«Aunque tenía que estar en Ciudad Veden para cenar esa noche, insistí en visitar Kholinar para hablar con Tivbet. Los aranceles en Uriziru se estaban volviendo bastante irracionales. Por entonces, los llamados Radiantes ya habían empezado a mostrar su auténtica naturaleza».

Tras el incendio del Palaneo original solo quedó una página de la autobiografía de Terxim, y este es el único párrafo que me sirve.

Kaladin soñaba que era la tormenta.

Avanzaba, furioso, la muralla de la tormenta convertida en su capa, surcando una extensión negra y ondulante. El océano. Su paso avivó una tempestad, hizo entrechocar las olas unas con otras, alzando espuma blanca para que la capturara el viento.

Se acercó a un continente oscuro y se lanzó hacia arriba. Más alto. Más alto. Dejó atrás el mar. La enormidad del continente se extendía ante él, aparentemente infinito, un océano de roca. «Tan grande», pensó asombrado. No había comprendido. ¿Cómo podía haberlo hecho?

Sobrevoló las Llanuras Quebradas. Parecía como si algo muy grande las hubiera golpeado en el centro, enviando ondulantes grietas hacia fuera. También eran más grandes de lo que pensaba: no era extraño que nadie hubiera podido encontrar el camino entre los abismos.

En el centro había una gran meseta, pero con la oscuridad y la distancia no pudo ver mucho. Sin embargo, había luces. Allí vivía alguien.

En cambio, sí vio que el lado oriental de las llanuras era muy distinto del occidental, marcado por altas y finas columnas, mesetas que casi se habían desgastado. A pesar de eso, podía ver simetría en las Llanuras Quebradas. Desde lo alto, las llanuras parecían una obra de arte.

En un instante las dejó atrás, continuando hacia el noroeste para cruzar el Mar de las Lanzas, un poco profundo mar interior donde dedos rotos de roca sobresalían de las aguas. Paso sobre Alezkar, y llegó a ver la gran ciudad de Kholinar, construida entre formaciones de roca como aletas que se alzaran de la piedra. Luego se volvió hacia el sur, alejándose de todo lo que conocía. Rebasó montañas majestuosas, densamente pobladas en sus cimas, con aldeas apiñadas cerca de agujeros que emitían vapor o lava. ¿Los Picos Comecuernos?

Los dejó con lluvia y vientos, corriendo hacia tierras extranjeras. Pasó ciudades y llanuras despejadas, aldeas y serpenteantes ríos. Había muchos ejércitos. Kaladin dejó atrás tiendas tensas a sotavento de formaciones rocosas, las estacas clavadas en la roca para sujetarlas, los hombres dentro. Pasó colinas en cuyas hendiduras se agazapaban los soldados. Pasó ante grandes carros de madera, construidos para albergar a los ojos claros mientras estaban en guerra. ¿Cuántas guerras estaba librando el mundo? ¿No había ningún sitio que estuviera en paz?

Tomó rumbo al suroeste, impulsándose hacia una ciudad construida en largas hondonadas del terreno, como si garras gigantescas hubieran arañado el paisaje. Lo dejó atrás en un suspiro, pasando ante una tierra interior donde la piedra misma se mostraba ondulada y escalonada, como olas de agua congelada. Los habitantes de este reino eran de piel oscura, como Sigzil.

La tierra continuaba y continuaba. Cientos de ciudades. Miles de aldeas. Gente con venas azulinas bajo la piel. Un lugar donde la presión de la alta tormenta inminente hacía que el agua brotara del suelo a chorros. Una ciudad donde la gente vivía en gigantescas estalactitas huecas que colgaban bajo un titánico saliente.

Sopló hacia el oeste. La tierra era tan vasta. Tan enorme. Tantos pueblos diferentes. Lo aturdían. La guerra parecía mucho menos común en el oeste que en el este, y eso lo consoló, pero siguió preocupado. La paz parecía una comodidad escasa en el mundo.

Algo atrajo su atención. Extraños destellos de luz. Sopló hacia ellos con la muralla de la tormenta. ¿Qué eran esas luces? Venían en andanadas, formando patrones extrañísimos. Casi como seres físicos que podía tocar, burbujas de luz esféricas que vibraban con picos y valles.

Kaladin cruzó una extraña ciudad extendida en un patrón triangular, con altos picos alzándose como centinelas en las esquinas y el centro. Los destellos de luz venían de un edificio en el pico central. Kaladin sabía que pasaría rápidamente, pues, como la tormenta, no podía retirarse. Siempre soplaba hacia el oeste.

Abrió la puerta con su mente, entrando en un largo pasillo con brillantes muros de losas rojas, murales de mosaicos que dejó atrás demasiado rápidamente para distinguirlos. Agitó las faldas de altas sirvientas de cabellos rubios que llevaban bandejas de comida o toallas humeantes. Gritaron en un extraño lenguaje preguntándose quizá quién había dejado sin trabar una ventana con la alta tormenta.

Los destellos de luz venían directamente de delante. Tan paralizantes. Tras pasar junto a una hermosa mujer de pelo dorado y rojo que se acurrucó asustada en un rincón, Kaladin atravesó una puerta. Vio un leve atisbo de lo que había más allá.

Un hombre junto a dos cadáveres. La cabeza afeitada, la ropa blanca, el asesino empuñaba una espada larga y fina. Alzó la cabeza y casi pareció verse, ver a Kaladin. Tenía grandes ojos shin.

Era demasiado tarde para ver algo más. Kaladin salió por la ventana, abriendo los postigos de par en par y perdiéndose en la noche.

Más ciudades, montañas y bosques pasaron en un borrón. Con su llegada, las plantas encogían sus hojas, los rocabrotes cerraban sus conchas y los matorrales retiraban sus ramas. Al instante se acercó al océano occidental.

HIJO DE TANAVAST. HIJO DEL HONOR. HIJO DE QUIEN PARTIÓ HACE MUCHO. La súbita voz estremeció a Kaladin. Volteó en el aire.

EL JURAMENTO SE QUEBRÓ.

El estruendo del sonido hizo que la muralla misma de la tormenta vibrara. Kaladin cayó al suelo, separado de la tormenta. Resbaló hasta detenerse, levantando chorros de agua con los pies. Los vientos de la tormenta chocaron contra él, pero era tan parte de ellos que ni lo derribaron ni lo sacudieron.

LOS HOMBRES YA NO CABALGAN LAS TORMENTAS. La voz era un trueno que restallaba en el aire. EL JURAMENTO ESTÁ ROTO, HIJO DEL HONOR.

—¡No comprendo! —le gritó Kaladin a la tormenta.

Un rostro se formó ante él, la cara que había visto antes, el viejo rostro tan ancho como el cielo, los ojos llenos de estrellas.

VIENE ODIUM. EL MÁS PELIGROSO DE LOS DIECISÉIS. AHORA TE IRÁS.

Algo sopló contra él.

—¡Espera! —dijo Kaladin—. ¿Por qué hay tanta guerra? ¿Por qué debemos luchar siempre?

No estaba seguro de por qué lo preguntaba. Las preguntas surgieron sin más.

La tormenta murmuró, como un padre pensativo y viejo. El rostro desapareció, convirtiéndose en gotas de agua.

Con más suavidad, la voz respondió: ODIUM REINA.

Kaladin despertó jadeando. Lo rodeaban figuras oscuras que lo sujetaban contra el duro suelo de piedra. Gritó, mientras los antiguos reflejos se hacían cargo. Por instinto, extendió las manos hacia los costados, agarrando con cada una un tobillo para desequilibrar a dos de sus atacantes.

Ellos maldijeron y cayeron al suelo. Kaladin usó el impulso para retorcerse mientras barría con un brazo. Se zafó de las manos que lo empujaban, se meció y se lanzó hacia delante, abalanzándose contra el hombre que tenía justo enfrente.

Kaladin le pasó por encima, lo esquivó y se puso en pie, ya libre de su atacantes. Se volvió, salpicando el sudor de su frente. ¿Dónde estaba su lanza? Echó mano al cuchillo de su cinto.

No había cuchillo. Ni lanza.

—¡La tormenta te lleve, Kaladin!

Era Teft.

Kaladin se llevó una mano al pecho, jadeando con esfuerzo, dispersando el extraño sueño. El Puente Cuatro. Estaba con el Puente Cuatro. Los predicetormentas del rey habían predicho una alta tormenta a primeras horas de la mañana.

—No pasa nada —dijo al puñado de hombres del puente que lo habían estado sujetando y ahora maldecían y se retorcían en el suelo—. ¿Qué estabais haciendo?

—Trataste de salir a la tormenta —acusó Moash, librándose del lío. La única luz era una única esfera de diamante que uno de los hombres había colocado en un rincón.

—¡Ja! —añadió Roca, incorporándose y sacudiéndose—. ¡Abriste la puerta a la lluvia y te asomaste, como si te hubieran golpeado la cabeza con una piedra! Tuvimos que traerte a rastras. No es bueno que tengas que pasarte otras dos semanas en cama ¿no?

Kaladin se calmó. Los coletazos, la suave lluvia que seguía al final de una tormenta, continuaba fuera, y las gotas tamborileaban sobre el tejado.

—No te despertabas —dijo Sigzil. Kaladin miró al azishiano, sentado de espaldas a la pared de piedra. No había intentado sujetarlo—. Tenías una especie de sueño febril.

—Me encuentro bien —respondió Kaladin. Eso no era cierto del todo: le dolía la cabeza y estaba agotado. Inspiró profundamente y echó atrás los hombros, tratando de sacudirse la fatiga.

La esfera del rincón fluctuó. Entonces su luz se apagó, dejándolos a oscuras.

—¡Tormenta! —murmuró Moash—. Esa anguila de Gaz. Nos ha vuelto a dar esferas opacas.

Kaladin cruzó el barracón oscuro, pisando con cuidado. Su dolor de cabeza remitió mientras echaba mano a la puerta. La abrió, dejando entrar la leve luz de una mañana nublada.

Los vientos eran débiles, pero seguía lloviendo. Salió, y quedó empapado al momento. Los otros hombres del puente lo siguieron, y Roca le lanzó a Kaladin una pequeña pastilla de jabón. Como la mayoría, Kaladin solo llevaba un taparrabos, y se enjabonó bajo el frío aguacero. El jabón olía a aceite y arañaba por la arena que tenía pegada. No había jabones blandos y olorosos para los hombres de los puentes.

Kaladin le arrojó el trozo de jabón a Bisig, un tipo delgado de rostro anguloso. Él lo cogió agradecido (no hablaba mucho) y empezó a enjabonarse mientras Kaladin dejaba que la lluvia le enjuagara el cuerpo y el pelo. A su lado, Roca usaba un cuenco de agua para afeitarse y recortar su barba de comecuernos, larga por los lados y cubriendo las mejillas, pero despejada bajo los labios y el mentón. Era un extraño contrapunto a su cabeza, que se afeitaba por el centro, directamente por encima de las cejas y hacia atrás. El resto del pelo lo llevaba corto.

La mano de Roca era hábil y cuidadosa, y no se hizo ni un solo corte. Una vez terminado, se irguió y llamó a los hombres que esperaban tras él. Uno a uno, fue afeitando a quienes querían. De vez en cuando se detenía para afilar la cuchilla usando la piedra de afilar y la correa de cuero.

Kaladin se frotó la barba. No se afeitaba desde que estuvo en el ejército de Amaram, tanto tiempo atrás. Se puso en la fila de los hombres que esperaban. Cuando le llegó el turno, el gran comecuernos se echó a reír.

—Aféitame del todo —dijo Kaladin, sentándose en el tocón—. Prefiero no tener una barba tan rara como la tuya.

—¡Ja! —exclamó Roca, afilando la cuchilla—. Perteneces a los llanos, mi buen amigo. No está bien que lleves una humaka’aban. Tendría que darte una buena tunda si lo intentaras.

—Creía que habías dicho que luchar es indigno de ti.

—Se permite en algunas excepciones importantes. Ahora deja de hablar, si no quieres perder un labio.

Roca empezó a recortar la barba, luego la enjabonó y lo afeitó, empezando por la mejilla izquierda. Kaladin nunca había dejado a otra persona afeitarlo antes: la primera vez que fue a la guerra era tan joven que casi no necesitaba afeitarse. A medida que se fue haciendo mayor, se afeitó él mismo.

El toque de Roca era diestro, y Kaladin no sintió ningún corte ni picotazo. En pocos minutos, Roca dio un paso atrás. Kaladin se llevó los dedos a la barbilla. Tocando la piel lisa y sensible. Sentía la cara fría, extraña al tacto. Lo devolvió, transformado (solo un poco) al hombre que fue.

Era extraña la diferencia que podía marcar un afeitado. «Tendría que haber hecho esto hace semanas».

Los coletazos se habían convertido en llovizna que anunciaba los últimos susurros de la tormenta. Kaladin se levantó, dejando que el agua lavara los mechones sueltos de su pecho. Dunny, con su cara de niño, el último en la cola, se sentó para que lo afeitaran. Apenas lo necesitaba.

—El afeitado te viene bien —dijo una voz. Kaladin se volvió y vio a Sigzil apoyado contra la pared del barracón, justo bajo el alero—. Tu cara tiene líneas fuertes. Cuadrada y firme, con una barbilla orgullosa. En mi pueblo diríamos que tienes cara de líder.

—No soy ningún ojos claros —dijo Kaladin, escupiendo a un lado.

—Los odias mucho.

—Odio sus mentiras. Odio haber creído que eran honorables.

—¿Y estarías dispuesto a expulsarlo? —preguntó Sigzil, curioso—. ¿A gobernar en su lugar?

—No.

Esta respuesta pareció sorprender a Sigzil. Syl apareció por fin junto a Kaladin, después de haber terminado de mecerse con los vientos de la alta tormenta. A él siempre le preocupaba (solo un poco) que se marchara con ellos y lo dejara.

—¿No tienes ningún deseo de castigar a quienes te han tratado así? —preguntó Sigzil.

—Oh, me gustaría castigarlos. Pero no tengo ningún deseo de ocupar su lugar, ni quiero unirme a ellos.

—Yo me uniría a ellos en un segundo —dijo Moash, acercándose. Cruzó los brazos sobre su musculoso pecho—. Si estuviera a cargo, las cosas cambiarían. Los ojos claros trabajarían en las minas y campos. Cargarían los puentes y morirían por las flechas parshendi.

—No sucederá —dijo Kaladin—. Pero no te lo reprocho por pensarlo.

Sigzil asintió pensativo.

—¿Alguno de vosotros ha oído hablar de la tierra de Babazarnam?

—No —respondió Kaladin, mirando hacia el campamento. Los soldados habían empezado a moverse. Varios se estaban lavando también—. Pero es un nombre curioso para un país.

Sigzil arrugó la nariz.

—Personalmente, siempre he pensado que Alezkar era un nombre ridículo. Supongo que depende de dónde te hayas criado.

—¿Entonces por qué mencionas a Babab…? —dijo Moash.

—Babazarnam —corrigió Sigzil—. Lo visité una vez, con mi amo. Tienen árboles muy peculiares. Toda la planta, con tronco incluido, se agacha cuando llega una alta tormenta, como si estuviera construida sobre goznes. Me metieron en prisión tres veces durante nuestra visita allí. Los babaz son muy quisquillosos respecto a cómo se habla. Mi amo se disgustó mucho con la cantidad que tuvo que pagar por liberarme. Naturalmente, creo que usaban cualquier excusa para encarcelar a los extranjeros, y sabían que mi amo tenía los bolsillos bien llenos —sonrió con melancolía—. Uno de esos encarcelamientos fue culpa mía. Las mujeres de allí, ya sabéis, tienen ese tipo de patrón de venas que se marcan bajo la piel. Algunos visitantes las encuentran desagradables, pero a mí me parecen hermosas. Casi irresistibles…

Kaladin frunció el ceño. ¿No había visto algo así en su sueño?

—He mencionado a los babaz porque tienen un sistema de gobierno muy curioso —continuó Sigzil—. Veréis, los mayores tienen cargos. Cuanto más mayor eres, más autoridad tienes. Todo el mundo tiene una oportunidad de gobernar, si viven lo suficiente. El rey se llama El Más Anciano.

—Parece justo —dijo Moash, acercándose para reunirse con Sigzil bajo el alero—. Mejor que decidir quién gobierna según el color de ojos.

—Ah, sí, los babaz son muy justos. Actualmente reina la dinastía Monavakah.

—¿Cómo puede haber una dinastía si eligen a sus líderes basándose en la edad? —preguntó Kaladin.

—Es bastante fácil —dijo Sigzil—. Ejecutas a todos los que son lo bastante mayores como para desafiarte.

Kaladin sintió un escalofrío.

—¿Eso hacen?

—Sí, desgraciadamente. Hay mucha inquietud en Babazarnam. Fue peligroso visitarla cuando lo hicimos. Los Monavakah se aseguran de que los miembros de su familia vivan más: desde hace cincuenta años, nadie fuera de su familia se ha convertido en El Más Anciano. Todos los demás han caído asesinados, exiliados o muertos en el campo de batalla.

—Eso es horrible —dijo Kaladin.

—Dudo que muchos estén en desacuerdo. Pero menciono estos horrores por algo: verás, en mi experiencia, no importa donde vayas, encontrarás a alguien que abusa de su poder. —Se encogió de hombros—. El color de ojos no es un método tan extraño, comparado con muchos otros que he visto. Si derrocaras a los ojos claros y pusieras en el poder a los tuyos, Moash, dudo que el mundo fuera diferente. Los abusos seguirían produciéndose. Simplemente, los sufriría otra gente.

Kaladin asintió lentamente, pero Moash negó con la cabeza.

—No. Yo cambiaría el mundo, Sigzil. Y lo digo en serio.

—¿Y cómo vas a hacerlo? —preguntó Kaladin, divertido.

—Vine a esta guerra para conseguirme una hoja esquirlada. Y todavía quiero hacerlo, como sea. —Se ruborizó, y se dio la vuelta.

—¿Te enrolaste creyendo que te harían lancero? —preguntó Kaladin.

Moash vaciló antes de asentir.

—Algunos de los que se enrolaron conmigo se convirtieron en soldados, pero a la mayoría nos enviaron a las cuadrillas de los puentes. —Miró a Kaladin, la expresión sombría—. Será mejor que este plan tuyo funcione, alteza. La última vez que me escapé recibí una paliza. Me dijeron que, si lo intentaba de nuevo, acabaría con una marca de esclavo.

—Nunca he dicho que vaya a salir bien, Moash. Si tienes una idea mejor, adelante, compártela.

Moash vaciló.

—Bueno, si de verdad nos enseñas a manejar la lanza como prometiste, supongo que no importa.

Kaladin miró alrededor, comprobando con cautela que Gaz o los miembros de otras cuadrillas no estuvieran cerca.

—Habla más bajo —le murmuró a Moash—. No hables de eso fuera de los abismos.

Ya casi había dejado de llover. Las nubes pronto se abrirían.

Moash lo miró, pero permaneció en silencio.

—No creerás de verdad que te dejarían quedarte con una hoja esquirlada ¿no? —dijo Sigzil.

—Cualquier hombre puede ganar una hoja esquirlada —dijo Moash—. Esclavo o libre. Ojos claros u oscuros. Es la ley.

—Suponiendo que cumplan la ley —dijo Kaladin con un suspiro.

—Lo conseguiré como sea —insistió Moash. Miró a Roca, que cerraba su cuchilla y se secaba la cabeza rasurada. El comecuernos se les acercó.

—He oído hablar de ese sitio que dices, Sigzil —dijo Roca—. Babazarnam. Mi primo primo primo lo visitó una vez. Tienen caracoles muy sabrosos.

—Está a mucha distancia para un comecuernos —advirtió Sigzil.

—Casi la misma distancia que para un azishiano —dijo Roca—. ¡En realidad, mucho más, puesto que tenéis las piernas cortas!

Sigzil hizo una mueca.

—He visto a los tuyos antes —dijo Roca, cruzándose de brazos.

—¿Qué? —preguntó Sigzil—. ¿Azishianos? No somos tan raros.

—No, no tu raza. Tu tipo. ¿Cómo los llaman? ¿Visitan las tierras y le cuentan a los demás lo que han visto? Cantamundos. Sí, esa es la palabra. ¿No?

Sigzil se detuvo. Entonces se puso súbitamente en pie y se alejó del barracón sin mirar atrás.

—¿Por qué actúa así? —preguntó Roca—. Yo no me avergüenzo de ser cocinero. ¿Por qué le avergüenza ser cantamundos?

—¿Cantamundos? —dijo Kaladin.

Roca se encogió de hombros.

—No sé gran cosa. Son gente rara. Dicen que deben viajar a cada reino y hablarle a la gente de los otros reinos. Es una especie de cuentacuentos, aunque se consideran mucho más.

—Probablemente será un brillante señor en su país —dijo Moash—. Por la forma en que habla. Me pregunto cómo ha acabado con nosotros los cremlinos.

—Eh —dijo Dunny, uniéndose a ellos—. ¿Qué habláis de Sigzil? Ha prometido hablarme de mi patria.

—¿Tu patria? —le dijo Moash al joven—. Pero si eres de Alezkar.

—Sigzil dijo que estos ojos violeta míos no son nativos de Alezkar. Cree que debo tener sangre veden.

—Tus ojos no son violeta.

—Claro que lo son. Se ve con la luz del día. Son realmente oscuros.

—¡Ja! —dijo Roca—. ¡Si eres de Vedenar, somos primos! Los Picos están cerca de Vedenar. ¡A veces allí la gente tiene el pelo rojo, como nosotros!

—Alégrate de que nadie confundiera tus ojos y pensara que son rojos, Dunny —dijo Kaladin—. Moash, Roca, id a reunir vuestros subpelotones y decídselo a Teft y Cikatriz. Quiero que los hombres engrasen los chalecos y sandalias para protegerlos de la humedad.

Los hombres suspiraron, pero obedecieron. El ejército proporcionaba el aceite. Aunque los hombres de los puentes eran sacrificables, el buen cuero y el metal de las hebillas no eran baratos.

Mientras los hombres se reunían, el sol asomó entre las nubes. Kaladin agradeció el calor de la luz sobre su piel mojada por la lluvia. Había algo reparador en el frío de una alta tormenta seguida por el sol. Diminutos pólipos de rocabrotes se abrieron en los laterales del edificio, bebiendo el aire húmedo. Habría que rascarlos: los rocabrotes se comerían la piedra de las paredes, creando grietas y agujeros.

Los capullos eran de un escarlata intenso. Era Chachel, tercer día de la semana. Los mercados de esclavos mostrarían nuevas mercancías. Eso significaría nuevos hombres de los puentes. Yake había recibido un flechazo en el brazo durante la última carga, y Delp otro en el cuello. Kaladin no pudo hacer nada por él, y con Yake herido, el equipo se había visto reducido a veintiocho miembros capaces.

En efecto, una hora después de iniciar sus actividades matutinas (cuidar el equipo, engrasar el puente, Lopen y Dabbid que trajeron la olla de bazofia y la devolvieron al aserradero), Kaladin vio a los soldados que dirigían a un grupo de hombres sucios y sometidos. Kaladin le hizo un gesto a Teft, y los dos se fueron a ver a Gaz.

—Antes de que vayas a gritarme —dijo Gaz en cuanto Kaladin llegó—, comprende que no puedo cambiar nada.

Los esclavos estaban agrupados, vigilados por un par de soldados con casacas verdes arrugadas.

—Eres sargento del puente —dijo Kaladin. Teft se detuvo a su lado; no se había afeitado, aunque había empezado a cuidar su corta barba gris.

—Sí —dijo Gaz—, pero ya no hago los nombramientos. La brillante Hashal quiere hacerlo ella misma. En nombre de su marido, por supuesto.

Kaladin apretó los dientes. Hashal dejaría sin miembros al Puente Cuatro.

—Así que no tendremos nada.

—Yo no he dicho eso —replicó Gaz, y luego escupió negra saliva a un lado—. Os ha dado uno.

«Al menos es algo», pensó Kaladin. Había unos cien hombres buenos en este nuevo grupo.

—¿Cuál? Más vale que sea lo bastante alto para cargar con el puente.

—Oh, es bastante alto —dijo Gaz, señalando a unos cuantos esclavos para que se apartasen—. Y buen trabajador también.

Los hombres se quitaron de en medio, revelando a uno de ellos que estaba de pie al fondo. Era un poco más bajo que la media, pero tenía la altura suficiente para cargar un puente.

Pero tenía la piel moteada roja y negra.

—¿Un parshmenio? —preguntó Kaladin. A su lado, Teft maldijo entre dientes.

—¿Por qué no? Son esclavos perfectos —dijo Gaz—. Nunca replican.

—¡Pero estamos en guerra con ellos! —exclamó Teft.

—Estamos en guerra con una tribu de rarezas —respondió Gaz—. Los de las Llanuras Quebradas son muy distintos a los tipos que trabajan para nosotros.

Eso, al menos, era cierto. Había un montón de parshmenios en el campamento, y a pesar de sus marcas en la piel había pocas similitudes entre ellos y los guerreros parshendi. Ninguno tenía las extrañas protuberancias de caparazón parecido a una armadura, por ejemplo. Kaladin observó al hombre, recio y calvo. El parshmenio miraba al suelo: solo llevaba un taparrabos y tenía aire de aturdimiento. Sus dedos eran más gruesos que los de los humanos, los hombros más recios, los muslos más anchos.

—Está domesticado —dijo Gaz—. No tenéis que preocuparos.

—Creía que los parshmenios eran demasiado valiosos para utilizarlos en las cargas —dijo Kaladin.

—Es solo un experimento. La brillante Hashal quiere conocer sus opciones. Encontrar hombres suficientes ha sido difícil últimamente, y los parshmenios podrían ayudar a rellenar huecos.

—Esto es una locura, Gaz —dijo Teft—. No me importa si está «domesticado» o no. Pedirle que cargue un puente contra otros de su especie es pura idiotez. ¿Y si nos traiciona?

Gaz se encogió de hombros.

—Ya veremos si pasa.

—Pero…

—Déjalo, Teft —dijo Kaladin—. Tú, parshmenio, ven conmigo.

Se volvió para bajar por la colina. El parshmenio lo siguió, diligente. Teft maldijo y lo siguió también.

—¿Qué truco crees que tiene planeado? —preguntó Teft.

—Creo que es lo que dice. Una prueba para ver si pueden confiar a los parshmenios la carga de los puentes. Tal vez hará lo que le digan. O tal vez se niegue a correr, o intentará matarnos. Ella ganará de todas formas.

—¡Por el aliento de Kelek! —maldijo Teft—. Nuestra situación es más oscura que el estómago de un comecuernos. Esa mujer nos verá muertos, Kaladin.

—Lo sé.

Kaladin miró al parshmenio por encima del hombro. Tenía la cara un poco más ancha que la mayoría, pero a Kaladin todos le parecían iguales.

Los otros miembros del Puente Cuatro se habían alineado ya cuando Kaladin regresó. Miraron con sorpresa e incredulidad al parshmenio. Kaladin se detuvo ante ellos, con Teft a su lado y el parshmenio detrás. Tenerlo a sus espaldas le inquietaba. Se hizo a un lado con disimulo. El parshmenio se quedó donde estaba, la mirada gacha, los hombros encogidos.

Kaladin miró a los demás. Habían comprendido lo que pasaba, y mostraban su hostilidad.

«Padre Tormenta —pensó Kaladin—. Hay algo peor en este mundo que ser un hombre de los puentes. Es ser un parshmenio de los puentes». Los parshmenios podían costar más que la mayoría de los esclavos, pero lo mismo pasaba con los chulls. De hecho, la comparación era buena, porque los parshmenios eran tratados como animales.

Ver la reacción de los otros hizo a Kaladin compadecer a la criatura. Y eso hizo que se enfadara consigo mismo. ¿Siempre tenía que reaccionar de esta forma? Ese parshmenio era peligroso, una distracción para los otros hombres, un factor con el que no podían contar.

Un problema.

«Convierte un problema en una ventaja siempre que puedas…». Esas palabras las había dicho un hombre que solo se preocupaba por su pellejo.

«A la tormenta —pensó Kaladin—. Soy un imbécil. Un completo idiota. Esto no es lo mismo. En absoluto».

—Parshmenio —preguntó—. ¿Tienes nombre?

El hombre negó con la cabeza. Los parshmenios rara vez hablaban. Podían hacerlo, pero había que pincharlos.

—Bueno, tenderemos que llamarte algo. ¿Qué tal Shen?

El hombre se encogió de hombros.

—Muy bien, pues —le dijo Kaladin a los demás—. Este es Shen. Ahora es uno de nosotros.

—¿Un parshmenio? —preguntó Lopen, que holgazaneaba junto al barracón—. No me gusta, gancho. Fíjate cómo me mira.

—Nos matará cuando estemos dormidos —añadió Mosh.

—No, esto es buena cosa —dijo Cikatriz—. Lo pondremos a correr delante. Recibirá las flechas en vez de uno de nosotros.

Syl se posó en el hombro de Kaladin y miró al parshmenio. Sus ojos estaban llenos de pena.

«Si derrocaras a los ojos claros y pusieras en el poder a los tuyos, los abusos seguirían produciéndose. Simplemente, los sufriría otra gente».

Pero ese era un parshmenio.

«Tienes que hacer todo lo posible por seguir con vida…».

—No —dijo Kaladin—. Shen es uno de nosotros ahora. No me importa lo que fuera antes. No me importa lo que fuera ninguno de vosotros. Somos el Puente Cuatro. Y él también.

—Pero… —empezó a decir Cikatriz.

—No —dijo Kaladin—. No voy a tratarlo como los ojos claros nos tratan a nosotros, Cikatriz. Y no hay más que hablar. Roca, búscale un chaleco y unas sandalias.

Los hombres del puente se dispersaron, todos menos Teft.

—¿Qué hay de nuestros…, planes? —preguntó en voz baja.

—Seguiremos adelante —dijo Kaladin. —Teft pareció incómodo—. ¿Qué va a hacer, Teft? —preguntó Kaladin—. ¿Delatarnos? Nunca he oído a un parshmenio decir más de una sola palabra seguida. Dudo que pueda actuar como espía.

—No sé —gruñó Teft—. Pero nunca me han gustado. Parece que pueden hablar unos con otros sin emitir sonido alguno. No me gusta su aspecto.

—Teft —dijo Kaladin llanamente—, si rechazáramos a los hombres de los puentes basándonos en su aspecto, te habríamos echado hace semanas por esa cara que tienes.

Teft gruñó. Luego sonrió.

—¿Qué pasa? —preguntó Kaladin.

—Nada. Es que…, por un momento me has recordado tiempos mejores. Antes de que te cayera esta tormenta encima. Eres consciente de las posibilidades ¿no? ¿De liberarnos, de escapar de un hombre como Sadeas?

Kaladin asintió solemnemente.

—Bien —dijo Teft—. Y ya que no te sientes inclinado a hacerlo, yo no le quitaré ojo a nuestro amigo «Shen». Podrás darme las gracias después de que le impida clavarte un cuchillo por la espalda.

—No creo que tengamos que preocuparnos.

—Eres joven. Yo soy viejo.

—¿Y eso te hace más sabio?

—Condenación, no —dijo Teft—. Lo único que demuestra es que tengo más experiencia estando vivo que tú. Lo vigilaré. Tú entrena al resto de este penoso grupo para… —Se calló y miró alrededor—. Para que no tropiecen unos con otros en el momento en que alguien los amenace. ¿Me entiendes?

Kaladin asintió. Aquello se parecía mucho a lo que le decía uno de sus antiguos sargentos. Teft insistía en no hablar del pasado de nadie, pero nunca había parecido tan abatido como los demás.

—Muy bien —dijo Kaladin—, asegúrate de que los hombres cuiden de su equipo.

—¿Qué vas a hacer tú?

—Caminar. Y pensar.

Una hora más tarde, Kaladin seguía deambulando por el campamento de Sadeas. Tendría que volver al aserradero pronto: sus hombres tenían de nuevo servicio en el puente, y solo les habían dado unas pocas horas libres para cuidar del equipo.

De joven, Kaladin no comprendía por qué su padre salía a menudo a caminar para pensar. Cuanto mayor se hacía, más imitaba sus costumbres. Caminar, moverse, afectaba de algún modo su mente. El paso constante de tiendas, alternancias de colores, hombres yendo y viniendo creaban una sensación de cambio, y eso hacía que sus pensamientos quisieran moverse también.

«No escatimes apuestas con tu vida, Kaladin —decía siempre Durk—. No pongas un chip cuando tienes una bolsa llena de marcos. Apuéstalo todo o deja la mesa».

Syl bailaba ante él, saltando de hombro a hombro en medio de la calle abarrotada. De vez en cuando se posaba en la cabeza de alguien que venía de frente y se quedaba allí sentada, las piernas cruzadas, mientras pasaba ante Kaladin. Todas sus esferas estaban sobre la mesa. Estaba decidido a ayudar a los hombres del puente. Pero algo lo acuciaba, una preocupación que no podía explicar todavía.

—Pareces preocupado —dijo Syl, posándose en su hombro. Llevaba una gorra y una chaqueta sobre su vestido habitual, como imitando a los tenderos cercanos. Pasaron ante la tienda del boticario. Kaladin apenas se molestó en mirarla. No tenía savia de matopomo que vender. Pronto se quedaría sin suministros.

Le había dicho a sus hombres que los entrenaría para luchar, pero eso llevaría tiempo. Y cuando estuvieran entrenados ¿cómo conseguirían lanzas en los abismos que los ayudaran a escapar? Hacerse con ellas sería difícil, considerando cómo los registraban. Podían empezar a luchar en la búsqueda misma, pero eso solo pondría en alerta al campamento entero.

Problemas, problemas. Cuanto más pensaba, más imposible parecían sus propósitos.

Se dirigió hacia un grupo de soldados de uniforme verde bosque. Sus ojos marrones los señalaban como ciudadanos comunes, pero los nudos blancos de sus hombros decían que eran ciudadanos con cargo. Sargentos y jefes de pelotón.

—¿Kaladin? —preguntó Syl.

—Liberar a los hombres del puente es la tarea más grande a la que me he enfrentado jamás. Mucho más difícil que mis otros intentos de huida como esclavo, y fracasé todas esas veces. No puedo dejar de preguntarme si estoy preparando otro desastre.

—Esta vez será diferente, Kaladin —dijo Syl—. Lo noto.

—Parece algo que diría Tien. Antes de que lo preguntes, no voy a dejarme llevar de nuevo por la desesperación. Pero no puedo ignorar lo que me ha pasado. Empezó con Tien. Desde ese momento, parece que siempre que he elegido gente a la que proteger han acabado muertos. Siempre. Es suficiente para hacer que me pregunte si el Todopoderoso me odia.

Ella frunció el ceño.

—Creo que te portas como un necio. Además, si acaso, odiaría a la gente que murió, no a ti. Tú viviste.

—Supongo que es egoísmo centrarlo todo en mí. Pero, Syl, yo sobrevivo siempre, cuando casi nadie más lo hace. Una y otra vez. Mi antiguo pelotón de lanceros, la primera cuadrilla con la que corrí, numerosos esclavos a los que intenté ayudar a escapar. Hay un patrón. Cada vez me cuesta más trabajo ignorarla.

—Tal vez el Todopoderoso te protege.

Kaladin se detuvo en la calle. Un soldado que pasaba maldijo y lo empujó a un lado. Algo en toda esa conversación era un error. Kaladin se acercó a un barril de lluvia colocado entre dos recias tiendas de paredes de piedra.

—Syl —dijo—. Has mencionado al Todopoderoso.

—Lo hiciste tú primero.

—Ignora eso ahora. ¿Crees en el Todopoderoso? ¿Sabes si existe realmente?

Syl ladeó la cabeza.

—No lo sé. Mmm. Bueno, hay muchas cosas que no sé. Pero esta debería saberla. Creo. ¿Tal vez? —Parecía muy perpleja.

—Yo no estoy seguro de si creo o no —dijo Kaladin, contemplando la calle—. Mi madre creía, y mi padre siempre hablaba con reverencia de los Heraldos. Creo que también creía, pero tal vez solo porque se dice que las tradiciones curativas proceden de los Heraldos. Los fervorosos nos ignoran a los hombres de los puentes. Cuando estaba en el ejército de Amaram, visitaban a los soldados, pero no he visto a ninguno por aquí. No he pensado mucho en el tema. No parece que creer ayudara nunca a ningún soldado.

—Entonces, si no crees, no hay ningún motivo para pensar que el Todopoderoso te odia.

—Excepto que si no hay ningún Todopoderoso, puede que haya otra cosa —dijo Kaladin—. No sé. Muchos de los soldados que conocí eran supersticiosos. Hablaban de cosas como la Antigua Magia y la Vigilante Nocturna, cosas que podían traer mala suerte. Yo me burlaba de ellos. ¿Pero cuánto tiempo puedo seguir ignorando esa posibilidad? ¿Y si todos estos fracasos pueden achacarse a algo así?

Syl parecía perturbada. La gorra y la chaqueta que llevaba puestas se disolvieron en bruma, y se abrazó como si sus comentarios le provocaran frío.

Odium reina…

—Syl —dijo él, recordando su extraño sueño—. ¿Has oído hablar de algo llamado Odium? No me refiero al sentimiento, sino a…, una persona o algo llamado por ese nombre.

Syl siseó de repente. Fue un sonido feroz, preocupante. Saltó de su hombro, convirtiéndose en una veta de luz, y se ocultó bajo los aleros del edificio de al lado.

Kaladin parpadeó.

—¿Syl? —dijo, llamando la atención de dos lavanderas que pasaban. La spren no volvió a aparecer. Kaladin cruzó los brazos. La palabra la había espantado. ¿Por qué?

Una intensa serie de imprecaciones interrumpió sus pensamientos. Kaladin dio media vuelta y vio a un hombre salir de un hermoso edificio de piedra al otro lado de la calle. Empujaba ante él a una mujer medio desnuda. El hombre tenía brillantes ojos azules, y su guerrera, que llevaba en un brazo, tenía en el hombro nudos rojos. Un oficial ojos claros, de no muy alto rango. Tal vez séptimo dahn.

La mujer cayó al suelo. Se agarró el escote abierto del vestido, llorando, el largo pelo negro atado con dos lazos rojos. El vestido era de mujer ojos claros, excepto que ambas mangas eran cortas, la mano segura al descubierto. Una cortesana.

El oficial continuó injuriando mientras se ponía la guerrera. No la abotonó. En cambio, dio un paso adelante y le dio a la prostituta una patada en el vientre. La mujer jadeó, los dolorspren brotaron del suelo y se congregaron a su alrededor. Nadie en la calle se detuvo, aunque la mayoría apretó el paso, las cabezas gachas.

Kaladin gruñó, saltó y se abrió paso entre un grupo de soldados. Entonces se detuvo. Tres hombres de azul salieron de la multitud y se situaron entre la mujer caída y el oficial de rojo. Solo uno era ojos claros, a juzgar por los nudos de sus hombros. Nudos dorados. Un oficial de alto rango, en efecto, segundo o tercer dahn. Obviamente no pertenecían al ejército de Sadeas, no con aquellas guerreras bien planchadas.

El oficial de Sadeas vaciló. El oficial de azul detuvo la mano en el pomo de su espada. Los otros dos empuñaban finas alabardas con brillantes cabezas de media luna.

Un grupo de soldados de rojo salió de entre la multitud y empezó a rodear a los de azul. El aire se volvió tenso, y Kaladin advirtió que la calle, bulliciosa unos momentos antes, se vaciaba rápidamente. Prácticamente se había quedado allí solo, el único que miraba a los tres hombres de azul, rodeados ahora por siete de rojo. La mujer seguía en el suelo, lloriqueando. Se agazapó junto al oficial de azul.

El hombre que la había golpeado, un bruto de pobladas cejas con una maraña de pelo negro despeinado, empezó a abotonarse el lado derecho de la guerrera.

—No pertenecéis a este lugar, amigos. Parece que os habéis equivocado de campamento.

—Tenemos asuntos legítimos —dijo el oficial de azul. Tenía el pelo dorado, moteado de negro alezi, y un rostro atractivo. Tendió la mano como si deseara estrechársela al oficial de Sadeas—. Vamos —dijo afablemente—. Sea cual sea tu problema con esta mujer, estoy seguro de que puede resolverse sin ira ni violencia.

Kaladin retrocedió hacia el alero donde se había escondido Syl.

—Es una puta —dijo el hombre de Sadeas.

—Eso ya lo veo —replicó el hombre de azul. Mantuvo la mano tendida.

El oficial de rojo la escupió.

—Comprendo —dijo el rubio. Retiró la mano, y líneas retorcidas de bruma se congregaron en el aire, solidificándose en sus manos mientras las alzaba en postura ofensiva. Apareció una enorme espada, tan larga como la altura del hombre.

Goteaba agua que se había condensado en su fría y titilante longitud. Era hermosa, larga y sinuosa, su único filo ondulado como una anguila y curvado hacia la punta. La parte trasera tenía delicadas protuberancias, como formaciones cristalinas.

El oficial de Sadeas retrocedió y cayó, la cara pálida. Los soldados de rojo se dispersaron. El oficial los maldijo (la maldición más vil que Kaladin había oído jamás), pero ninguno volvió para ayudarlo. Con una última mirada de odio, volvió a subir los escalones del edificio.

La puerta se cerró, dejando la calle extrañamente en silencio. Kaladin era la única persona presente además de los soldados de azul y la cortesana caída. El portador de esquirlada lo miró, pero obviamente juzgó que no era ninguna amenaza. Clavó la espada en las piedras; la hoja se hundió con facilidad y se quedó allí, con la empuñadura mirando al cielo.

El joven portador le tendió la mano a la prostituta caída.

—Por curiosidad, ¿qué le has hecho?

Vacilante, ella aceptó su mano y permitió que la ayudara a ponerse en pie.

—Se negó a pagar, diciendo que su reputación hacía que fuera un placer para mí. —Hizo una mueca—. Me dio la primera patada después de que yo hiciera un comentario sobre su «reputación». Al parecer no era tal como el creía.

El brillante señor se echó a reír.

—Te sugiero que insistas en que te paguen primero a partir de ahora. Te escoltaremos a la frontera. Te aconsejo que no regreses en un tiempo al campamento de Sadeas.

La mujer asintió, todavía sujetándose la parte frontal del vestido. Su mano segura seguía al descubierto. Delgada, con piel bronceada, los dedos largos y delicados. Kaladin se quedó mirándola, y al advertirlo se ruborizó. Ella se acercó al brillante señor mientras sus dos camaradas vigilaban la calle, las alabardas preparadas. Incluso con el pelo despeinado y el maquillaje corrido, era bastante bonita.

—Gracias, brillante señor. ¿Quizá podría interesarte? No te cobraría nada.

El joven brillante señor alzó una ceja.

—Tentador —dijo—, pero mi padre me mataría. Es un poco anticuado.

—Una lástima —dijo la mujer, apartándose de él y cubriéndose torpemente el pecho mientras se metía la mano en la manga. Sacó un guante para su mano segura—. ¿Tu padre es bastante remilgado, entonces?

—Podríamos decir que sí —el brillante señor se volvió hacia Kaladin—. Eh, chico del puente.

¿Chico del puente? Este noble parecía solo unos pocos años mayor que Kaladin.

—Corre a ver al brillante señor Reral Makoram —dijo exportador, lanzándole algo. Una esfera. Chispeó a la luz antes de que Kaladin la capturara—. Está en el Sexto Batallón. Dile que Adolin Kholin no irá a la reunión de hoy. Le enviaré noticias para celebrarla en otro momento.

Kaladin miró la esfera. Un chip de esmeralda. Más de lo que él ganaba normalmente en dos semanas. Alzó la cabeza. El joven brillante señor y sus dos hombres se marchaban ya, seguidos por la prostituta.

—Corriste a ayudarla —dijo una voz. Al levantar la vista vio a Syl que flotaba hasta posarse en su hombro—. Ha sido muy noble de tu parte.

—Los otros llegaron primero —respondió Kaladin. «Y uno de ellos era un ojos claros, nada menos. ¿Qué le importaba?».

—De todas formas, trataste de ayudar.

—Una tontería. ¿Qué habría hecho? ¿Pelear con un ojos claros? Eso me habría echado encima a la mitad de los soldados del campamento, y la prostituta habría recibido una paliza aún mayor por provocar un altercado semejante. Podría haber acabado muerta por mi culpa.

Guardó silencio. Eso se parecía mucho a lo que había estado diciendo antes.

No podía ceder a la suposición de que estaba maldito, o tenía mala suerte, o lo que fuera. La superstición nunca llevaba a ninguna parte. Pero tenía que admitir que el patrón era preocupante. Si actuaba como siempre, ¿cómo podía esperar resultados diferentes? Tenía que intentar algo nuevo. Cambiar, de algún modo. Esto iba a requerir algo más que pensar.

Kaladin empezó a regresar al aserradero.

—¿No vas a hacer lo que pidió el brillante señor? —dijo Syl. No mostraba ningún efecto duradero de su súbito miedo; era como si quisiera fingir que no había sucedido.

—¿Después de la forma en que me ha tratado? —replicó Kaladin.

—No fue tan mala.

—No voy a inclinarme ante ellos —dijo Kaladin—. Estoy harto de correr a su capricho solo porque quieren que lo haga. Si tanto le preocupa el mensaje, debería haber esperado a asegurarse de que yo estaba dispuesto a obedecer.

—Aceptaste su esfera.

—Ganada con el sudor de los ojos oscuros a los que explota.

Syl guardó silencio un momento.

—Esta oscuridad que hay en ti cuando hablas me asusta, Kaladin. Dejas de ser tú mismo cuando piensas en los ojos claros.

Él no respondió; tan solo continuó su camino. No le debía nada a aquel brillante señor, y además, tenía órdenes de volver al aserradero.

Pero el hombre había intervenido para proteger a la mujer.

«No —se dijo Kaladin—, solo buscaba un modo de avergonzar a uno de los oficiales de Sadeas. Todo el mundo sabe que hay tensión entre los campamentos».

Y eso fue todo lo que se permitió pensar sobre el tema.

El camino de los reyes
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