CINCO AÑOS Y MEDIO ANTES

Kaladin apartó a la sollozante Laral y entró en la sala de operaciones. Incluso después de años de trabajar con su padre, la cantidad de sangre de la habitación le pareció sorprendente. Era como si alguien hubiera arrojado un cubo de brillante pintura roja.

El olor de la carne quemada flotaba en el aire. Lirin trabajaba frenéticamente en el brillante señor Rillir, el hijo de Roshone. Una cosa de aspecto maligno, como un cuerno, salía del abdomen del joven, y su pierna derecha estaba aplastada. Colgaba solo por unos pocos tendones, y astillas de hueso asomaban como juncos de las aguas de un estanque. El brillante señor Roshone en persona estaba en la mesa de al lado, gimiendo, los ojos apretados mientras se sujetaba la pierna, que estaba atravesada por otra de las lanzas de hueso. La sangre manaba de su vendaje improvisado, se desparramaba por el lado de la mesa y caía al suelo para mezclarse con la de su hijo.

Kaladin se quedó en la puerta, boquiabierto. Laral continuó gritando. Se agarró al marco de la puerta mientras varios de los guardias de Roshone intentaban llevársela. Sus gemidos eran frenéticos.

—¡Haz algo! ¡Esfuérzate más! ¡No puede! ¡Estaba donde sucedió…, y no me importa y me soltó! —Las incomprensibles frases se convirtieron en chillidos. Los guardias se la llevaron por fin.

—¡Kaladin! —exclamó su padre—. ¡Te necesito!

Estremeciéndose, Kaladin entró en la habitación, se frotó las manos y luego cogió las vendas del armario. Pisó sangre. Vio un atisbo de la cara de Rillir: parte de la piel del lado derecho de la cara había sido arrancada. El párpado había desaparecido, el ojo derecho tenía un tajo delante, era como la piel de una uva prensada para hacer vino.

Kaladin corrió con los vendajes junto a su padre. Su madre apareció en la puerta un momento después, seguida de Tien. Se llevó una mano a la boca y apartó a Tien. El muchacho se tambaleó, mareado. Ella regresó un instante más tarde, sin él.

—¡Agua, Kaladin! —gritó Lirin—. Hesina, trae más. ¡Rápido!

Su madre corrió a ayudar, aunque apenas auxiliaba en el quirófano ya. Sus manos temblaban cuando cogió uno de los cubos y salió al exterior. Kaladin cogió el otro cubo, que estaba lleno, y se lo llevó a su padre mientras Lirin sacaba el hueso del vientre del joven ojos claros. El ojo que le quedaba a Rillir aleteó, la cabeza le temblaba.

—¿Qué es eso? —preguntó Kaladin, presionando el vendaje contra la herida mientras su padre apartaba a un lado el extraño objeto.

—Un colmillo de espinablanca. Agua.

Kaladin cogió una esponja, la metió en el cubo y la usó para echar agua en la herida de Rillir. Eso despejó la sangre, permitiendo que Lirin le echara un vistazo a los daños. Sondeó con los dedos mientras Kaladin preparaba aguja e hilo. Ya había un torniquete en la pierna. La amputación completa vendría más tarde. Lirin vaciló, los dedos dentro del agujero abierto en el vientre de Rillir. Kaladin miró a su padre, preocupado.

Lirin retiró los dedos y se acercó al brillante señor Roshone.

—Vendas, Kaladin —dijo, cortante.

Kaladin corrió, pero echó una mirada a Rillir por encima del hombro. El joven ojos claros, antaño guapo, volvió a temblar entre espasmos.

—Padre…

—¡Vendas! —dijo Lirin.

—¿Qué estás haciendo, cirujano? —gritó Roshone—. ¿Qué hay de mi hijo? —los dolorspren se congregaban a su alrededor.

—Tu hijo está muerto —dijo Lirin, sacando el colmillo de la pierna de Roshone.

El ojos claros gritó de dolor, aunque Kaladin no pudo saber si era por el colmillo o por su hijo. Roshone apretó los dientes mientras Kaladin presionaba la venda contra su pierna. Lirin metió las manos en el cubo de agua y las secó rápidamente con savia de matopomo para espantar a los putrispren.

—Mi hijo no está muerto —gruñó Roshone—. ¡Puedo verlo moverse! Atiéndelo, cirujano.

—Kaladin, tráeme el aturdeagua —ordenó Lirin, preparando la aguja para coser.

Kaladin corrió al fondo de la habitación, pisoteando la sangre, y abrió el armario. Sacó un frasquito de líquido claro.

—¿Qué estás haciendo? —gritó Roshone, tratando de incorporarse—. ¡Atiende a mi hijo! ¡Todopoderoso, atiéndelo!

Kaladin se volvió vacilante, deteniéndose mientras vertía aturdeagua sobre una venda. Rillin tenía espasmos cada vez más violentos.

—Trabajo bajo tres directrices, Roshone —dijo Lirin, obligando al ojos claros a tenderse en la mesa—. Las directrices que sigue todo cirujano cuando tiene que elegir entre dos pacientes. Si las heridas son iguales, trata al más joven primero.

—¡Entonces atiende a mi hijo!

—Si las heridas no son igualmente amenazantes —continuó Lirin—, trata primero al que esté peor.

—¡Es lo que te estoy diciendo!

—La tercera directriz las supera a ambas, Roshone —dijo Lirin, inclinándose—. Un cirujano debe saber cuando alguien está más allá de su capacidad de ayuda. Lo siento, Roshone. Lo salvaría si pudiera, te lo prometo. Pero no puedo.

—¡No! —dijo Roshone, debatiéndose de nuevo.

—¡Kaladin! ¡Rápido!

Kaladin se acercó. Presionó la venda de aturdeagua contra la barbilla y la boca de Roshone, justo debajo de la nariz, obligando al ojos claros a inhalar los vapores. Kaladin contuvo la respiración, conforme a la instrucción recibida.

Roshone gritó y chilló, pero los dos lo contuvieron, estaba débil por la pérdida de sangre. Pronto sus gritos se volvieron más suaves. En pocos segundos, farfullaba y sonreía para sí. Lirin se dedicó a la pierna herida mientras Kaladin se disponía a tirar la venda con aturdeagua.

—No. Adminístrasela a Rillir. —Su padre no levantó la cabeza de su trabajo—. Es la única merced que podemos darle.

Kaladin asintió y usó la venda con el joven herido. La respiración de Rillir se hizo menos frenética, aunque no parecía lo bastante consciente para advertir los efectos. Luego Kaladin echó al brasero la venda con el aturdeagua. La venda blanca e hinchada se arrugó y agostó en el fuego, desprendiendo vapor mientras los bordes estallaban en llamas. Kaladin regresó con la esponja y lavó la herida de Roshone mientras Lirin la sondeaba. Había unos cuantas esquirlas de colmillo atrapadas en el interior, y Lirin murmuro para sí y sacó sus tenazas y un cuchillo afilado.

—Condenación se los lleve a todos —dijo Lirin, sacando la primera lasca de colmillo. Tras ellos, Rillir se quedó quieto—. ¿No les basta enviar a la mitad de nosotros a la guerra? ¿Tienen que buscar la muerte incluso cuando viven en una aldea tranquila? Roshone nunca debería haber salido a buscar al tormentoso espinablanca.

—¿Lo fue a buscar?

—Lo fueron a cazar —escupió Lirin—. Wistiow y yo solíamos bromear sobre los ojos claros como ellos. Si no puedes matar hombres, matas bestias. Bueno, esto es lo que te encontraste, Roshone.

—Padre —dijo Kaladin en voz baja—. No estará feliz contigo cuando despierte.

El brillante señor tarareaba en voz baja, tendido, los ojos cerrados.

Lirin no respondió. Sacó otro fragmento de colmillo, y Kaladin lavó la herida. Su padre presionó con los dedos el lado del gran tajo, inspeccionándolo.

Había una lasca más de colmillo que sobresalía de un músculo dentro de la herida. Justo al lado de ese músculo latía la arteria femoral, la más grande de la pierna. Lirin introdujo el cuchillo y cortó con cuidado alrededor de la lasca de colmillo. Entonces se detuvo un instante, el filo de su hoja a milímetros de la arteria.

«Si la cortara…». —pensó Kaladin. Roshone moriría en cuestión de minutos. Solo estaba vivo ahora mismo porque el colmillo no había alcanzado la arteria.

La mano de Lirin, normalmente firme, tembló. Entonces miró a Kaladin. Retiró el cuchillo sin tocar la arteria, y luego introdujo las tenazas para sacar la lasca. La arrojó a un lado, y luego echó mano tranquilamente de aguja e hilo.

Tras ellos, Rillir había dejado de respirar.

Esa noche, Kaladin estaba sentado en los escalones de su casa, las manos en el regazo. Roshone había sido conducido a su mansión para que sus sirvientes personales lo atendieran. El cadáver de su hijo se enfriaba en la cripta, y habían enviado a un mensajero para solicitar un moldeador de almas para el cuerpo.

En el horizonte, el sol era rojo como la sangre. Allá donde Kaladin miraba, el mundo era rojo.

La puerta de la sala de operaciones se cerró, y su padre, con aspecto tan agotado como el propio Kaladin, salió. Se sentó junto a él, suspirando, y miró al sol. ¿Le parecía también sangre?

No hablaron mientras el sol se hundía lentamente ante ellos ¿Por qué era más colorido cuando estaba a punto de desaparecer en la noche? ¿Estaba enfadado por ser arrastrado bajo el horizonte? ¿O era un mentiroso y actuaba antes de retirarse?

¿Por qué la parte más colorida de los cuerpos de la gente, el brillo de su sangre, quedaba oculta bajo su piel y no se dejaba ver a menos que algo fuera mal?

«No —pensó Kaladin—. La sangre no es la parte más colorida del cuerpo. Los ojos también pueden ser coloridos». La sangre y los ojos. Representaciones ambas de tu herencia. Y de tu nobleza.

—He visto el interior de un hombre hoy —dijo Kaladin por fin.

—No es la primera vez —contestó Lirin—, y no será la última. Me siento orgulloso de ti. Esperaba encontrarte aquí llorando, como sueles hacer cuando perdemos un paciente. Estás aprendiendo.

—Cuando digo que he visto el interior de un hombre, no me refiero a las heridas.

Lirin tardó un instante en responder.

—Comprendo.

—Lo habrías dejado morir si yo no hubiera estado allí, ¿verdad?

Silencio.

—¿Por qué no lo hiciste? ¡Habría resuelto tantas cosas!

—No habría sido dejarlo morir. Habría sido asesinarlo.

—Podrías haberlo dejado desangrar, y decir luego que no pudiste salvarlo. Nadie te habría cuestionado. Podrías haberlo hecho.

—No —dijo Lirin, mirando la puesta de sol—. No, no podría.

—¿Pero por qué?

—Porque no soy un asesino, hijo.

Kaladin frunció el ceño.

Lirin tenía una expresión distante en los ojos.

—Alguien tiene que empezar. Alguien tiene que dar un paso al frente y hacer lo que es justo, porque es justo. Si nadie empieza, los demás no pueden seguirlo. Los ojos claros hacen todo lo posible por matarse, y por matarnos. Los otros aún no han traído de vuelta a Alds y Milp. Roshone los dejó allí.

Alds y Milp, dos hombres del pueblo, habían ido a la cacería pero no habían regresado con el grupo que trajo a los dos ojos claros heridos. Roshone estaba tan preocupado por Rillir que los abandonó para poder viajar rápido.

—A los ojos claros no les preocupa la vida —dijo Lirin—. Así que debo hacerlo yo. Es otro motivo por el que no pude dejarlo morir, aunque tú no hubieras estado delante. Mirarte me dio fuerzas.

—Ojalá no hubiera sido así —dijo Kaladin.

—No debes decir esas cosas.

—¿Por qué no?

—Porque no, hijo. Tenemos que ser mejores que ellos. —Suspiró y se puso en pie—. Deberías dormir. Puede que te necesite cuando los demás regresen con Alds y Milp.

Eso no era probable: los dos hombres del pueblo estarían ya muertos. Se decía que sus heridas eran graves. Además, los espinasblancas seguían allí. Lirin entró, pero no obligó a Kaladin a seguirlo.

«¿Lo habría dejado morir yo? —se preguntó el muchacho—. ¿Habría usado ese cuchillo para acelerar su partida?». Roshone no había sido más que una molestia desde su llegada ¿pero justificaba eso matarlo?

No. Cortar aquella arteria no habría tenido justificación. ¿Pero qué obligación tenía Kaladin de ayudar? Moderar su ayuda no era lo mismo que matar. No lo era.

Kaladin lo revisó de una docena de formas distintas, reflexionando sobre las palabras de su padre. Lo que descubrió le sorprendió. Sinceramente, habría dejado morir a Roshone en la mesa. Habría sido lo mejor para su familia. Habría sido lo mejor para el pueblo entero.

El padre de Kaladin se rio una vez del deseo de su hijo de ir a la guerra. De hecho, ahora que Kaladin había decidido ser cirujano en sus propios términos, sus pensamientos y acciones de sus primeros años le parecían infantiles. Pero Lirin consideraba a su hijo incapaz de matar. «Apenas puedes pisar un cremlino sin sentirte culpable, hijo. Clavarle tu lanza a un hombre no sería tan fácil como crees».

Pero su padre se equivocaba. Fue una revelación sorprendente, aterradora. No se trataba de ensoñaciones o fantasías sobre la gloria de la batalla. Esto era real.

En ese momento, Kaladin supo que podía matar, si era necesario. Algunas personas, con un dedo infectado o una pierna aplastada sin posibilidad de sanación, tenían que ser eliminadas.

El camino de los reyes
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