«Vienen del pozo, dos hombres muertos, un corazón en la mano, y sé que he visto la auténtica gloria».
Kakashah 1173, 13 segundos antes de la muerte. Un conductor de rickshaw.
—No podía decidir si te interesaba o no —le dijo Navani en voz baja a Dalinar mientras caminaban lentamente por los elevados terrenos del palacio de Elhokar—. La mitad de las veces, parecía un flirteo: atisbos de cortejo, luego te retirabas. La otra mitad, estaba segura de haberte interpretado mal. Y Gavilar era tan directo. Siempre prefería tomar lo que le gustaba.
Dalinar asintió pensativo. Vestía su uniforme azul, mientras que Navani llevaba un vestido marrón claro. Los jardineros de Elhokar habían empezado a cultivar plantas aquí. A la derecha, un retorcido grupo de cortezapizarras amarillas crecía hasta la altura de la cintura, como una barandilla. La planta, parecida a una piedra, estaba cubierta por pequeños manojos de haspers con conchas coralinas que se abrían y cerraban lentamente al respirar. Parecían bocas diminutas que hablaran silenciosamente en sintonía unas con otras.
El sendero que recorrían Dalinar y Navani ascendía suavemente. Dalinar caminaba con las manos a la espalda. Su guardia de honor y las escribanas de Navani los seguían. Varios parecían perplejos por la cantidad de tiempo que Dalinar y Navani pasaban juntos. ¿Cuántos sospechaban la verdad? ¿Toda? ¿Parte? ¿Nada? ¿Importaba?
—No quise confundirte durante todos esos años —dijo él, en voz baja para que no lo oyeran oídos indiscretos—. Pretendía cortejarte, pero Gavilar expresó su preferencia por ti. Así que al final me hice a un lado.
—¿Así sin más? —preguntó Navani. Parecía ofendida.
—Él no se dio cuenta de que yo estaba interesado. Pensó que, al presentártela, le estaba indicando que debería cortejarte. Nuestra relación solía funcionar así: yo descubría gente a quien él debería conocer, y se la presentaba. No advertí hasta que fue demasiado tarde lo que había hecho al entregarte a él.
—¿Entregarme? ¿Hay una marca de esclava en mi frente de la que no me haya dado cuenta?
—No pretendía…
—Oh, calla —dijo Navani, la voz súbitamente afectuosa. Dalinar reprimió un suspiro; aunque Navani había madurado desde su juventud, sus estados de ánimo siempre habían sido tan cambiantes como las estaciones. En realidad, esa era parte de su atractivo.
—¿Te hacías a menudo a un lado por él? —preguntó.
—Siempre.
—¿No se te volvía una carga?
—No lo pensaba mucho. Cuando lo hacía…, sí, me sentía frustrado. Pero era Gavilar. Ya sabes cómo era. Esa fuerza de voluntad, el aire de derecho natural. Siempre parecía sorprenderle que alguien le negara algo o que el mundo mismo no hiciera lo que deseaba. No me obligaba a retirarme…, simplemente así era la vida. —Navani asintió, comprensiva—. De todas formas, pido disculpas por haberte confundido. Yo…, bueno, tenía dificultades para mostrarme como soy. Temo que, en ocasiones, oculto demasiado mis verdaderos sentimientos.
—Bueno, supongo que puedo perdonar eso —dijo ella—. Aunque te pasaste las dos décadas siguientes asegurándote de que creyera que me odiabas.
—¡No hice nada de eso!
—¿No? ¿Y cómo si no debía interpretar tu frialdad? ¿La forma en que salías de las habitaciones cuando yo entraba?
—Me contenía —dijo Dalinar—. Había tomado una determinación.
—Bueno, pues se parecía mucho al odio —respondió Navani—. Aunque me pregunté muchas veces qué ocultabas detrás de esos ojos pétreos tuyos. Naturalmente, entonces llegó Shshshsh.
Como siempre, cuando se pronunciaba el nombre de su esposa, llegaba a él como el sonido de aire suavemente removido, y luego se borraba de su mente al instante. No podía oír ni recordar el nombre.
—Ella lo cambió todo —dijo Navani—. Parecías amarla de verdad.
—La amaba —dijo él. Sin duda era cierto, ¿no? No podía recordar nada—. ¿Cómo era? —se apresuró a añadir—: Quiero decir, en tu opinión. ¿Cómo la considerabas?
—Todo el mundo amaba a Shshshsh. Intenté odiarla con todas mis fuerzas, pero al final solo pude sentirme medianamente celosa.
—¿Tú? ¿Celosa de ella? ¿Por qué?
—Porque encajaba tan bien contigo —dijo Navani—. Nunca hacía comentarios inadecuados, nunca acosaba a los que la rodeaban, siempre tan tranquila. —Navani sonrió—. Ahora que lo pienso, tendría que haberla podido odiar. Pero era tan agradable. Aunque no era muy…, bueno…
—¿Qué? —preguntó Dalinar.
—Muy lista —dijo Navani. Se ruborizó, cosa rara en ella—. Lo siento, Dalinar, pero no lo era. No era tonta, pero…, bueno…, no todo el mundo puede ser astuto. Tal vez eso era parte de su encanto.
Ella pareció pensar que Dalinar debería sentirse ofendido.
—No importa —dijo—. ¿Te sorprendió que me casara con ella?
—¿Quién habría podido haberse sorprendido? Como decía, era perfecta para ti.
—¿Porque teníamos el mismo nivel intelectual? —dijo Dalinar secamente.
—Difícilmente. Pero teníais el mismo temperamento. Durante un tiempo, después de superar el intento de odiarla, pensé que los cuatro podríamos llegar a intimar. Pero tú te mostrabas muy envarado conmigo.
—No podía permitirme más…, recaídas que te hicieran pensar que estaba todavía interesado —dijo esta última parte con cierto sonrojo. Después de todo ¿no era eso lo que estaba haciendo ahora? ¿Recaer?
Navani lo miró.
—Ya estás otra vez.
—¿Qué?
—Sintiéndote culpable. Dalinar, eres un hombre honorable y maravilloso, pero tienes tendencia a la autocomplacencia.
¿La culpa como autocomplacencia?
—Nunca lo había considerado así antes.
Ella sonrió.
—¿Qué? —preguntó él.
—Eres así de auténtico, ¿verdad, Dalinar?
—Intento serlo —dijo él. Miró por encima del hombro—. Aunque la naturaleza de nuestra relación continúa perpetrando una especie de mentira.
—No le hemos mentido a nadie. Déjalos pensar, o imaginar, lo que quieran.
—Supongo que tienes razón.
—Normalmente la tengo. —Ella guardó silencio un instante—. ¿Lamentas que hayamos…?
—No —respondió él bruscamente, y la fuerza de su objeción lo sorprendió. Navani tan solo sonrió—. No —continuó Dalinar, más suavemente—. No lamento esto, Navani. No sé cómo seguir adelante, pero no voy a dejarlo escapar.
Navani se detuvo junto a un grupo de diminutos rocabrotes del tamaño de un puño con sus enredaderas extendidas como largas lenguas verdes. Casi formaban un ramillete, creciendo en una gran piedra ovalada situada junto al sendero.
—Supongo que es demasiado pedir que no te sientas culpable —dijo Navani—. ¿No puedes relajarte, solo un poco?
—No estoy seguro de poder. Sobre todo ahora. Explicar el porqué sería difícil.
—¿Podrías intentar hacerlo? ¿Por mí?
—Yo… Bueno, soy un hombre de extremos, Navani. Lo descubrí cuando era joven. He aprendido, una y otra vez, que la única forma de controlar esos extremos es dedicar mi vida a algo. Primero fue Gavilar. Ahora son los Códigos y las enseñanzas de Nohadon. Son mi modo de encerrarme. Como el cerco de una hoguera cuyo fin es contenerla y controlarla.
Inspiró profundamente.
—Soy un hombre débil, Navani. Si me concedo unos palmos de libertad, transgrediré todas mis prohibiciones. El impulso de seguir los Códigos tras la muerte de Gavilar es lo que me mantiene fuerte. Si dejo que aparezcan unas cuantas grietas en esa armadura, puede que vuelva a ser el hombre que una vez fui. Un hombre que no quiero volver a ser.
Un hombre que había pensado en asesinar a su propio hermano por el trono…, y por la mujer con la que se había casado ese hermano. Pero no podía explicar eso, pues no se atrevía a decirle a Navani que su deseo por ella casi lo había impulsado a hacerlo.
Ese día, Dalinar juró que nunca se sentaría en el trono. Esa era una de sus restricciones. ¿Podría explicar cómo ella, sin intentarlo, hacía presión en esas restricciones? ¿Cómo era difícil reconciliar su amor hacia ella, largamente exacerbado, con su culpa por haber por fin tomado para sí lo que hacía tanto tiempo que había renunciado a favor de su hermano?
—No eres débil, Dalinar —dijo Navani.
—Lo soy. Pero la debilidad puede imitar la fuerza si se controla adecuadamente, igual que la cobardía puede imitar el heroísmo si no hay sitio adonde huir.
—Pero no hay nada en el libro de Gavilar que nos prohíba. Es solo la tradición lo que…
—Parece mal —dijo Dalinar—. Pero, por favor, no te preocupes: ya me preocupo yo bastante por ambos. Encontraré un modo de hacer que esto funcione: solo pido tu comprensión. Llevará tiempo. Cuando muestro frustración, no es contigo, sino con la situación.
—Supongo que puedo aceptar eso. Suponiendo que puedas vivir con los rumores. Ya están empezando.
—No serán los primeros rumores que me asolen —dijo él—. Estoy empezando a preocuparme menos por ellos y más por Elhokar. ¿Cómo se lo explicaremos?
—Dudo que se dé cuenta —respondió Navani, haciendo una leve mueca y continuando su paseo. Él la siguió—. Está obsesionado con los parshendi y, de vez en cuando, con la idea de que alguien en el campamento intenta asesinarlo.
—Esto podría empeorar las cosas. Podría interpretar varias conspiraciones en el hecho de que los dos tengamos una relación.
—Bueno, él…
Los cuernos empezaron a sonar abajo con fuerza. Dalinar y Navani se detuvieron a escuchar e identificar la llamada.
—Padre Tormenta —dijo Dalinar—. Han visto un abismoide en la Torre misma. Es una de las mesetas que Sadeas ha estado vigilando —Dalinar sintió un arrebato de emoción—. Los altos príncipes han fracasado siempre a la hora de tratar de conseguir una gema corazón allí. Si él y yo podemos lograrlo juntos será una gran victoria.
Navani parecía preocupada.
—Tienes razón respecto a él, Dalinar. Lo necesitamos para nuestra causa. Pero mantenlo a raya.
—Deséame el favor de los vientos.
Extendió las manos hacia ella pero se detuvo. ¿Qué iba a hacer? ¿Abrazarla aquí, en público? Eso dispararía los rumores como un fuego en un charco de aceite. No estaba preparado para eso todavía. En cambio, le hizo una reverencia y corrió a responder a la llamada y recoger su armadura esquirlada.
Había recorrido ya medio sendero cuando se detuvo a considerar las palabras que había empleado Navani. Había dicho «lo necesitamos» para «nuestra causa».
¿Cuál era su causa? Dudaba que Navani tampoco lo supiera. Pero ya había empezado a pensar en ellos como un esfuerzo conjunto.
Y, se dio cuenta ahora, él también.
Los cuernos llamaban, un sonido hermoso y puro para indicar la inminencia de la batalla. Causó un frenesí en el aserradero. Habían llegado las órdenes. Había que volver a atacar la Torre, el mismo lugar donde el Puente Cuatro había fracasado, donde Kaladin había causado un desastre.
La más grande de las mesetas. La más apreciada.
Los hombres de los puentes corrían de un lado a otro en busca de sus chalecos. Los carpinteros y aprendices se apartaban de su camino. Matal gritaba órdenes: las carreras era lo único que hacía sin Hashal. Los jefes de puente, mostrando su punto de liderazgo, gritaban a sus cuadrillas que se alinearan.
El viento agitaba el aire, lanzando al cielo astillas de madera y trozos de hierba seca. Los hombres gritaban, las campanas sonaban. Y entre aquel caos avanzó el Puente Cuatro, con Kaladin a la cabeza. A pesar de la urgencia, los soldados se detuvieron, los hombres de los puentes se quedaron boquiabiertos, los carpinteros y aprendices enmudecieron.
Treinta y cinco hombres marchaban ataviados con armaduras de caparazones naranja oscuro, expertamente moldeadas por Leyten para cubrir las pellizas de cuero y los cascos. Habían recortado los guardabrazos y las glebas para completar los petos. Los yelmos estaban construidos a partir de varias piezas distintas, y habían sido adornados, por insistencia de Leyten, con bultos y pinchos, como cuernos diminutos o los bordes de la concha de un cangrejo. Los petos y las guardas estaban también ornamentados, con patrones como dientes, cada uno recordando una hoja serrada. Desorejado Jaks había comprado pintura azul y blanca y había hecho dibujos sobre la armadura naranja.
Cada miembro del Puente Cuatro llevaba un gran escudo de madera recubierto de rojos huesos parshendi. Costillas, en su mayor parte colocadas en espiral y bien sujetas. Algunos habían atado huesos de dedos a los centros para que pudieran sacudirse, y otros habían colocado protuberantes costillas afiladas en los costados de sus yelmos, dándoles el aspecto de colmillos o mandíbulas.
Los curiosos los miraban asombrados. No era la primera vez que veían esta armadura, pero esta sería la primera carga donde cada hombre del Puente Cuatro tendría una. En conjunto, formaban un espectáculo impresionante.
Diez días, con seis cargas, habían permitido a Kaladin y a su equipo perfeccionar su método. Cinco hombres como señuelos con otros cinco delante sujetando escudos y usando solo un brazo para sujetar el puente. Su número había aumentado por los heridos que habían salvado de otras cuadrillas, ahora lo suficientemente fuertes para ayudarlos a cargar.
Hasta ahora, a pesar de las seis cargas, no había habido ni una sola baja. Los otros hombres de los puentes hablaban entre susurros de milagro. Kaladin no sabía nada de eso. Tan solo se aseguraba de llevar consigo en todo momento una bolsa llena de esferas infusas. La mayoría de los arqueros parshendi parecía concentrarse en él. De algún modo, comprendían que era el centro de todo esto.
Llegaron a su puente y formaron, los escudos colocados en varas a los lados esperando el momento de ser utilizados. Cuando alzaron el puente, una espontánea salva de aplausos se alzó de entre las otras cuadrillas.
—Eso es nuevo —dijo Teft, a la izquierda de Kaladin.
—Supongo que por fin se han dado cuenta de lo que somos.
—¿Y qué somos?
Kaladin se cargó el puente sobre los hombros.
—Somos sus campeones. ¡Puente adelante!
Corrieron al trote, dejando atrás el patio, animados por los aplausos.
«Mi padre no está loco», pensó Adolin, lleno de energía y emoción mientras sus armeros le colocaban la armadura esquirlada.
Adolin llevaba varios días reflexionando sobre la revelación de Navani. Se había equivocado por completo. Dalinar Kholin no se estaba debilitando. No se estaba volviendo senil. Dalinar tenía razón, y Adolin estaba equivocado. Después de mucho analizar su alma, Adolin había tomado una decisión.
Se alegraba de haberse equivocado.
Sonrió, flexionando los dedos de la mano recubierta ya por el guantelete esquirlado, mientras los armeros pasaban al otro lado. No sabía lo que significaban las lecciones, ni cuáles serían las implicaciones de esas visiones. Su padre era una especie de profeta, y daba algo de miedo pensarlo.
Pero, por ahora, era suficiente con que Dalinar no estuviera loco. Era hora de confiar en él. El Padre Tormenta sabía que Dalinar se había ganado ese derecho.
Los armeros terminaron con la armadura esquirlada de Adolin. Mientras se retiraban, Adolin salió a la luz, ajustándose a la fuerza, velocidad y peso combinados de la armadura. Niter y otros cinco miembros de la Guardia de Cobalto llegaron corriendo, uno de ellos con Sangre Segura. Adolin tomó las riendas, pero no montó todavía en el ryshadio, pues quería más tiempo para adaptarse a su armadura.
Pronto llegaron a la zona de reunión. El padre de Adolin, con su armadura esquirlada, hablaba con Teleb. Parecía alzarse sobre ellos mientras señalaba al este. Las compañías de soldados se dirigían ya hacia el filo de las Llanuras.
Adolin caminó hacia su padre, ansioso. No muy lejos divisó una figura que cabalgaba por el extremo oriental de los campamentos. La figura llevaba una brillante armadura roja.
—¿Padre? —preguntó Adolin, señalando—. ¿Qué está haciendo aquí? ¿No debería esperar a que lleguemos a su campamento?
Dalinar alzó la cabeza. Esperó a que un mozo le trajera a Galante, y los dos montaron. Cabalgaron para salir al paso de Sadeas, seguidos por una docena de miembros de la Guardia de Cobalto. ¿Quería Sadeas cancelar el ataque? ¿Le preocupaba fracasar de nuevo contra la Torre?
Cuando se encontraron, Dalinar frenó a su caballo.
—Deberías ponerte en marcha, Sadeas. La velocidad será importante, si queremos llegar a la meseta antes de que los parshendi cojan la gema corazón y se marchen.
El alto príncipe asintió.
—De acuerdo, en parte. Pero tenemos que hablar primero. ¡Dalinar, es la Torre lo que vamos a atacar! —parecía ansioso.
—Sí, ¿y…?
—¡Condenación, hombre! Fuiste tú quien me dijo que teníamos que encontrar un modo de atrapar una gran número de parshendi en una meseta. La Torre es perfecta. Siempre llevan una gran fuerza allí, y dos lados son inaccesibles.
Adolin asintió.
—Sí —dijo—. Padre, tiene razón. Si podemos encerrarlos y golpear con fuerza…
Los parshendi normalmente huían cuando tenían grandes pérdidas. Era una de las cosas que prolongaban tanto la guerra.
—Podría significar un punto de inflexión en la guerra —dijo Sadeas, los ojos encendidos—. Mis escribanas calculan que no les quedarán más de veinte o treinta mil soldados. Los parshendi enviarán allí diez mil: lo hacen siempre. Pero si pudiéramos acorralarlos y matarlos a todos, casi destruiríamos su capacidad de hacer la guerra en estas Llanuras.
—Funcionará, padre —dijo Adolin, ansioso—. Eso podría ser lo que hemos estado esperando…, lo que has estado esperando. ¡Una forma de darle un vuelco a la guerra, un modo de causar tanto daño a los parshendi que no puedan permitirse seguir luchando!
—Necesitamos soldados, Dalinar —dijo Sadeas—. Montones de ellos. ¿Cuántos hombres podrías reunir, como máximo?
—¿Con tan poca antelación? Ocho mil, tal vez.
—Tendrá que bastar. He conseguido movilizar a unos siete mil. Los llevaremos a todos. Lleva a tus ocho mil a mi campamento, y usaremos todas mis cuadrillas de los puentes y marcharemos juntos. Los parshendi llegarán primero: es inevitable con una meseta tan cercana a su lado. Pero si podemos ser lo bastante rápidos, podremos acorralarlos. ¡Entonces les demostraremos lo que es capaz de hacer un auténtico ejército alezi!
—No arriesgaré vidas con tus puentes, Sadeas —dijo Dalinar—. No sé si puedo estar de acuerdo en un asalto completamente conjunto.
—Bah —respondió Sadeas—. Tengo un nuevo modo de utilizar a los hombres de los puentes, un modo que no requiere tantas vidas. Sus bajas se han reducido casi a la nada.
—¿De verdad? —dijo Dalinar—. ¿Es por esos hombres con armaduras? ¿Qué te ha hecho cambiar?
Sadeas se encogió de hombros.
—Tal vez me están influyendo. De todas formas, tenemos que ponernos en marcha ya. Juntos. Con tantos soldados como tienen, no puedo arriesgarme a enfrentarme a ellos y esperar a que nos alcances. Quiero que vayamos juntos y atacarlos de modo tan conjunto como nos sea posible. Si sigues preocupado por los hombres de los puentes, puedo atacar primero y ganar una posición, y luego tú cruzas sin arriesgar la vida de los hombres.
Dalinar pareció pensativo.
«Vamos, padre —pensó Adolin—, llevas tiempo esperando una oportunidad de golpear con fuerza a los parshendi. ¡Es esta!».
—Muy bien —dijo Dalinar—. Adolin, envía mensajeros para movilizar las divisiones de la Cuarta a la Octava. Prepara a los hombres para la marcha. Pongamos fin a esta guerra.