«En la tormenta despierto, cayendo, girando, doliendo».
Fechado Kakanev, 1173, 13 segundos antes de la muerte. El sujeto era un guardia de la ciudad.
—¿Cómo puedes estar seguro de que era él, Dalinar? —preguntó Navani en voz baja.
Dalinar sacudió la cabeza.
—Lo estoy, sin más. Era Nohadon.
Habían pasado varias horas desde el final de la visión. Navani había dejado su escritorio para sentarse en un sillón más cómodo cerca de Dalinar. Renarin estaba sentado frente a él, acompañándolos por bien del decoro. Adolin se había marchado para recabar los informes de los daños producidos por la alta tormenta. El muchacho parecía muy perturbado por el descubrimiento de que las visiones eran reales.
—Pero el hombre que viste nunca pronunció su nombre —dijo Navani.
—Era él, Navani —Dalinar miró la pared por encima de la cabeza de Renarin, contemplando la suave roca marrón moldeada—. Tenía un aura de mando, el peso de grandes personalidades. Un personaje regio.
—Podría haber sido cualquier otro rey. Después de todo, rechazó tu sugerencia de que escribiera un libro.
—No era todavía el momento oportuno para escribirlo. Tanta muerte… Estaba afligido por una gran pérdida. ¡Padre Tormenta! Nueve de cada diez personas muertas en la guerra. ¿Puedes imaginar una cosa igual?
—Las Desolaciones —dijo Navani.
«Une al pueblo… Viene la Auténtica Desolación…».
—¿Conoces alguna referencia a las Desolaciones? —preguntó Dalinar—. No las historias que cuentan los fervorosos. Referencias históricas.
Navani tenía en la mano una copa de vino violeta caliente. Había perlas de condensación en el borde del cristal.
—Sí, pero no soy la más adecuada para responder a eso. La historiadora es Jasnah.
—Creo que vi las consecuencias de una. Yo…, puede que viera los cadáveres de los Portadores del Vacío. ¿Podría darnos eso más pruebas?
—Nada tan bueno como la lingüística —Navani tomó un sorbo de vino—. Las Desolaciones son asuntos de leyendas antiguas. Podría argumentarse que imaginaste lo que esperabas ver. Pero esas palabras…, si podemos traducirlas, nadie podrá discutir que estás viendo algo real.
Su tablero de escritura yacía en la mesita baja que había entre ellos, la caña y la tinta cuidadosamente dispuestas sobre el papel.
—¿Pretendes hablarles a otros de mis visiones?
—¿Cómo si no explicaremos lo que te está sucediendo?
Dalinar vaciló. ¿Cómo podía explicarlo? Por un lado, era un alivio saber que no estaba loco. ¿Pero y si alguna fuerza estaba intentando desviarlo con estas visiones, usando imágenes de Nohadon y los Radiantes porque las consideraba dignas de confianza?
«Los Caballeros Radiantes cayeron —se recordó—, nos abandonaron. Algunas de las otras órdenes pueden haberse vuelto contra nosotros, como dicen las leyendas». Había algo inquietante en todo aquello. Tenía otra piedra para reconstruir los cimientos de quién era, pero lo más importante estaba aún por decidir. ¿Confiaba en sus visiones o no? No podía volver a creer en ella a pies juntillas, no ahora que los retos de Adolin le habían causado auténticas preocupaciones.
Hasta que no conociera su origen, consideraba que no debía hablarlo.
—Dalinar —dijo Navani, inclinándose hacia delante—. En los campamentos se habla de tus ataques. Incluso las esposas de tus oficiales se sienten incómodas. Creen que temes a las tormentas, o que tienes alguna enfermedad mental. Esto te reivindicará.
—¿Cómo? ¿Convirtiéndome en una especie de místico? Muchos pensarán que la brisa de estas visiones sopla demasiado cerca de la profecía.
—Ves el pasado, padre —dijo Renarin—. Eso no está prohibido. Y si el Todopoderoso las envía, ¿entonces cómo pueden cuestionarlas los hombres?
—Adolin y yo hemos hablado con los fervorosos —respondió Dalinar—. Dijeron que es muy improbable que esto proceda del Todopoderoso. Si decidimos que las visiones son de fiar, muchos estarán en desacuerdo conmigo.
Navani se echó hacia atrás, bebiendo su vino, la mano segura sobre el regazo.
—Dalinar, tus hijos me han contado que una vez buscaste la Antigua Magia. ¿Por qué? ¿Qué le pediste a la Vigilante Nocturna, y qué maldición te dio a cambio?
—Les dije que la vergüenza es mía. Y que no la compartiré.
Guardaron silencio. Los restos de lluvia tras la tormenta habían dejado de caer sobre el tejado.
—Podría ser importante —dijo Navani por fin.
—Fue hace mucho tiempo. Mucho antes de que comenzaran las visiones. No creo que estén relacionadas.
—Pero podrían estarlo.
—Sí —admitió él. ¿Nunca dejaría de acosarlo ese día? ¿No era suficiente perder la memoria de su esposa?
¿Qué pensaba Renarin? ¿Condenaría a su padre por un pecado tan escandaloso? Dalinar se obligó a levantar la cabeza y mirar a su hijo a la cara.
Curiosamente, Renarin no parecía molesto. Solo pensativo.
—Lamento que tuvieras que descubrir mi vergüenza —dijo Dalinar, mirando a Navani.
Ella hizo un gesto de indiferencia.
—Solicitar la Antigua Magia es ofensivo para los devotarios, pero sus castigos por ello no son nunca severos. Supongo que no tuviste que hacer mucho para expiarlo.
—Los fervorosos pidieron esferas para entregárselas a los pobres —dijo Dalinar—. Y tuve que encargar una serie de oraciones. Nada de eso eliminó mi sentimiento de culpa.
—Creo que te sorprendería cuántos devotos ojos claros recurren a la Antigua Magia en un momento u otro de sus vidas. Los que pueden abrirse paso en el Valle, al menos. Pero me pregunto si esto está relacionado.
—Tía —dijo Renarin, volviéndose hacia ella—. Últimamente he pedido que me lean bastante sobre la Antigua Magia. Estoy de acuerdo con él. Esto no parece obra de la Vigilante Nocturna, que da maldiciones a cambio de conceder pequeños deseos. Siempre una maldición y un deseo. Padre, supongo que sabes cuáles fueron.
—Sí —respondió Dalinar—. Sé exactamente cuál fue mi maldición, y no está relacionada con esto.
—Entonces es improbable que la Antigua Magia tenga la culpa.
—Sí, pero tu tía hace bien al cuestionarlo. La verdad es que no tenemos ninguna prueba de que esto sea cosa del Todopoderoso. Algo quiere que sepa de las Desolaciones y los Caballeros Radiantes. Tal vez deberíamos empezar preguntándonos por qué.
—¿Qué fueron las Desolaciones, tía? —preguntó Renarin—. Los fervorosos hablan de los Portadores del Vacío. De la humanidad, y los Radiantes, y de lucha. ¿Pero qué eran realmente? ¿Sabemos tal vez alguna cosa en concreto?
—Hay folcloristas entre las escribanas de tu padre que te informarían mejor de este tema.
—Tal vez —intervino Dalinar—, pero no estoy seguro de en cuál de ellas puedo confiar.
Navani vaciló.
—Muy bien. Por lo que tengo entendido, no quedan relatos de primera mano. Esto fue hace mucho, mucho tiempo. Recuerdo que el mito de Parasaphi y Nadris menciona las Desolaciones.
—Parasaphi —dijo Renarin—. Es la que buscó las piedras-semilla.
—Sí. Para repoblar su pueblo caído, subió a los picos de Dara (el mito cambia y cita cordilleras modernas como los verdaderos picos de Dara) para buscar piedras tocadas por los Heraldos mismos. Se las llevó a Nadris en su lecho de muerte y recogió su semilla para dar vida a las piedras. Engendraron diez hijos, que ella usó para fundar una nueva nación. Marnah, creo que se llamaba.
—Origen de los makabaki —dijo Renarin—. Madre me contó esa historia cuando era niño.
Dalinar sacudió la cabeza.
—¿Nacidos de las rocas?
Las antiguas historias rara vez tenían mucho sentido para él, aunque los devotarios habían canonizado muchas de ellas.
—La historia menciona las Desolaciones al principio —dijo Navani—. Las acusa de haber aniquilado al pueblo de Parasaphi.
—¿Pero qué eran?
—Guerras —Navani tomó un sorbo de vino—. Los Portadores del Vacío venían una y otra vez, intentando expulsar a la humanidad de Roshar y arrojarla a Condenación. Tal como una vez expulsaron a la humanidad (y a los Heraldos) de los Salones Tranquilos.
—¿Cuándo se fundaron los Caballeros Radiantes? —preguntó Dalinar.
Navani se encogió de hombros.
—No lo sé. Tal vez eran algún grupo militar de un reino concreto, o tal vez fueron originalmente una banda de mercenarios. Así sería fácil comprender cómo se convirtieron en tiranos.
—Mis visiones no dan a entender que fueran tiranos —dijo él—. Tal vez ese sea su verdadero propósito. Hacerme creer mentiras sobre los Radiantes. Hacer que confíe en ellos, quizás intentando guiarme para que imite su caída y traición.
—No sé —respondió Navani, escéptica—. No creo que hayas visto nada falso respecto a los Radiantes. Las leyendas tienden a estar de acuerdo en que no siempre fueron tan malos. En la medida en que las leyendas están de acuerdo en algo, al menos.
Dalinar se levantó, cogió la copa vacía de Navani, se acercó a la mesa y la llenó. Descubrir que no estaba loco tendría que haberle ayudado a despejar las cosas, pero en cambio se sentía más perturbado. ¿Y si los Portadores del Vacío estaban detrás de las visiones? Algunas historias que había oído decían que podían poseer los cuerpos de los hombres y hacerlos cometer maldades. O, si eran del Todopoderoso, ¿cuál era su propósito?
—Tengo que pensar en todo esto —dijo—. Ha sido un día largo. Por favor, quisiera quedarme solo ahora.
Renarin se levantó e inclinó la cabeza respetuosamente antes de encaminarse hacia la puerta. Navani se levantó más despacio, el hermoso vestido crujió cuando soltó la copa sobre la mesa, y luego se dispuso a recoger su fabrial absorbe-dolores. Renarin se marchó, y Dalinar se acercó a la puerta, esperando a que ella se marchara. No pretendía dejar que lo atrapara de nuevo a solas. Se asomó a la puerta. Sus soldados estaban allí y podía verlos. Bien.
—¿No estás satisfecho? —preguntó Navani, deteniéndose en la puerta junto a él, una mano en el marco.
—¿Satisfecho?
—No te estás volviendo loco.
—Pero no sabemos si estoy siendo manipulado o no. En cierto modo, ahora tenemos más preguntas que antes.
—Las visiones son una bendición —dijo Navani, posando su mano libre en su brazo—. Lo presiento, Dalinar. ¿No ves lo maravilloso que es esto?
Dalinar la miró a los ojos, violeta claro, hermosos. Era tan inteligente, tan sabia. Cómo deseaba poder confiar en ella completamente.
«No me ha demostrado más que honor —pensó—. No le ha dicho ni una palabra a nadie de mi intención de abdicar. Ni siquiera ha intentado usar mis visiones contra mí». Se sintió avergonzado por haber temido una vez que así lo hiciera.
Era una mujer maravillosa, Navani Kholin. Un mujer maravillosa, sorprendente, y peligrosa.
—Veo más preocupaciones —dijo—. Y más peligros.
—¡Pero Dalinar, estás teniendo experiencias con las que eruditos, historiadores y folcloristas solo podían soñar! Te envidio, aunque digas no haber visto ningún fabrial hasta el momento.
—Los antiguos no tenían fabriales, Navani. Estoy seguro.
—Y eso cambia todo lo que creíamos saber de ellos.
—Supongo.
—Lluvia de piedras, Dalinar —suspiró ella—. ¿Es que ya nada te apasiona?
Dalinar inspiró profundamente.
—Demasiadas cosas, Navani. Siento en mi interior como una masa de anguilas, las emociones rebulléndose unas encima de otras. La verdad de estas visiones es inquietante.
—Es excitante —corrigió ella—. ¿Hablabas en serio antes? ¿Cuándo dijiste que confiabas en mí?
—¿Eso dije?
—Dijiste que no te fiabas de tus escribanas, y me pediste que registrara las visiones. Hay una implicación en eso.
Su mano estaba todavía posada sobre su brazo. Navani extendió la mano segura y cerró la puerta que daba al pasillo. Él casi la detuvo, pero titubeó. ¿Por qué?
La puerta se cerró con un chasquido. Estaban solos. Y ella era tan hermosa. Aquellos ojos verdes y excitantes, encendidos de pasión.
—Navani —dijo él, conteniendo su deseo—. Estás volviendo a hacerlo.
¿Por qué se lo permitía?
—Sí, así es. Soy una mujer obstinada, Dalinar.
No parecía haber ninguna burla en su tono.
—Esto no es adecuado. Mi hermano… —Extendió la mano hacia la puerta para volver a abrirla.
—Tu hermano —escupió Navani, ira en el rostro—. ¿Por qué todo el mundo siempre tiene que centrarse en él? ¡Todo el mundo se preocupa siempre tanto por un hombre que está muerto! No está aquí, Dalinar. Murió. Lo echo de menos. Pero ni la mitad que tú, según parece.
—Honro su memoria —dijo Dalinar envarado, vacilante, la mano en el pomo de la puerta.
—¡Muy bien! Me alegra que lo hagas. Pero han pasado seis años, y todo lo que la gente ve en mí es a la esposa de un muerto. Las otras mujeres me siguen la corriente con sus chismes, pero no me dejan entrar en sus círculos políticos. Piensan que soy una reliquia. ¿Querías saber por qué volví tan rápidamente?
—Yo…
—Regresé porque no tengo ningún hogar. ¡Tengo que permanecer apartada de acontecimientos importantes porque mi marido está muerto! Estoy presente, mimada pero ignorada. Las hago sentirse incómodas. A la reina, a las otras mujeres de la corte.
—Lo siento —dijo Dalinar—. Pero yo no…
Ella alzó su mano libre y le señaló el pecho.
—No aceptaré eso de ti, Dalinar. ¡Éramos amigos ya antes de que yo conociera a Gavilar! Todavía me conoces como lo que soy, no como una sombra de una dinastía que se desmoronó hace años, ¿no? —lo miró, suplicante.
«Sangre de mis padres —pensó Dalinar con sorpresa—. Está llorando». Dos pequeñas lágrimas.
Rara vez la había visto tan sincera.
Y por eso la besó.
Fue un error. Lo sabía. La agarró de todas formas, abrazándola de forma brusca y tensa y apretando su boca contra la suya, incapaz de contenerse. Ella se fundió contra él. Dalinar saboreó la sal de sus lágrimas mientras corrían a sus labios y se encontraban con los suyos.
Fue largo. Demasiado largo. Maravillosamente largo. Su mente le gritaba, como un prisionero encadenado a una celda y obligado a ver algo horrible. Pero una parte de él quería esto desde hacía décadas, décadas pasadas viendo a su hermano cortejar, casarse y luego apoderarse de la única mujer a la que el joven Dalinar había amado jamás.
Se había dicho a sí mismo que nunca permitiría esto. Había negado sus sentimientos hacia Navani en el momento mismo en que Gavilar ganó su mano. Dalinar se había apartado.
Pero su sabor, su olor, el calor de ese cuerpo apretado contra el suyo, era demasiado dulce. Como un perfume floreciente, lavó la culpa. Durante un momento, ese contacto lo desterró todo. Él no pudo recordar su miedo a las visiones, sus preocupaciones por Sadeas, su vergüenza por sus pasados errores.
Solo pudo pensar en ella. Hermosa, inteligente, delicada y fuerte a la vez. Se aferró a ella, algo a lo que podía aferrarse mientras el resto del mundo daba vueltas a su alrededor.
Por fin, el beso terminó. Ella lo miró, sorprendida. Pasionespren, como diminutos copos de nieve cristalina, flotaban en el aire alrededor de ellos. La culpa lo volvió a inundar. Trató amablemente de apartarla, pero ella se aferró a él, con fuerza.
—Navani.
—Calla.
Ella apoyó la cabeza en su pecho.
—No podemos…
—Calla —dijo ella, con más insistencia.
Él suspiró, pero se permitió abrazarla.
—Algo malo está pasando en este mundo, Dalinar —dijo Navani en voz baja—. El rey de Jah Keved ha sido asesinado. Acabo de enterarme hoy mismo. Lo mató un portador de esquirlada shin vestido de blanco.
—¡Padre Tormenta!
—Algo está pasando. Algo más grande que nuestra guerra aquí, algo más grande que Gavilar. ¿Has oído hablar de las cosas tan extrañas que dice la gente al morir? La mayoría las ignora, pero los cirujanos hablan. Y los predicetormentas susurran que las altas tormentas se vuelven más potentes.
—Lo he oído —dijo él. Le resultaba difícil encontrar las palabras, embriagado de ella como estaba.
—Mi hija busca algo —dijo Navani—. A veces me asusta. Es tan intensa. Creo sinceramente que es la persona más inteligente que he conocido. Y las cosas que busca…, Dalinar, cree que algo muy peligroso se acerca.
«El sol se acerca al horizonte. Viene la Tormenta Eterna. La Auténtica Desolación. La Noche de las Penas…».
—Te necesito —dijo Navani—. Lo sé desde hace años, aunque temía que la culpa te destruyera, por eso huí. Pero no pude quedarme. No con la forma en que me tratan. Estoy aterrada, Dalinar, y te necesito. Gavilar no era el hombre que todos creen que era. Yo lo apreciaba, pero…
—Por favor, no hables mal de él.
—Muy bien.
«¡Sangre de mis padres!». No podía quitarse su olor de la cabeza. Se sentía paralizado, abrazado a ella como un hombre aferrado a una piedra en los vientos de tormenta.
Ella lo miró.
—Bien, digamos entonces que apreciaba a Gavilar. Pero te aprecio más a ti. Y estoy cansada de esperar.
Él cerró los ojos.
—¿Cómo puede funcionar esto?
—Encontraremos un modo.
—Nos denunciarán.
—Los campamentos ya me ignoran —dijo Navani—, y difunden rumores y mentiras sobre ti. ¿Qué más pueden hacernos?
—Encontrarán algo. De momento, los devotarios no me condenan.
—Gavilar está muerto —dijo Navani, apoyando de nuevo la cabeza en su pecho—. Nunca fui infiel mientras vivió, aunque el Padre Tormenta sabe que tuve motivos de sobra. Los devotarios pueden decir lo que quieran, pero Los argumentos no prohíben nuestra unión. Tradición no es lo mismo que doctrina, y no me contendré por miedo a ofender a nadie.
Dalinar inspiró profundamente y luego se obligó a abrir los brazos y separarse de ella.
—Si esperabas aliviar mis preocupaciones por hoy, esto no ha servido de nada.
Ella se cruzó de brazos. Él todavía podía sentir donde la mano segura lo había tocado en la espalda. Una caricia tierna, reservada para un miembro de la familia.
—No estoy aquí para tranquilizarte, Dalinar. Más bien al contrario.
—Por favor. Necesito tiempo para pensar.
—No dejaré que me apartes. No ignoraré lo que ha pasado. No…
—Navani —él la interrumpió amablemente—. No te abandonaré. Lo prometo.
Ella lo miró, y entonces una triste sonrisa asomó a sus labios.
—Muy bien. Pero has empezado algo hoy.
—¿Lo he empezado yo? —preguntó él, divertido, aliviado, confuso, preocupado y avergonzado al mismo tiempo.
—El beso fue tuyo, Dalinar —dijo ella tranquilamente, mientras abría la puerta y salía a la antesala.
—Tú me sedujiste para que lo hiciera.
—¿Qué? ¿Seducirte? —Se volvió a mirarlo—. Dalinar, nunca he sido más franca y sincera en mi vida.
—Lo sé —respondió Dalinar, sonriendo—. Esa fue la parte seductora.
Cerró la puerta con suavidad, y luego dejó escapar un suspiro.
«Sangre de mis padres —pensó—. ¿Por qué no pueden estas cosas ser sencillas nunca?».
Y sin embargo, en contraste directo con sus pensamientos, sentía como si el mundo entero de algún modo hubiera mejorado por haber empeorado.