CINCO AÑOS ANTES
Kaladin odiaba el Llanto. Marcaba el final del año viejo y el principio de uno nuevo, cuatro semanas seguidas de lluvia en una incesante cascada de desagradables gotas. Nunca furiosa, nunca apasionada como una alta tormenta. Lenta, firme. Como la sangre de un año moribundo que diera sus últimos pasos temblorosos hacia el túmulo. Mientras otras estaciones iban y venían de manera impredecible, el Llanto nunca dejaba de regresar puntual, en el mismo momento cada año. Desgraciadamente.
Kaladin estaba tendido en el tejado inclinado de su casa en Piedralar. Tenía al lado un pequeño cubo de brea, cubierto por una tapa de madera. Estaba casi vacío ahora que había terminado de reparar el tejado. El Llanto era una época terrible para esa tarea, pero era también cuando la insistencia de una gotera podía ser más irritante. Volverían a repararla cuando terminara, pero de momento no tendrían que sufrir el continuo goteo sobre la mesa del comedor durante las próximas semanas.
Estaba tumbado de espaldas, mirando el cielo. Tal vez debería de haber bajado y entrado en la casa, pero ya estaba empapado de todas formas. Así que se quedó. Mirando, pensando.
Otro ejército pasaba por el pueblo. Uno de los muchos de estos días: venían a menudo durante el Llanto para avituallarse y dirigirse a nuevos campos de batalla. Roshone había hecho un raro acto de presencia para darle la bienvenida al caudillo: el alto mariscal Amaram en persona, al parecer un primo lejano, además de jefe de la defensa alezi en la zona. Era uno de los soldados más reputados que todavía estaban en Alezkar; la mayoría había partido hacia las Llanuras Quebradas.
Las pequeñas gotas de lluvia cubrían a Kaladin. A mucha gente les gustaban estas semanas: no había altas tormentas, excepto una justo en el centro. Para la gente del pueblo, era un momento apetecible para atender las granjas y relajarse. Pero Kaladin anhelaba el sol y el viento. Echaba de menos las altas tormentas, con su furia y su vitalidad. Estos días eran deprimentes, y le resultaba difícil hacer nada productivo. Como si la falta de tormentas lo dejara sin fuerzas.
Pocas personas habían visto a Roshone desde aquella aciaga cacería de espinasblancas y la muerte de su hijo. Se ocultaba en su mansión, cada vez más recluido. La gente de Piedralar se comportaba con cuidado, como si esperara que explotase de un momento a otro y volviera su ira hacia ellos. Eso a Kaladin no le preocupaba. Una tormenta, fuera por una persona o por el cielo, era algo a lo que se podía reaccionar. Pero este ahogo, este lento y aburrido vivir… Era mucho, mucho peor.
—¿Kaladin? —llamó la voz de Tien—. ¿Sigues ahí arriba?
—Sí —respondió él, sin moverse. Las nubes eran tan aburridas durante el Llanto. ¿Podía haber algo con menos vida que ese miserable gris?
Tien rodeó el edificio, donde el tejado caía hasta tocar el suelo. Tenía las manos en los bolsillos de su largo impermeable y un sombrero de ala ancha en la cabeza. Ambos parecían demasiado grandes para él, pero la ropa siempre parecía demasiado grande para Tien. Incluso cuando le quedaba bien.
El hermano de Kaladin subió al tejado y se acercó a él, luego se tumbó y miró al cielo. Otra persona podría haber intentado animar a Kaladin, y habría fracasado. Pero de algún modo Tien sabía qué era lo que había que hacer. Por el momento, estar callado.
—Te gusta la lluvia, ¿no? —le preguntó por fin Kaladin.
—Sí —respondió Tien. Naturalmente, a Tien le gustaba casi todo—. Aunque es difícil mirar al cielo con un tiempo como este. No dejo de parpadear.
Por algún motivo, eso hizo sonreír a Kaladin.
—Te he hecho una cosa en el taller —dijo Tien.
Los padres de Kaladin estaban preocupados: Ral, el carpintero, había aceptado a Tien, aunque en realidad no parecía necesitar otro aprendiz, y estaba insatisfecho con el trabajo del muchacho. Se quejaba de que Tien se distraía con facilidad.
Kaladin se sentó mientras su hermano se sacaba algo del bolsillo. Era un caballito de madera, intrincadamente tallado.
—No te preocupes por el agua —dijo, tendiéndolo—. Ya lo he barnizado.
—Tien —dijo Kaladin, sorprendido—. Es precioso.
Los detalles eran sorprendentes: los ojos, los cascos, las líneas de la cola. Era igualito que los majestuosos animales que tiraban del carruaje de Roshone.
—¿Se lo has enseñado a Ral?
—Dijo que era bueno —respondió Tien, sonriendo bajo su enorme sombrero—. Pero me dijo que debería haber estado haciendo una silla. Me metí en un lío.
—¿Pero cómo…? ¡Quiero decir, Tien, tiene que darse cuenta de que esto es sorprendente!
—Oh, no sé —dijo Tien, sin dejar de sonreír—. Es solo un caballo. Al maestro Ral le gustan las cosas que pueden utilizarse. Cosas para sentarse, o donde poner la ropa. Pero creo que podré hacer una buena silla mañana, algo que lo satisfaga.
Kaladin miró a su hermano, con su rostro inocente y su naturaleza afable. No había perdido ni una cosa ni la otra, aunque ya era un adolescente. «¿Cómo es que puedes sonreír siempre? —pensó—, hace un día terrible, tu maestro te trata como si fueras crem, y tu familia está siendo estrangulada lentamente por el consistor. Y sin embargo sonríes. ¿Cómo, Tien?».
«¿Y por qué consigues que yo también quiera sonreír?».
—Padre gastó anoche otra de las esferas, Tien —le dijo. Cada vez que su padre se veía obligado a hacerlo, parecía más pálido, menos alto. Las esferas estaban opacas ahora, sin luz. No se podía infundir esferas durante el Llanto. Todas se apagaban, tarde o temprano.
—Hay muchas más —dijo Tien.
—Roshone intenta agotarnos. Poco a poco, nos ahoga.
—No es tan malo como parece, Kaladin —dijo su hermano, tocándole el brazo—. Las cosas nunca son tan malas como parecen. Ya lo verás.
Muchas objeciones se alzaron en su mente, pero la sonrisa de Tien acabó con todas. Allí, en medio de la parte del año más terrible, Kaladin sintió durante un momento como si hubiera visto el sol. Podía jurar que sentía que las cosas se volvían más brillantes a su alrededor, la tormenta se retiraba un poco, el cielo se iluminaba.
Su madre rodeó el edificio. Los miró, divertida por encontrarlos a los dos sentados en el tejado, bajo la lluvia. Subió a la parte inferior. Un grupito de haspers se aferraban allí a la piedra: las pequeñas criaturas de dos conchas proliferaban durante el Llanto. Parecían crecer de la nada, igual que sus primos los diminutos caracoles, dispersos por toda la piedra.
—¿De qué estáis hablando? —preguntó la madre, sentándose con ellos. Hesina rara vez actuaba como las otras madres de la ciudad. A veces, eso le molestaba a Kal. ¿No debería de haberlos enviado a la casa o algo así, quejándose de que iban a pillar un resfriado? No, tan solo se sentó con ellos, con su impermeable de cuero marrón.
—Kaladin está preocupado porque padre está gastando las esferas —dijo Tien.
—Oh, yo no me preocuparía por eso —replicó ella—. Te llevaremos a Kharbranth. Serás lo bastante mayor para ir dentro de dos meses.
—Deberíais venir conmigo —dijo Kal—. Y padre también.
—¿Y dejar el pueblo? —dijo Tien, como si nunca hubiera contemplado esa posibilidad—. Pero me gusta estar aquí.
Hesina sonrió.
—¿Qué? —dijo Kaladin.
—La mayoría de los jóvenes de tu edad intentan por todos los medios librarse de sus padres.
—No puedo irme y dejaros aquí. Somos familia.
—Está intentando ahogarnos —dijo Kaladin, mirando a Tien. Hablar con su hermano le había hecho sentirse mucho mejor, pero sus objeciones seguían presentes—. Nadie paga por ser curado, y sé que nadie pagará por tu trabajo. ¿Qué clase de valor recibe padre por esas esferas que gasta? ¿Verduras a diez veces por encima de su precio, grano pasado al doble?
Hesina sonrió.
—Qué observador.
—Padre me enseñó a fijarme en los detalles. Tengo ojos de cirujano.
—Bueno —dijo ella, sus propios ojos chispeando—, ¿se dieron cuenta tus ojos de cirujano de la primera vez que gastamos una de las esferas?
—Claro. Fue el día después del accidente de caza. Padre tuvo que comprar tela nueva para hacer vendas.
—¿Y necesitábamos vendas nuevas?
—Bueno, no. Pero ya sabes cómo es padre. No le gusta cuando los suministros empiezan a reducirse.
—Y por eso gastó una de esas esferas que había atesorado durante meses y meses, enfrentado al consistor por ellas —dijo Hesina.
«Por no mencionar las molestias que se tomó en robarlas en primer lugar —pensó Kaladin—. Pero eso ya lo sabes». Miró a Tien, que contemplaba de nuevo el cielo. Por lo que Kal sabía, su hermano todavía no había descubierto la verdad.
—Así que tu padre resistió tanto tiempo, solo para ceder al final y gastar una esfera en vendas que no necesitaría en meses —dijo Hesina.
En eso tenía razón. ¿Por qué había decidido su padre de pronto…?
—Está haciendo creer a Roshone que está ganando —dijo Kaladin con sorpresa, mirándola.
Hesina sonrió taimadamente.
—Roshone habría encontrado un modo de desquitarse tarde o temprano. No habría sido fácil. Tu padre es un ciudadano importante, y tiene derecho a juicio. Salvó la vida de Roshone, y muchos podrían testificar sobre la gravedad de las heridas de Rillir. Pero Roshone habría encontrado un modo. A menos que considerara que nos ha doblegado.
Kaladin se volvió hacia la mansión. Aunque quedaba oculta por la lluvia, podía distinguir las tiendas del ejército acampado en la explanada de debajo. ¿Cómo sería vivir como soldado, a menudo expuesto a las lluvias y tormentas, a los vientos y las tempestades? En otro tiempo Kaladin se habría sentido intrigado, pero la vida de un lancero no le atraía ya. Su mente estaba llena de diagramas de músculos y listas memorizadas de síntomas y enfermedades.
—Seguiremos gastando las esferas —dijo Hesina—. Una cada pocas semanas. En parte para vivir, aunque mi familia se ha ofrecido a ayudarnos. Más bien para que Roshone siga pensando que nos ha doblegado. Y luego te enviaremos a Kharbranth. Inesperadamente. Te habrás ido, y las esferas estarán a salvo en manos de los fervorosos para que las usen como estipendio durante tus años de estudio.
Kaladin parpadeó al comprender. No estaban perdiendo. Estaban ganando.
—Piénsalo, Kaladin —dijo Tien—. ¡Vivirás en una de las ciudades más grandes del mundo! Será tan emocionante. Serás un hombre culto, como padre. Tendrás escribanas que te lean cualquier libro que quieras.
Kaladin se apartó el pelo mojado de la frente. Tien hacía que pareciera mucho más grandioso de lo que pensaba. Naturalmente, Tien era capaz de hacer que un charco lleno de crem pareciera algo maravilloso.
—Es verdad —dijo su madre, todavía mirando al cielo—. Podrías aprender matemáticas, historia, política, táctica, las ciencias…
—¿No son cosas que aprenden las mujeres? —dijo Kaladin, frunciendo el ceño.
—Las mujeres ojos claros las estudian. Pero también hay eruditos masculinos. Aunque no tantos.
—Todo esto para hacerme cirujano.
—No tienes por qué ser cirujano. Tu vida es tuya, hijo. Si sigues el camino del cirujano, estaremos orgullosos. Pero no sientas que tienes que vivir la vida de tu padre por él. —Miró a Kaladin, parpadeando para apartar el agua de lluvia de sus ojos.
—¿Qué otra cosa podría hacer? —dijo Kaladin, estupefacto.
—Hay muchas profesiones abiertas a los hombres con buena mente y formación. Si quisieras estudiar todas las artes, podrías convertirte en fervoroso. O tal vez en predicetormentas.
Predicetormentas. Extendió por reflejo la mano hacia la plegaria cosida a su manga izquierda, esperando el día en que necesitara quemarla para pedir ayuda.
—Pretenden predecir el futuro.
—No es lo mismo. Ya lo verás. Hay muchas cosas que explorar, muchos lugares a los que podrías ir. El mundo está cambiando. La carta más reciente de mi familia describe fabriales sorprendentes, como plumas que pueden escribir a través de grandes distancias. Puede que no pase mucho tiempo antes de que los hombres aprendan a leer.
—Nunca he querido aprender algo así —dijo Kaladin, sorprendido, mirando a Tien. ¿Era su propia madre la que decía estas cosas? Pero claro, ella siempre había sido así. Libre, de mente y de lengua.
Sin embargo, convertirse en predicetormentas… Estudiaban las altas tormentas, las predecían, sí, pero aprendían de ellas y sus misterios. Estudiaban los mismísimos vientos.
—No. Quiero ser cirujano. Como mi padre.
Hesina sonrió.
—Si esa es tu elección, entonces, como te decía, estaremos orgullosos de ti. Pero tu padre y yo solo queremos que sepas que puedes elegir.
Permanecieron allí sentados un rato, dejando que la lluvia los empapara. Kaladin siguió escrutando aquellas nubes grises, preguntándose qué era lo que Tien encontraba tan interesante en ellas. Poco después oyeron salpicar abajo, y la cara de Lirin apareció en el lado de la casa.
—¿Pero qué…? ¿Los tres? ¿Qué estáis haciendo ahí arriba?
—Celebrando —dijo la madre tranquilamente.
—¿Celebrando qué?
—La irregularidad, querido.
Lirin suspiró.
—Querida, puedes ser muy extraña en ocasiones, ¿sabes?
—¿Y no acabo de decirlo?
—Vale. Bueno, bajad. Hay una reunión en la plaza.
Hesina frunció el ceño. Se levantó y bajó la pendiente del tejado. Kaladin miró a Tien, y los dos se incorporaron. Kaladin se metió en el bolsillo el caballo de madera y bajó, cuidando de no resbalar en la roca resbaladiza, los zapatos chirriando. El agua fría le corría por las mejillas cuando llegó al suelo.
Siguieron a Lirin hacia la plaza. El padre de Kaladin parecía preocupado, y caminaba con ese aire deprimido que era habitual en él últimamente. Tal vez era fingido para engañar a Roshone, pero Kaladin sospechaba que había algo de verdad en ello. A su padre no le gustaba tener que renunciar a esas esferas, aunque fuera parte de un truco. Se parecía demasiado a ceder.
Una multitud se congregaba en la plaza del pueblo, todos con paraguas o con capotes.
—¿Qué ocurre, Lirin? —preguntó Hesina, ansiosa.
—Roshone nos va a hablar. Le pidió a Waber que convocara a todo el mundo. Una reunión de todo el pueblo.
—¿Bajo la lluvia? —preguntó Kaladin—. ¿No podría haber esperado al Día de Luz?
Lirin no respondió. La familia siguió caminando en silencio, e incluso Tien se puso serio. Pasaron ante algunos lluviaspren que había en los charcos, brillando con una leve luz azul, con forma de velas derretidas sin llamas. Rara vez aparecían, excepto durante el Llanto. Se decía que eran las almas de las gotas de lluvia, brillantes varas azules que parecían fundirse pero nunca se hacían más pequeñas, con un único ojo en la parte superior.
La gente del pueblo se había reunido ya casi toda y chismorreaba bajo la lluvia cuando la familia de Kaladin llegó. Jost y Naget estaban allí, aunque no lo saludaron: habían pasado años desde que dejaron de ser amigos. Kaladin se estremeció. Sus padres decían que este pueblo era su hogar, y Lirin se negaba a marcharse, pero cada día que pasaba Kaladin se sentía más a disgusto.
«Me marcharé pronto», pensó, ansioso por irse de Piedralar y dejar atrás a esa gente mezquina. Por ir a un lugar donde los ojos claros fueran hombres y mujeres de honor y belleza, dignos del alto puesto que les había concedido el Todopoderoso.
El carruaje de Roshone se aproximó. Había perdido gran parte de su lustre durante sus años en Piedralar, la pintura dorada descascarillada, la madera oscura picoteada por la grava de los caminos. Mientras el carruaje se detenía en la plaza, Waber y sus chicos finalmente levantaron un pequeño palio. La lluvia había arreciado y las gotas golpeaban la tela con un tamborileo hueco.
El aire olía distinto con toda esta gente alrededor. En el tejado era fresco y limpio. Ahora parecía sofocante y húmedo. La puerta del carruaje se abrió. Roshone había ganado más peso, y su traje de ojos claros había sido adaptado para su voluminosa cintura. Usaba una pata de palo en el muñón derecho, oculta por la pernera del pantalón, y su paso era envarado mientras bajaba del carruaje y se colocaba bajo el palio, gruñendo.
Apenas parecía la misma persona con aquella barba y el pelo mojado y grasiento. Pero sus ojos eran los mismos. Más pequeños y brillantes ahora, en contraste con las mejillas más rechonchas, pero todavía maliciosos mientras estudiaba a la multitud. Como si lo hubieran golpeado con una piedra mientras no miraba y ahora estuviera buscando al culpable.
¿Iba Laral en el carruaje? Alguien más se movió en el interior, y bajó, pero resultó ser un hombre delgado con el rostro afeitado y ojos pardos claros. De aspecto digno, llevaba un uniforme militar verde, bien planchado, y una espada en la cadera. ¿El alto mariscal Amaram? Desde luego parecía impresionante, con aquella fuerte figura y el rostro cuadrado. La diferencia entre Roshone y él era sorprendente.
Finalmente, Laral apareció, llevando un vestido verde claro a la antigua moda, con una amplia falda y un corpiño ceñido. Miró la lluvia y esperó a que un lacayo viniera corriendo con un paraguas. Kaladin sintió que su corazón se aceleraba. No habían hablado desde el día que ella lo humilló en la mansión de Roshone. Y sin embargo, estaba preciosa. A medida que iba pasando su adolescencia, se había vuelto más y más hermosa. Algunos podían pensar que el pelo oscuro veteado de rubio extranjero era poco atractivo porque indicaba sangre mestiza, pero para Kaladin era seductor.
Junto a Kaladin, su padre se envaró y maldijo en voz baja.
—¿Qué pasa? —preguntó Tien, esforzándose por ver algo.
—Laral —dijo la madre—. Lleva una plegaria de prometida en la manga.
Kaladin se sobresaltó al ver la tela blanca con su glifopar azul cosido en la manga del vestido. Lo quemaría cuando el compromiso se anunciara formalmente.
Pero…, ¿con quién? ¡Rillir estaba muerto!
—Había oído rumores —dijo el padre de Kaladin—. Parece que Roshone no estaba dispuesto a perder las conexiones que ella ofrece.
—¿Él? —preguntó Kaladin, anonadado. ¿El propio Roshone iba a casarse con ella? La gente de la multitud había empezado a hacer comentarios al advertir la plegaria.
—Los ojos claros se casan continuamente con mujeres mucho más jóvenes —dijo la madre—. Para ellos, los matrimonios sirven a menudo para asegurar lealtad de una casa.
—¿Él? —preguntó Kaladin de nuevo, incrédulo, dando un paso adelante—. Tenemos que impedirlo. Tenemos que…
—Kaladin —dijo su padre bruscamente.
—Pero…
—Es asunto suyo, no nuestro.
Kaladin guardó silencio, sintiendo las gotas de lluvia más grandes golpear su cabeza y las pequeñas pasar de largo como si fueran bruma. El agua inundaba la plaza y se acumulaba en las hondonadas. Cerca de Kaladin brotó un lluviaspren, formándose como surgido del agua. Miró hacia arriba, sin parpadear.
Roshone se apoyó en su bastón y le asintió a Natir, su mayordomo. El hombre iba acompañado por su esposa, una mujer de recio aspecto llamada Alaxia. Natir dio una palmada para acallar a la multitud, y pronto el único sonido fue el de la suave lluvia.
—El brillante señor Amaram —dijo Roshone, asintiendo al ojos claros de uniforme— es alto mariscal delegado de nuestro principado. Es el encargado de defender nuestras fronteras en ausencia del rey y el brillante señor Sadeas.
Kaladin asintió. Todo el mundo conocía a Amaram. Era el militar de más rango de los que habían pasado por Piedralar.
Amaram dio un paso al frente para tomar la palabra.
—Tenéis un bonito pueblo —les dijo a los ojos oscuros allí congregados. Su voz era fuerte y grave—. Gracias por alojarme.
Kaladin frunció el ceño y miró a la gente del pueblo. Parecían tan confusos como él por el tratamiento.
—Normalmente —dijo Amaram—, dejaría esta tarea para uno de mis oficiales subordinados. Pero ya que estaba visitando a mi primo, decidí venir en persona. No es una tarea tan onerosa como para tener que delegarla.
—Discúlpame, brillante señor —dijo Callins, uno de los granjeros—. ¿Pero de qué deber se trata?
—Vaya, el de reclutamiento, buen granjero —dijo Amaram, asintiéndole a Alaxia, que avanzó con una hoja de papel clavada a un tablero—. El rey se llevó a la mayoría de nuestros ejércitos en su misión para cumplir el Pacto de la Venganza. Mis fuerzas necesitan hombres, y se hace necesario reclutar jóvenes en cada pueblo y aldea por los que pasamos. Lo hago con voluntarios siempre que es posible.
La gente del pueblo guardó silencio. Los chicos siempre hablaban de escaparse para unirse al ejército, pero pocos lo hacían de verdad. El deber de Piedralar era proporcionar alimentos.
—Mi lucha no es tan gloriosa como la guerra por la venganza —dijo Amaram—, pero es nuestro sagrado deber defender nuestras tierras. Este servicio será por cuatro años, y al terminarlo recibiréis un bono de guerra igual a una décima parte de vuestro sueldo total. Entonces podréis regresar o reengancharos. Distinguíos y alzaos hasta un rango elevado, y podría significar un aumento de un nahn para vosotros y vuestros hijos. ¿Hay algún voluntario?
—Yo iré —dijo Jost, dando un paso adelante.
—¡Yo también! —añadió Abry.
—¡Jost! —dijo la madre del muchacho, agarrándolo del brazo—. Las cosechas…
—Vuestras cosechas son importantes, mujer oscura —dijo Amaram—, pero no tanto como la defensa de nuestro pueblo. El rey envía riquezas de las Llanuras saqueadas, y las gemas que ha capturado pueden proporcionar alimento para Alezkar en casos de emergencia. Sois bienvenidos, vosotros dos. ¿Alguno más?
Tres muchachos más se ofrecieron, y un hombre mayor: Harl, que había perdido a su esposa por la viruela. Era el hombre a cuya hija no había podido salvar Kaladin después de su caída.
—Excelente —dijo Amaram—. ¿Alguno más?
La gente se quedó callada. Extrañamente. Muchos de los chicos a los que Kaladin había oído hablar de unirse al ejército apartaron la mirada. Kaladin sintió que su corazón se aceleraba, y la pierna le hormigueaba, como instándole a dar un paso al frente.
No. Iba a ser cirujano. Lirin lo miró, y sus ojos marrón oscuro mostraron atisbos de profunda preocupación. Pero como Kaladin no hizo ningún ademán de presentarse, se relajó.
—Muy bien —dijo Amaram, asintiéndole a Roshone—. Necesitaremos tu lista después de todo.
—¿Lista? —preguntó Lirin en voz alta.
Amaram lo miró.
—La necesidad de nuestro ejército es grande, nacido oscuro. Aceptaré primero a los voluntarios, pero el ejército debe reforzarse. Como consistor, mi primo tiene el deber y el honor de decidir a qué hombres enviar.
—Lee los primeros cuatro nombres, Alaxia —dijo Roshone—, y el último.
Alaxia miró su lista y habló con voz seca.
—Agil, hijo de Marf. Caull, hijo de Taleb.
Kaladin miró a Lirin con aprensión.
—No puede llevarte —dijo su padre—. Pertenecemos al segundo nahn y proporcionamos una función esencial al pueblo. Yo, como cirujano, tú como mi único aprendiz. Por ley, estamos exentos del reclutamiento. Roshone lo sabe.
—Habrin, hijo de Arafik —continuó Alaxia—. Jorna, hijo de Loats —hizo una pausa, y entonces alzó la cabeza—. Tien, hijo de Lirin.
El silencio se extendió por la plaza. Incluso la lluvia pareció vacilar durante un instante. Entonces, todos los ojos se volvieron hacia Tien. El muchacho parecía aturdido. Lirin era inmune como cirujano del pueblo, y Kaladin como aprendiz suyo.
Pero Tien no. Era tercer aprendiz de carpintero, no era vital, no era inmune.
Hesina se agarró a Tien con fuerza.
—¡No!
Lirin dio un paso adelante, a la defensiva. Kaladin se quedó anonadado, mirando a Roshone. Al sonriente y satisfecho Roshone.
«Nosotros le quitamos a su hijo —comprendió, mirando aquellos ojillos brillantes—. Esta es su venganza».
—Yo… —dijo Tien—. ¿El ejército?
Por una vez, pareció perder su confianza, su optimismo. Sus ojos se abrieron de par en par, y se puso muy pálido. Se desmayaba al ver la sangre. Odiaba luchar. Era todavía menudo y delgado, pese a su edad.
—Es demasiado joven —declaró Lirin. Los vecinos se apartaron, dejando a la familia sola bajo la lluvia.
Amaram frunció el ceño.
—¡En las ciudades, los jóvenes de ocho y nueve años son enviados a la batalla!
—¡Hijos de ojos claros! —replicó Lirin—. Para ser entrenados como oficiales. ¡No los envían a la batalla!
Amaram frunció aún más profundamente el ceño. Dio un paso y se acercó a la familia bajo la lluvia.
—¿Qué edad tienes, hijo? —le preguntó a Tien.
—Tiene trece años —dijo Lirin.
Amaram lo miró.
—El cirujano. He oído hablar de ti. —Suspiró, mirando a Roshone—. No he tenido tiempo de mediar en la política de tu pueblo, primo. ¿Hay otro chico que pueda valer?
—¡Es mi decisión! —insistió Roshone—. Me lo permiten los dictados de la ley. Envío a aquellos de quienes pueda prescindir el pueblo…, bien, ese chico es el primero del que podemos prescindir.
Lirin dio un paso al frente, los ojos llenos de furia. El alto mariscal Amaram lo cogió por el brazo.
—No hagas algo que puedas lamentar, nacido oscuro. Roshone ha actuado según la ley.
—Te amparaste en la ley, burlándote de mí, cirujano —le dijo Roshone—. Bueno, ahora la ley se vuelve contra ti. ¡Quédate con esas esferas! ¡La expresión de tu cara en este momento vale el precio de cada una de ellas!
—Yo… —repitió Tien. Kaladin nunca había visto a su hermano tan aterrado.
Se sintió impotente. Los ojos de toda la multitud estaban fijos en Lirin, allí de pie con el brazo sujeto por el general ojos claros, mirando fijamente a Roshone.
—Haré que el chico sea mensajero durante un año o dos —prometió Amaram—. No participará en el combate. Es lo mejor que puedo hacer. Todo el mundo es necesario hoy en día.
Lirin, abatido, bajó la cabeza. Roshone se echó a reír y le señaló el carruaje a Laral. La muchacha no miró a Kaladin mientras volvía a subir al vehículo. Roshone la siguió, y aunque todavía se estaba riendo, su expresión se había vuelto dura. Sin vida. Como las nubes grises del cielo. Había cumplido su venganza, pero su hijo seguía muerto y él continuaba apartado en Piedralar.
Amaram miró a la multitud.
—Los reclutas pueden traer dos mudas de ropa y hasta diez kilos de otras pertenencias. Se pesarán. Presentaos ante el ejército dentro de dos horas y preguntad por el sargento Hav. —Dio media vuelta y siguió a Roshone.
Tien se le quedó mirando, pálido como un edificio encalado. Kaladin pudo ver su terror por tener que abandonar a la familia. Su hermano, el que siempre le hacía sonreír cuando llovía. Era físicamente doloroso verlo tan asustado. No estaba bien. Tien debería sonreír. Así era él.
Palpó el caballo de madera en su bolsillo. Tien siempre le había proporcionado alivio en el dolor. De repente, se le ocurrió que había algo que podía hacer a cambio. «Es hora de dejar de esconderme en la habitación cuando otro alza el globo de luz —pensó—. Es hora de ser un hombre».
—¡Brillante señor Amaram! —gritó.
El general vaciló, el pie en el escalón del carruaje. Miró por encima del hombro.
—Quiero ocupar el lugar de Tien —dijo Kaladin.
—¡No está permitido! —dijo Roshone desde dentro del vehículo—. La ley dice que yo puedo elegir.
Amaram asintió, sombrío.
—¿Y si me llevas a mí también? —dijo Kaladin—. ¿Puedo ofrecerme voluntario?
De esa forma, al menos, Tien no estaría solo.
—¡Kaladin! —dijo Hesina, agarrándolo por un brazo.
—Está permitido —dijo Amaram—. No devolveré a ningún soldado, hijo. Si quieres enrolarte, eres bienvenido.
—Kaladin, no —dijo Lirin—. Los dos, no. No…
Kaladin miró a Tien, que tenía la cara húmeda bajo su sombrero de ala ancha. Negó con la cabeza, pero sus ojos parecían esperanzados.
—Me ofrezco voluntario —dijo Kaladin, volviéndose hacia Amaram—. Iré.
—Entonces tienes dos horas —dijo Amaram, subiendo al carruaje—. Las mismas condiciones de equipaje que los demás.
La puerta del carruaje se cerró, pero no antes de que Kaladin pudiera ver un atisbo de un Roshone aún más satisfecho. Entre sacudidas, el vehículo se puso en marcha, salpicando una cortina de agua del techo.
—¿Por qué? —preguntó Lirin, volviéndose hacia Kaladin, la voz entrecortada—. ¿Por qué me has hecho esto? ¡Después de todos nuestros planes!
Kaladin se volvió hacia Tien. El muchacho lo cogió del brazo.
—Gracias —susurró—. Gracias, Kaladin. Gracias.
—Os he perdido a ambos —dijo Lirin roncamente—. ¡Tormentas! A ambos.
Estaba llorando. La madre de Kaladin lloraba también. Agarró de nuevo a Tien.
—¡Padre! —dijo Kaladin, volviéndose, sorprendido ante lo confiado que se sentía.
Lirin se detuvo, de pie bajo la lluvia, un pie en un charco donde los lluviaspren se arremolinaban. Se alejaron de él como babosas verticales.
—Dentro de cuatro años, lo traeré sano y salvo a casa —dijo Kaladin—. Prometo por las tormentas y el décimo nombre del mismísimo Todopoderoso. Lo traeré de vuelta.
«Prometo…».