CINCO AÑOS Y MEDIO ANTES

—Kaladin, mira esta roca —dijo Tien—. Cambia de color cuando la miras desde diferentes lados.

Kal se volvió desde la ventana y miró a su hermano. Con casi trece años ya, Tien había pasado de ser un niño ansioso a ser un adolescente ansioso. Aunque había crecido, seguía siendo pequeño para su edad, y su mata de pelo negro y marrón seguía negándose a estar ordenada. Estaba sentado junto a la mesa de maderazorca lacada, los ojos al nivel de la brillante superficie, mirando una piedra pequeña y abultada.

Kal estaba sentado en un banco pelando largorraíces con un cuchillo corto. Las raíces marrones estaban sucias por fuera y pegajosas cuando las cortaba, así que trabajaba con los dedos cubiertos de una densa capa de crem. Terminó con una raíz y se la entregó a su madre, que la lavó y la cortó antes de echarla a la olla de guiso.

—Madre, mira esto —dijo Tien. La luz del atardecer entraba por la ventana a sotavento, bañando la mesa—. Desde este lado, la roca chispea de rojo, pero desde el otro lado es verde.

—Tal vez sea mágica —dijo Hesina. Fue echando en el agua trozo tras trozo de largorraíz, cada salpicadura con una nota levemente distinta.

—Creo que lo es. O tiene un spren. ¿Viven los spren en las rocas?

—Los spren viven en todo —respondió Hesina.

—No pueden vivir en todo —dijo Kal, dejando caer una monda en el cubo que había a sus pies. Miró por la ventana, contemplando el camino que llevaba de la ciudad a la mansión del consistor.

—Sí que viven —dijo Hesina—. Los spren aparecen cuando algo cambia: cuando aparece el miedo, o cuando empieza a llover. Son el corazón del cambio, y por tanto el corazón de todas las cosas.

—Esta largorraíz —dijo Kal, alzándola escéptico.

—Tiene un spren.

—¿Y si la cortas?

—Cada trozo tiene un spren. Solo que más pequeño.

Kal frunció el ceño y miró el largo tubérculo. Crecían en las grietas de piedra donde se acumulaba el agua. Sabían levemente a minerales, pero eran fáciles de cultivar. Su familia necesitaba comida que no costara mucho, hoy en día.

—Así que comemos spren —dijo Kal tristemente.

—No, comemos las raíces.

—Cuando tenemos que hacerlo —añadió Tien con una mueca.

—¿Y los spren? —insistió Kal.

—Son liberados y pueden regresar a dondequiera que vivan.

—¿Tengo yo un spren? —preguntó Kal, mirándose el pecho.

—Tienes un alma, querido. Eres una persona. Pero las partes de tu cuerpo bien pueden tener spren viviendo en ellas. Son muy pequeños.

Tien se pellizcó, como intentando hacer salir a los diminutos spren.

—La mierda —dijo Kal de pronto.

—¡Kal! —exclamó Hesina—. No se habla así en la mesa.

—La mierda —dijo Kal, tozudo—. ¿Tiene spren?

—Supongo que sí.

—Mierdaspren —dijo Tien, y se echó a reír.

Su madre continuó cortando.

—¿Por qué todas estas preguntas de repente?

Kal se encogió de hombros.

—Yo…, no lo sé. Porque sí.

Últimamente había estado pensando en cómo funcionaba el mundo, en lo que iba a hacer con su lugar en él. Los otros chicos de su edad no se hacían esas preguntas. La mayoría sabía qué les deparaba el futuro. Trabajar en los campos.

Pero Kal tenía una opción. A lo largo de los últimos meses finalmente había tomado su decisión. Sería soldado. Ya tenía quince años, y podía presentarse voluntario cuando el siguiente reclutador pasara por el pueblo. Pensaba hacer justo eso. No más dudas. Aprendería a luchar. Eso era el final de la discusión, ¿no?

—Quiero comprender —dijo—. Solo quiero que todo tenga sentido.

Su madre sonrió. Iba vestida con su traje marrón de trabajo, el pelo recogido en una cola, la parte superior oculta bajo un pañuelo amarillo.

—¿Qué? —preguntó él—. ¿Por qué sonríes?

—¿«Solo» quieres que todo tenga sentido?

—Sí.

—Pues la próxima vez que los fervorosos vengan al pueblo a quemar plegarias y Elevar las Llamadas de la gente, les transmitiré el mensaje. Hasta entonces, sigue pelando raíces.

Kal suspiró, pero hizo lo que le decía. Miró de nuevo por la ventana, y casi dejó caer la raíz de sorpresa. El carruaje. Bajaba por el camino de la mansión. Sintió un aleteo de vacilación nerviosa. Creía haberlo planeado, pero ahora que llegaba el momento, quiso seguir sentado pelando raíces. Sin duda habría otra oportunidad…

No. Se levantó, intentando que la ansiedad no se le notara en la voz.

—Voy a enjuagarme. —Mostró sus dedos cubiertos de crem.

—Tendrías que haber lavado las raíces primero, como te dije —advirtió su madre.

—Lo sé —respondió Kal. ¿Sonó falso su suspiro de pesar?— Las lavaré ahora mismo.

Hesina no dijo nada mientras él recogía las raíces restantes, cruzaba la puerta, el corazón martilleándole, y salía a la luz de la tarde.

—¿Ves? —dijo Tien desde atrás—. Desde este lado es verde. No creo que sea un spren, madre. Es la luz. Hace que la roca cambie…

La puerta se cerró. Kal soltó los tubérculos y corrió por las calles de Piedralar, dejando atrás hombres que cortaban madera, mujeres que vaciaban cubos, y un grupo de abuelos que estaban sentados en los escalones y contemplaban la puesta de sol. Metió las manos en un barril de lluvia, pero no se detuvo mientras se las sacudía. Rodeó la casa de Mabrow el porquero, dejó atrás el abrevadero común, el gran agujero abierto en la roca en el centro del pueblo para recoger lluvia, y siguió corriendo a lo largo de la pared rompiente, la empinada falda de la montaña contra la que habían construido el pueblo para protegerlo de las tormentas.

Aquí encontró un bosquecillo de árboles tocopeso. Nudosos y tan altos como un hombre, solo les crecían hojas en la parte de sotavento, y corrían por todo el árbol como los peldaños de una escalera, agitándose con la fresca brisa. Mientras Kal se acercaba, las grandes hojas como estandartes se cerraron en torno a los troncos, creando una serie de sonidos restallantes.

El padre de Kal estaba al otro lado, las manos a la espalda. Estaba esperando donde la carretera de la mansión pasaba ante Piedralar. Lirin se volvió con un sobresalto y reparó en Kal. Llevaba sus mejores ropas: un abrigo azul, abotonado a los lados, como los de los ojos claros. Pero eran sus pantalones blancos los que mostraban signos de desgaste. Estudió a Kal a través de sus gafas.

—Voy contigo —estalló Kal—. A la mansión.

—¿Cómo lo sabías?

—Lo sabe todo el mundo. ¿Crees que no iban a hablar si el brillante señor Roshone te invita a cenar? ¿A ti, nada menos?

Lirin desvió la mirada.

—Le dije a tu madre que te mantuviera ocupado.

—Lo intentó. —Kal sonrió—. Probablemente me caerá una tormenta encima cuando encuentre esas largorraíces tiradas delante de la puerta.

Lirin no dijo nada. El carruaje se detuvo cerca, las ruedas rechinando contra la piedra.

—No será una comida agradable y tranquila, Kal —dijo Lirin.

—No soy tonto, padre.

Cuando le dijeron a Hesina que no hacía falta que siguiera trabajando en el pueblo… Bueno, había un motivo por el que se habían visto reducidos a comer largorraíces.

—Si vas a enfrentarte a él, tendrías que tener a alguien que te apoyara.

—¿Y ese alguien eres tú?

—Soy todo lo que tienes.

El cochero se aclaró la garganta. No se bajó a abrir la portezuela como había hecho con el brillante señor Roshone.

Lirin miró a Kal.

—Si me envías de vuelta, me iré —dijo el muchacho.

—No. Ven conmigo si quieres.

Lirin se acercó al carruaje y abrió la portezuela. No era el bonito y elegante vehículo dorado que usaba Roshone, sino el segundo carruaje, el marrón y más viejo. Kal subió, sintiendo un arrebato de emoción por la pequeña victoria…, y una medida igual de pánico.

Iban a enfrentarse a Roshone. Por fin.

Los asientos del interior del carruaje eran sorprendentes, la tela roja que los cubría más suave que nada que Kal hubiera palpado. Se sentó, y el asiento era sorprendentemente mullido. Lirin se sentó frente a él, cerró la portezuela, y el cochero dio un latigazo a sus caballos. El vehículo dio la vuelta y volvió a subir por el camino. Por blando que fuera el asiento, el trayecto fue terriblemente dificultoso, y las sacudidas hicieron que los dientes de Kal castañetearan unos contra otros. Era peor que viajar en carro, aunque eso se debía probablemente a que iban más rápido.

—¿Por qué no querías que lo supiéramos, padre?

—No estaba seguro de venir.

—¿Qué otra cosa podías hacer?

—Marcharme. Llevaros a Kharbranth y escapar de este pueblo, de este reino y de las mezquindades de Roshone.

Kal parpadeó sorprendido. Nunca había pensado en eso. De repente todo pareció ampliarse. Su futuro cambió, adquiriendo una nueva forma. Padre, madre, Tien…, con él.

—¿De verdad?

Lirin asintió, ausente.

—Aunque no fuéramos a Kharbranth, estoy seguro de que muchos pueblos alezi nos aceptarían. La mayoría nunca ha tenido un cirujano que los cuide. Se las apañan como pueden con lugareños que han aprendido casi todo lo que saben con supersticiones o trabajando con los ocasionales chulls heridos. Incluso podríamos mudarnos a Kholinar: estoy lo bastante dotado como para encontrar trabajo como ayudante de físico allí.

—¿Por qué no nos vamos, entonces? ¿Por qué no nos hemos ido ya?

Lirin miró por la ventana.

—No lo sé. Deberíamos irnos. Tiene sentido. Tenemos dinero. Aquí no nos quieren. El consistor nos odia, la gente recela de nosotros, el propio Padre Tormenta parece querer aplastarnos. —Había algo en la voz de Lirin. ¿Pesar?—. Una vez intenté marcharme —dijo, en voz aún más baja—. Pero hay un lazo entre el hogar de un hombre y su corazón. He cuidado a esta gente, Kal. He ayudado a que sus hijos nacieran, he soldado sus huesos, he sanado sus heridas. Has visto lo peor de ellos, estos últimos años, pero hubo una época antes que eso, una buena época. —Se volvió hacia Kal, las manos unidas, mientras el carruaje seguía sacudiéndose—. Son míos, hijo. Y yo soy de ellos. Son mi responsabilidad, ahora que Wistiow se ha ido. No puedo dejárselos a Roshone.

—¿Aunque les guste lo que está haciendo?

—Sobre todo por eso. —Lirin se llevó una mano a la cabeza—. Padre Tormenta. Ahora que lo digo parece una necedad aún más grande.

—No. Lo comprendo. Creo. —Kal se encogió de hombros—. Supongo, bueno, que seguirán viniendo a vernos cuando estén enfermos. Se quejan pero siguen viniendo. Antes me preguntaba por qué.

—¿Y llegaste a alguna conclusión?

—Más o menos. Decidí que en el fondo preferían estar vivos para maldecirte unos cuantos días más. Es lo que hacen. Igual que lo que tú haces es curarlos. Y te daban dinero. Un hombre puede decir lo que quiera, pero pone sus esferas donde está su corazón. —Kal frunció el ceño—. Supongo que te apreciaban.

Lirin sonrió.

—Sabias palabras. Sigo olvidando que ya eres casi un hombre, Kal. ¿Cuándo creciste y te hiciste mayor?

«Aquella noche en que estuvieron a punto de robarnos —pensó Kal inmediatamente—. Aquella noche en que iluminaste a aquellos hombres en la puerta y demostraste que la valentía no tiene nada que ver con empuñar una lanza en la batalla».

—Pero te equivocas en una cosa —dijo Lirin—. Has dicho que me apreciaban. Todavía lo hacen. Oh, protestan…, siempre lo han hecho. Pero también nos dejan comida.

Kal se sorprendió.

—¿Eso hacen?

—¿Cómo crees que hemos estado comiendo estos últimos cuatro meses?

—Pero…

—Le tienen miedo a Roshone, así que callan. Dejaban la comida para tu madre cuando salía a limpiar, o la metían en el barril de agua cuando estaba vacío.

—Intentaron robarnos.

—Y esos mismos hombres también nos dieron comida.

Kal reflexionó mientras el carruaje llegaba a la mansión. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que visitó el gran edificio de dos plantas. Tenía el habitual tejado inclinado hacia la tormenta, pero era mucho más grande. Las paredes eran de gruesas piedras blancas, y tenía majestuosas columnas cuadrangulares en sotavento.

¿Vería aquí a Laral? Le avergonzaba lo poco que pensaba en ella últimamente.

Los terrenos delanteros de la mansión tenían un murete de piedra cubierto de todo tipo de plantas exóticas. Los rocabrotes se alineaban en la parte superior, sus enredaderas colgando por fuera. Manojos de bulbosas variedades de cortezapizarra crecían en el interior, rebosando de una gama de brillantes colores. Naranjas, rojos, amarillos y azules. Algunos macizos parecían montones de ropa, con pliegues esparcidos como abanicos. Otros crecían como cuernos. La mayoría tenían tentáculos como hilos que se agitaban al viento. El brillante señor Roshone prestaba mucha más atención a sus terrenos que Wistiow.

Dejaron atrás las columnas encaladas y atravesaron las gruesas puertas de madera. El vestíbulo tenía un techo bajo y estaba decorado con cerámicas; esferas de zirconio les daban un pálido tono azul.

Un alto sirviente con una larga casaca negra y una corbata púrpura brillante los recibió. Era Natir, el mayordomo ahora que Miliv había muerto. Lo habían traído de Dalilak, una gran ciudad costera del norte.

Natir los condujo a un comedor donde Roshone estaba sentado ante una gran mesa de nogal. Había ganado peso, aunque no lo suficiente para poder considerarlo gordo. Seguía teniendo aquella barba entrecana, y llevaba el pelo hasta el cuello, engominado. Tenía puestos pantalones blancos y un ajustado chaleco rojo sobre una camisa blanca.

Ya había empezado a comer, y los olores de las especias hicieron gruñir al estómago de Kal. ¿Cuánto tiempo había pasado desde la última vez que comió cerdo? Había cinco salsas distintas en la mesa, y el vino de Roshone era de un profundo y cristalino color naranja. Comía solo, sin hacer ningún caso a Lirin o a su hijo.

El sirviente les indicó una mesa preparada en una habitación contigua. Su padre le echó un vistazo y luego se dirigió a la mesa de Roshone y se sentó. Roshone se detuvo, la brocheta a medio camino de sus labios, la salsa marrón goteando sobre la mesa.

—Pertenezco al segundo nahn —dijo Lirin— y he recibido una invitación personal para comer contigo. Sin duda cumplirás los preceptos de rango lo suficiente para hacerme un sitio en tu mesa.

Roshone apretó los dientes, pero no puso objeciones. Inspirando profundamente, Kal se sentó junto a su padre. Antes de marcharse para unirse a la guerra en las Llanuras Quebradas, tenía que saberlo. ¿Era su padre un cobarde o un hombre de valor?

En casa, a la luz de las esferas, Lirin había parecido siempre débil. Trabajaba en su sala de operaciones, ignorando lo que la gente del pueblo decía sobre él. Le decía a su hijo que no podía practicar con la lanza y le prohibía que pensara en ir a la guerra. ¿No eran esas las acciones de un cobarde? Pero cinco meses antes, Kal había visto en él un valor que no esperaba.

Y a la tranquila luz azul del palacio de Roshone, Lirin miraba a los ojos de un hombre muy superior a él en rango, dinero y poder. Y no pestañeaba. El corazón de Kal latía descontrolado. Tuvo que esconder las manos en el regazo para no traicionar su nerviosismo.

Roshone hizo un gesto a un sirviente, y poco después prepararon nuevos cubiertos. La periferia de la habitación estaba oscura. La mesa de Roshone era una isla iluminada en una enorme extensión negra.

Había cuencos de agua para lavarse los dedos y recias servilletas blancas al lado. Una comida de ojos claros. Kal rara vez había paladeado nada tan bueno; trató de no quedar en ridículo mientras cogía vacilante una brocheta e imitaba a Roshone, usando su cuchillo para desprender el último trozo de carne y luego pinchándolo y mordiéndolo. La carne era sabrosa y tierna, aunque las especias eran mucho más picantes de lo que estaba acostumbrado.

Lirin no comió. Apoyó los codos en la mesa y vio comer al brillante señor.

—Quería ofrecerte la oportunidad de comer tranquilo antes de que habláramos de asuntos serios —dijo Roshone al cabo de un rato—. Pero no pareces inclinado a disfrutar de mi generosidad.

—No.

—Muy bien —dijo Roshone, cogiendo un trozo de pan ácimo de la cesta y envolviéndolo en su brocheta para desprender varios trozos de verdura a la vez y comérselas con el pan—. Entonces dime. ¿Cuánto tiempo piensas que puedes desafiarme? Tu familia está en la indigencia.

—Estamos bien —intervino Kal.

Lirin lo miró, pero no lo castigó por hablar.

—Mi hijo tiene razón. Podemos vivir. Y si eso no funciona, podemos marcharnos. No me doblegaré ante tu voluntad, Roshone.

—Si te marchas —dijo Roshone, alzando un dedo—, contactarás con tu nuevo consistor y le hablarás de las esferas que me has robado.

—Ganaría una investigación a ese respecto. Además, como cirujano, soy inmune a la mayoría de las demandas que pudieras hacer.

Era cierto. Los hombres que cumplían una función especial en las ciudades, junto con sus aprendices, disfrutaban de protección especial, incluso de los ojos claros. El código de ciudadanía legal vorin era tan complejo que Kaladin todavía tenía dificultades para entenderlo.

—Sí, ganarías una investigación —dijo Roshone—. Fuiste muy meticuloso, y preparaste los documentos exactos. Eras el único que estaba con Wistiow cuando los selló. Es extraño que ninguna de sus escribanas estuviera allí.

—Las escribanas le leyeron los documentos.

—Y salieron de la habitación.

—Porque el brillante señor Wistiow les ordenó salir. Lo han admitido, según creo.

Roshone se encogió de hombros.

—No necesito demostrar que robaste las esferas, cirujano. Solo tengo que continuar como hasta ahora. Sé que tu familia come migajas. ¿Cuánto tiempo seguirás haciéndolos sufrir por tu orgullo?

—No se dejarán intimidar. Ni yo tampoco.

—No te pregunto si os sentís intimidados. Os pregunto si pasáis hambre.

—En modo alguno —dijo Lirin, con voz seca—. Si nos falta algo de comer, podemos disfrutar con la atención que nos dispensas, brillante señor. Sentimos tus ojos vigilando, oímos tus susurros a los habitantes del pueblo. A juzgar por el grado de preocupación hacia nosotros, parece que eres tú quien se siente intimidado.

Roshone guardó silencio, la brocheta en su mano flácida, los brillantes ojos verdes entornados, los labios fruncidos. En la oscuridad, aquellos ojos casi parecían brillar. Kal tuvo que esforzarse para no sentirse aplastado bajo el peso de aquella mirada reprobadora. Los ojos claros como Roshone tenían un aire de mando.

«¡No es un auténtico ojos claros! Es un residuo. Veré a los ojos claros de verdad algún día. Hombres de honor», pensó Kal.

Lirin le sostuvo la mirada.

—Cada mes que resistimos es un golpe a tu autoridad. No puedes mandar arrestarme, ya que ganaría una investigación. Has intentado volver a los demás en mi contra, pero ellos saben, en el fondo, que me necesitan.

Roshone se inclinó hacia delante.

—No me gusta vuestro pueblo. —Lirin frunció el ceño ante la extraña respuesta—. No me gusta que me traten como a un exiliado —continuó Roshone—. No me gusta vivir tan lejos de todo lo que es importante. Y, sobre todo, no me gustan los ojos oscuros que se creen por encima de su posición.

—Me cuesta compadecerte.

Roshone hizo una mueca. Miró su comida, como si hubiera perdido todo el sabor.

—Muy bien. Hagamos un…, trato. Me quedaré con nueve décimas partes de las esferas. Puedes quedarte con el resto.

Kal se levantó, indignado.

—Mi padre nunca…

—Kal —cortó Lirin—. Puedo hablar por mí mismo.

—Pero no irás a hacer ningún trato.

Lirin no respondió inmediatamente. Por fin, dijo:

—Ve a las cocinas, Kal. Pregúntales si tienen comida más de tu gusto.

—Padre, no…

—Ve, hijo —la voz de Lirin era firme.

¿Era verdad? ¿Después de todo esto, iba a capitular su padre? Kal sintió que se ruborizaba y salió corriendo del comedor. Conocía el camino a las cocinas. Durante su infancia, a menudo había comido allí con Laral.

Se marchó no porque se lo hubieran dicho, sino porque no quería que su padre ni Roshone vieran sus emociones: a disgusto por haberse levantado para denunciar a Roshone cuando su padre planeaba hacer un trato, humillación porque su padre considerara siquiera hacerlo, frustración por ser expulsado. Kal advirtió para su desazón que estaba llorando. Pasó ante un par de soldados de la casa de Roshone que estaban de pie ante la puerta, iluminada solo por una débil lámpara de aceite en la pared. Sus rudos rasgos quedaban resaltados por sombras ambarinas.

Kal pasó rápidamente ante ellos y dobló una esquina antes de detenerse frente un macetero para lidiar con sus emociones. En el macetero había una parra de interior a punto de abrirse; unas cuantas flores como conos brotaban de su concha residual. La lámpara de la pared ardía con una luz diminuta y apagada. Estas eran las habitaciones traseras de la mansión, cerca de los aposentos del servicio, y no se usaban esferas para iluminarlas.

Kal trató de controlar su respiración. Se sentía como uno de los diez locos, en concreto Cabine, que actuaba como un niño a pesar de ser un adulto. ¿Pero qué podía pensar de las acciones de Lirin?

Se secó los ojos antes de entrar por las puertas oscilantes de las cocinas. Roshone todavía empleaba al chef de Wistiow, Barn, un hombre alto y delgado con un pelo oscuro que llevaba recogido en trenzas. Caminaba junto a las encimeras, dando instrucciones a diversos ayudantes mientras un par de parshmenios entraban y salían por las puertas traseras de la mansión, cargando con cajas de comida. Barn llevaba una larga cuchara de metal que golpeaba contra una olla o una sartén que colgaban del techo cada vez que daba una orden.

Apenas le dirigió a Kal una mirada con sus ojos marrones antes de decirle a uno de sus sirvientes que fuera a traer un poco de pan y arroz afrutado. Comida de niños. Kal se sintió todavía más cohibido cuando advirtió que Barn había sabido al instante por qué lo habían enviado a las cocinas.

Se dirigió al pequeño comedor adjunto para esperar la comida. Era una alcoba encalada con una mesa de superficie de pizarra. Se sentó, los codos sobre la mesa, la cabeza en las manos.

¿Por qué lo enfurecía tanto pensar que su padre podría comerciar con la mayor parte de las esferas a cambio de seguridad? Cierto, si eso sucedía no habría suficiente para enviarlo a Kharbranth. Pero él ya había decidido hacerse soldado. Así que no importaba, ¿no?

«Voy a unirme al ejército. Me escaparé y…».

De repente, ese sueño, ese plan, pareció increíblemente infantil. Pertenecía a un niño que tenía que comer comidas afrutadas y se merecía estar aparte cuando los hombres hablaban de temas importantes. Por primera vez, la idea de no formarse con los cirujanos lo llenó de pesar.

La puerta de las cocinas se abrió de golpe. Rillir, el hijo de Roshone, entró charlando con una persona que lo seguía.

—No sé por qué padre insiste en tenerlo todo tan oscuro por aquí. ¿Lámparas de aceite en los pasillos? ¿Puede haber algo más provinciano? Le vendría bien si yo pudiera ir a una cacería o dos. Podríamos sacar algo bueno de estar en este lugar tan remoto.

Rillir reparó en Kal allí sentado, pero pasó de largo como se puede advertir la presencia de un taburete o un estante para el vino: lo veías, pero por lo demás lo ignorabas.

Kal tenía los ojos clavados en la persona que seguía a Rillir. Laral. La hija de Wistiow.

Muchas cosas habían cambiado. Había pasado mucho tiempo, y verla le hizo recordar antiguas emociones. Vergüenza, excitación. ¿Sabía ella que sus padres esperaban que se casara con él? Verla de nuevo casi lo abrumó por completo. Pero no. Su padre podía mirar a Roshone a los ojos. Él podía hacer lo mismo con ella.

Kal se levantó y la saludó con un gesto de la cabeza. Ella lo miró y se sonrojó débilmente. La acompañaba una vieja ama: una carabina.

¿Qué había pasado con la Laral que conocía, la chica del pelo suelto amarillo y negro a la que le gustaba escalar rocas y correr por los campos? Ahora iba vestida con hermosas sedas amarillas, un vestido de ojos claros a la moda, su pelo perfectamente peinado teñido de negro para ocultar lo rubio. Llevaba la mano izquierda oculta recatadamente en la manga. Laral parecía una ojos claros.

Las riquezas de Wistiow (lo que quedaba) habían ido a parar a ella. Y cuando Roshone recibió autoridad sobre Piedralar y se le concedió la mansión y las tierras adyacentes, el alto príncipe Sadeas le había dado a Laral una dote en compensación.

—Tú —dijo Rillir, dirigiéndose a Kal y hablando con inmaculado acento de ciudad— sé buen chico y tráenos la cena. La tomaremos aquí en el comedor.

—No soy ningún criado.

—¿Y?

Kal se ruborizó.

—Si esperas algún tipo de propina o recompensa por traerme la comida…

—Yo no… Quiero decir… —Kal miró a Laral—. Díselo, Laral.

Ella apartó la mirada.

—Bueno, ve, muchacho —dijo ella—. Haz lo que te dicen. Tenemos hambre.

Kal la miró boquiabierto. Luego sintió que se ruborizaba todavía más.

—¡Yo no…, no voy a traeros nada! —consiguió decir—. No lo haría no importa cuántas esferas me ofrecieras. No soy ningún chico de los recados: soy cirujano.

—Oh, así que eres el hijo de ese

—Lo soy —dijo Kal, sorprendido de lo orgullosamente que sentía esas palabras—. No voy a dejarme amedrentar por ti, Rillir Roshone. Igual que mi padre no se deja amedrentar por el tuyo.

«Aunque pueden estar haciendo un trato ahora mismo…».

—Padre no mencionó lo divertido que eras —dijo Rillir, apoyándose contra la pared. Parecía una década mayor que Kal, no solo dos años—. ¿Así que te parece vergonzoso traerle a un hombre su comida? ¿Ser cirujano te hace ser mucho mejor que el personal de cocina?

—Bueno, no. Pero no es mi Llamada.

—¿Entonces cuál es tu Llamada?

—Curar a la gente enferma.

—Y si no como, ¿no me pondré enfermo? ¿No dirías entonces que es tu deber encargarte de que esté alimentado?

Kal frunció el ceño.

—Es…, bueno, no es lo mismo.

—A mí me parece muy similar.

—Mira, ¿por qué no vas y te traes tú mismo la comida?

—No es mi Llamada.

—¿Entonces cuál es tu Llamada? —replicó Kal, devolviéndole al joven sus propias palabras.

—Soy heredero consistor —dijo Rillir—. Mi deber es liderar…, ver que se hagan los trabajos y que la gente esté ocupada haciendo labores productivas. Y como tal, le doy a los ojos oscuros ociosos tareas para que sean útiles.

Kal vaciló, enfadado.

—Ya ves cómo funciona su pequeña mente —le dijo Rillir a Laral—. Como un fuego moribundo, quemando el poco combustible que tiene, expulsando humo. Ah, y mira, su cara se vuelve roja por el calor.

—Rillir, por favor —dijo Laral, posando la mano en su brazo.

Rillir la miró y se encogió de hombros.

—A veces eres tan provinciana como mi padre, querida.

Se irguió y, con una expresión de resignación, salió del comedor y se dirigió a las cocinas.

Kal se sentó con fuerza, casi lastimándose las piernas con el banco por la energía de su acción. Un pinche le trajo su comida y la depositó sobre la mesa, pero eso tan solo le recordó su infantilismo, así que no la comió: tan solo se quedó mirándola hasta que, al cabo de un rato, su padre entró en la cocina. Rillir y Laral se habían ido ya.

Lirin entró en el comedor y miró a Kal.

—No has comido.

Kal negó con la cabeza.

—Tendrías que haberlo hecho. Era gratis. Vamos.

Salieron en silencio a la noche oscura. El carruaje los esperaba, y pronto Kal se sentó de nuevo frente a su padre. El conductor ocupó su puesto, haciendo que el vehículo se estremeciera, y un chasquido del látigo puso a los caballos en movimiento.

—Quiero ser cirujano —dijo Kal de repente.

El rostro de su padre, oculto en las sombras, era ilegible. Pero cuando habló parecía confuso.

—Lo sé, hijo.

—No. Quiero ser cirujano. No quiero escaparme para ir a la guerra.

Silencio en la oscuridad.

—¿Estabas considerando eso? —preguntó Lirin.

—Sí —admitió Kal—. Era infantil. Pero he decidido que quiero aprender cirugía.

—¿Por qué? ¿Qué te ha hecho cambiar?

—Necesito saber cómo piensan —dijo Kal, indicando con un gesto la mansión—. Están entrenados para decir sus frases de forma retorcida, y tengo que poder enfrentarme a ellos y replicarles. No plegarme como…

—¿Cómo he hecho yo? —preguntó Lirin con un suspiro.

Kal se mordió los labios, pero tuvo que preguntar.

—¿Cuántas esferas accediste a darle? ¿Seguiré teniendo suficiente para ir a Kharbranth?

—No le di nada.

—Pero…

—Roshone y yo hablamos durante un rato, discutiendo sobre las cantidades. Fingí enfadarme y me marché.

—¿Fingiste? —preguntó Kal, confuso.

Su padre se inclinó hacia delante, susurrando para asegurarse de que el conductor no se enterara. Con el traqueteo y el ruido de las ruedas sobre la piedra, había poco riesgo de que así fuera.

—Tiene que creer que estoy dispuesto a ceder. La reunión de hoy tenía que dar la impresión de desesperación. Una fachada fuerte al principio, seguida de frustración, para hacerle pensar que me tiene en sus manos. Finalmente, una retirada. Me invitará de nuevo dentro de unos meses, después de hacerme «sudar».

—¿Pero no cederás entonces? —susurró Kal.

—No. Darle alguna de las esferas haría que desee con más ansia el resto. Estas tierras no producen como antes, y Roshone está casi arruinado por perder batallas políticas. Sigo sin saber qué alto señor era el responsable de enviarlo aquí para atormentarnos, aunque desearía tenerlo unos momentos en una habitación oscura…

La ferocidad con la que Lirin dijo aquellas palabras sorprendió a Kal. Era lo más cercano a la violencia que había oído jamás a su padre.

—¿Pero por qué has venido en primer lugar? —susurró Kal—. Dijiste que podíamos seguir resistiéndolo. Madre lo piensa también. No comeremos bien, pero no pasaremos hambre.

Su padre no respondió, aunque parecía preocupado.

—Tienes que hacerle creer que vamos a capitular —dijo Kal—. O que estamos a punto de hacerlo. Para que deje de buscar formas de someternos. Así centrará su atención en hacer un trato y no…

Kal se detuvo. Vio algo desconocido en los ojos de su padre. Algo parecido a la culpa. De repente, tuvo sentido. Un sentido frío, terrible.

—Padre Tormenta —susurró Kal—. Robaste las esferas, ¿verdad?

Su padre permaneció en silencio, ensombrecido y negro en el viejo carruaje.

—Por eso has estado tan tenso desde que murió Wistiow —susurró Kal—. La bebida, la preocupación… ¡Eres un ladrón! Somos una familia de ladrones.

El carruaje giró, y la luz violeta de Salas iluminó el rostro de Lirin. No parecía ni la mitad de ominoso desde ese ángulo; de hecho, parecía frágil. Unió las manos, los ojos reflejando la luz de la luna.

—Wistiow no estaba lúcido durante sus últimos días, Kal —susurró—. Yo sabía que, con su muerte, perderíamos la promesa de una unión. Laral no había llegado todavía al día de su mayoría de edad, y el nuevo consistor no permitiría que un ojos oscuros se quedara con su herencia por matrimonio.

—¿Y por eso le robaste? —Kal notó que se encogía.

—Me aseguré de que se cumplieran las promesas. Tenía que hacer algo. No podía confiar en la generosidad del nuevo consistor. Estaba en lo cierto, como puedes ver.

Todo este tiempo, Kal había asumido que Roshone los estaba acosando por malicia y rencor. Pero resultó que estaba justificado.

—No puedo creerlo.

—¿Cambia tanto? —susurró Lirin. Bajo la tenue luz, su cara parecía acosada—. ¿Qué es diferente ahora?

—Todo.

—Y sin embargo nada. Roshone sigue queriendo esas esferas, y nosotros seguimos mereciéndolas. Si Wistiow hubiera sido lúcido, nos las habría dado. Estoy seguro.

—Pero no lo hizo.

—No.

Las cosas eran iguales, pero diferentes. Un paso, y el mundo se ponía patas arriba. El villano se convertía en el héroe, el héroe en el villano.

—Yo… —dijo Kal—. No puedo decidir si lo que hiciste fue increíblemente valiente o increíblemente equivocado.

Lirin suspiró.

—Sé cómo te sientes. —Se echó hacia atrás—. Por favor, no le digas a Tien lo que hemos hecho.

Lo que «hemos» hecho. Hesina lo había ayudado.

—Cuando seas mayor, lo entenderás.

—Tal vez —dijo Kal, sacudiendo la cabeza—. Pero una cosa no ha cambiado. Quiero ir a Kharbranth.

—¿Incluso con unas esferas robadas?

—Encontraré un modo de devolverlas. No a Roshone. A Laral.

—Será una Roshone dentro de poco —dijo Lirin—. Debemos esperar un compromiso entre Rillir y ella antes de que acabe el año. Roshone no la dejará escapar, no ahora que ha perdido favor político en Kholinar. Ella representa una de las pocas posibilidades que tiene su hijo de hacer una alianza con una buena casa.

Kal sintió que el estómago se le revolvía ante la mención a Laral.

—Tengo que aprender. Tal vez pueda…

«¿Poder qué? —pensó Kal—. ¿Volver y convencerla de que deje a Roshone por mí? Ridículo».

Miró a su padre, que había inclinado la cabeza, entristecido. Era un héroe. Y un villano también. Pero un héroe para su familia.

—No se lo diré a Tien —susurró Kal—. Y voy a usar las esferas para viajar a Karbranth y estudiar. —Su padre alzó la cabeza—. Quiero aprender a enfrentarme a los ojos claros, como haces tú —indicó—. Cualquiera de ellos puede dejarme en ridículo. Quiero aprender a hablar como ellos, a pensar como ellos.

—Quiero que aprendas para que puedas ayudar a la gente, hijo. No para que puedas replicar a los ojos claros.

—Creo que puedo hacer ambas cosas. Puedo aprender a ser listo.

Lirin bufó.

—Eres bastante listo, hijo. Has heredado lo suficiente de tu padre para darle vueltas a cualquier ojos claros. La universidad te enseñará cómo, Kal.

—Quiero que empiecen a llamarme por mi nombre completo —replicó él, sorprendiéndose a sí mismo—. Kaladin.

Era un nombre de hombre. Siempre le había disgustado que pareciera el nombre de un ojos claros. Ahora parecía adecuado.

No era un granjero ojos oscuros, pero tampoco era un señor ojos claros. Algo intermedio. Kal fue un niño que quería unirse al ejército porque era lo que soñaban los otros niños. Kaladin sería un hombre que aprendería cirugía y todas las costumbres de los ojos claros. Y algún día regresaría a este pueblo y le demostraría a Roshone, Rillir y la mismísima Laral que se habían equivocado al despreciarlo.

—Muy bien —dijo Lirin—. Kaladin.

El camino de los reyes
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