Rysn bajó vacilante de la primera carreta de la caravana. Sus pies cayeron sobre el suave terreno irregular, que cedió un poco bajo su peso. Eso la hizo estremecerse, sobre todo porque la hierba, demasiado alta, no se movía como debiera. Rysn golpeó con el pie varias veces. La hierba ni siquiera tembló.
—No se va a mover —dijo Vstim—. Aquí la hierba no se comporta como en los demás sitios. Sin duda lo habrás oído.
El hombre ya maduro estaba sentado bajo el brillante toldo amarillo de la primera carreta. Apoyaba un brazo en el raíl lateral, sujetando un puñado de libros con la otra mano. Una de sus largas cejas blancas estaba recogida detrás de su oreja y dejaba la otra caer a un lado de su cara. Vestía una tiesa túnica almidonada, roja y azul, y un sombrero cónico de punta achatada. Era la ropa clásica de los mercaderes de Thaylen: varias décadas pasada de moda, pero todavía distinguida.
—He oído hablar de la hierba —le dijo Rysn—. Pero sigue siendo muy extraña.
Echó a andar en círculos alrededor de la carreta. Sí, había oído hablar de la hierba aquí en Shinovar, pero daba por hecho que solo estaría en letargo, que la gente decía que no desaparecía porque se movía muy despacio.
Pero no, no era eso. No se movía en absoluto. ¿Cómo sobrevivía? ¿No deberían de habérsela comido los animales? Sacudió asombrada la cabeza y contempló la llanura. La hierba la cubría por completo. Las hojas estaban todas unidas y no se podía ver el suelo. Qué feo era.
—El terreno es esponjoso —dijo, volviendo al punto de partida de su caminata—. No solo por la hierba.
—Hmm —dijo Vstim, todavía trabajando en sus libros—. Sí. Se llama suelo.
—Parece como si fuera a hundirme hasta las rodillas. ¿Cómo soportan los shin vivir aquí?
—Son un pueblo interesante. ¿No deberías estar emplazando el aparato?
Rysn suspiró, pero se dirigió a la parte trasera de la carreta. Las otras carretas de la caravana, seis en total, se detenían y formaban un círculo suelto. Bajó la portezuela y sacó a duras penas un trípode casi tan alto como ella. Se lo cargó a un hombro y marchó hasta el centro del círculo de hierba.
Iba mejor vestida que su babsk: llevaba las ropas más modernas para una joven de su edad: un chaleco de seda azul oscuro sobre una camisa de manga larga verde claro con puños recios. Su falda hasta los tobillos, también verde, era recta y formal, utilitaria en el corte pero bordada a la moda.
Llevaba un guante verde en la mano izquierda. Cubrirse la mano segura era una tradición tonta, solo el resultado del dominio cultural vorin. Pero era mejor guardar las apariencias. Muchos de los thayleños más tradicionales (incluyendo, por desgracia, a su babsk) seguían considerando escandaloso que una mujer fuera por ahí con su mano segura descubierta.
Emplazó el trípode. Habían pasado cinco meses desde que Vstim se convirtió en su babsk y Rysn en su aprendiz. Había sido bueno con ella. No todos los babsk lo eran: por tradición, era más que solo su maestro. Era su padre, legalmente, hasta que la declarara preparada para convertirse en mercader por su cuenta.
Rysn deseaba no tener que pasarse tanto tiempo viajando a sitios tan extraños. Él tenía reputación de ser un gran mercader, y ella había asumido que los grandes mercaderes eran los que visitaban ciudades y puertos exóticos. No los que viajaban a prados vacíos en países perdidos.
Emplazado el trípode, regresó al carromato para recoger el fabrial. La parte trasera del carromato formaba un espacio con gruesos lados y techo para ofrecer protección contra las altas tormentas. Incluso las más débiles podían ser peligrosas en el oeste, al menos hasta que se atravesaban los pasos y se llegaba a Shinovar.
Corrió de vuelta al trípode con la caja del fabrial. Deslizó la tapa de madera y sacó el gran berilio del interior. La gema amarillo claro, de al menos tres centímetros de diámetro, estaba sujeta por un armazón de metal. Brillaba suavemente, no tanto como cabría esperar de una gema tan grande.
La colocó en el trípode, y luego hizo girar algunos de los diales que tenía debajo, situando el fabrial de cara a la gente de la caravana. Luego sacó un taburete del carro y se sentó a mirar. Le sorprendía lo que había pagado Vstim por el aparato, uno del nuevo tipo recién inventado, que advertía si se acercaba alguien. ¿Era de verdad tan importante?
Se acomodó, mirando la gema, para ver si se hacía más brillante. La extraña hierba de las tierras shin se ondulaba con el viento, negándose obstinadamente a retirarse, ni siquiera con las ráfagas más fuertes. A lo lejos se alzaban los picos blancos de las Montañas Brumosas que protegían Shinovar. Esas montañas hacían que las altas tormentas se rompieran y dispersaran, haciendo de Shinovar el único sitio de todo Roshar donde las altas tormentas no reinaban.
La llanura que la rodeaba estaba salpicada de extraños árboles de tronco recto con ramas recias y esqueléticas llenas de hojas que no se iban con el viento. Todo el paisaje causaba una extraña impresión, como si estuviera muerto. Nada se movía. Con un sobresalto, Rysn advirtió que no podía ver ningún spren. Ni uno solo. Ningún vientospren, ni vidaspren, nada.
Era como si toda la tierra fuera corta de entendederas. Como un hombre que nace con el cerebro incompleto y no sabe cuándo protegerse y se queda mirando a la pared, babeando. Excavó en el terreno con un dedo, y luego lo alzó para inspeccionar el «suelo», como lo había llamado Vstim. Era materia sucia. Una ráfaga fuerte podía desenraizar todo ese campo y llevarse volando la hierba.
Cerca de las carretas, los sirvientes y guardias descargaban cajas y montaban el campamento. De repente, el berilio empezó a latir con una luz amarilla más brillante.
—¡Maestro! —exclamó Rysn, poniéndose en pie—. Alguien se acerca.
Vstim, que rebuscaba entre las cajas, alzó bruscamente la cabeza. Llamó a Kylrm, jefe de los guardias, y sus seis hombres sacaron sus arcos.
—Allí —señaló uno.
Un grupo de jinetes se acercaba en la distancia. No cabalgaban muy rápido, y conducían varios animales grandes, como gruesas casas, que tiraban de carretas. La gema del fabrial latió con más fuerza a medida que se fueron acercando.
—Sí —dijo Vstim, mirando el fabrial—. Esto nos va a venir muy bien. Tiene buen alcance.
—Pero sabíamos que iban a venir —dijo Rysn, levantándose de su taburete y acercándose a él.
—Esta vez. Pero si nos advierte de bandidos en la oscuridad, compensará una docena de veces su precio. Kylrm, bajad los arcos. Ya sabes cómo se sienten con estas cosas.
Los guardias obedecieron, y el grupo de thayleños esperó. Rysn no paraba de echarse las cejas hacia atrás, nerviosa, aunque no sabía por qué se molestaba. Los recién llegados eran solo shin. Naturalmente, Vstim insistía en que no debía considerarlos salvajes. Parecía sentir gran respeto hacia ellos.
Mientras se acercaban, se sorprendió por la variedad de su aspecto. Otros shin que había visto llevaban simples túnicas marrones u otras ropas de obreros. Sin embargo, al frente de este grupo venía un hombre vestido con lo que debían de ser los mejores ropajes shin: una brillante capa multicolor que lo envolvía por completo, cerrada por delante. Caía a ambos lados de su caballo, hasta casi llegar al suelo. Solo su cabeza quedaba al descubierto.
Cuatro hombres cabalgaban a su alrededor, vestidos con ropas más discretas. Seguían siendo brillantes, pero no tanto. Llevaban camisas, pantalones y capas pintorescas.
Al menos cuarenta hombres caminaban junto a ellos, llevando túnicas marrones. Otros conducían las tres grandes carretas.
—Vaya —dijo Rysn—. Ha traído un montón de sirvientes.
—¿Sirvientes? —dijo Vstim.
—Los tipos de marrón.
El babsk sonrió.
—Son sus guardias, niña.
—¿Qué? Parecen tan tristes.
—Los shin son un pueblo curioso. Aquí, los guerreros son los más bajos de entre los hombres: es como una vida de esclavos. Los hombres los compran y los venden entre casas por medio de pequeñas piedras que indican posesión, y todo hombre que empuña un arma debe unirse y ser tratado igual. ¿El tipo de la túnica elegante? Es un granjero.
—Un terrateniente, querrás decir.
—No. Por lo que sé, sale cada día (bueno, los días en los que no está supervisando una negociación como esta) y trabaja en los campos. Tratan a todos los granjeros así, los cubren de atenciones y respeto.
Rysn se quedó boquiabierta.
—¡Pero si la mayoría de las aldeas están llenas de granjeros!
—En efecto —dijo Vstim—. Pero aquí son lugares sagrados. Los forasteros no pueden acercarse ni a los campos ni a las aldeas de granjas.
«Qué extraño —pensó ella—, quizá vivir en este lugar les ha afectado la mente».
Kylrm y sus guardias no parecían terriblemente complacidos por hallarse en tan grande inferioridad numérica, pero Vstim no parecía molesto. Cuando los shin se acercaron, se alejó de las carretas sin el menor atisbo de nerviosismo. Rysn corrió tras él, su falda rozando la hierba.
«Qué molestia», pensó. Otro problema porque no se retraía. Si tenía que comprarse un nuevo dobladillo por culpa de esta tonta hierba, iba a enfadarse mucho.
Vstim se reunió con los shin e inclinó la cabeza de forma muy distintiva, las manos hacia el suelo.
—Tan balo ken tala —dijo. Rysn no sabía qué significaba.
El hombre de la capa, el granjero, asintió respetuosamente, y uno de los jinetes desmontó y avanzó.
—Que los Vientos de la Fortuna te guíen, amigo mío —hablaba muy bien thayleño—. El que suma está feliz por tu llegada a salvo.
—Gracias, Thresh-hijo-Esan —dijo Vstim—. Y mi agradecimiento al que suma.
—¿Qué nos has traído de extrañas tierras, amigo? ¿Más metal, espero?
Vstim hizo una señal y algunos de los guardias trajeron una pesada caja. La colocaron en el suelo y abrieron la tapa, revelando su peculiar contenido. Piezas de metal, la mayoría en forma de concha, aunque algunos tenían forma de leña. A Rysn le parecía basura que, por algún motivo inexplicable, había sido moldeada en metal.
—Ah —dijo Thresh, agachándose para inspeccionar la caja—. ¡Maravilloso!
—No hay nada extraído de minas —dijo Vstim—. No se rompió ni fundió ninguna roca para conseguir este metal, Thresh. Fue moldeado a partir de conchas, corteza o ramas. Tengo un documento sellado por cinco notarios thayleños distintos que lo atestiguan.
—No tienes por qué hacer una cosa así. Te ganaste nuestra confianza en estos asuntos hace mucho tiempo.
—Prefiero hacer las cosas bien —dijo Vstim—. Un mercader descuidado con los contratos es un mercader que acaba con enemigos en vez de amigos.
Thresh se levantó y dio tres palmadas. Los hombres de marrón se acercaron a la parte trasera de un carro y desenvolvieron unas cajas.
—Los otros que nos visitan —advirtió Thresh, acercándose al carro— parece que solo se interesan por los caballos. Todo el mundo quiere comprar caballos. Pero tú nunca, amigo mío. ¿Por qué?
—Es demasiado difícil cuidarlos —contestó Vstim, caminando con Thresh—. Y a menudo la inversión deja poco beneficio, por valiosos que sean.
—¿Pero con esto no? —dijo Thresh, alzando una de las livianas cajas. Dentro había algo vivo.
—En absoluto. Las gallinas consiguen un buen precio, y son fáciles de cuidar, siempre que se tenga para darles de comer.
—Os hemos traído muchas —dijo Thresh—. No puedo creer que nos las compres. No valen tanto como pensáis los extranjeros. ¡Y nos das metal a cambio! Metal que no tiene manchas de rocas rotas. Un milagro.
Vstim se encogió de hombros.
—Esos pedazos prácticamente carecen de valor de donde yo vengo. Los hacen los fervorosos que practican con los moldeadores de almas. No pueden hacer comida, porque si les sale mal, es venenosa. Así que convierten la basura en metal y lo tiran.
—¡Pero se puede forjar!
—¿Por qué forjar el metal cuando puedes tallar un objeto de madera con la forma precisa que quieres y luego moldeado?
Thresh sacudió la cabeza, divertido. Rysn observaba, confundida también. Era el intercambio comercial más extraño que había visto jamás. Normalmente, Vstim discutía y regateaba como un aplastador. ¡Pero aquí revelaba claramente que su mercancía no valía nada!
De hecho, a medida que avanzaba la conversación, los dos se dedicaron a explicarse con detalle lo poco valiosos que eran sus artículos. Al final llegaron a un acuerdo (aunque Rysn no pudo comprender cómo) y se estrecharon la mano. Algunos de los soldados de Thresh empezaron a descargar las cajas de gallinas, ropa y exóticas comidas resecas. Otros empezaron a llevarse las cajas de trozos de metal.
—No pudiste conseguirme un soldado ¿no? —preguntó Vstim mientras esperaban.
—Me temo que no se pueden vender a los extranjeros.
—Pero me vendiste uno…
—¡Han pasado casi siete años! —rio Thresh—. ¡Y todavía preguntas!
—No sabes lo que conseguí por él. ¡Y me lo diste prácticamente por nada!
—Era un Sinverdad —dijo Thresh, encogiéndose de hombros—. No valía nada. Me obligaste a canjearlo a la fuerza, aunque he de confesar que tuve que tirar tu pago al río. No podía aceptar dinero por un Sinverdad.
—Bueno, supongo que no puedo enfadarme por eso —dijo Vstim, frotándose la barbilla—. Pero si alguna vez tienes otro, házmelo saber. El mejor sirviente que he tenido. Todavía lamento haberlo cambiado.
—Lo recordaré, amigo mío —contestó Thresh—. Pero no creo que sea posible que tengamos otro como él —pareció distraído—. De hecho, espero que nunca lo hagamos…
Cuando terminaron de intercambiar los artículos, se estrecharon de nuevo la mano y luego Vstim inclinó la cabeza ante el granjero. Rysn intentó remedar lo que hacía y se ganó una sonrisa de Thresh y de varios de sus acompañantes, que hicieron comentarios entre susurros en su lengua shin.
Un viaje tan largo y aburrido para un intercambio tan breve. Pero Vstim tenía razón: esas gallinas valdrían buenas esferas en el este.
—¿Qué has aprendido? —le preguntó Vstim mientras regresaban al carro principal.
—Que los shin son raros.
—No —dijo Vstim, aunque sin severidad. Nunca parecía severo—. Simplemente son distintos, niña. La gente rara es la que actúa de forma errática. Thresh y los suyos son cualquier cosa menos erráticos. Puede que incluso sean demasiado estables. El mundo cambia, pero los shin parecen decididos a seguir igual. He intentado ofrecerles fabriales, pero los consideran sin valor. O impíos. O demasiado sagrados para utilizarlos.
—Son cosas diferentes, maestro.
—Sí. Pero con los shin a menudo es difícil distinguir unas de otras. Bien, ¿qué aprendiste de verdad?
—Que se muestran humildes como los herdazianos se muestran fanfarrones. Los dos os habéis tomado todo tipo de molestias para demostrar lo poco que valían vuestras mercancías. Me pareció extraño, pero creo que tal vez sea la forma en que regatean.
Él sonrió de oreja a oreja.
—Y ya eres más sabia que la mitad de los hombres que he traído aquí. Escucha. Aquí tienes tu lección. Nunca intentes engañar a los shin. Sé sincera, diles la verdad y —si acaso— rebaja el valor de tus artículos. Te amarán por eso. Y te pagarán por eso también.
Ella asintió. Llegaron al carro, y Vstim sacó una extraña maceta.
—Toma —dijo—. Usa un cuchillo para cortar un poco de esa hierba. Asegúrate de cortar hondo y de conseguir un buena porción de suelo. Las plantas no pueden vivir sin él.
—¿Y para qué? —preguntó ella, arrugando la nariz y cogiendo la maceta.
—Porque vas a aprender a cuidar esa planta. Quiero que la conserves hasta que dejes de considerarla extraña.
—¿Pero por qué?
—Porque te hará mejor mercader.
Ella frunció el ceño. ¿Tenía que comportarse de forma tan rara tantas veces? Tal vez por eso era uno de los pocos thayleños que podían hacer tratos con los shin. Era tan raro como ellos.
Se alejó para hacer lo que le había pedido. No tenía sentido quejarse. No obstante, se puso primero un par de guantes, y se subió las mangas. No iba a estropear un bonito vestido por una planta de hierba imbécil y babeante que mira a la pared. Y eso fue todo.