«Quiero dormir. Sé por qué haces lo que haces, y te odio por ello. No hablaré de las verdades que veo».

Kakashah, 1173, 142 segundos antes de la muerte. Un marinero shin, dejado atrás por su tripulación, al parecer por traerles mala suerte. Muestra en general inútil.

—¿Ves? —Leyten giró la pieza de caparazón en sus manos—. Si lo ahueco, en el borde, permite que una espada (en este caso una flecha) se desvíe de la cara. No querría estropear esa sonrisita tuya.

Kaladin sonrió y cogió la pieza de armadura. Leyten la había manejado con maestría, poniendo agujeros para las cuerdas de cuero que la sujetarían a la pelliza. El abismo era frío y oscuro de noche. Con el cielo oculto, parecía una caverna. Solo el ocasional tintineo de una estrella en las alturas revelaba lo contrario.

—¿Cuándo las podrás tener terminadas? —le preguntó a Leyten.

—¿Las cinco? Al final de la noche, probablemente. El verdadero problema fue descubrir cómo manejarlas. —Golpeó el caparazón con los nudillos—. Es un material sorprendente. Casi tan duro como el acero, pero la mitad de pesado. Difícil de cortar o romper. Pero si lo perforas, toma forma fácilmente.

—Bien —dijo Kaladin—. Porque no quiero cinco juegos. Quiero una para cada hombre de la cuadrilla.

Leyten alzó una ceja.

—Si van a empezar a permitirnos que llevemos armadura —dijo Kaladin—, todo el mundo tendrá una. Excepto Shen, naturalmente.

Matal había accedido a dejarlo atrás en las carreras con el puente: ahora ni siquiera quería mirar a Kaladin.

Leyten asintió.

—Muy bien, pues. Pero será mejor que me procures alguna ayuda.

—Puedes utilizar a los heridos. Recogeremos tantos caparazones como podamos encontrar.

Su éxito se había traducido en más comodidades para el Puente Cuatro. Kaladin había argumentado que sus hombres necesitaban tiempo para buscar caparazones, y Hashal, sin poder hacer otra cosa, redujo la cuota de material recuperado. Seguía fingiendo, tan tranquila todo el tiempo, que la armadura había sido idea suya, e ignoraba la pregunta de cómo se le había ocurrido en primer lugar. Sin embargo, cuando Kaladin la miraba a los ojos, veía preocupación. ¿Qué otra cosa intentaría él? Hasta ahora, no se había atrevido a eliminarlo. No cuando gracias a él había recibido tantos halagos de Sadeas.

—¿Cómo acabó un aprendiz de armero en los puentes, por cierto? —preguntó Kaladin mientras Leyten se volvía a poner a trabajar. Era un hombre de fuertes brazos y rostro ovalado, recio, de pelo claro—. Los artesanos no suelen sufrir este destino.

Leyten se encogió de hombros.

—Cuando una pieza de armadura se rompe y un ojos claros recibe un flechazo en el hombro, hay que echarle la culpa a alguien. Estoy convencido de que mi maestro tiene un aprendiz de más especialmente para este tipo de situaciones.

—Bueno, su pérdida es nuestra buena fortuna. Nos vas a mantener con vida.

—Lo haré lo mejor que pueda, señor. —Sonrió—. No podrá ser peor con la armadura de lo que tú mismo hiciste. ¡Es sorprendente que el peto no se soltara!

Kaladin le dio una palmadita en el hombro y lo dejó trabajando, rodeado de un pequeño anillo de chips de topacio. Había recibido permiso para traerlos, tras explicar que sus hombres necesitaban luz para trabajar en las armaduras. Cerca, Lopen, Roca y Dabbid regresaban con otra carga de equipo recuperado. Syl volaba ante ellos, guiándolos.

Kaladin recorrió el abismo con una esfera de granate enganchada en una bolsita de cuero en el cinturón para iluminarse. El abismo se dividía aquí, creando una gran intersección triangular, un lugar perfecto para practicar con las lanzas. Lo bastante amplio para dar a los hombres espacio para practicar, pero lo bastante lejano de los puentes permanentes para que los vigías no oyeran ecos.

Kaladin daba las instrucciones iniciales cada día, y luego dejaba que Teft dirigiera el entrenamiento. Los hombres trabajaban a la luz de las esferas, pequeños montoncillos de chips de diamante en las esquinas de la intersección, apenas suficientes para ver bien. «Nunca pensé que envidiaría aquellos días practicando bajo el sol ardiente en el ejército de Amaram», pensó.

Se acercó al mellado Hobber y corrigió su pose antes de enseñarle cómo poner su peso detrás de los ataques con la lanza. Los hombres progresaban rápidamente, y los movimientos fundamentales demostraban su mérito. Algunos entrenaban con la lanza y el escudo, practicando poses donde alzaban las lanzas ligeras junto a la cabeza con el escudo levantado.

Los más hábiles eran Cikatriz y Moash. De hecho, Moash era sorprendentemente bueno. Kaladin se acercó a un lado y observó al hombre de cara de halcón. Estaba concentrado, los ojos intensos, la mandíbula apretada. Se movía ataque tras ataque; la docena de esferas le proporcionaban igual número de sombras.

Kaladin recordó haber sentido esa dedicación. Se había pasado un año así, tras la muerte de Tien, hasta agotarse cada día. Decidido a mejorar. Decidido a no dejar nunca que otra persona muriera por su falta de habilidad. Se había convertido en el mejor de su pelotón, y luego en el mejor de su compañía. Algunos decían que era el mejor lancero del ejército de Amaram.

¿Qué le habría sucedido si Tarah no le hubiera sacado de esa obstinación suya? ¿Se habría consumido, como decía?

—Moash —llamó Kaladin.

Moash se detuvo y se volvió hacia él. No abandonó la pose.

Kaladin le indicó que se acercara, y Moash trotó reacio hacia él. Lopen había dejado unos cuantos odres de agua para ellos, colgando de sus cuerdas junto a un puñado de Jaspers. Kaladin soltó uno y se lo lanzó a Moash. El otro hombre tomó un sorbo, y luego se enjuagó la boca.

—Estás mejorando —dijo Kaladin—. Probablemente eres el mejor que tenemos.

—Gracias.

—He advertido que sigues entrenando cuando Teft deja a los demás hacer un descanso. La dedicación es buena, pero no te agotes. Quiero que seas uno de los señuelos.

Moash sonrió de oreja a oreja. Todos los hombres se habían ofrecido voluntarios para ser uno de los cuatro que se unirían a Kaladin para distraer a los parshendi. Resultaba sorprendente. Meses atrás, Moash, junto con los demás, colocaba ansiosamente a los nuevos o los débiles en la parte delantera del puente, para que recibieran las flechas. Ahora, como un solo hombre, se ofrecían voluntarios para los trabajos más peligrosos.

«¿Te das cuenta de lo que podrías tener en estos hombres, Sadeas, si no estuvieras tan ocupado pensando en cómo hacerlos matar?»., pensó Kaladin.

—¿Qué es lo que te ocurre? —dijo Kaladin, señalando con la cabeza el oscuro campo de prácticas—. ¿Por qué te esfuerzas tanto? ¿Qué buscas?

—Venganza —respondió el otro hombre con el rostro sombrío.

Kaladin asintió.

—Yo perdí a alguien una vez. Porque no era lo bastante bueno con la lanza. Casi me maté practicando.

—¿Quién era?

—Mi hermano.

Moash asintió. Los otros hombres del puente, él incluido, parecían considerar el «misterioso» pasado de Kaladin con reverencia.

—Me alegro de haberte entrenado —dijo Kaladin—. Y me alegro por tu dedicación. Pero tienes que tener cuidado. Si me hubieran matado por esforzarme demasiado, no habría significado nada.

—Cierto. Pero hay una diferencia entre nosotros. —Kaladin alzó una ceja—. Tú querías poder salvar a alguien. Yo quiero matar a alguien.

—¿A quién?

Moash vaciló, pero acabó por negar con la cabeza.

—Quizá te lo diga algún día. —Extendió la mano y agarró a Kaladin por el hombro—. Había renunciado a mis planes, pero tú me los has devuelto. Te protegeré con mi vida, Kaladin. Te lo juro, por la sangre de mis padres.

Kaladin miró los intensos ojos de Moash y asintió.

—Muy bien, pues. Ve a ayudar a Hobber y Yake. Todavía son torpes con los ataques.

Moash corrió a hacer lo que le ordenaba. No llamaba a Kaladin «señor», ni parecía considerarlo con la misma silenciosa reverencia que los demás. Eso hacía que Kaladin se sintiera más cómodo con él.

Kaladin pasó la siguiente hora ayudando a los hombres, uno a uno. La mayoría estaban demasiado ansiosos y se lanzaban al ataque. Kaladin explicó la importancia del control y la precisión, que ganaban más batallas que el entusiasmo caótico. Ellos lo escucharon con atención. Cada vez le recordaban más a su antiguo pelotón de lanceros.

Eso le hizo pensar. Recordó cómo se sintió cuando al comienzo les propuso a estos hombres su plan de huida. Estaba buscando algo que hacer, un modo de luchar, no importaba lo arriesgado que fuera. Una oportunidad. Las cosas habían cambiado. Ahora tenía un equipo del que estaba orgulloso, amigos que había llegado a apreciar, y una posibilidad, tal vez, de estabilidad.

Si podían esquivar bien con las armaduras, podrían estar razonablemente a salvo. Tal vez incluso tan a salvo como su antiguo pelotón de lanceros. ¿Huir seguía siendo aún la mejor opción?

—Tienes cara de preocupación —advirtió una voz resonante. Kaladin se volvió mientras Roca se acercaba y se apoyaba en la pared junto a él, cruzando sus poderosos brazos—. La cara del líder, diría yo. Siempre preocupada.

Roca alzó una tupida ceja roja.

—Sadeas nunca nos dejará marchar, sobre todo ahora que somos tan destacados.

Los ojos claros alezi consideraban reprobable que un hombre dejara escapar a sus esclavos: le hacía parecer impotente. Capturar a aquellos que huían era esencial para mantener las formas.

—Dijiste lo mismo antes. Lucharemos contra los hombres que nos envíe, y nos iremos a Kharbranth, donde no hay esclavos. ¡De allí, a los Picos, donde mi pueblo nos recibirá como a héroes!

—Podríamos derrotar al primer grupo, si es tan necio como para enviar solamente una docena de hombres. Pero después de eso enviará más. ¿Y qué será de nuestros heridos? ¿Los dejaremos para que mueran? ¿O los llevaremos con nosotros y eso nos hará ir mucho más despacio?

Roca asintió lentamente.

—Estás diciendo que necesitamos un plan.

—Sí. Supongo que es eso lo que estoy diciendo. Es eso, o quedarnos aquí…, como hombres de los puentes.

—¡Ja! —Roca pareció tomárselo como un chiste—. A pesar de las nuevas armaduras, moriremos pronto. ¡Nos convertiremos en blancos!

Kaladin vaciló. Roca tenía razón. Emplearían a los hombres de los puentes un día sí y el otro también. Aunque Kaladin redujera la cifra de muertos a dos o tres hombres al mes (antes habría considerado eso imposible, pero ahora parecía a su alcance), el Puente Cuatro tal como estaba ahora habría desaparecido dentro de un año.

—Hablaré de esto con Sigzil —dijo Roca, frotándose el mentón entre los pelos de la barba—. Pensaremos. Tiene que haber un modo de escapar de esta trampa, una manera de desaparecer. ¿Una pista falsa? ¿Una distracción? Tal vez podamos convencer a Sadeas de que hemos muerto durante una carrera con el puente.

—¿Y cómo haríamos eso?

—No lo sé. Pero lo pensaremos.

Se despidió de Kaladin y se dirigió hacia donde estaba Sigzil. El azishiano estaba practicando con los demás. Kaladin había intentado hablar con él de Hoid, pero Sigzil, de natural reservado, no quiso hablar del tema.

—¡Eh, Kaladin! —llamó Cikatriz. Era parte del grupo avanzado que estaba a las órdenes del cuidadoso control de Teft—. Ven a practicar con nosotros. Muéstrales a estos necios de cerebro de piedra cómo se hace de verdad.

Los otros empezaron a llamarlo también.

Kaladin les hizo un gesto negativo y sacudió la cabeza.

Teft se acercó corriendo, con una lanza pesada al hombro.

—Muchacho —dijo en voz baja—, creo que sería bueno para su moral si les enseñaras tú mismo un par de cosas.

—Ya les he dado la instrucción.

—Con una lanza sin punta. Van muy lentos, y hay muchos comentarios. Tienen que verlo, muchacho. Tienen que verte.

—Ya hemos hablado de esto, Teft.

—Bueno, sí, lo hemos hecho.

Kaladin sonrió. Teft cuidaba de no aparentar enfado o beligerancia: parecía como si estuviera manteniendo una conversación normal con él.

—Has sido sargento antes, ¿no?

—Eso no importa. Vamos, enséñales unas cuantas rutinas sencillas.

—No, Teft —dijo Kaladin con seriedad.

Teft lo miró.

—¿Vas a negarte a luchar en el campo de batalla, como el comecuernos?

—No es eso.

—¿Entonces qué es?

Kaladin trató de hallar una explicación.

—Lucharé cuando llegue el momento. Pero si me permito hacerlo ahora, estaré demasiado ansioso. Presionaré para atacar ya. Tendré problemas para esperar a que los hombres estén preparados. Confía en mí, Teft.

Teft lo estudió.

—Te da miedo, muchacho.

—¿Qué? No. Yo…

—Puedo verlo —dijo Teft—. Y lo he visto antes. La última vez que luchaste por alguien fracasaste, ¿verdad? Ahora dudas en volver a hacerlo.

Kaladin vaciló.

—Sí —admitió. Pero era más que eso. Cuando volviera a combatir, tendría que convertirse en aquel hombre de antaño, el hombre a quien llamaban Bendito por la Tormenta. El hombre con confianza y fuerza. No estaba seguro de poder seguir siendo ese hombre. Eso era lo que le asustaba.

Cuando volviera a empuñar esa lanza, no habría marcha atrás.

—Bien. —Teft se frotó la barbilla—. Cuando llegue el momento, espero que estés preparado. Porque este grupo te necesita.

Kaladin asintió y Teft volvió corriendo con los demás para dar algún tipo de explicación que los tranquilizara.

El camino de los reyes
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