«Vivían en el bosque, esperando siempre la Desolación… o, a veces, un niño descuidado que no hacía caso a la oscuridad de la noche».
Un cuento infantil, sí, pero esta cita de Sombras recordadas parece apuntar a la verdad que busco. Ver página 82, cuarto relato.
Kaladin despertó con una conocida sensación de temor.
Había pasado gran parte de la noche tendido en el duro suelo, despierto, mirando la oscuridad y pensando. ¿Por qué intentarlo? ¿Por qué preocuparse? No hay esperanza para estos hombres.
Se sentía como el vagabundo que busca desesperadamente un camino que lo lleve a la ciudad para escapar de las bestias salvajes. Pero la ciudad estaba en lo alto de una montaña escarpada y no importaba cómo se acercara, la subida era siempre igual. Imposible. Cien caminos distintos. El mismo resultado.
Sobrevivir al castigo no salvaría a sus hombres. Entrenarlos para que corrieran más rápido no los salvaría. Eran cebo. La eficacia del cebo no cambiaba su función ni su destino.
Kaladin se obligó a ponerse en pie. Se sentía gastado, como una piedra de molino demasiado usada. Todavía no comprendía cómo había sobrevivido. «¿Me protegiste, Todopoderoso? ¿Me salvaste para que pudiera verlos morir?».
Se suponía que había que quemar plegarias para enviarlas al Todopoderoso, que esperaba que sus Heraldos reconquistaran los Salones Tranquilos. Eso nunca había tenido sentido para Kaladin. El Todopoderoso lo veía y lo sabía todo. ¿Por qué necesitaba entonces que quemaran una plegaria antes de hacer algo? ¿Por qué necesitaba que la gente luchara por él?
Kaladin salió del barracón. Se detuvo entonces.
Los hombres estaban alineados, esperando. Un harapiento puñado vestido con chalecos de cuero marrón y pantalones que solo les llegaban hasta las rodillas. Camisas sucias, arremangadas hasta los codos, desabrochadas por delante. Piel sucia, matas de pelo hirsuto. Y sin embargo ahora, debido al regalo de Roca, todos tenían las barbas recortadas o las caras bien afeitadas. Todo lo demás se veía gastado. Pero sus caras estaban limpias.
Kaladin se llevó vacilante una mano a la cara para tocar su barba negra y descuidada. Los hombres parecían estar esperando algo.
—¿Qué? —preguntó.
Los hombres se agitaron incómodos, mirando hacia el aserradero. Estaban esperando que los guiara en el entrenamiento, naturalmente. Pero el entrenamiento era inútil. Abrió la boca para decírselo, pero vaciló al ver que algo se acercaba. Cuatro hombres, portando un palanquín. Un individuo alto y delgado con un chaquetón violeta de ojos claros caminaba a su lado.
Los hombres se volvieron a mirar.
—¿Qué es esto? —preguntó Hobber, rascándose el grueso cuello.
—Será el sustituto de Lamaril —dijo Kaladin, abriéndose paso amablemente entre la fila de hombres del puente. Syl se posó sobre su hombro mientras los porteadores del palanquín se detenían ante él y se volvían hacia un lado, revelando a una mujer de cabellos oscuros vestida con un elegante traje violeta decorado con glifos dorados. Estaba recostada de lado sobre unos cojines, sus ojos azul claro.
—Soy la brillante Hashal —dijo, la voz ligeramente entonada de Kholinar—. Mi esposo, el brillante señor Matal, es vuestro nuevo capitán.
Kaladin se mordió la lengua, conteniendo una respuesta. Tenía alguna experiencia con los ojos claros que eran «ascendidos» a puestos como ese. Matal no dijo nada, simplemente se quedó allí de pie con la mano en la empuñadura de su espada. Era alto, casi tan alto como Kaladin, pero flacucho. Manos delicadas. Esa espada no había visto mucha práctica.
—Mi esposo no pretende dirigir las cuadrillas con la laxitud de su predecesor. Mi esposo es un asociado honorado y bien respetado del alto príncipe Sadeas en persona, no un perro casi ojos oscuros como Lamaril.
Hashal no mostraba ni una pizca de ira en sus palabras. Dirigió la mano a un lado, uno de los soldados dio un paso adelante y lanzó la parte posterior de su lanza contra el estómago de Kaladin.
Kaladin la capturó, los antiguos reflejos todavía demasiado agudos. Por su mente destellaron las posibilidades, y pudo ver la lucha antes de que tuviera lugar.
Tirar de la lanza, derribar al soldado al suelo.
Avanzar y darle un codazo en el antebrazo, haciéndole soltar el arma.
Tomar el control, girar la lanza y golpear al soldado en la cabeza.
Alzar la lanza hacia…
No. Eso tan solo haría que lo mataran.
Kaladin soltó la culata de la lanza. El soldado parpadeó sorprendido de que un simple hombre de los puentes hubiera bloqueado su golpe. Con una mueca, alzó la lanza y golpeó a Kaladin en la sien.
Kaladin lo dejó golpearlo, permitiendo que lo derribara al suelo. La cabeza le resonaba por el golpe, pero su visión dejó de dar vueltas al cabo de un momento. Le dolería, pero probablemente no habría ninguna contusión.
Inspiró profundamente varias veces, tumbado en el suelo con los puños cerrados. Sus dedos parecían arder donde había tocado la lanza. El soldado volvió a su puesto junto al palanquín.
—Nada de laxitud —dijo Hashal tranquilamente—. Por si queréis saberlo, mi esposo solicitó este nombramiento. Las cuadrillas de los puentes son esenciales para la estrategia del brillante señor Sadeas en la Guerra del Juicio. Su mala dirección a manos de Lamaril fue una desgracia.
Roca se arrodilló y ayudó a Kaladin a ponerse en pie mientras miraba con el ceño fruncido a los ojos claros y sus soldados. Kaladin se levantó a trompicones, llevándose la mano a la sien. Tenía los dedos húmedos y pegajosos, y un hilillo de sangre caliente le caía por el cuello hasta el hombro.
—A partir de ahora —dijo Hashal—, además de hacer el servicio normal en el puente, cada cuadrilla tendrá asignado un único tipo de trabajo. ¡Gaz!
El bajo sargento asomó detrás del palanquín. Kaladin no lo había visto allí, tras los porteadores y soldados.
—¿Sí, brillante? —Gaz hizo varias reverencias.
—Mi esposo desea que el Puente Cuatro tenga asignado permanentemente el servicio en los abismos. Cuando no sean necesarios para cumplir servicio en el puente, los quiero trabajando en esos abismos. Eso será mucho más eficaz. Sabrán qué secciones han sido exploradas recientemente, y no cubrirán el mismo terreno. ¿Ves? Eficacia. Empezarán de inmediato.
Dio un golpecito en el costado del palanquín, y los porteadores se volvieron y se la llevaron. Su marido siguió caminando junto a ella sin decir una palabra, y Gaz se apresuró a alcanzarla. Kaladin se los quedó mirando, la mano en la cabeza. Dunny fue a traerle un vendaje.
—Servicio en el abismo —gruñó Moash—. Gran trabajo, alteza. Quiere que nos mate un abismoide si no lo hacen las flechas parshendi.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó el flaco y calvo Peet, la voz llena de preocupación.
—Ponernos a trabajar —dijo Kaladin, cogiendo la venda que le ofrecía Dunny.
Se alejó, dejándolos allí, confusos y asustados.
Poco después, Kaladin se encontraba asomado al borde del abismo. La caliente luz del sol de mediodía le quemaba la nuca y proyectaba su sombra hacia la sima, para unirse con las otras sombras de allá abajo. «Podría volar —pensó—, dar un paso adelante y caer, el viento soplando contra mí. Volar durante unos instantes. Unos pocos y hermosos instantes».
Se arrodilló y agarró la escalera de cuerda y luego bajó hacia la oscuridad. Los otros hombres del puente lo siguieron, silenciosos. Se habían contagiado de su estado de ánimo.
Kaladin sabía lo que le estaba pasando. Paso a paso, volvía a ser el despojo que fue antes. Siempre supo que era un peligro. Se aferraba a los hombres del puente como si fuera una cuerda de seguridad. Pero ahora se estaba soltando.
Mientras bajaba los escalones, una leve figura translúcida de azul y blanco bajó junto a él, posada en una especie de columpio. Sus cuerdas desaparecían pocos centímetros por encima de la cabeza de Syl.
—¿Qué te ocurre? —le preguntó en voz baja. Kaladin continuó descendiendo—. Deberías estar contento. Sobreviviste a las tormentas. Los otros hombres del puente estaban entusiasmados.
—Ansié pelear con aquel soldado —susurró Kaladin.
Syl ladeó la cabeza.
—Podría haberlo derrotado —continuó Kaladin—. Probablemente podría haberlos derrotado a los cuatro. Siempre he sido bueno con la lanza. No, bueno no. Durk decía que era sorprendente. Un soldado nato, un artista de la lanza.
—Entonces tal vez tendrías que haber luchado con ellos.
—Creí que no te gustaba matar.
—Lo odio —dijo ella, haciéndose más transparente—. Pero he ayudado a hombres a matar antes.
Kaladin se detuvo en la escalera.
—¿Qué?
—Es cierto. Puedo recordarlo, aunque débilmente.
—¿Cómo?
—No lo sé. —Se puso pálida—. No quiero hablar de eso. Pero es lo que había que hacer. Lo siento.
Kaladin se quedó allí colgado un momento. Teft lo llamó, preguntando si algo iba mal. Empezó a bajar de nuevo.
—No luché con los soldados hoy porque no serviría de nada —dijo Kaladin, mirando la pared del abismo—. Mi padre me dijo que era imposible proteger matando. Bueno, se equivocaba.
—Pero…
—Se equivocaba porque daba a entender que se podía proteger a la gente de otras maneras. No se puede. El mundo los quiere muertos, y tratar de salvarlos no tiene sentido.
Llegó al fondo del abismo y se sumergió en la oscuridad. Teft llegó a continuación y encendió su antorcha, bañando las paredes de piedra cubiertas de verdín de una fluctuante luz anaranjada.
—¿Por eso no aceptaste la gloria todos esos meses atrás? —susurró Syl, revoloteando y aterrizando en el hombro de Kaladin, que negó con la cabeza.
—No. Fue por otra cosa.
—¿Qué decías, Kaladin? —Teft alzó la antorcha. El rostro del veterano parecía más viejo que de costumbre a la luz fluctuante, las sombras que creaba recalcaban las arrugas de su piel.
—Nada, Teft. Nada importante.
Syl hizo una mueca. Kaladin la ignoró y encendió su antorcha con la de Teft mientras los demás llegaban. Cuando todos estuvieron abajo, los condujo al oscuro pozo. El pálido cielo parecía distante desde aquí, como un grito lejano. Este lugar era una tumba, con madera podrida y charcos de agua estancada, donde solo podían crecer larvas de cremlino.
Los hombres se apiñaron inconscientemente como hacían siempre en este lugar maligno. Kaladin caminaba delante, y Syl guardó silencio. Le dio a Teft la tiza para que marcara las direcciones y no se detuvo a recoger nada. Pero tampoco caminó demasiado rápido. Los otros hombres caminaban silenciosos tras él, hablando en susurros ocasionales demasiado bajos para hacer eco. Como si sus palabras quedaran estranguladas en la penumbra.
Roca terminó por acercarse a caminar a su lado.
—Nos han dado un trabajo difícil. ¡Pero somos hombres de los puentes! La vida es difícil, ¿no? Eso no es nada nuevo. Debemos tener un plan. ¿Cómo luchamos a continuación?
—No hay más luchas, Roca.
—¡Pero hemos logrado una victoria grandiosa! Mira, hace pocos días estabas delirando. Tendrías que haber muerto. Lo sé. Pero ahí estás, caminando, fuerte como cualquiera. ¡Ja! Más fuerte. Un milagro. El Uli’tekanaki te guía.
—No es un milagro, Roca. Más bien es una maldición.
—¿Cómo va a ser una maldición, amigo mío? —preguntó Roca, riendo. Dio un salto y se metió en un charco y se rio más fuerte cuando salpicó a Teft, que caminaba justo detrás. El gran comecuernos podía ser enormemente infantil en ocasiones—. ¡Vivir no es ninguna maldición!
—Lo es si me obliga a veros morir a todos —dijo Kaladin—. Sería mejor no haber sobrevivido a esa alta tormenta. Acabará matándome una flecha parshendi. Nos pasará a todos.
Roca pareció preocuparse. Como Kaladin no dijo nada más, se retiró. Siguieron adelante, dejando atrás incómodos secciones de pared arañada, donde los abismoides habían dejado sus marcas. Acabaron por toparse con un montón de cuerpos depositados por las altas tormentas. Kaladin se detuvo, alzó la antorcha y los otros hombres miraron a su alrededor. Unas cincuenta personas habían sido arrastradas hasta un hueco en la roca, un pequeño callejón sin salida lateral.
Los cadáveres estaban apilados allí, un muro de muertos, los brazos colgando, los juncos y restos flotantes asomando entre ellos. Uno de los hombres no pudo contener una arcada, lo que hizo que otros empezaran a sufrir arcadas también. El hedor era terrible, los cuerpos lacerados y consumidos por los cremlinos y otras bestias carroñeras más grandes, muchas de las cuales escaparon huyendo de la luz. Una mano sin cuerpo yacía cerca, marcando un rastro de sangre. También había arañazos frescos en el liquen, hasta cinco metros de altura. Un abismoide se había llevado un cadáver para devorarlo. Podría volver a por los demás.
Kaladin no tuvo arcadas. Colocó su antorcha medio consumida entre dos piedras grandes y se puso a trabajar, arrastrando los cadáveres del montón. Los hombres del puente lo imitaron lentamente. Kaladin dejó que su mente se aturdiera, sin pensar.
Cuando bajaron los cuerpos, los pusieron en línea. Entonces empezaron a quitarles las armaduras, a buscarles en los bolsillos y a quitarles los cuchillos de los cinturones. Kaladin dejó que los otros recogieran las lanzas, y se puso a trabajar apartado.
Teft se arrodilló junto a él, mientras volvía a un cuerpo con la cabeza aplastada por la caída. Empezó a deshacer las correas del peto del muerto.
—¿Quieres hablar?
Kaladin no dijo nada. Solo siguió trabajando. «No pienses en el futuro. No pienses en lo que sucederá. Solo sobrevive».
«No te preocupes, pero no desesperes. Solo sé».
—Kaladin. —La voz de Teft era como un cuchillo que se clavaba en la concha de Kaladin, haciéndole rebullirse.
—Si quisiera hablar —gruñó— ¿estaría trabajando aquí solo?
—Muy bien —dijo Teft. Finalmente soltó el peto—. Los otros hombres están confundidos, hijo. Quieren saber qué vamos a hacer a continuación.
Kaladin suspiró, se puso en pie y se volvió hacia los demás.
—¡No sé qué hacer! ¡Si tratamos de protegernos, Sadeas nos castigará! Somos cebo y vamos a morir. ¡No hay nada que pueda hacer! No hay esperanza.
Los hombres lo miraron sorprendidos.
Kaladin dio media vuelta y se arrodilló junto a Teft y siguió trabajando.
—Ya está —dijo—. Ya lo he explicado.
—Idiota —dijo Teft entre dientes—. Después de todo lo que has hecho ¿nos abandonas?
Los hombres volvieron a su trabajo. Kaladin vio que algunos gruñían.
—Hijo de perra —dijo Moash—. Sabía que esto iba a pasar.
—¿Abandonaros? —le susurró Kaladin a Teft. «Déjame en paz. Déjame volver a la apatía. Al menos ahí no hay dolor»—. ¡Teft, he pasado horas y horas intentando hallar una salida, pero no hay ninguna! Sadeas nos quiere muertos. Los ojos claros consiguen lo que quieren: así es como funciona el mundo.
—¿Y?
Kaladin lo ignoró, volvió a su trabajo y empezó a tirar de la bota de un soldado cuyo peroné parecía haberse roto por tres partes distintas. Eso hizo que sacar la bota fuera tormentosamente difícil.
—Bueno, tal vez muramos —dijo Teft—. Pero quizá no se trate de sobrevivir.
¿Por qué Teft, nada menos, intentaba animarlo?
—Si no se trata de sobrevivir, Teft, ¿entonces de qué se trata? —Kaladin sacó por fin la bota. Se volvió hacia el siguiente hombre en la línea, y entonces se detuvo.
Era un hombre de los puentes. Kaladin no lo reconoció, pero aquel chaleco y las sandalias eran inconfundibles. Yacía desmoronado contra la pared, los brazos en los costados, la boca levemente abierta y los párpados hundidos. La piel de una de las manos se había desgarrado y caído.
—No sé de qué se trata —gruñó Teft—. Pero parece patético rendirse. Deberíamos seguir luchando. Hasta que esas flechas nos lleven por delante. Ya sabes, «viaje antes que destino».
—¿Y eso qué significa?
—No lo sé —dijo Teft, bajando rápidamente la mirada—. Es algo que oí una vez.
—Solían decirlo los Radiantes Perdidos —dijo Sigzil, pasando junto a ellos.
Kaladin miró hacia un lado. El tranquilo azishiano colocó un escudo en una pila. Alzó la cabeza, la piel marrón oscura a la luz de la antorcha.
—Era su lema. Parte de su lema, al menos. «Vida antes que muerte. Fuerza antes que debilidad. Viaje antes que destino».
—¿Los Radiantes Perdidos? —dijo Cikatriz, cargando con un puñado de botas—. ¿Quién los ha mencionado?
—Teft —dijo Moash.
—¡Yo no! ¡Es algo que oí una vez!
—¿Y qué significa? —preguntó Dunny.
—¡Ya he dicho que no lo sé!
—Al parecer era uno de sus credos —dijo Sigzil—. En Yulay, hay grupos de gente que habla de los Radiantes. Y desean su regreso.
—¿Quién querría que regresen? —preguntó Cikatriz, apoyándose contra la pared y cruzándose de brazos—. Nos traicionaron ante los Portadores del Vacío.
—¡Ja! —exclamó Roca—. ¡Portadores del Vacío! Tonterías de llaneros. Son un cuento para niños a la luz de las hogueras.
—Eran reales —dijo Cikatriz, a la defensiva—. Lo sabe todo el mundo.
—¡Todo el mundo que escucha cuentos ante las hogueras! —dijo Roca con una risotada—. ¡Demasiado aire! Os ablanda la mente. Pero no importa: seguís siendo familia. ¡Solo que de la más tonta!
Teft hizo una mueca mientras los demás continuaban hablando de los Radiantes Perdidos.
—Viaje antes que destino —susurró Syl al hombro de Kaladin—. Me gusta eso.
—¿Por qué? —preguntó Kaladin, arrodillándose para desatar las sandalias del muerto.
—Porque sí —replicó ella, como si eso fuera explicación suficiente—. Teft tiene razón, Kaladin. Sé que quieres rendirte. Pero no puedes.
—¿Por qué no?
—Porque no puedes.
—Nos han asignado el trabajo en los abismos a partir de ahora —dijo Kaladin—. No podremos recoger más juncos para ganar dinero. Eso significa que no habrá más vendas, ni antisépticos, ni comida para las cenas cada noche. Con todos estos cadáveres, estamos condenados a toparnos con putrispren, y los hombres enfermarán…, suponiendo que los abismoides no nos devoren o no nos ahogue una alta tormenta por sorpresa. Y tendremos que seguir corriendo con esos puentes hasta que termine Condenación, perdiendo hombre tras hombre. No hay ninguna esperanza.
Los hombres seguían hablando.
—Los Radiantes Perdidos ayudaron al otro bando —arguyó Cikatriz—. Siempre estuvieron manchados.
Teft se ofendió. Se levantó y señaló a Cikatriz.
—¡No sabes nada! Fue hace demasiado tiempo. Nadie sabe lo que pasó realmente.
—¿Entonces por qué todas las historias cuentan lo mismo? —preguntó Cikatriz—. Nos abandonaron. Igual que los ojos claros nos están abandonando ahora mismo. Tal vez Kaladin tenga razón. Tal vez no hay esperanza.
Kaladin bajó la cabeza. Las palabras lo acosaron. «Tal vez Kaladin tenga razón… Tal vez no hay esperanza…».
Había hecho esto antes. Con su último amo, antes de ser vendido a Tvlakv para convertirse en hombre de los puentes. Había renunciado una noche tranquila después de liderar una rebelión con Goshel y los otros esclavos. Habían sido masacrados. Pero de algún modo había sobrevivido. Tormentas, ¿por qué sobrevivía siempre? «No puedo volver a hacerlo —pensó, cerrando los ojos con fuerza—. No puedo ayudarlos».
Tien. Tukk. Goshel. Dallet. El esclavo sin nombre al que había intentado curar en los carros de esclavos de Tvlakv. Todo había acabado igual. Kaladin tenía el toque del fracaso. A veces les daba esperanza, ¿pero qué era la esperanza sino otra oportunidad para fracasar? ¿Cuántas veces podía caer un hombre antes de no volver a levantarse más?
—Creo que somos unos ignorantes —gruñó Teft—. No me gusta lo que dicen del pasado los ojos claros. Ya sabéis que son sus mujeres quienes escriben todas las historias.
—No puedo creer que estemos discutiendo por esto, Teft —dijo Cikatriz, exasperado—. ¿Qué será luego? ¿Debemos dejar que los Portadores del Vacío nos roben los corazones? Tal vez son unos incomprendidos. O los parshendi. Tal vez deberíamos dejarlos que maten a nuestro rey cuando quieran.
—¿Queréis callaros, por la tormenta? —exclamó Moash—. No importa. Habéis oído a Kaladin. Incluso él piensa que valemos tanto como muertos.
Kaladin ya no podía seguir escuchándolos. Se apartó de las antorchas, perdiéndose en la oscuridad. Ninguno de los hombres lo siguió. Entró en una parte de oscuras sombras, con solo un distante trozo de cielo como iluminación.
Aquí, escapó de sus miradas. En la oscuridad tropezó con un peñasco y se detuvo. Estaba resbaladizo por el moho y el liquen. Se quedó allí, con la mano apoyada, y luego gimió y se dio la vuelta para apoyarse en él. Syl flotaba enfrente, todavía visible, a pesar de la negrura del lugar. Se sentó en el aire, arreglándose el vestido en torno a las piernas.
—No puedo salvarlos, Syl —susurró Kaladin, lleno de angustia.
—¿Estás seguro?
—He fracasado siempre antes.
—¿Y por eso fracasarás esta vez también?
—Sí.
Ella guardó silencio.
—Muy bien —dijo al cabo de un rato—. Pongamos que tienes razón.
—¿Entonces por qué luchar? Me dije a mí mismo que lo intentaría una última vez. Pero fracasé antes de empezar. No se les puede salvar.
—¿La lucha en sí misma no significa nada?
—No si estás destinado a morir —agachó la cabeza.
Las palabras de Sigzil resonaban en su mente. «Vida antes que muerte. Fuerza antes que debilidad. Viaje antes que destino». Kaladin miró la rendija de cielo. Como un río lejano de agua pura y azul.
Vida antes que muerte.
¿Qué significaba el dicho? ¿Que los hombres deberían buscar la vida antes que buscar la muerte? Eso era obvio. ¿O significaba otra cosa? ¿Que la vida venía antes que la muerte? Una vez más, obvio. Y sin embargo las palabras sencillas le hablaban. La muerte viene, susurraban. La muerte les viene a todos. Pero la vida viene primero. Saboréala.
La muerte es el destino. Pero el viaje, eso es la vida. Eso es lo que importa.
Un frío viento sopló por el pasillo de piedra, barriéndolo, trayendo olores frescos y despejados y llevándose el hedor de los cadáveres putrefactos.
Nadie se preocupaba por los hombres de los puentes. A nadie le importaban los que estaban en el fondo, con los ojos más oscuros. Y sin embargo, aquel viento parecía susurrarle una y otra vez «Vida antes que muerte. Fuerza antes que debilidad. Viaje antes que destino».
Su pie golpeó algo. Se agachó a recogerlo. Una roca pequeña. Apenas visible en la oscuridad. Reconocía lo que le estaba pasando, esta melancolía, esta sensación de desesperación. Le había sucedido a menudo cuando era más joven, sobre todo durante las semanas del Llanto, cuando el cielo quedaba oculto por las nubes. Durante esos momentos, Tien lo animaba, lo ayudaba a salir de la desesperación. Tien siempre había podido hacer eso.
Cuando perdió a su hermano, se enfrentó peor a esos períodos de tristeza. Se convirtió en el despojo, sin preocuparse, pero tampoco sin desesperarse. Le parecía mejor no sentir nada antes que sentir dolor.
«Voy a fallarles —pensó, cerrando los ojos—. ¿Por qué intentarlo?».
¿No era un necio por querer resistir como lo hacía? Si tan solo pudiera ganar una vez… Eso sería suficiente. Mientras pudiera creer que era capaz de ayudar a alguien, mientras creyera que algunos caminos conducían a lugares distintos de la oscuridad, podía sentir esperanza.
«Te prometiste que lo intentarías una última vez —pensó—. Todavía no están muertos».
«Todavía viven. Por ahora».
Había una cosa que no había intentado. Algo que lo asustaba demasiado. Cada vez que lo había intentado en el pasado, lo había perdido todo.
El despojo parecía estar plantado allí delante. Significaba liberación. Apatía. ¿De verdad quería Kaladin volver a eso? Era un refugio falso. Ser ese hombre no lo había protegido. Solo lo había hundido más y más hasta que quitarse la vida pareció el mejor camino.
«Vida antes que muerte».
Kaladin se levantó, abrió los ojos y dejó caer la piedra. Caminó lentamente hacia la luz de las antorchas. Los hombres alzaron la cabeza. Tantas miradas de interrogación. Algunas dubitativas, otras sombrías, otras animosas. Roca, Dunny, Hobber, Leyten. Creían en él. Había sobrevivido a las tormentas. Un milagro.
—Hay algo que podríamos intentar —dijo—. Pero lo más probable es que acabemos todos muertos a manos de nuestro propio ejército.
—Vamos a morir de todas formas —recalcó Mapas—. Tú mismo lo dijiste.
Varios hombres asintieron.
Kaladin inspiró profundamente.
—Tenemos que intentar escapar.
—¡Pero el campamento está vigilado! —dijo Desorejado Jaks—. Los hombres de los puentes no pueden salir sin vigilancia. Saben que huiríamos.
—Moriríamos —dijo Moash, el rostro sombrío—. Estamos a kilómetros y kilómetros de la civilización. Aquí no hay más que conchagrandes, y ningún refugio contra las altas tormentas.
—Lo sé —contestó Kaladin—. Pero es eso o las flechas parshendi.
Los hombres guardaron silencio.
—Van a enviarnos aquí abajo todos los días a robar a los cadáveres. Y no nos mandan con vigilantes, ya que temen a los abismoides. La mayor parte del trabajo de los hombres de los puentes es para tenernos distraídos de nuestro destino, así que solo tenemos que llevar una pequeña cantidad de material recuperado.
—¿Crees que deberíamos escoger uno de estos abismos y escapar por ahí? —preguntó Cikatriz—. Han intentado hacer un mapa de todos ellos. Nunca llegaron al otro lado de las Llanuras: los mataron los abismoides o las riadas de las altas tormentas.
Kaladin negó con la cabeza.
—No es eso lo que vamos a hacer.
Le dio una patada a algo que había en el suelo: una lanza caída. La patada la envió por los aires hacia Moash, quien la cogió, sorprendido.
—Puedo entrenaros para usarlas —dijo Kaladin en voz baja.
Los hombres se quedaron callados, mirando el arma.
—¿De qué serviría? —preguntó Roca, cogiendo la lanza de manos de Moash y examinándola—. No podemos luchar contra un ejército.
—No —dijo Kaladin—. Pero si os entreno, podemos atacar un puesto de guardia durante la noche. Puede que consigamos escapar.
Kaladin los miró a los ojos uno a uno.
—Cuando estemos libres, enviarán soldados a por nosotros. Sadeas no dejará que los hombres de los puentes maten a sus soldados y se salgan con la suya. Tendremos que esperar que nos subestime y envíe al principio un grupo pequeño. Si los matamos, puede que consigamos llegar lo bastante lejos para escondernos. Será peligroso. Sadeas se esforzará por capturarnos, y probablemente acabemos perseguidos por una compañía entera. ¡Tormentas!, es posible que ni siquiera logremos escapar del campamento. Pero es algo.
Guardó silencio, esperando mientras los hombres intercambiaban miradas de indecisión.
—Lo haré —dijo Teft, irguiéndose.
—Yo también —dijo Moash, dando un paso adelante. Parecía ansioso.
—Y yo —repuso Sigzil—. Prefiero escupirles en sus caras de alezi y morir por sus espadas que seguir siendo esclavo.
—¡Ja! —dijo Roca—. Y yo os cocinaré mucha comida para que estéis fuertes mientras matáis.
—¿No lucharás con nosotros? —preguntó Dunny, sorprendido.
—No es digno de mí —dijo Roca, alzando la barbilla.
—Bueno, pues yo lo haré —dijo Dunny—. Cuenta conmigo, capitán.
Otros empezaron a sumarse, todos de pie, y algunos recogieron las lanzas del suelo mojado. No gritaban de excitación ni aullaban como otras tropas que Kaladin había liderado. Les asustaba la idea de luchar: la mayoría habían sido esclavos comunes u obreros de poca monta. Pero estaban dispuestos.
Kaladin dio un paso adelante y empezó a esbozar un plan.