«Me lo han quitado todo. Me enfrento a quien me salvó la vida. Protejo al que mató mis promesas. Alzo mi mano. La tormenta responde».

Tanatanev, 1173, 18 segundos antes de la muerte. Madre de cuatro hijos, ojos oscuros, de sesenta y dos años.

Navani se abrió paso entre los guardias, ignorando sus protestas y las llamadas de sus damas de compañía. Se obligó a conservar la calma. ¡Tenía que conservar la calma! Lo que acababa de oír era solo un rumor. Tenía que serlo.

Por desgracia, cuanto mayor se hacía, peor se le daba mantener la adecuada tranquilidad de una brillante dama. Avivó el paso mientras atravesaba el campamento de Sadeas. Los soldados alzaban las manos para ofrecerle su ayuda o para exigirle que se detuviera. Ella ignoró ambos casos: nunca se atreverían a ponerle un dedo encima. Ser la madre del rey proporcionaba unos cuantos privilegios.

El campamento estaba desordenado y mal trazado. Zonas de mercaderes, putas y obreros que vivían en casuchas construidas a sotavento de los barracones. Goterones de crem endurecido colgaban de la mayoría de los aleros, como rastros de cera vertidos de una mesa. Era un claro contraste con las ordenadas líneas y los limpios edificios del campamento de Dalinar.

«Estará bien —se dijo—, ¡será mejor que esté bien!».

Era indicativo de su inquietud que apenas considerara mentalmente construir un nuevo trazado de calles para Sadeas. Se encaminó directamente a la zona de reunión, y cuando llegó allí encontró un ejército que no parecía haber entrado en batalla. Soldados sin sangre en los uniformes, hombres charlando y riendo, oficiales caminando por las filas y mandando retirarse a los hombres pelotón tras pelotón.

Eso debería haberla aliviado. No parecía un ejército que acabara de sufrir un desastre. En cambio, la hizo sentirse más ansiosa.

Sadeas, con su armadura esquirlada roja e ilesa, hablaba con un grupo de oficiales a la sombra de un toldo cercano. Ella se dirigió al toldo, pero aquí un puñado de guardias consiguieron cerrarle el paso, formando hombro con hombro mientras uno iba a informar a Sadeas de su llegada.

Navani cruzó los brazos, impaciente. Tal vez debería haber venido en palanquín, como habían sugerido sus camareras. Varias de ellas, con aspecto inquieto, llegaban ahora a la zona de reunión. Un palanquín sería más rápido a la larga, explicaron, ya que permitiría que enviaran mensajeros para que Sadeas pudiera recibirla.

Antaño, Navani obedecía ese tipo de protocolos. Podía recordar cuando era joven y jugaba con experiencia, encontrando formas de manipular al sistema. ¿Qué le había deparado eso? Un marido muerto a quien nunca había amado y una posición «privilegiada» en la corte que era igual que ser sacada a pastar.

¿Qué haría Sadeas si empezaba a gritar? ¿La madre del mismísimo rey, aullando como un sabueso-hacha a quien hubieran retorcido las orejas? Lo consideró mientras el soldado esperaba el momento para anunciarla ante Sadeas.

Con el rabillo del ojo, advirtió a un joven de uniforme azul que llegaba a la zona de reunión, acompañado por una pequeña guardia de honor compuesta por tres hombres. Era Renarin, quien por una vez tenía una expresión diferente a la tranquila curiosidad tan habitual en él. Con los ojos desencajados y frenético, corrió hacia Navani.

—Mashala —suplicó en voz baja—. Por favor. ¿Qué has oído?

—El ejército de Sadeas regresó sin el de tu padre —dijo Navani—. Se habla de derrota, aunque no parece que estos hombres hayan sufrido ninguna. —Miró a Sadeas, pensando seriamente en montar un numerito. Por fortuna, él habló por fin con el soldado y lo envió de vuelta.

—Puedes acercarte, brillante —dijo el hombre, inclinándose.

—Ya era hora —gruñó Navani, y lo hizo a un lado y pasó bajo el toldo. Renarin la siguió, vacilante.

—Brillante Navani —dijo Sadeas, las manos a la espalda, impresionante con su armadura carmesí—. Esperaba llevarte la noticia en el palacio de tu hijo. Supongo que un desastre como este es demasiado grande para contenerlo. Te expreso mis condolencias por la pérdida de tu hermano.

Renarin contuvo un jadeo de sorpresa.

Navani se controló, cruzando los brazos y tratando de silenciar los gritos de negación y dolor que asomaban en el fondo de su mente. Esto era un patrón. A menudo veía patrones en las cosas. En este caso, el patrón era que nunca podía poseer durante mucho tiempo nada de valor. Siempre se lo arrebataban cuando empezaba a parecer prometedor.

«Tranquila», se ordenó.

—Explícate —le dijo a Sadeas, mirándolo a los ojos. Había practicado esa mirada durante décadas, y le satisfizo ver que lo incomodaba.

—Lo siento, brillante —repitió Sadeas, tartamudeando—. Los parshendi superaron al ejército de tu hermano. Fue una locura trabajar juntos. Nuestro cambio de táctica fue tan amenazador para los salvajes que trajeron a esta batalla todos los soldados que pudieron, y nos rodearon.

—¿Y por eso dejaste a Dalinar?

—Luchamos con fuerza por alcanzarlo, pero los números eran simplemente abrumadores. ¡Tuvimos que retirarnos para no condenarnos también! Yo habría continuado luchando, de no ser porque vi con mis propios ojos caer a tu hermano aplastado por los martillos de los parshendi. —Hizo una mueca—. Empezaron a llevarse trozos de armadura esquirlada como trofeo. Bárbaros monstruosos.

Navani sintió frío. Aturdimiento. ¿Cómo podía suceder esto? Después de que por fin (por fin) hiciera que aquel hombre testarudo la viera como mujer, en vez de como hermana. Y ahora…

Y ahora…

Apretó los dientes para no echarse a llorar.

—No lo creo.

—Comprendo que la noticia es dura —Sadeas le indicó a un auxiliar que le trajera una silla—. Ojalá no me hubiera visto obligado a comunicártela. Dalinar y yo… bueno, lo conozco desde hace muchos años, y aunque no siempre compartimos el mismo punto de vista, lo consideraba un aliado. Y un amigo. —Maldijo en voz baja, mirando al este—. Pagarán por esto. Me encargaré de que paguen.

Parecía tan sincero que Navani dudó. El pobre Renarin, pálido y con los ojos muy abiertos, estaba aturdido y era incapaz de hablar. Cuando llegó la silla, Navani la rechazó, así que Renarin la ocupó, ganándose de Sadeas una mirada de desaprobación. Renarin se sujetó la cabeza con las manos y miró al suelo. Estaba temblando.

«Ahora es alto príncipe», advirtió Navani.

No. «No». Solo era alto príncipe si aceptaba la idea de que Dalinar estaba muerto. Y no lo estaba. No podía estarlo.

«Sadeas tenía todos los puentes», pensó, mirando hacia el aserradero.

Navani salió al sol de la tarde, sintiendo su calor en la piel. Se dirigió a sus camareras.

—Pincel —le dijo Malak, que llevaba una mochila con sus pertenencias—. El más grueso. Y mi tinta de quemar.

La mujer, bajita y regordeta, abrió la mochila y sacó un largo pincel con un puñado de cerdas en el extremo, ancho como el pulgar de un hombre. Navani lo cogió. Luego hizo lo mismo con la tinta.

A su alrededor, los guardias se quedaron mirando mientras ella cogía la pluma y la mojaba en la tinta de color sangre. Se arrodilló, y empezó a pintar en el suelo de piedra.

El arte era creación. Esa era su alma, su esencia. Creación y orden. Cogías algo desorganizado (una mancha de tinta, una página vacía) y construías algo a partir de ello. Algo de la nada. El alma de la creación.

Sintió lágrimas en sus mejillas mientras pintaba. Dalinar no tenía esposa ni hijas: no tenía nadie que rezara por él. Y por eso Navani pintó una plegaria en las piedras mismas, y envió a sus ayudantes a por más tinta. Aumentó el tamaño del glifo mientras lo ampliaba por los bordes, haciéndolo enorme, extendiendo la tinta sobre las pardas rocas.

Los soldados se congregaron alrededor, Sadeas salió de debajo del toldo, y la vio pintar, de espaldas al sol mientras ella se arrastraba por el suelo y furiosamente mojaba su pincel en los frascos de tinta. ¿Qué era una plegaria, sino creación? Hacer algo donde no existía nada. Crear un deseo de la desesperación, una súplica de la angustia. Inclinar la espalda ante el Todopoderoso, y formar humildad del orgullo vacío de una vida humana.

Algo de la nada. Auténtica creación.

Sus lágrimas se mezclaron con la tinta. Agotó cuatro frascos. Se arrastró, la mano segura en el suelo, pintando las piedras y manchándose las mejillas de tinta al secarse las lágrimas. Cuando acabó por fin, quedó arrodillada ante un glifo de veinte pasos de largo, como estampado en sangre. La tinta húmeda reflejaba la luz del sol, y ella la encendió con una vela: la tinta estaba hecha para arder húmeda o seca. Las llamas se extendieron por toda la plegaria, matándola y enviando su alma al Todopoderoso.

Inclinó la cabeza ante la plegaria. Era un solo carácter, pero complejo. Thath. Justicia.

Los hombres la observaban en silencio, como temiendo estropear su solemne deseo. Una fría brisa empezó a soplar, agitando las banderas y las capas. La plegaria se apagó, pero no importaba. No pretendía que ardiera mucho.

—¡Brillante señor Sadeas! —llamó una voz ansiosa.

Navani alzó la cabeza. Los soldados dejaron paso a un mensajero de verde que corrió hacia Sadeas y se puso a hablar, pero el alto príncipe agarró al hombre por los hombros con la fuerza de su armadura esquirlada e hizo un gesto a sus guardias para que crearan un perímetro. Llevó al mensajero bajo el toldo.

Navani continuó arrodillada junto a su plegaria. Las llamas dejaron en el suelo una cicatriz negra con la forma del glifo. Alguien se acercó a ella. Renarin. Hincó una rodilla en tierra y apoyó una mano en su hombro.

—Gracias, Mashala.

Ella asintió y se puso en pie, la mano libre todavía húmeda de lágrimas, pero entornó los ojos y miró hacia donde estaba Sadeas, cuya expresión era ominosa, el rostro enrojecido, los ojos dilatados por la ira.

Navani dio media vuelta y se abrió paso entre el grupo de soldados, acercándose al borde de la zona de reunión. Renarin y algunos de los oficiales de Sadeas se unieron a ella y contemplaron las Llanuras Quebradas.

Y allí vieron una fila de hombres que se arrastraba renqueando hacia los campamentos, guiados por un hombre a caballo con armadura gris pizarra.

Dalinar cabalgaba a Galante a la cabeza de dos mil seiscientos cincuenta y tres hombres. Era todo lo que quedaba de su fuerza de asalto de ocho mil.

El lago trayecto a través de las mesetas le había dado tiempo para pensar. Por dentro, todavía era una tempestad de emociones. Flexionaba la mano izquierda mientras cabalgaba: ahora estaba envuelta en un guantelete pintado de azul que le había prestado Adolin. El guantelete de Dalinar tardaría días en volver a crecer. Más, si los parshendi intentaban desarrollar una armadura completa a partir del que había dejado. Fracasarían, mientras los armeros de Dalinar suministraran luz tormentosa a su armadura. El guantelete abandonado se degradaría y convertiría en polvo, y uno nuevo crecería para Dalinar.

Por ahora, llevaba el de Adolin. Habían recogido todas las gemas infusas entre los dos mil seiscientos hombres y usaron esa luz tormentosa para recargar y reforzar su armadura. Todavía estaba marcada por las grietas. Sanar tanto daño como había sufrido tardaría días, pero la armadura era de nuevo adecuada para luchar, si llegaban a eso.

Necesitaba asegurarse de que no fuera así. Pretendía enfrentarse a Sadeas, y quería estar acorazado cuando lo hiciera. De hecho, quería llegar en tromba al campamento de Sadeas y declararle la guerra formal a su «viejo amigo». Quizás invocar su espada y matarlo.

Pero no lo haría. Sus soldados estaban demasiado débiles, su posición demasiado delicada. Una guerra formal lo destruiría a él y al reino. Tenía que hacer otra cosa. Algo que protegiera el reino. Ya llegaría la venganza. Con el tiempo. Alezkar era lo primero.

Bajó el puño con el guantelete azul, sujetando las riendas de Galante. Adolin galopaba a poca distancia. Habían reparado su armadura también, aunque ahora le faltaba un guantelete. Al principio, Dalinar había rechazado el guantelete de su hijo, pero había cedido a la lógica. Si uno tenía que apañárselas sin él, debería ser el más joven de los dos. Dentro de la armadura esquirlada sus diferencias de edad no importaban, pero, por fuera, Adolin era un joven de veintipocos años y Dalinar era un hombre maduro de más de cincuenta.

Seguía sin saber qué pensar de sus visiones, y su aparente fallo al decirle que confiara en Sadeas. Abordaría eso más tarde. Un paso cada vez.

—Elthal —llamó. El oficial de más alto rango que había sobrevivido al desastre, un hombre ágil de rostro distinguido y fino bigote, llevaba el brazo en cabestrillo. Había sido uno de los que habían defendido la brecha junto a Dalinar durante la última parte de la batalla.

—¿Sí, brillante señor? —preguntó Elthal, corriendo hacia Dalinar. Todos los caballos excepto los dos ryshadios cargaban con heridos.

—Lleva a los heridos a mi campamento. Luego dile a Tweleb que ponga todo el campamento en alerta. Moviliza a las compañías restantes.

—Sí, brillante señor —dijo el hombre, saludando—. Brillante señor, ¿para qué les digo que se preparen?

—Para cualquier cosa. Pero esperemos que para nada.

—Comprendo, brillante señor —dijo Elthal, y se marchó a cumplimentar las órdenes.

Dalinar hizo volver grupas a Galante para acercarse al grupo de hombres del puente, que seguían todavía a su sombrío líder, un hombre llamado Kaladin. Habían dejado su puente en cuanto llegaron a los puentes permanentes. Sadeas podía mandarlo traer más tarde.

Los hombres se detuvieron al verlo acercarse, con aspecto de estar tan cansados como él mismo. Se colocaron en una formación sutilmente hostil. Se aferraron a sus lanzas, como si estuvieran convencidos de que iba a intentar quitárselas. Lo habían salvado, pero estaba claro que no se fiaban de él.

—Voy a enviar a mis heridos de vuelta a mi campamento —dijo Dalinar—. Deberíais ir con ellos.

—¿Vas a hablar con Sadeas? —preguntó Kaladin.

—He de hacerlo. —«Tengo que saber por qué hizo lo que hizo»—. Compraré vuestra libertad cuando lo haga.

—Entonces me quedo contigo —dijo Kaladin.

—Yo también —intervino un hombre con rostro de halcón a un lado. Pronto todos los hombres del puente exigieron quedarse.

Kaladin se volvió hacia ellos.

—Debería enviaros de vuelta.

—¿Qué? —preguntó un hombre mayor de barba corta y gris—. ¿Tú puedes arriesgarte, pero nosotros no? Tenemos hombres en el campamento de Sadeas. Tenemos que sacarlos de allí. Como mínimo, tenemos que permanecer juntos. Terminar con esto.

Los demás asintieron. Una vez más, Dalinar se sorprendió por su disciplina. Cada vez estaba más convencido de que Sadeas no tenía nada que ver con eso. Era este hombre quien los lideraba. Aunque sus ojos eran marrones, se comportaba como un brillante señor.

Bueno, si no querían irse, no podía obligarlos. Continuó cabalgando, y pronto casi un millar de soldados de Dalinar se separaron y marcharon al sur, hacia su campamento. Los demás continuaron hacia el campamento de Sadeas. A medida que se acercaban, Dalinar advirtió un pequeño grupo reunido en el último abismo. Dos figuras en concreto destacaban al frente. Renarin y Navani.

—¿Qué están haciendo en el campamento de Sadeas? —preguntó Adolin, sonriendo a pesar de la fatiga, mientras se acercaba a lomos de Sangre Segura.

—No lo sé —respondió Dalinar—. Pero el Padre Tormenta los bendiga por haber venido.

Al ver sus rostros agradecidos, empezó a sentir, por fin, que había sobrevivido al día.

Galante cruzó el último puente. Renarin estaba allí esperando, y Dalinar se regocijó.

Por una vez, el muchacho mostraba auténtica alegría. Dalinar desmontó y abrazó a su hijo.

—¡Padre, estás vivo! —dijo Renarin.

Adolin se echó a reír y desmontó también, la armadura resonando. Renarin se libró del abrazo y agarró a Adolin por el hombro, golpeando levemente la armadura con la otra mano y sonriendo ampliamente. Dalinar sonrió también, y se volvió a mirar a Navani. Ella estaba allí de pie con las manos unidas, levantando una ceja. Su rostro, extrañamente, tenía unas cuantas manchas de pintura roja.

—Ni siquiera te has preocupado ¿no? —le dijo.

—¿Preocuparme? —preguntó ella. Lo miró a los ojos y, por primera vez, él advirtió que estaban enrojecidos—. Estaba aterrada.

Y entonces Dalinar se encontró envolviéndola en un abrazo. Tuvo que tener cuidado porque llevaba puesta la armadura esquirlada, pero pudo sentir la seda de su vestido, y el yelmo que le faltaba le permitió oler el dulce aroma floral de su jabón perfumado. La abrazó con toda la fuerza de la que fue capaz de atreverse, inclinó la cabeza y hundió la nariz en su cabello.

—Hmm —advirtió ella cálidamente—, parece que me has echado de menos. Los demás están mirando. Hablarán.

—No me importa.

—Hmmm. Parece que me has echado mucho de menos.

—En el campo de batalla —rezongó él—, pensé que iba a morir. Y me di cuenta de que estaba bien. —Ella echó la cabeza atrás, confundida—. He pasado demasiado tiempo preocupándome por lo que piensa la gente, Navani. Cuando creí que había llegado mi hora, me di cuenta de que todas mis preocupaciones habían sido en vano. A final, me resigné por cómo había vivido mi vida.

La miró, y luego mentalmente soltó su guantelete derecho, dejando que cayera al suelo con un tañido. Extendió la mano encallecida y la cogió por la barbilla.

—Solo tenía dos pesares. Uno por ti, y otro por Renarin.

—¿Entonces estás diciendo que puedes morir, y no pasa nada?

—No —dijo él—. Lo que estoy diciendo es que me enfrenté a la eternidad, y vi la paz allí. Eso cambiará mi forma de vivir.

—¿Sin toda la culpa?

Él vaciló.

—Tratándose de mí, dudo que desaparezca por completo. El final era paz, pero vivir…, eso es una tempestad. Con todo, ahora veo las cosas de forma distinta. Es hora de dejarme manipular por mentirosos. —Alzó la cabeza hacia el risco, donde se reunían más soldados de verde—. Sigo pensando en una de las visiones, la última —dijo en voz baja—, donde conocí a Nohadon. Rechazó mi sugerencia de que escribiera su sabiduría. Hay algo más. Algo que necesito aprender.

—¿Qué? —preguntó Navani.

—No lo sé todavía. Pero estoy a punto de descubrirlo. —La atrajo de nuevo, la mano en la nuca, palpando su pelo. Deseó que la armadura desapareciera, para que el metal no la separara de ella.

Pero todavía no había llegado el momento para eso. Reacio, la soltó y se volvió a un lado, donde Adolin y Renarin los miraban incómodos. Sus soldados observaban al ejército de Sadeas, que se congregaba en el risco.

«No puedo dejar que esto acabe en un baño de sangre. Pero tampoco voy a volver a mi campamento sin enfrentarme a él», pensó Dalinar, agachándose y poniendo la mano sobre el guantelete caído. Las correas se tensaron, conectando con el resto de la armadura. Al menos, tenía que saber el propósito de la traición. Todo iba bien hasta entonces.

Además, estaba el asunto de su promesa a los hombres del puente. Dalinar subió la pendiente, la capa azul manchada de sangre ondeando tras él. Adolin lo acompañó a un lado, Navani al otro. Renarin los siguió. Los mil seiscientos soldados restantes marcharon también.

—Padre… —dijo Adolin, mirando a las tropas hostiles.

—No invoques tu espada. Esto no llegará a las manos.

—Sadeas os abandonó, ¿verdad? —preguntó Navani en voz baja, los ojos encendidos de furia.

—No solo nos abandonó —escupió Adolin—. Nos tendió una trampa y luego nos traicionó.

—Sobrevivimos —dijo Dalinar con firmeza. El camino ante ellos se despejaba. Sabía lo que tenía que hacer—. No nos atacará aquí, pero puede intentar provocarnos. Mantén tu espada en la bruma, Adolin, y no dejes que nuestros soldados cometan ningún error.

Los soldados de verde les abrieron paso, reacios, blandiendo sus lanzas. Hostiles. A un lado, Kaladin y sus hombres del puente caminaban cerca de la línea frontal de las fuerzas de Dalinar.

Adolin no invocó su espada, aunque miró con desprecio a los soldados de Sadeas que los rodeaban. Los hombres de Dalinar no podían sentirse cómodos viéndose rodeados por enemigos de nuevo, pero lo siguieron hasta la zona de reunión. Sadeas se había adelantado. El traicionero alto príncipe esperaba cruzado de brazos, todavía con su armadura esquirlada, el pelo negro rizado aleteando con la brisa. Alguien había quemado un enorme glifo thath en las piedras, y Sadeas ocupaba el centro.

Justicia. Había algo magníficamente apropiado en que Sadeas estuviera allí de pie, pisoteando la justicia.

—¡Dalinar, viejo amigo! —exclamó—. Parece que sobreestimé las probabilidades en tu contra. Pido disculpas por retirarme cuando aún corrías peligro, pero la seguridad de mis hombres era lo primero. Estoy seguro de que comprendes.

Dalinar se detuvo a corta distancia de Sadeas. Los dos se miraron el uno al otro, los ejércitos tensos. Una fría brisa agitó el toldo que había detrás de Sadeas.

—Naturalmente —dijo Dalinar, con voz tranquila—. Hiciste lo que tenías que hacer.

Sadeas quedó visiblemente relajado, aunque se pudo oír el murmullo de varios de los soldados de Dalinar. Adolin los hizo callar con una mirada.

Dalinar se volvió e indicó que se retiraran. Navani alzó una ceja, pero se marchó con los otros cuando la instó a hacerlo. Dalinar volvió a mirar a Sadeas, y este, curioso, ordenó a sus propios ayudantes que retrocedieran.

Dalinar se acerco al borde del glifo thath, y Sadeas avanzó hasta que solo los separaron unos centímetros. Eran de la misma altura. A esa distancia, Dalinar creía poder ver la tensión y la ira en los ojos de Sadeas. Su supervivencia había echado a perder meses de planificación.

—Necesito saber el porqué —preguntó Dalinar, en voz tan baja que nadie más que Sadeas pudo oírlo.

—Por mi juramento, viejo amigo.

—¿Qué? —Dalinar cerró los puños.

—Juramos algo juntos, hace años. —Sadeas suspiró, se dejó de pretensiones y habló abiertamente—. Proteger a Elhokar. Proteger este reino.

—¡Eso es lo que yo estaba haciendo! Los dos teníamos el mismo objetivo. Y estábamos luchando juntos, Sadeas. Estaba funcionando.

—Sí. Pero confío en poder derrotar a los parshendi sin ayuda de nadie. Todo lo que hemos hecho juntos puedo lograrlo dividiendo mi ejército en dos: un parte para que se adelante, otra mayor para que continúe. Tuve que correr el riesgo de eliminarte. Dalinar, ¿no lo comprendes? Gavilar murió por su debilidad. Yo quise atacar a los parshendi desde el principio, conquistarlos. Él insistió en un tratado que condujo a su muerte.

»Ahora tú empiezas a actuar igual que él. Esas mismas ideas, la misma forma de hablar. A través de ti empiezan a infectar a Elhokar. Se viste como tú. Me habla de los Códigos, y de que deberíamos insistir en imponerlos en la práctica de todos los campamentos. Está empezando a pensar en…, retirarse.

—¿Y quieres hacerme creer que esto es un acto de honor? —rugió Dalinar.

—En absoluto —rio Sadeas—. Me he esforzado durante años para convertirme en el consejero de mayor confianza de Elhokar…, pero siempre estabas tú, distrayéndolo, llamando su atención a pesar de mis esfuerzos. No fingiré que esto fue solo por honor, aunque había una parte de eso también. Al final, solo quería quitarte de en medio. —La voz de Sadeas se tornó fría—. Pero te estás volviendo loco, viejo amigo. Puedes llamarme mentiroso, pero hice lo que hice hoy como un acto de clemencia. Una manera de dejarte morir con gloria, en vez de verte hundirte cada vez más. Al dejar que los parshendi te mataran, podía proteger de ti a Elhokar y convertirte en un símbolo para recordarle a los demás lo que están haciendo realmente aquí. Tu muerte podría haber sido lo que nos uniera finalmente. Es irónico, si lo consideras.

Dalinar tomó aire y lo expulsó. Era difícil no permitir que su ira, su indignación, lo consumieran.

—Entonces dime una cosa. ¿Por qué no achacarme el intento de asesinato? ¿Por qué declararme inocente, si solo buscabas traicionarme más tarde?

Sadeas bufó suavemente.

—Bah. Nadie habría creído de verdad que intentaste asesinar al rey. Harían comentarios, pero no lo creerían. Con echarte la culpa demasiado rápidamente habría corrido el riesgo de implicarme. —Sacudió la cabeza—. Creo que Elhokar sabe quién intentó matarlo. Me lo admitió, aunque no quiso darme el nombre.

«¿Qué? —pensó Dalinar—. ¿Lo sabe? ¿Pero…, cómo? ¿Por qué no nos dice quién?». Dalinar ajustó sus planes. No estaba seguro de si Sadeas estaba diciendo la verdad, pero si así era, podría utilizar esta información.

—Sabe que no fuiste tú —continuó Sadeas—. Puedo verlo en él, aunque no se da cuenta de lo transparente que es. Elhokar te habría defendido, y yo podría haber perdido el puesto de alto príncipe de información. Pero me dio una magnífica oportunidad de hacer que confiaras de nuevo en mí.

«Únelos…». Las visiones. Pero el hombre que hablaba con Dalinar en ellas se había equivocado completamente. Al actuar con honor, Dalinar no había conseguido la lealtad de Sadeas. Solo lo había dejado expuesto a la traición.

—Si esto significa algo —dijo Sadeas ociosamente—, te aprecio. De verdad. Pero eres un obstáculo en mi camino, y una fuerza que actúa, sin saberlo siquiera, para destruir el reino de Gavilar. Cuando se presentó la oportunidad, la aproveché.

—No fue simplemente una oportunidad conveniente. Preparaste esto, Sadeas.

—Lo planeé, porque planeo constantemente. No siempre actúo según mis opciones. Hoy lo hice.

Dalinar hizo una mueca.

—Bueno, hoy me has demostrado algo, Sadeas: me lo has demostrado al intentar eliminarme.

—¿Y qué ha sido? —preguntó Sadeas, divertido.

—Me has demostrado que todavía soy una amenaza.

Los altos príncipes continuaban su conversación en voz baja. Kaladin permanecía al lado de los soldados de Dalinar junto con los miembros del Puente Cuatro, agotado.

Sadeas les dirigió una mirada. Matal se encontraba entre la multitud, y había estado observando al equipo de Kaladin todo el tiempo, el rostro enrojecido. Probablemente sabía que sería castigado, como lo había sido Lamaril. Tendrían que haber aprendido. Tendrían que haber matado a Kaladin al principio.

«Lo intentaron —pensó—. Fracasaron».

No sabía lo que le había sucedido, qué había pasado con Syl y las palabras en su cabeza. Parecía que la luz tormentosa funcionaba mejor con él ahora. Había sido más potente, más poderosa. Pero ahora había desaparecido y se sentía muy cansado. Se había esforzado, junto con el Puente Cuatro, demasiado.

Tal vez tendrían que haber ido al campamento de Kholin. Pero Teft tenía razón: había que acabar con esto de una vez.

«Lo prometió —pensó Kaladin—. Prometió que nos liberaría de Sadeas».

Y sin embargo, ¿dónde lo habían llevado en el pasado las promesas de los ojos claros?

Los altos príncipes interrumpieron su coloquio, se separaron, y dieron un paso atrás cada uno.

—Bien —dijo Sadeas en voz alta—, tus hombres están claramente cansados, Dalinar. Podemos hablar más tarde de qué salió mal, aunque creo que podemos dar por hecho que nuestra alianza ha demostrado ser impracticable.

—Impracticable. Una forma suave de expresarlo. —Dalinar señaló con la cabeza a los hombres del puente—. Me llevaré a esos hombres a mi campamento.

—Me temo que no puedo desprenderme de ellos.

El corazón de Dalinar se vino abajo.

—Sin duda no valdrán mucho para ti —dijo Dalinar—. Dame tu precio.

—No pretendo vender.

—Pagaré sesenta broams de esmeralda por hombre —dijo Dalinar. Eso provocó susurros en los soldados de ambos bandos. Era fácilmente veinte veces el precio de un buen esclavo.

—Ni por mil cada uno, Dalinar —dijo Sadeas. Kaladin pudo ver en sus ojos la muerte de sus hombres—. Coge a tus soldados y vete. Deja aquí mi propiedad.

—No me presiones en esto, Sadeas.

De repente la tensión regresó. Los oficiales de Dalinar llevaron las manos a sus espadas, y sus lanceros se prepararon, aferrando las empuñaduras de sus armas.

—¿Que no te presione? —preguntó Sadeas—. ¿Qué clase de amenaza es esa? Sal de mi campamento. Está claro que no hay nada más entre nosotros. Si intentas robarme mi propiedad, tendré todas las justificaciones para atacarte.

Dalinar no se movió. Parecía confiado, aunque Kaladin no veía ningún motivo para ello. «Y así muere otra promesa», pensó, dándose media vuelta. En el fondo, pese a todas sus buenas intenciones, este Dalinar Kholin era igual que los demás.

Detrás de Kaladin, los hombres dejaron escapar un jadeo de sorpresa.

Kaladin se detuvo, se volvió sobre sus talones. Dalinar Kholin había invocado su enorme hoja esquirlada, que goteaba perlas de agua. Su armadura humeaba débilmente, la luz tormentosa fluía por las grietas.

Sadeas retrocedió, los ojos espantados. Sus guardias de honor desenvainaron sus espadas. Adolin Kholin se llevó la mano al costado, al parecer para empezar a invocar su propia hoja esquirlada.

Dalinar dio un paso al frente y clavó su espada en mitad del ennegrecido glifo de la piedra. Dio un paso atrás.

—Por los hombres del puente —dijo.

Sadeas parpadeó. Los murmullos se apagaron, y todos parecieron demasiado anonadados para respirar siquiera.

—¿Qué?

—La espada —dijo Dalinar, su voz firme se transmitió en el aire—. A cambio de tus hombres de los puentes. Todos ellos. Todos los que tienes en tu campamento. Son míos, para hacer con ellos lo que se me antoje, y nunca los volverás a tocar. A cambio, te quedas con la espada.

Sadeas miró la hoja, incrédulo.

—Esta arma vale fortunas. Ciudades, palacios, reinos.

—¿Tenemos un trato? —preguntó Dalinar.

—¡Padre, no! —gritó Adolin Kholin, mientras su espada aparecía en su mano—. No…

Dalinar alzó una mano, haciendo callar al joven. No apartó la mirada de Sadeas.

—¿Tenemos un trato? —preguntó, recalcando cada palabra.

Kaladin se quedó mirando, incapaz de moverse, incapaz de pensar.

Sadeas miró la hoja esquirlada, los ojos llenos de ansia. Miró a Kaladin, vaciló un instante, y luego extendió la mano y agarró la espada por la empuñadura.

—Quédate con esas malditas criaturas.

Dalinar asintió y dio media vuelta.

—Vámonos —le dijo a su séquito.

—No valen nada, ¿sabes? —dijo Sadeas—. ¡Eres de los diez locos, Dalinar Kholin! ¿No ves lo loco que estás? ¡Esto será recordado como la decisión más ridícula jamás tomada por un alto príncipe alezi!

Dalinar no se volvió. Se acercó a Kaladin y los otros miembros del Puente Cuatro.

—Id —les dijo, amablemente—. Recoged vuestras cosas y a los hombres que dejasteis atrás. Enviaré soldados con vosotros para que actúen como guardias. Dejad los puentes y venid rápido a mi campamento. Allí estaréis a salvo. Tenéis mi palabra de honor.

Empezó a retirarse.

Kaladin salió de su estupor. Corrió tras el alto príncipe y lo cogió por el brazo acorazado.

—Espera. Tú…, eso… ¿Qué es lo que acaba de suceder?

Dalinar se volvió a mirarlo. Entonces, el alto príncipe le puso una mano en el hombro, el guantelete brillando azul, disparejo con el resto de su armadura gris pizarra.

—No sé qué os han hecho. Solo puedo imaginar cómo han sido vuestras vidas. Pero debes saber esto: no seréis hombres de los puentes en mi campamento, ni seréis esclavos.

—Pero…

—¿Qué vale la vida de un hombre? —preguntó Dalinar en voz baja.

—Los esclavistas dicen que unos dos broams de esmeralda —respondió Kaladin, frunciendo el ceño.

—¿Y tú qué dices?

—Una vida no tiene precio —dijo inmediatamente, citando a su padre.

Dalinar sonrió, las arrugas se extendieron desde las comisuras de sus ojos.

—Casualmente, es el valor exacto de una hoja esquirlada. Así que hoy tus hombres y tú os sacrificasteis para comprarme dos mil seiscientas vidas sin precio. Y todo lo que tuve que hacer para reparar la deuda fue una sola espada sin precio. Yo diría que es una ganga.

—¿De verdad crees haber hecho un buen negocio? —dijo Kaladin, sorprendido.

Dalinar sonrió de un modo que a Kaladin se le antojó increíblemente paternal.

—¿Por mi honor? Incuestionablemente. Ve y lleva a tus hombres a lugar seguro, soldado. Más tarde te haré unas preguntas.

Kaladin miró a Sadeas, que empuñaba asombrado su nueva espada.

—Dijiste que ibas a encargarte de Sadeas. ¿Es esto lo que pretendías?

—Esto no ha sido encargarme de Sadeas. Ha sido encargarme de ti y de tus hombres. Todavía tengo mucho trabajo que hacer hoy.

Encontró al rey Elhokar en el salón de su palacio.

Dalinar asintió una vez más a los guardias de fuera, y entonces cerró la puerta. Parecían preocupados. Y bien deberían: sus órdenes habían sido extrañas. Pero harían lo que se les había dicho. Llevaban los colores del rey, azul y dorado, pero eran hombres de Dalinar, escogidos específicamente por su lealtad.

La puerta se cerró de golpe. El rey estaba mirando uno de sus mapas, ataviado con su armadura esquirlada.

—Ah, tío —dijo, volviéndose hacia Dalinar—. Bien. Quería hablar contigo. ¿Conoces esos rumores sobre mi madre y tú? Comprendo que no puede estar pasando nada indecoroso, pero me preocupa lo que piense la gente.

Dalinar cruzó la sala, las botas resonando en la rica alfombra. Diamantes infusos colgaban en las esquinas, y las paredes talladas tenían diminutos chips de cuarzo para que chispearan y reflejaran la luz.

—Sinceramente, tío —dijo Elhokar, sacudiendo la cabeza— Me estoy cansando de tu reputación en el campamento. Lo que dicen habla mal de ti, y…

Se calló cuando Dalinar se detuvo a un paso de él.

—¿Tío? ¿Va todo bien? Mis guardias me informaron de algún tipo de incidente con tu ataque a la meseta, pero tenía la mente llena de otras cosas. ¿Me he perdido algo vital?

—Sí —respondió Dalinar. Entonces alzó la pierna y le dio una patada al rey en el pecho.

La fuerza del golpe lanzó a Elhokar contra la mesa. La fina madera se astilló cuando la pesada armadura esquirlada le cayó encima. Elhokar golpeó el suelo y su peto se agrietó un poco. Dalinar se le acercó y le descargó otra patada en el costado, quebrando de nuevo el peto.

El rey empezó a gritar de pánico.

—¡Guardias! ¡A mí! ¡Guardias!

No vino nadie. Dalinar volvió a darle una patada, y Elhokar maldijo y detuvo su bota. Dalinar gruñó, pero se agachó y agarró a Elhokar por el brazo y lo puso en pie de un tirón, lanzándolo a un lado de la sala. El rey se desplomó sobre la alfombra y chocó contra una silla. La madera se quebró y las astillas salieron por los aires.

Con los ojos espantados, Elhokar se puso en pie. Dalinar avanzó hacia él.

—¿Qué te ocurre, tío? —chilló Elhokar—. ¡Estás loco! ¡Guardias! ¡Un asesino en la cámara del rey! ¡Guardias!

Elhokar trató de echar a correr hacia la puerta, pero Dalinar cargó con el hombro contra el rey, derribándolo de nuevo.

Elhokar rodó, pero logró apoyar una mano en el suelo y ponerse de rodillas, la otra mano al costado. Una vaharada de niebla apareció mientras invocaba su espada.

Dalinar le dio una patada en la mano justo cuando la hoja esquirlada aparecía en ella. El golpe soltó la espada, que volvió a convertirse en bruma.

Frenético, Elhokar le descargó un puñetazo a Dalinar, pero este lo detuvo y luego extendió la mano y puso al rey en pie. Empujó a Elhokar hacia delante y dio un puñetazo en el peto. Elhokar se debatió, pero Dalinar repitió el movimiento, aplastando su guantelete contra la armadura y quebrando el refuerzo de acero que envolvía sus dedos, lo que hizo que el rey gimiera.

El siguiente golpe quebró el peto de Elhokar, una explosión de esquirlas fundidas.

Dalinar tiró al rey al suelo. Elhokar pugnó por volver a levantarse, pero el peto era un foco de poder para la armadura esquirlada. Perderlo significaba que los brazos y las piernas se volvían pesados. Se arrodilló junto al rey, que intentaba resistir. La hoja esquirlada de Elhokar volvía a formarse en su mano, pero Dalinar agarró la muñeca del rey y la aplastó contra el suelo de piedra, soltando de nuevo la hoja, que se desvaneció convertida en bruma.

—¡Guardias! —chilló Elhokar—. ¡Guardias, guardias, guardias!

—No vendrán, Elhokar —dijo Dalinar en voz baja—. Son mis hombres, y les he dado órdenes de no entrar, de no permitir la entrada a nadie, no importa lo que oigan. Aunque eso incluyera súplicas de ayuda por tu parte. —Elhokar guardó silencio—. Son mis hombres, Elhokar —repitió Dalinar—. Yo los entrené. Yo los coloqué aquí. Siempre me han sido leales.

—¿Por qué, tío? ¿Qué estás haciendo? Por favor, dímelo. —Estaba al borde del llanto.

Dalinar se agachó, acercándose tanto que podía oler el aliento del rey.

—La cincha de tu caballo durante la cacería —dijo en voz baja—. La cortaste tú mismo, ¿verdad?

Elhokar abrió todavía más los ojos.

—Las sillas fueron cambiadas antes de que llegaras a mi campamento —dijo Dalinar—. Lo hiciste porque no querías estropear tu silla favorita cuando se soltara del caballo. Lo planeaste, hiciste que sucediera. Por eso estabas tan seguro de que cortaron la cincha.

Estremeciéndose, Elhokar asintió.

—¡Alguien intentaba matarme, pero no me creías! Yo… ¡Me preocupaba que fueras tú! Así que decidí… Decidí…

—Cortar tu propia cincha para crear un atentado visible y aparente contra tu vida. Algo que haría que Sadeas o yo investigáramos.

Elhokar vaciló antes de volver a asentir.

Dalinar cerró los ojos, exhaló lentamente.

—¿No te das cuenta de lo que hiciste, Elhokar? ¡Hiciste que todos los campamentos sospecharan de mí! Le diste a Sadeas una oportunidad para destruirme. —Abrió los ojos y miró al rey.

—Tenía que saberlo —susurró Elhokar—. No podía confiar en nadie.

Gimió bajo el peso de Dalinar.

—¿Y las gemas rotas de tu armadura esquirlada? ¿Las colocaste tú también?

—No.

—Entonces tal vez descubriste algo —dijo Dalinar con un gruñido—. Supongo que no se te puede echar toda la culpa.

—¿Me dejarás levantarme?

—No —Dalinar se inclinó más. Colocó una mano contra el pecho del rey. Elhokar dejó de debatirse y lo miró aterrorizado—. Si aprieto, morirás. Tus costillas se quebrarán como ramitas, tu corazón se aplastará como una uva. Nadie me lo reprocharía. Todos susurran que el Espina Negra tendría que haber ocupado el trono hace años. Tu guardia me es leal. No habría nadie para vengarte. No le importaría a nadie.

Elhokar jadeó cuando Dalinar apretó ligeramente.

—¿Comprendes? —preguntó Dalinar en voz baja.

—¡No!

Dalinar suspiró. Entonces soltó al joven y se levantó. Elhokar tomó aire, jadeando.

—Tu paranoia puede ser infundada, o no —dijo Dalinar—. Sea como sea, tienes que comprender una cosa. No soy tu enemigo.

Elhokar frunció el ceño.

—¿Entonces no vas a matarme?

—¡Tormentas, no! Te quiero como a un hijo, muchacho.

Elhokar se frotó el pecho.

—Tienes…, unos instintos paternales muy raros.

—Me he pasado años siguiéndote. Te he ofrecido mi lealtad, mi devoción y mi consejo. Me juré a mí mismo que nunca ansiaría el trono de Gavilar. Me hice esa promesa, ese juramento. Todo por mantener mi corazón leal. A pesar de esto, no te fías de mí. Hiciste ese numerito con la cincha, implicándome, dando a nuestros enemigos la posibilidad de maniobrar contra ti sin saberlo.

Dalinar dio un paso hacia el rey. Elhokar se estremeció.

—Bien, ahora lo sabes —dijo Dalinar, con voz dura—. Si hubiera querido matarte, Elhokar, podría haberlo hecho más de una docena de veces. Más de un centenar de veces. Parece que no aceptas la lealtad y la devoción como prueba de mi sinceridad. Bueno, si actúas como un niño, hay que tratarte como a tal. Ahora sabes, con seguridad, que no te quiero muerto. ¡Porque, si quisiera, te habría aplastado el pecho y habría acabado de una vez! —Miró al rey a los ojos—. ¿Lo entiendes?

Lentamente, Elhokar asintió.

—Bien. Mañana vas a nombrarme alto príncipe de la guerra.

—¿Qué?

—Sadeas me traicionó hoy —dijo Dalinar. Se acercó a la mesa rota, apartando las piezas a patadas. El sello del rey salió rodando de su cajón. Lo recogió—. Casi seis mil de mis hombres fueron masacrados. Adolin y yo apenas logramos sobrevivir.

—¿Qué? —dijo Elhokar, obligándose a sentarse—. ¡Eso es imposible!

—Nada de eso —respondió Dalinar, mirando a su sobrino—. Vio una oportunidad de retirarse y dejar que los parshendi nos destruyeran. Así que la aprovechó. Una acción muy alezi. Despiadada, pero que le permitía fingir honor o moralidad.

—¿Entonces…, esperas que lo lleve a juicio?

—No. Sadeas no es peor, ni mejor, que los demás. Cualquiera de los altos príncipes traicionaría a sus camaradas si vieran una posibilidad de hacerlo sin correr riesgos. Pretendo encontrar un modo de unirlos y no solo de nombre. Ya veré. Mañana, una vez me nombres alto príncipe de la guerra, le daré mi armadura a Renarin para cumplir una promesa. Ya he dado mi espada para cumplir otra distinta. —Se acercó, miró de nuevo a Elhokar a los ojos, y luego empuñó el sello del rey—. Como alto príncipe de la guerra, aplicaré los Códigos en los diez campamentos. Luego coordinaré directamente los esfuerzos de guerra, decidiendo qué ejércitos han de participar en cada asalto a las mesetas. Todas las gemas corazón serán para el trono, y las repartirás como trofeos. Convertiremos esta competición en una guerra de verdad, y la utilizarás para convertir a estos diez ejércitos nuestros, y a sus líderes, en auténticos soldados.

—¡Padre Tormenta! ¡Nos matarán! ¡Los altos príncipes se rebelarán! ¡No duraré una semana!

—No les hará gracia, eso es seguro. Y, sí, esto implicará mucho peligro. Tendremos que ser mucho más cuidadosos con nuestra guardia. Si tienes razón, y alguien intenta matarte, deberíamos hacerlo de todas formas.

Elhokar lo miró, luego contempló los muebles rotos. Se frotó el pecho.

—Hablas en serio ¿verdad?

—Sí. —Le lanzó el sello a Elhokar—. Vas a hacer que tus escribas redacten mi nombramiento en cuanto salga de aquí.

—Pero creí que dijiste que era un error obligar a los hombres a cumplir los Códigos. ¡Dijiste que la mejor forma de cambiar a la gente era vivir de manera justa y dejar que tu ejemplo los influyera!

—Eso fue antes de que el Todopoderoso me mintiera —dijo Dalinar. Todavía no sabía cómo interpretar aquello—. Gran parte de lo que te he dicho lo aprendí de El camino de los reyes. Pero no comprendía una cosa. Nohadon escribió el libro al final de su vida, después de crear el orden…, después de obligar a los reinos a unirse, después de reconstruir las tierras que habían caído en la Desolación.

»El libro fue escrito para encarnar un ideal. Se entregó a una gente que ya tenía el impulso de hacer lo que era adecuado. Ese fue mi error. Antes de que nada de esto pueda funcionar, nuestra gente necesita tener un nivel mínimo de honor y dignidad. Adolin me dijo algo hace unas semanas, algo profundo. Me preguntó por qué obligaba a mis hijos a cumplir tan altas expectativas, pero dejaba que los demás fueran a su aire sin condenarlos.

»He estado tratando a los otros altos príncipes y sus ojos claros como a adultos. Un adulto puede coger un principio y adaptarlo a sus necesidades. Pero no estamos preparados para eso todavía. Somos niños. Y cuando se le enseña a un niño, se le exige que haga lo que está bien hasta que sea lo bastante mayor para tomar sus propias decisiones. Los Reinos Plateados no empezaron siendo bastiones de honor unificados y gloriosos. Fueron entrenados así, criados, como jóvenes nutridos hasta la madurez.

Dio un paso adelante y se arrodilló delante de Elhokar. El rey seguía frotándose el pecho, su armadura esquirlada parecía rara sin la pieza central.

—Vamos a hacer algo grande de Alezkar, sobrino —dijo Dalinar en voz baja—. Los altos príncipes hicieron su juramento a Gavilar, pero ahora lo ignoran. Bien, es hora de dejar de permitírselo. Vamos a ganar esta guerra, y vamos a convertir Alezkar en un lugar que los hombres volverán a envidiar. No por nuestra habilidad militar, sino porque aquí la gente estará segura y porque la justicia reinará. Vamos a hacerlo… o tú y yo vamos a morir en el empeño.

—Lo dices con avidez.

—Porque por fin sé exactamente lo que tengo que hacer —dijo Dalinar, irguiéndose—. Intentaba ser Nohadon el pacificador. Pero no lo soy. Soy el Espina Negra, general y caudillo. No tengo talento para la política de salón, pero soy muy bueno entrenando a las tropas. A partir de mañana, todos los hombres de este campamento serán míos. Por lo que a mí respecta, todos son reclutas pelones. Incluso los altos príncipes.

—Suponiendo que yo haga el nombramiento.

—Lo harás. Y a cambio prometo averiguar quién intenta matarte.

Elhokar hizo una mueca y empezó a quitarse la armadura pieza a pieza.

—Después de que haga ese nombramiento, descubrir quién intenta matarme será fácil. ¡Puedes poner todos los nombres de los campamentos en la lista!

Dalinar sonrió ampliamente.

—Entonces al menos no tendremos que hacer cábalas. No pongas esa cara, sobrino. Has aprendido algo hoy. Tu tío no quiere matarte.

—Solo quiere convertirme en blanco.

—Por tu propio bien, hijo —dijo Dalinar, dirigiéndose a la puerta—. No te inquietes demasiado. Tengo planes muy claros para mantenerte con vida.

Abrió la puerta y descubrió a un nervioso grupo de guardias manteniendo a raya a un nervioso grupo de criados y ayudantes.

—Se encuentra bien —les dijo—. ¿Veis?

Se hizo a un lado y los dejó pasar para que atendieran a su rey.

Dalinar dio media vuelta para marcharse. Entonces titubeó.

—Oh. ¿Elhokar? Tu madre y yo nos estamos haciendo la corte. ¿Querrás empezar a acostumbrarte a eso?

A pesar de todo lo demás que había sucedido en los últimos minutos, esto provocó una expresión de puro asombro en el rey. Dalinar sonrió y cerró la puerta, para marcharse con paso firme.

Casi todo lo demás estaba mal todavía. Seguía furioso con Sadeas, dolorido por la pérdida de tantos hombres, confuso respecto a qué hacer con Navani, aturdido por sus visiones e intimidado por la idea de unir a los campamentos.

Pero al menos ahora tenía algo en lo que trabajar.

Fin de la cuarta parte

El camino de los reyes
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