«Se llevan la luz, donde quiera que acechan. Piel que se quema».

Cormshen, página 104

Shallan permanecía en silencio, recostada en una cama de sábanas blancas en uno de los muchos hospitales de Kharbranth. Tenía envuelto el brazo en un limpio y claro vendaje, y tenía su tablero de dibujo delante. Las enfermeras le habían permitido a regañadientes que dibujase, mientras no se «cansara».

Le dolía el brazo: había cortado más profundamente de lo que pretendía. Su intención era simular una herida por la rotura de la jarra: no había pensado con la suficiente antelación para advertir cuánto podría parecerse a un intento de suicidio. Aunque había protestado diciendo que simplemente se había caído de la cama, se daba cuenta de que las enfermeras y fervorosos no se lo creían. No podía reprochárselo.

Los resultados eran vergonzantes, pero al menos nadie pensaba que pudiera tener un moldeador de almas para crear tanta sangre. Merecía la pena pasar vergüenza para escapar de las sospechas.

Continuó su dibujo. Estaba en una gran habitación alargada en un hospital de Kharbranth, las paredes flanqueadas por muchas camas. Aparte de las molestias obvias, sus dos días en el hospital habían ido bastante bien. Dispuso de un montón de tiempo para pensar en aquella extrañísima tarde en que vio fantasmas, transformó cristal en sangre y un fervoroso se ofreció a abandonar el fervor para estar con ella.

Había hecho varios dibujos de esta habitación. Las criaturas acechaban en sus bocetos, permaneciendo en los rincones lejanos de la sala. Su presencia le había dificultado conciliar el sueño, pero se estaba acostumbrando lentamente a ellas.

El aire olía a jabón y aceite de líster: la bañaban regularmente y le lavaban el brazo con antiséptico para mantener alejados a los putrispren. La mitad de las camas alojaban a mujeres enfermas, y había divisores con ruedas y armazones de madera que podían colocarse alrededor de una cama para proporcionar intimidad. Shallan llevaba puesta una sencilla túnica blanca que se abría por delante y tenía una larga manga izquierda que se cerraba para proteger la mano segura.

Había trasladado su bolsa de seguridad a la túnica, abotonándola dentro de la manga izquierda. Nadie había mirado en esa bolsa. Cuando la lavaban, la desabrochaban y se la daban sin decir palabras, a pesar de su inusitado peso. No se miraban las cosas que llevaba una mujer en su bolsa segura. Con todo, la agarraba cada vez que podía.

En el hospital atendían todas sus necesidades, pero no podía marcharse, como si estuviera en casa o en las posesiones de su padre. Cada vez más, eso la asustaba tanto como los cabezas de símbolos. Había saboreado la independencia, y no quería volver a ser lo que había sido. Consentida, mimada, exhibida.

Por desgracia, era improbable que pudiera volver a estudiar con Jasnah. Su supuesto intento de suicidio le proporcionaba un motivo excelente para regresar a casa. Tenía que irse. Quedarse, enviar el moldeador de almas solo, sería egoísta considerando esta oportunidad de marcharse sin levantar sospechas. Además, había usado el moldeador de almas. Podría aprovechar el largo camino de regreso para descubrir cómo lo había hecho, y entonces estar preparada para ayudar a su familia cuando llegara.

Suspiró, y con unos cuantos trazos de sombra terminó su dibujo. Era una imagen de aquel extraño lugar al que había ido. Aquel lejano horizonte con su sol potente aunque frío. Las nubes corriendo en el cielo, debajo el interminable océano que hacía que el sol pareciera como si estuviera al final de un largo túnel. Sobre el océano flotaban cientos de llamas, un mar de luces sobre el mar de perlas de cristal.

Alzó el dibujo y miró el boceto que había debajo. La mostraba a ella, acurrucada en su cama, rodeada por las extrañas criaturas. No se atrevía a decirle a Jasnah lo que había visto, no fuera a revelar que tenía un moldeador de almas y que por tanto había cometido el robo.

La siguiente imagen la mostraba a ella tendida en el suelo, rodeada de sangre. Alzó la cabeza. Una fervorosa vestida de blanco estaba sentada de espaldas a la pared cercana, fingiendo coser aunque en realidad vigilaba a Shallan por si decidía volver a hacerse daño. Shallan arrugó los labios.

«Es una buena tapadera —se dijo—. Funciona perfectamente. Deja de sentirte tan avergonzada».

Dedicó su atención al último de los dibujos del día. Describía a una de los cabezas de símbolo. Sin ojos, sin cara, solo aquel extraño símbolo irregular con puntas como cristal tallado. Debían de tener algo que ver con el acto de moldear almas, ¿no?

«Visité otro lugar. Creo…, creo que hablé con el espíritu del cuenco de cristal». ¿Tenían alma los cuencos, nada menos? Al abrir la bolsa para comprobar el moldeador de almas, descubrió que la esfera que le había dado Kabsal había dejado de brillar. Podía recordar una vaga sensación de luz y belleza, una tormenta ardiendo en su interior.

Había cogido la luz de aquella esfera y se la había dado al cuenco, al spren del cuenco, como soborno para la transformación. ¿Era así como funcionaba el acto de moldear almas? ¿O tan solo se estaba esforzando por encontrar conexiones?

Shallan guardó la libreta cuando vio que entraban visitas y empezaban a deambular entre las pacientes. La mayoría de las mujeres se incorporaron emocionadas cuando vieron al rey Taravangian, con su túnica naranja y su aire amable y anciano. Se detuvo a charlar ante cada cama. Shallan había oído decir que venía de visita con frecuencia, al menos una vez por semana.

Llegó por fin junto a la cama de Shallan. Le sonrió y se sentó después de que uno de sus muchos ayudantes le dispusiera un taburete tapizado.

—Y la joven Shallan Davar. Me entristecí muchísimo cuando me enteré de tu accidente. Pido disculpas por no haber venido antes. Los deberes de Estado me retienen.

—No importa, majestad.

—No, no, pero es lo que debe ser. Hay muchos que se quejan de que paso aquí demasiado tiempo.

Shallan sonrió. Esas quejas nunca eran resonantes. Los señores de las tierras y los lores de las casas que jugaban a la política en la corte estaban muy contentos con un rey que pasaba tanto tiempo fuera de palacio, ignorando sus tejemanejes.

—Este hospital es sorprendente, majestad —dijo—. No puedo creer lo bien que atienden a todo el mundo.

Él sonrió de oreja a oreja.

—Mi gran triunfo. Ojos claros y ojos oscuros por igual, nadie rechazado…, ni mendigo, ni prostituta, ni marino de países lejanos. Todo lo paga el Palaneo, ¿sabes? En cierto modo, incluso el archivo más oscuro e inútil ayuda a curar a los enfermos.

—Me alegro de estar aquí.

—Lo dudo, niña. Un hospital como este es, quizá, la única cosa en la que un hombre puede invertir tanto dinero y desear que no se utilice nunca. Es una tragedia que debas ser mi invitada.

—Lo que quería decir es que prefiero estar enferma aquí que estarlo en cualquier otro lugar. Aunque supongo que es como decir que es mejor ahogarte con vino que con el agua de la colada.

Él se echó a reír.

—Qué encantadora eres —dijo, levantándose—. ¿Hay algo que pueda hacer para mejorar tu estancia?

—¿Terminarla?

—Me temo que no puedo permitir eso —respondió él, la mirada suave—. Debo delegar en la sabiduría de mis cirujanos y enfermeras. Dicen que todavía estás en peligro. Debemos pensar en tu salud.

—Mantenerme aquí me da salud a expensas de mi bienestar, majestad.

Él negó con la cabeza.

—No se puede permitir que tengas otro accidente.

—Yo…, comprendo. Pero prometo que me siento mucho mejor. La causa de mi episodio fue el exceso de trabajo. Ahora que estoy relajada, no corro peligro.

—Eso está bien —dijo él—. Pero seguimos necesitando mantenerte aquí unos cuantos días más.

—Sí, majestad. ¿Pero podría al menos tener visitantes?

Hasta ahora, el personal del hospital había insistido en que no la molestaran.

—Sí…, comprendo que eso podría ayudarte. Hablaré con los fervorosos y les sugeriré que te permitan unas cuantas visitas. —Vaciló—. Cuando estés bien de nuevo, tal vez sea mejor suspender tus estudios.

Ella fingió una mueca, tratando de no sentirse mal por la charada.

—Odio tener que hacer eso, majestad. Pero echo mucho de menos a mi familia. Tal vez debería regresar con ellos.

—Una idea excelente. Estoy seguro de que los fervorosos estarán más dispuestos a dejarte marchar si saben que vas a volver a casa. —Sonrió de manera amistosa y apoyó una mano en su hombro—. Este mundo es a veces una tempestad. Pero recuerda, el sol siempre vuelve a salir.

—Gracias, majestad.

El rey se marchó a visitar a otras pacientes y luego habló en voz baja con los fervorosos. No habían pasado ni cinco minutos antes de que Jasnah entrara por la puerta con su característico paso erguido. Llevaba un hermoso vestido azul oscuro con bordados dorados. Llevaba el pelo negro recogido en trenzas y sujeto con seis finas agujas doradas; sus mejillas brillaban de colorete, los labios rojo sangre con carmín. Destacaba en la habitación blanca como una flor en un campo de piedra estéril.

Avanzó hacia Shallan deslizándose sobre pies que ocultaban los pliegues sueltos de su falda de seda. Llevaba un grueso libro bajo el brazo. Un fervoroso le trajo un taburete, y se sentó donde el rey acababa de hacerlo.

Jasnah miró a Shallan, el rostro sereno, impasible.

—Me han dicho que mi tutelaje es exigente, quizá duro. Es un motivo por el que suelo negarme a aceptar pupilas.

—Pido disculpas por mi debilidad, brillante —dijo Shallan, agachando la cabeza.

Jasnah parecía insatisfecha.

—No pretendía sugerir que hubiera falta en ti, niña. Intentaba lo contrario. Por desgracia, no estoy…, acostumbrada a esta conducta.

—¿A pedir disculpas?

—Sí.

—Bueno, verás —dijo Shallan—, para adquirir habilidad pidiendo disculpas, primero debes cometer errores. Ese es tu problema, Jasnah. Eres terrible cometiéndolos.

La expresión de la mujer se suavizó.

—El rey mencionó que vas a regresar con tu familia.

—¿Qué? ¿Cuándo?

—Cuando me lo encontré en el pasillo y me dio finalmente permiso para visitarte.

—Hablas como si hubieras estado esperando fuera.

Jasnah no respondió.

—¡Pero tu investigación…!

—Puede hacerse en la sala de espera de un hospital —Jasnah vaciló—. Me ha resultado un poco difícil concentrarme estos últimos días.

—¡Jasnah! ¡Eso es casi humano de tu parte!

Jasnah la miró con tono de reproche, y Shallan dio un respingo, lamentando inmediatamente sus palabras.

—Lo siento. He aprendido poco, ¿no?

—O quizás estás practicando el arte de la disculpa. Para no tener problemas cuando llegue la necesidad, como yo.

—Qué lista que soy.

—En efecto.

—¿Puedo dejarlo ya? —preguntó Shallan—. Creo que ya he tenido suficiente práctica.

—Yo diría que la disculpa es un arte del que podemos usar solo unos pocos maestros. No me uses como modelo en esto. El orgullo a veces se confunde con la falta de defectos. —Jasnah se inclinó hacia delante—. Lo siento, Shallan Davar. Te estoy cargando de trabajo, puede que le haya hecho al mundo un flaco favor y lo haya privado de una de las grandes eruditas de la generación venidera.

Shallan se ruborizó, sintiéndose más necia y culpable. Los ojos de Shallan enfocaron en la mano de su maestra. Jasnah llevaba el guante negro que ocultaba la joya falsa. En los dedos de su mano segura, Shallan sostenía la bolsa que contenía el moldeador de almas. Si Jasnah lo supiera…

Jasnah cogió el libro que llevaba debajo del brazo y lo colocó en la cama junto a Shallan.

—Esto es para ti.

Shallan lo cogió. Abrió la primera página, pero estaba en blanco. La siguiente también, y todo el interior. Frunció el ceño y miró a Jasnah.

—Se llama el Libro de las Páginas Interminables —dijo Jasnah.

—Esto…, estoy segura de que no es interminable, brillante —pasó a la última página y la mostró.

Jasnah sonrió.

—Es una metáfora, Shallan. Hace muchos años, alguien muy querido por mí hizo un muy buen intento de convertirme al vorinismo. Este fue el método que utilizó.

Shallan ladeó la cabeza.

—Buscas la verdad, pero también mantienes tu fe —dijo Jasnah—. Hay mucho que admirar en eso. Busca el Devotario de la Sinceridad. Es uno de los devotarios más pequeños, pero este libro es su guía.

—¿Un libro con las páginas en blanco?

—Así es. Adoran al Todopoderoso, pero los guía la creencia de que siempre hay más respuestas que encontrar. El libro no puede llenarse, ya que siempre hay algo que aprender. Este devotario es un lugar donde nunca penalizan las preguntas, ni siquiera las que desafían los propios dogmas del vorinismo. —Sacudió la cabeza—. No puedo explicar sus costumbres. Deberías poder encontrarlos en Vedenar, aunque no hay ninguno en Kharbranth.

—Yo… —Shallan guardó silencio al advertir cómo la mano de Jasnah estaba posada afectuosamente sobre el libro. Era precioso para ella—. No había pensado en encontrar fervorosos que estuvieran dispuestos a cuestionar sus propias creencias.

Jasnah alzó una ceja.

—Encontrarás hombres sabios en todas las religiones, Shallan, y hombres buenos en todas las naciones. Los que buscan verdaderamente la sabiduría son aquellos que reconocen la virtud en sus adversarios y que aprenden de aquellos a quienes sacan del error. Todos los demás, herejes, vorin, ysperistas o maakianos, son igualmente cerrados de mente.

—Está equivocado —dijo Shallan de repente, dándose cuenta de algo.

Jasnah se volvió hacia ella.

—Kabsal —aclaró Shallan, ruborizándose—. Dice que estás investigando a los Portadores del Vacío porque quieres demostrar que el vorinismo es falso.

Jasnah hizo una mueca de desdén.

—No dedicaría cuatro años de mi vida a semejante búsqueda inútil. Es una idiotez tratar de demostrar una negativa. Deja que los vorin crean lo que quieran: los sabios entre ellos encontrarán bien y solaz en su fe: los necios serán necios no importa lo que crean.

Shallan frunció el ceño. ¿Entonces por qué estaba Jasnah estudiando a los Portadores del Vacío?

—Ah. Hablas de la tormenta y empieza a chispear —dijo Jasnah, volviéndose hacia la entrada de la sala.

Con un sobresalto, Shallan advirtió que Kabsal acababa de llegar, vestido con su habitual túnica gris. Discutía en voz baja con una enfermera que señalaba la cesta que llevaba. Finalmente, la enfermera se encogió de hombros y se marchó, dejando que Kabsal se acercara, triunfante.

—¡Por fin! —le dijo a Shallan—. El viejo Mungam puede ser un verdadero tirano.

—¿Mungam? —preguntó ella.

—El fervoroso que dirige este lugar —dijo Kabsal—. Tendrían que haberme permitido venir inmediatamente. ¡Después de todo, sé lo que necesitas para mejorar!

Sacó un frasco de mermelada, sonriendo feliz.

Jasnah permaneció sentada en su taburete, mirando a Kabsal desde el otro lado de la cama.

—Yo pensaba —dijo fríamente— que ibas a permitirle a Shallan un descanso, considerando cómo tus atenciones la llevaron a la desesperación.

Kabsal se ruborizó. Miró a Shallan, y ella pudo ver la súplica en sus ojos.

—No fuiste tú, Kabsal —dijo—. Es que…, no estaba preparada para vivir lejos de mi familia. Sigo sin saber qué me pasó. Nunca había hecho nada igual antes.

Él sonrió y acercó un taburete para sentarse.

—Creo que la falta de color en estos sitios es lo que hace que la gente esté enferma tanto tiempo. Eso y la falta de comida adecuada. —Hizo un guiño y volvió el frasco hacia Shallan. Era de un rojo oscuro y profundo—. Fresa.

—No sé qué es.

—Es enormemente rara —dijo Jasnah, extendiendo la mano hacia el frasco—. Como la mayoría de las plantas de Shinovar, no puede crecer en otros lugares.

Kabsal pareció sorprenderse al ver que Jasnah le quitaba la tapa y metía un dedo en el frasco. Titubeó y luego se llevó un poco de mermelada a la nariz para olisquearla.

—Tenía la impresión de que no te gustaba la mermelada, brillante Jasnah —dijo Kabsal.

—Y no me gusta. Simplemente, sentía curiosidad por el olor. He oído que las fresas tienen un olor muy característico.

Volvió a cerrar la tapa y se limpió el dedo en su pañuelo.

—También he traído pan —dijo Kabsal. Sacó una pequeña hogaza del esponjoso manjar—. Me alegro de que no me eches la culpa, Shallan, pero puedo ver que mis atenciones fueron demasiado osadas. Pensé que tal vez podría traerte esto y…

—¿Y qué? —preguntó Jasnah—. ¿Absolverte? «Lamento haberte empujado al suicidio, aquí tienes pan».

Él se ruborizó y agachó la cabeza.

—Pues claro que tomaré un poco —dijo Shallan, mirando a Jasnah con mala cara—. Y ella también. Has sido muy amable, Kabsal.

Tomó el pan, partió un trozo para Kabsal, otro para ella, y otro para Jasnah.

—No —dijo Jasnah—. Gracias.

—Jasnah —dijo Shallan— ¿quieres por favor probar al menos un poco?

Le molestaba que los dos se llevaran tan mal.

La princesa suspiró.

—Oh, está bien.

Tomó el pan y lo sostuvo en la mano mientras Shallan y Kabsal comían. El pan estaba esponjoso y delicioso, aunque Jasnah hizo una mueca cuando se metió el suyo en la boca y lo mordió.

—Deberías probar la mermelada —le dijo Kabsal—. La fresa es difícil de encontrar. Tuve que hacer un buen número de pesquisas.

—Sobornando sin duda a los mercaderes con el dinero del rey —recalcó Jasnah.

Kabsal suspiró.

—Brillante Jasnah, me doy cuenta de que no te caigo muy bien. Pero me esfuerzo mucho por ser agradable. ¿Podrías al menos fingir lo mismo?

Jasnah miró a Shallan, recordando probablemente la suposición de Kabsal de que socavar el vorinismo era el objetivo de su investigación. No pidió disculpas, pero tampoco replicó.

«Bastante bien», pensó Shallan.

—La mermelada, Shallan —dijo Kabsal, ofreciéndole una rebanada de pan.

—Oh, bien.

Sujetó el frasco entre las rodillas y usó su mano libre.

—Supongo que has perdido el barco —dijo Kabsal.

—Sí.

—¿De qué habláis? —preguntó Jasnah.

Shallan sintió un escalofrío.

—Planeaba marcharme, brillante. Lo siento. Tendría que habértelo dicho.

Jasnah se echó hacia atrás.

—Supongo que era de esperar, considerándolo todo.

—¿La mermelada? —instó Kabsal de nuevo.

Shallan frunció el ceño. Era particularmente insistente con la mermelada. Alzó el frasco y lo olió. Lo apartó.

—¡Huele fatal! ¿Esto es mermelada?

Olía como a vinagre y fango.

—¿Qué? —dijo Kabsal, alarmado. Cogió el frasco, lo olió, y luego lo apartó, asqueado.

—Parece que te han dado un frasco en mal estado —dijo Jasnah—. ¿No es así como se supone que huele?

—En absoluto —dijo Kabsal. Vaciló, y luego metió el dedo en el frasco de todas formas y se llevó un gran trozo a la boca.

—¡Kabsal! —dijo Shallan—. ¡Eso es repugnante!

Él tosió, pero se obligó a tragar.

—No está tan mal, de verdad. Deberías probarla.

—¿Qué?

—De verdad —dijo él, ofreciéndosela con insistencia—. Quiero decir, quería que esto fuera especial, para ti. Y resultó mal.

—No voy a probar eso, Kabsal.

Él vaciló, como si considerara en obligarla a comer a la fuerza. ¿Por qué actuaba tan extrañamente? Se llevó una mano a la cabeza, se levantó y se apartó torpemente de la cama.

Empezó a marcharse de la habitación. Solo llegó a la mitad antes de desplomarse en el suelo y resbalar un poco sobre la piedra inmaculada.

—¡Kabsal! —dijo Shallan, saltando de la cama y corriendo a su lado, vestida solo con la bata blanca. Él temblaba. Y…, y…

Y ella también. La habitación daba vueltas. De repente se sintió muy, muy cansada. Trató de permanecer de pie, pero resbaló, mareada. Apenas notó que caía al suelo.

Alguien se arrodilló a su lado, maldiciendo.

Jasnah. Su voz sonaba lejana.

—La han envenenado. Necesito un granate. ¡Traedme un granate!

«Hay uno en mi bolsa —pensó Shallan. Tanteó y logró deshacer el lazo de la manga de su mano segura—. ¿Por qué…? ¿Por qué quiere…?».

«Pero no, no puedo enseñárselo. ¡El moldeador de almas!».

Su mente estaba tan confusa.

—Shallan —dijo la voz de Jasnah, ansiosa, muy queda—. Voy a tener que moldear tu sangre para purificarla. Será peligroso. Extremadamente peligroso. No soy buena con la sangre ni la carne. No está ahí mi talento.

«La necesita. Para salvarme». Débilmente, sacó la bolsa segura con la mano derecha.

—No…, puedes…

—Calla, niña. ¿Dónde está ese granate?

—No puedes moldear —dijo Shallan débilmente, abriendo los lazos de su bolsa. La volcó, viendo vagamente un difuso objeto dorado caer al suelo, junto con el granate que le había dado Kabsal.

¡Padre Tormenta! ¿Por qué daba tantas vueltas la habitación?

Jasnah jadeó.

Desvaneciéndose…

Sucedió algo. Un destello de calor ardió a través de Shallan, algo dentro de su piel, como si la hubieran arrojado a un caldero caliente. Gritó, arqueando la espalda, los músculos convulsionándose.

Todo se volvió negro.

El camino de los reyes
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