk frunció el ceño, se sentó y sacó reacio los pies del agua.

—¿No es el día?

—El día está bien, amigo —dijo Gruñón—. Pero tenemos que vernos a mediodía. ¿Comprendido?

Normalmente, era Gruñón quien hablaba por los otros.

—Estamos cerca —respondió Ishikk. De verdad. ¿Quién prestaba atención a qué hora era? Forasteros. Siempre tan atareados.

Gruñón tan solo sacudió la cabeza cuando Maib les trajo un poco de sopa. Su casa era lo más parecido que tenía la aldea a una posada. Le dejó a Ishikk una suave servilleta de tela y una buena copa de vino dulce, tratando de equilibrar aquel pescado lo más rápido posible.

—Muy bien —dijo Gruñón—. Veamos tu informe, amigo.

—He estado por Fu Ralis, Fu Namir, Fu Albast y Fu Moorin este mes —dijo Ishikk, tomando un sorbo de sopa—. Nadie ha visto a ese hombre que buscáis.

—¿Hiciste las preguntas adecuadas? —dijo Brusco—. ¿Estás seguro?

—Pues claro que estoy seguro —contestó Ishikk—. Llevo años haciendo esto.

—Cinco meses —corrigió Brusco—. Y sin resultado.

Ishikk se encogió de hombros.

—¿Quieres que me invente historias? A Vun Makak le gustaría que lo hiciera.

—No, nada de historias, amigo —dijo Gruñón—. Solo queremos la verdad.

—Bueno, os la he dado.

—¿Lo juras por Nu Ralik, ese dios vuestro?

—¡Calla! No digáis su nombre. ¿Sois idiotas?

Gruñón frunció el ceño.

—Pero es vuestro dios, ¿no es así? ¿Es su nombre sagrado? ¿No se puede decir?

Los forasteros eran tan estúpidos… Pues claro que Vun Makak era su dios, pero siempre había que fingir que no lo era. Había que engañar a Vun Makak (su hermano menor y vengativo), para que creyera que lo adorabas a él, o de lo contrario se pondría celoso. Solo se podía hablar de estas cosas a salvo en una cueva sagrada.

—Lo juro por Vun Makak —recalcó Ishikk—. Que me vigile y me maldiga como quiera. He buscado diligentemente. No hay ningún forastero como ese que mencionáis: el pelo blanco, la lengua astuta y una cara en forma de flecha… No lo han visto.

—A veces se tiñe el pelo —dijo Gruñón—. Y se disfraza.

—He preguntado, usando los nombres que me disteis —contestó Ishikk—. Nadie lo ha visto. Quizá pueda buscaros un pez que lo localice. —Ishikk se frotó la barba—. Apuesto a que un gordo cort valdría. Pero podría tardar algún tiempo en encontrar uno.

Los tres lo miraron.

—Puede que haya algo en esos peces, ya sabéis —dijo Brusco.

—Superstición —respondió Gruñón—. Siempre buscas en la superstición, Vao.

Vao no era el nombre real del hombre. Ishikk estaba seguro de que usaban nombres falsos, y por eso les daba sus propios nombres falsos. Si iban a darle nombres falsos, él les daría nombres más falsos a su vez.

—¿Y tú, Temoo? —replicó Brusco—. No podemos pontificar para…

—Caballeros —dijo Pensador. Le hizo un gesto con la cabeza a Ishikk, que seguía sorbiendo su sopa. Los tres pasaron a otro idioma y continuaron su discusión.

Ishikk escuchó a medias, tratando de determinar qué lenguaje era. Nunca había sido bueno con otros tipos de lenguaje. ¿Para qué los necesitaba? No servían para pescar ni vender pescados.

Había buscado a su hombre, de verdad. Había recorrido muchos lugares, visitado muchos sitios en torno al Lagopuro. Era uno de los motivos por los que no quería que lo pescara Maib. Tendría que asentarse, y eso no era bueno para capturar peces. No los raros, al menos.

No se molestó en preguntarse por qué estaban buscando a aquel Hoid, fuera quien fuese. Los forasteros siempre buscaban cosas que no podían tener. Ishikk se acomodó y metió los pies en el agua. Eso le sentó bien. Al cabo de un rato, ellos terminaron su discusión. Le dieron unas cuantas instrucciones más, le entregaron una bolsa de esferas, y pisaron el agua.

Como la mayoría de los forasteros, llevaban gruesas botas hasta las rodillas. Chapotearon mientras se dirigían a la entrada. Ishikk los siguió, tras despedirse de Maib y recoger sus cubos. Volvería a cenar más tarde.

«Tal vez debería dejarla pescarme —pensó, saliendo a la luz y suspirando aliviado—. Nu Ralik sabe que me estoy haciendo viejo. Tal vez estaría bien relajarse».

Sus forasteros chapotearon en el Lagopuro. Gruñón era el último. Parecía insatisfecho.

—¿Dónde estás, Roamer? ¿Qué misión de locos es esta?

Y entonces añadió, en su propia lengua:

Alaanta kamaloo kayana.

Chapoteó tras sus compañeros.

—Bueno, acertaste en lo de «necios» —dijo Ishikk con una risita, y se volvió en su propia dirección, disponiéndose a comprobar sus trampas.

El camino de los reyes
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