SIETE AÑOS ANTES

—Puedo salvarla —dijo Kal, quitándose la camisa.

La niña solo tenía cinco años. La caída había sido grave.

—Puedo salvarla —murmuraba. Una multitud se había congregado a su alrededor. Habían pasado dos meses desde la muerte del brillante señor Wistiow, pero aún no tenían un nuevo consistor. Apenas había visto a Laral en todo ese tiempo.

Kal solo tenía trece años, pero había recibido una buena formación. El primer peligro era la pérdida de sangre: la niña se había roto la pierna, una fractura compleja, y sangraba donde el hueso había roto la piel. Kal notó que sus manos temblaban mientras presionaba los dedos contra la herida. El hueso roto era resbaladizo, incluso el extremo irregular, mojado por la sangre. ¿Qué arterias había roto?

—¿Qué le estás haciendo a mi hija? —El fornido Harl se abrió paso entre los mirones—. ¡Tú, cremlino, resto de tormentas! ¡No toques a Miasal! No…

Harl se interrumpió cuando varios hombres lo contuvieron. Sabían que Kal, que pasaba por allí casualmente, era la mejor oportunidad que tenía la niña. Ya habían enviado a Alim para que trajera al padre de Kal.

—Puedo salvarla —dijo el muchacho. La cara de la niña estaba pálida, y no se movía. Esa herida de la cabeza, tal vez…

«No puedo pensar en eso». Una de las arterias inferiores estaba cortada. Kal usó su camisa para atar un torniquete con el que detener la sangre, pero seguía resbalando. Apretando los dedos contra el corte, gritó:

—¡Fuego! ¡Necesito fuego! ¡Deprisa! ¡Y que alguien me dé su camisa!

Varios hombres echaron a correr mientras Kal levantaba la pierna. Uno de los hombres le tendió rápidamente su camisa. Kal sabía dónde presionar para detener el flujo de la arteria; el torniquete resbaló, pero sus dedos, no. Mantuvo cerrada aquella arteria, presionando la camisa sobre el resto de la herida hasta que alguien volvió con una vela encendida.

Ya habían empezado a calentar un cuchillo. Bien. Kal cogió el cuchillo ardiente y lo aplicó a la herida, liberando el fuerte olor de la carne quemada. Un viento frío los barrió, llevándose el hedor.

Las manos de Kal dejaron de temblar. Sabía lo que había que hacer. Se movió con una pericia que incluso le sorprendió a él mismo, cauterizando a la perfección, dejando que su entrenamiento tomara el control. Todavía necesitaba suturar la arteria (una cauterización no contendría una arteria tan grande), pero las dos cosas juntas deberían valer.

Cuando terminó, la hemorragia había cesado. Se echó atrás sonriendo. Y entonces advirtió que la herida que Miasal tenía en la cabeza no sangraba tampoco. Su pecho no se movía.

—¡No! —Harl cayó de rodillas—. ¡No! ¡Haz algo!

—Yo… —dijo Kal. Había detenido la hemorragia. Había…

La había perdido.

No supo qué decir, cómo responder. Una náusea profunda y terrible se apoderó de él. Harl lo empujó a un lado, gimiendo. Kal cayó hacia atrás. Empezó a temblar de nuevo cuando Harl abrazó el cadáver.

A su alrededor, la multitud guardó silencio.

Una hora más tarde, Kal estaba sentado en los escalones delante de la sala de operaciones, llorando. Su pesar era un dolor suave. Un temblor. Unas cuantas lágrimas insistentes que corrían por sus mejillas.

Estaba sentado con las manos abrazadas a las rodillas, tratando de averiguar cómo detener aquel dolor. ¿Había algún ungüento? ¿Una venda para detener las lágrimas? Tendría que haber podido salvarla.

Unos pasos se acercaron, y una sombra se proyectó sobre él. Lirin se arrodilló a su lado.

—Inspeccioné tu trabajo, hijo. Lo hiciste bien. Estoy orgulloso.

—Fracasé —susurró Kal. Sus ropas estaban manchadas de rojo. Antes de lavarse la sangre de las manos, era escarlata. Pero empapada en su ropa, era de un marrón rojizo más oscuro.

—He conocido a hombres que practicaron durante horas y horas, y sin embargo no supieron reaccionar cuando se enfrentaron a una persona herida. Es más difícil cuando te toma por sorpresa. Tú no te quedaste inmóvil, acudiste a ella, le administraste ayuda. Y lo hiciste bien.

—No quiero ser cirujano. Soy terrible.

Lirin suspiró, rodeó los escalones y se sentó junto a su hijo.

—Kal, estas cosas pasan. Es una desgracia, pero no podrías haber hecho más. Ese cuerpecito perdió sangre demasiado rápidamente.

Kal no respondió.

—Tienes que aprender cuándo preocuparte, hijo —dijo Lirin suavemente—. Y cuándo dejarlo correr. Ya lo verás. Tuve problemas similares cuando era más joven. Desarrollarás callos.

«¿Y eso es bueno? —pensó Kal, mientras otra lágrima le corría por la mejilla—. Tienes que aprender cuándo preocuparte…, y cuándo dejarlo correr».

En la distancia, Harl seguía llorando.

El camino de los reyes
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