Szeth-hijo-hijo-Vallano, Sinverdad de Shinovar, caminaba con la espalda inclinada, llevando un saco de grano del barco a los muelles de Kharbranth. La Ciudad de las Campanas olía a fresca mañana oceánica, pacífica pero entusiasmada, y los pescadores llamaban a voces a sus amigos mientras preparaban sus redes.

Szeth se reunió con los otros porteadores, cargando con su saco por las serpenteantes calles. Tal vez otro mercader podría haber utilizado un carro de chulls, pero Kharbranth era tristemente célebre por sus multitudes y sus calles empinadas. Una fila de porteadores era una opción eficaz.

Szeth mantuvo la mirada gacha. En parte para imitar el aspecto de un trabajador. En parte para protegerse del sol, el sol de los cielos, que lo miraba y veía su vergüenza. Szeth no debería de haber salido durante el día. Tendría que haber escondido su terrible rostro.

Sentía que cada uno de sus pasos dejaba una huella de sangre. Las masacres que había cometido estos meses, trabajando para su amo oculto… Podía oír gritar a los muertos cada vez que cerraba los ojos. Rechinaban contra su alma disolviéndola, acosándolo, consumiéndolo.

Tantos muertos. Tantísimos muertos.

¿Se estaba volviendo loco? Cada vez que cometía un asesinato, le echaba la culpa a las víctimas. Las maldecía por no ser lo bastante fuertes para defenderse y matarlo a él.

Durante cada una de sus matanzas, vestía de blanco, tal como le habían ordenado.

«Un pie delante del otro. No pienses. No te concentres en lo que has hecho. En lo que… vas a hacer».

Había llegado al último nombre de la lista: Taravangian, el rey de Kharbranth. Un monarca amado, conocido por construir y mantener hospitales en su ciudad. Era sabido hasta en la lejana Azir que si estabas enfermo, Taravangian te aceptaba. Ven a Kharbranth a que te curen. El rey los amaba a todos.

Y Szeth iba a matarlo.

En lo alto de la empinada ciudad, Szeth cargó su saco hasta la parte trasera del palacio y entró, junto con los otros porteadores, en un oscuro pasillo de piedra. Taravangian era un hombre de mente simple. Eso debería haber hecho que Szeth se sintiera más culpable, pero descubrió que estaba lleno de repulsa. Taravangian no sería lo bastante listo para estar preparado para él. Necio. Idiota. ¿Es que nunca se enfrentaría a un enemigo lo suficientemente fuerte como para matarlo?

Szeth había llegado a la ciudad temprano y había encontrado trabajo como porteador. Tenía necesidad de investigar y estudiar, pues las instrucciones le ordenaban (por una vez) no matar a nadie más al cometer este asesinato. La muerte de Taravangian tenía que hacerse sin alboroto.

¿Por qué la diferencia? Las instrucciones decían que tenía que entregar un mensaje. «Los otros han muerto. He venido a terminar el trabajo». Las instrucciones eran explícitas: asegurarse de que Taravangian las oía y reconocía las palabras antes de hacerle daño.

Esto parecía un asunto de venganza. Alguien había enviado a Szeth a cazar y destruir a todos los hombres que lo habían desairado. Soltó su saco en la despensa del palacio. Se dio la vuelta automáticamente, siguiendo la fila de porteadores que arrastraban los pies por el pasillo. Indicó con la cabeza el excusado de los criados, y el maestro de porteadores le dio permiso para que continuara. Szeth había hecho esta misma operación de descarga en varias ocasiones, y podía confiarse en que hiciera sus necesidades y los alcanzara.

El excusado no olía ni la mitad de mal de lo que esperaba. Era una habitación oscura, tallada en la caverna subterránea, pero una vela ardía junto a un hombre que estaba de pie en el canal donde se orinaba. Saludó a Szeth con la cabeza, subiéndose la parte delantera de los pantalones y secándose los dedos en los lados mientras se dirigía a la puerta. Se llevó su vela, pero tuvo el detalle de dejar un pequeño cabo de sobra antes de retirarse.

En cuanto se fue, Szeth se infundó con la luz tormentosa de su bolsa y puso la mano en la puerta, ejecutando un lanzamiento pleno entre esta y el marco, cerrándola. Sacó su hoja esquirlada a continuación. En el palacio, todo estaba construido hacia abajo. Confiando en los mapas que había comprado, se arrodilló y talló un cuadrado de roca del suelo, más ancho en el fondo. Mientras empezaba a deslizarse, Szeth lo infundó con luz tormentosa, ejecutando la mitad de un lanzamiento básico hacia arriba y volviendo ingrávida la roca.

A continuación, se lanzó hacia arriba, de un modo sutil que hizo que pesara solo una décima parte de su peso normal. Saltó sobre la roca, y su peso reducido empujó hacia abajo la roca lentamente. La cabalgó hasta la habitación de abajo. Tres divanes con mullidos cojines violeta flanqueaban las paredes bajo hermosos espejos de plata. El clásico excusado de los ojos claros. Una lámpara ardía con una pequeña llama en el aplique, pero Szeth estaba solo.

La piedra cayó suavemente al suelo, y Szeth saltó de ella. Se quitó las ropas, revelando un atuendo blanco y negro de maestro de sirvientes debajo. Sacó una gorra a juego del bolsillo y se la puso, renunció reacio a su espada, y luego salió al pasillo y cerró la puerta.

Hoy día, apenas pensaba en el hecho de que caminaba sobre piedra. Antaño, habría reverenciado un pasillo de piedra como ese. ¿Fue él ese hombre? ¿Había reverenciado alguna vez algo?

Szeth se apresuró. Tenía poco tiempo. Por fortuna, el rey Taravangian mantenía un horario estricto. Séptima campanada: reflexión privada en su estudio. Szeth podía ver la puerta del estudio ante él, protegida por dos soldados.

Inclinó la cabeza, ocultando sus ojos shin y apresurándose hacia ellos. Uno de los hombres alzó la mano como advertencia, así que Szeth la agarró, la retorció y rompió la muñeca. Le dio un codazo en la cara y lo lanzó contra la pared.

El aturdido compañero del hombre abrió la boca para gritar, pero Szeth le dio una patada en el estómago. Incluso sin hoja esquirlada era peligroso, infuso de luz tormentosa y entrenado en kammar. Agarró al segundo guardia por los pelos y le golpeó la cabeza contra el suelo de roca. Entonces se levantó y abrió la puerta de una patada.

Entró en una sala bien iluminada por una doble fila de lámparas a la izquierda. Estanterías repletas de libros cubrían la pared derecha hasta el techo. Delante había un hombre sentado con las piernas cruzadas en una pequeña alfombra. Miraba por una enorme ventana abierta en la roca, contemplando el océano de más allá.

Szeth avanzó.

—Me han ordenado que te diga que los demás han muerto. He venido a terminar el trabajo.

Alzó las manos, y la hoja esquirlada empezó a formarse.

El rey no se volvió.

Szeth vaciló. Tenía que asegurarse de que el hombre comprendía lo que le había dicho.

—¿Me has oído? —exigió Szeth, avanzando.

—¿Mataste a mis guardias Szeth-hijo-hijo-Vallano? —preguntó el rey tranquilamente.

Szeth se detuvo. Maldijo y dio un paso atrás, alzando la espada en una pose defensiva. ¿Otra trampa?

—Has hecho bien tu trabajo —dijo el rey, sin mirarlo todavía—. Líderes muertos, vidas perdidas. Pánico y caos. ¿Era este tu destino? ¿Te lo preguntas? ¿Encargado por tu pueblo de esa monstruosidad de espada, expulsado y absuelto de cualquier pecado que tus amos requieran de ti?

—No estoy absuelto —dijo Szeth, con cautela—. Es un error común que comenten los que caminan sobre la piedra. Cada vida que quito me pesa y corroe mi alma.

«Las voces…, los gritos…, espíritus de abajo, puedo oírlos aullar…».

—Y sin embargo matas.

—Es mi castigo —dijo Szeth—. Matar, no tener opción, pero cargar de todas formas con los pecados. Soy Sinverdad.

—Sinverdad —musitó el rey—. Yo diría que conoces mucha verdad. Más que tus paisanos, ahora.

Finalmente se volvió a mirarlo, y Szeth vio que se había equivocado con este hombre. El rey Taravangian no era ningún simple. Tenía ojos agudos y un rostro sabio de barba blanca y bigotes que caían como puntas de flecha.

—Has visto lo que la muerte y el asesinato le pueden hacer a un hombre. Podrías decir, Szeth-hijo-hijo-Vallano, que soportas grandes pecados por tu pueblo. Comprendes lo que ellos no pueden. Y por eso tienes la verdad.

Szeth frunció el ceño. Y entonces todo tuvo sentido. Supo lo que iba a pasar a continuación, mientras el rey buscaba en su voluminosa manga y sacaba una pequeña piedra que brillaba a la luz de las dos docenas de lámparas.

—Siempre fuiste él —dijo Szeth—. Mi amo invisible. —El rey colocó la piedra en el suelo entre ellos. La piedra jurada de Szeth—. Pusiste tu propio nombre en la lista.

—Por si te capturaban —dijo Taravangian—. La mejor defensa contra las sospechas es estar en el grupo de las víctimas.

—¿Y si te hubiera matado?

—Las instrucciones eran explícitas. Y, como hemos determinado, eres muy bueno cumpliéndolas. Probablemente no tendría ni que decirlo, pero te ordeno que no me hagas daño. Ahora responde: ¿Mataste a mis guardias?

—No lo sé —dijo Szeth, obligándose a apoyarse en una rodilla y retirar su espada. Habló en voz alta, tratando de ahogar los gritos que creía, con toda seguridad, que debían venir de los aleros superiores de la sala—. Los dejé inconscientes a ambos. Creo que le rompí el cráneo a uno.

Taravangian suspiró. Se levantó y se acercó a la puerta. Szeth miró por encima del hombre para ver al anciano rey inspeccionando a los guardias y atendiendo sus heridas. Taravangian pidió ayuda, y otros guardias vinieron para encargarse de los hombres.

Szeth se sentía preso de una terrible tormenta de emociones. ¿Este hombre amable y contemplativo lo había enviado a matar y asesinar? ¿Él había causado los gritos?

Taravangian regresó.

—¿Por qué? —preguntó Szeth con voz ronca—. ¿Venganza?

—No. —Taravangian parecía muy cansado—. Algunos de esos hombres que mataste eran queridos amigos míos, Szeth-hijo-hijo-Vallano.

—¿Más seguridad? —escupió Szeth—. ¿Para mantenerte a salvo de sospechas?

—En parte. Y en parte porque sus muertes eran necesarias.

—¿Por qué? ¿Para qué pudo servir?

—Estabilidad. Los que mataste se contaban entre los hombres más poderosos e influyentes de Roshar.

—¿Cómo ayuda eso a la estabilidad??

—A veces hay que derribar una estructura para construir otra nueva de murallas más fuertes. —Taravangian se volvió a contemplar el océano—. Y vamos a necesitar murallas fuertes en los años venideros. Muy, muy fuertes.

—Tus palabras son como las cien palomas.

—«Fáciles de soltar, difíciles de mantener» —dijo Taravangian, pronunciando las palabras en shin.

Szeth alzó bruscamente la cabeza. ¿Este hombre hablaba la lengua shin y conocía los proverbios de su pueblo? Era extraño encontrar eso en un caminapiedras. Más extraño aún encontrarlo en un asesino.

—Sí, hablo tu lengua. A veces me pregunto si el Vidahermano mismo te envió a mí.

—Para que yo me manchara de sangre y tú no tuvieras que hacerlo —dijo Szeth—. Sí, parece algo que haría uno de vuestros dioses vorin.

Taravangian no contestó a eso.

—Levántate —dijo por fin.

Szeth obedeció. Siempre obedecería a su amo. Taravangian lo condujo a una puerta situada a un lado del estudio. El anciano descolgó de la pared una lámpara de esfera, iluminando una serpenteante escalera de peldaños profundos y estrechos. La bajaron hasta un rellano. Taravangian abrió otra puerta y entraron en una gran sala que no aparecía en ninguno de los mapas que Szeth había comprado con sobornos. Era larga, con anchas barandillas en los lados, lo que le daba un aspecto de terraza. Todo pintado de blanco.

Estaba llena de camas. Cientos y cientos de camas. Muchas, ocupadas.

Szeth siguió al rey, frunciendo el ceño. ¿Una enorme sala oculta, tallada en la piedra del Cónclave? Gente vestida de blanco caminaba de un lado a otro.

—¿Un hospital? ¿Esperas que considere tus esfuerzos humanitarios una redención a lo que me has ordenado que haga?

—Esto no es ninguna obra humanitaria —dijo Taravangian, avanzando lentamente, la túnica blanca y anaranjada crujiendo. Ante los que pasaba se inclinaban con reverencia. Taravangian condujo a Szeth hasta un grupo de camas, cada una con una persona enferma. Había sanadores atendiéndolos. Haciéndoles algo en los brazos.

Extraían su sangre.

Había una mujer con un tablero de escritura junto a las camas, la pluma en la mano, esperando. ¿Qué?

—No comprendo —dijo Szeth, observando horrorizado cómo los cuatro pacientes palidecían—. Los estáis matando ¿verdad?

—Sí. No necesitamos la sangre: es simplemente un modo de matar lenta y fácilmente.

—¿A todos ellos? ¿A toda la gente de esta sala?

—Tratamos de seleccionar solo los peores casos para trasladarlos aquí, pero una vez que han venido a este lugar, no podemos permitir que se marchen si empiezan a recuperarse. —Se volvió hacia Szeth, los ojos apesadumbrados—. A veces necesitamos más cuerpos de los que los enfermos terminales pueden proporcionar. Y por eso debemos traer a los olvidados y los humildes. A los que nadie echará de menos.

Szeth no podía hablar. No podía dar voz a su horror y repulsión. Delante de él, una de las víctimas, un hombre joven, expiró. Dos de las restantes eran niños. Szeth dio un paso adelante. Tenía que detener esto. Tenía…

—Te calmarás —dijo Taravangian—. Y regresarás a mi lado.

Szeth hizo lo que ordenaba su amo. ¿Qué eran unas cuantas muertes más? Solo otro puñado de gritos para acosarlo. Podía oírlos ahora, llegando de debajo de las camas, de detrás de los muebles.

«O podría matarlo —pensó—. Podría detener esto».

Casi lo hizo. Pero el honor prevaleció, por el momento.

—Verás, Szeth-hijo-hijo-Vallano —dijo Taravangian—. No te envié a hacer mi sangriento trabajo por mí. Lo hago aquí yo mismo. He empuñado personalmente el cuchillo y liberado la sangre de las venas de muchos. Igual que tú, sé que no puedo escapar de mis pecados. Somos iguales. Es uno de los motivos por los que te busqué.

—¿Pero, por qué?

En las camas, un joven moribundo empezó a hablar. Una de las mujeres con las tabletas se adelantó rápidamente y registró las palabras.

—El día era nuestro, pero se lo llevaron —gimió el muchacho—. ¡Padre Tormenta! No podéis tenerlo. El día es nuestro. Vienen, susurrando, y las luces se apagan. ¡Oh, Padre Tormenta!

El muchacho arqueó la espalda, y de pronto se quedó quieto, los ojos muertos.

El rey se volvió hacia Szeth.

—Es mejor que un hombre peque a que un pueblo sea destruido, ¿no te parece, Szeth-hijo-hijo-Vallano?

—Yo…

—No sabemos por qué algunos hablan y otros no —dijo Taravangian—. Pero los moribundos ven algo. Empezó hace siete años, más o menos en la época en que el rey Gavilar investigaba por primera vez las Llanuras Quebradas. —Sus ojos se volvieron distantes—. Está viniendo, y esta gente lo ve. En ese puente entre la vida y el océano infinito de la muerte, ven algo. Sus palabras podrían salvarnos.

—Eres un monstruo.

—Sí. Pero soy el monstruo que salvará a este mundo. —Miró a Szeth—. Tengo un nombre que añadir a tu lista. Esperaba evitarlo, pero los recientes acontecimientos lo han hecho inevitable. No puedo permitir que se haga con el control. Lo socavará todo.

—¿Quién? —preguntó Szeth, preguntándose si había algo que pudiera horrorizarlo más.

—Dalinar Kholin —dijo Taravangian—. Me temo que hay que hacerlo rápido, antes de que pueda unir a los altos príncipes alezi. Irás a las Llanuras Quebradas y acabarás con él. —Vaciló—. Me temo que habrá que hacerlo brutalmente.

—Rara vez he tenido el privilegio de actuar de otra forma —dijo Szeth, cerrando los ojos.

Los gritos lo saludaron.

El camino de los reyes
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