No estás de acuerdo con mi misión. Lo comprendo en la medida que es posible comprender a alguien con quien estoy completamente en desacuerdo.

Cuatro horas después del ataque del abismoide, Adolin estaba supervisando todavía la limpieza. En la lucha, el monstruo había destruido el puente que conducía a los campamentos. Por fortuna, algunos soldados se habían quedado al otro lado y habían ido a llamar a una cuadrilla de hombres de los puentes.

Adolin caminaba entre los soldados, recogiendo informes mientras el sol caía lentamente sobre el horizonte. El aire tenía un olor húmedo y mohoso. El olor de la sangre del conchagrande. La bestia yacía donde había caído, el pecho abierto. Algunos soldados recolectaban su caparazón entre cremlinos que habían salido a darse un festín con el cadáver. A la izquierda de Adolin, largas filas de hombres usaban capas o camisas como almohadas en la irregular superficie de la llanura. Los cirujanos del ejército de Dalinar los atendían. Adolin bendijo a su padre por traer siempre a los cirujanos, incluso en una expedición de rutina como esta.

Continuó su camino, todavía con la armadura puesta. Los soldados podrían haber regresado a los campamentos por otra ruta, pues todavía había un puente al otro lado que conducía a las Llanuras. Podrían haberse dirigido hacia el este, y luego dado la vuelta. Dalinar, sin embargo, había decidido (para gran malestar de Sadeas) que deberían esperar y atender a los heridos, y descansar las pocas horas que tardaría en llegar una cuadrilla de hombres de los puentes.

Adolin miró hacia el pabellón, donde se oían risas. Varios grandes rubíes resplandecían con fuerza, en lo alto de picas, con cabezales dorados sujetándolos en su sitio. Eran fabriales que desprendían calor, aunque sin fuego. No comprendía cómo funcionaban los fabriales, aunque los más espectaculares necesitaban gemas grandes para hacerlo.

Una vez más, los otros ojos claros disfrutaban de su descanso mientras él trabajaba. Esta vez no le importaba. Le habría resultado difícil divertirse después de semejante desastre. Y había sido un desastre, desde luego. Un suboficial ojos claros se acercó con una lista final de bajas. La esposa del hombre la leyó, y luego lo dejó con la hoja y se retiró.

Había casi cincuenta muertos, y el doble de heridos. Muchos eran hombres a los que Adolin había conocido. Cuando le dieron al rey la valoración inicial, este no dio importancia a las muertes, indicando que serían recompensados con puestos en las Fuerzas Heráldicas de arriba. Parecía haber olvidado convenientemente que él mismo habría sido una de las bajas de no ser por Dalinar.

Adolin buscó a su padre con la mirada. Dalinar se encontraba en el borde de la meseta, mirando de nuevo hacia el este. ¿Qué buscaba allí? No era la primera vez que Adolin veía realizar acciones extraordinarias a su padre, pero habían parecido particularmente dramáticas. Aguantar bajo el enorme abismoide, impedir que matara a su sobrino, la armadura brillando. Esa imagen estaba clavada en la memoria de Adolin.

Los otros ojos claros se mostraban más relajados en torno a Dalinar ahora, y durante las siguientes horas Adolin no oyó ni un solo comentario acerca de su debilidad, ni siquiera por parte de los hombres de Sadeas. Temía que eso no fuera a durar. Dalinar era heroico, pero solo de vez en cuando. En las semanas que siguieran, los otros empezarían a hablar de nuevo de cómo participaba rara vez en los ataques en las mesetas, en cómo había perdido su chispa.

Adolin deseó más. Hoy, cuando Dalinar saltó para proteger a Elhokar, había actuado como las historias decían que había hecho en su juventud. Adolin quería de vuelta a ese hombre. El reino lo necesitaba.

Suspiró y se dio la vuelta. Tenía que entregarle al rey el último informe de bajas. Probablemente se burlarían de él por eso, pero tal vez, mientras esperaba a entregarlo, podría escuchar a Sadeas. Adolin seguía pensando que había algo extraño en aquel hombre. Algo que su padre veía, pero él no.

Y así, preparado para las pullas, se dirigió al pabellón.

Dalinar miraba hacia el este, con las manos enguantadas unidas a la espalda. Allí, en algún lugar, en el centro de las Llanuras, los parshendi tenían su campamento base.

Alezkar llevaba casi seis años en guerra, enzarzada en un asedio prolongado. La estrategia del asedio había sido sugerida por el propio Dalinar: atacar la base parshendi habría requerido acampar en las Llanuras, capear altas tormentas y confiar en un gran número de frágiles puentes. Una batalla perdida y los alezi podrían haberse encontrado atrapados y rodeados, sin modo de volver a sus posiciones fortificadas.

Pero las Llanuras Quebradas también podían ser una trampa para los parshendi. Los límites este y sur eran infranqueables: las mesetas allí estaban tan erosionadas que muchas eran poco más que agujas de piedra, y los parshendi no podían cubrir la distancia entre unas y otras. Las Llanuras estaban rodeadas por montañas, y manadas de abismoides recorrían la tierra intermedia, enormes y peligrosos.

Con el ejército alezi encajonándolos por el este y el norte (y con los exploradores situados por si acaso al este y al sur), los parshendi no podían escapar. Dalinar había argumentado que los parshendi se quedarían sin suministros. Entonces tendrían que exponerse y tratar de escapar de las Llanuras, o tendrían que atacar a los alezi en sus campamentos fortificados.

Fue un plan excelente. Excepto que Dalinar no había tenido en cuenta las gemas.

Se dio la vuelta y caminó por la meseta. Anhelaba ir a ver a sus hombres, pero necesitaba mostrar confianza en Adolin. Estaba al mando, y lo haría bien. De hecho, parecía que ya estaba entregando algunos informes finales a Elhokar.

Dalinar sonrió, mirando a su hijo. Adolin era más bajo que Dalinar, y su pelo era rubio mezclado con negro. El rubio era herencia de su madre, o eso le habían dicho a Dalinar, que no recordaba nada de ella. Había sido borrada de su memoria, dejando extraños huecos y zonas neblinosas. A veces podía recordar una escena exacta, con todo el mundo nítido y claro, pero ella era un borrón. Ni siquiera podía recordar su nombre. Cuando los otros lo mencionaban, se le escapaba de la mente, como un trozo de manteca que resbala de un cuchillo demasiado caliente.

Dejó que Adolin hiciera su informe y se acercó al cadáver del abismoide. Yacía desmoronado de costado, los ojos apagados, la boca abierta. No había lengua, solo los curiosos dientes de los conchagrandes, con una extraña y compleja red de mandíbulas. Algunos dientes planos para aplastar y destruir conchas y otras mandíbulas más pequeñas para arrancar la carne y metérsela en la garganta. Los rocabrotes se habían abierto cerca, y sus enredaderas se extendían para lamer la sangre de la bestia. Había una conexión entre el hombre y las bestias que cazaba, y Dalinar siempre sentía una extraña melancolía después de matar a una criatura tan majestuosa como un abismoide.

La mayoría de las gemas corazón se cosechaban de manera muy distinta a la de hoy. A veces durante el extraño ciclo vital de los abismoides, estos buscaban el lado occidental de las Llanuras, donde las mesetas eran más amplias. Se subían a lo alto y hacían una crisálida rocosa, esperando la llegada de una alta tormenta.

Durante esa época, eran vulnerables. Solo había que llegar a la meseta donde la bestia descansaba, romper la crisálida con mazas o una hoja esquirlada, y luego sacar la gema corazón. Un trabajo fácil para conseguir una fortuna. Y las bestias venían frecuentemente, a menudo varias veces a la semana, mientras no hiciera demasiado frío.

Dalinar contempló el enorme cadáver. Diminutos spren casi invisibles flotaban en torno al cuerpo de la bestia, desvaneciéndose en el aire. Parecían lenguas de humo que pudieran desprenderse de una vela después de ser apagada. Nadie sabía qué tipo de spren eran: solo se los veía en torno a los cuerpos recién muertos de los conchagrandes.

Sacudió la cabeza. Las gemas corazón lo habían cambiado todo en la guerra. Los parshendi las querían también, lo suficiente para esforzarse al máximo en la contienda. Luchar contra los parshendi por los conchagrandes tenía sentido, pues los parshendi no podían sustituir sus tropas con otras de refresco como hacían los alezi. Así que la lucha por los conchagrandes era a la vez una forma que daba beneficios y que permitía avanzar la táctica del asedio.

Con la caída de la noche, Dalinar pudo ver luces chispeando al otro lado de las Llanuras. Torres donde hombres vigilaban la presencia de abismoides que salían a pupar. Estaban de guardia durante toda la noche, aunque los abismoides rara vez salían por la tarde o en la oscuridad. Los exploradores cruzaban los abismos con pértigas que les ayudaban a saltar, moviéndose rápidamente de meseta en meseta sin necesidad de puentes. Cuando un abismoide era localizado, los exploradores daban la voz de alerta, y todo se convertía en una carrera: alezi contra parshendi. Había que dominar la meseta y conservarla el tiempo suficiente para sacar la gema corazón, y atacar al enemigo si llegaban allí primero.

Todos los altos príncipes querían aquellas gemas corazón. Pagar y alimentar a miles de soldados no era barato, y una sola gema corazón podía cubrir los gastos durante meses. Aparte de eso, cuanto más grande era la gema usada por un animista, menos probable era que se quebrara. Las enormes gemas corazón ofrecían un potencial casi ilimitado. Y por eso los altos príncipes se daban prisa. El primero en llegar a una crisálida tenía que luchar contra los parshendi por conseguir la gema corazón.

Podrían haberse turnado, pero las costumbres alezi no eran así. Para ellos la competición era una doctrina. El vorinismo enseñaba que los mejores guerreros tendrían el sagrado privilegio de unirse a los Heraldos después de la muerte, donde lucharían por recuperar los Salones Tranquilos de manos de los Portadores del Vacío. Los altos príncipes eran aliados, pero también rivales. Renunciar a una gema corazón ante otro…, bueno, les parecía mal. Era mejor competir. Y por eso lo que antes fue una guerra se había convertido en un deporte. Un deporte letal, pero esos deportes eran los mejores.

Dalinar dejó atrás al abismoide caído. Comprendía cada paso en el proceso de lo que había sucedido durante estos seis años. Incluso había provocado algunos de ellos. Pero ahora se preocupaba. Hacían avances y reducían el número de parshendi, pero el objetivo original de vengar el asesinato de Gavilar casi se había olvidado. Los alezi retozaban, jugaban, perdían el tiempo.

Aunque habían matado a muchísimos parshendi (casi una cuarta parte de las fuerzas estimadas originalmente habían muerto), este asunto estaba requiriendo demasiado tiempo. El asedio duraba ya seis años, y fácilmente podría durar otros seis. Eso le preocupaba. Obviamente, los parshendi esperaban ser asediados allí. Habían preparado suministros y estaban listos para trasladar a toda su población a las Llanuras Quebradas, donde podían emplear aquellos abismos y mesetas olvidados de los Heraldos como si fueran cientos de fosos y fortificaciones.

Elhokar había enviado mensajeros, exigiendo saber por qué los parshendi habían matado a su padre. Nunca respondieron. Se habían atribuido el asesinato, pero no habían ofrecido ninguna explicación. Últimamente parecía que Dalinar era el único que todavía se preguntaba el motivo.

Dalinar se volvió hacia un lado: los ayudantes de Elhokar se habían retirado al pabellón para disfrutar del vino y las viandas. La gran tienda, abierta por un lado, estaba teñida de violeta y amarillo, y una suave brisa agitaba la lona. Existía una leve posibilidad de que otra alta tormenta llegara esta noche, decían los guardianes. Que el Todopoderoso enviara al ejército de vuelta al campamento si se producía una.

Altas tormentas. Visiones.

Únelos…

¿De verdad creía en lo que había visto? ¿De verdad pensaba que el mismísimo Todopoderoso le había hablado? ¿A Dalinar Kholin, el Espina Negra, un temible guerrero?

Únelos.

Sadeas salió del pabellón. Se había quitado el yelmo, revelando una cabeza de denso cabello negro que caía en cascada hasta sus hombros. Con su armadura, era una figura imponente: tenía mucho mejor aspecto con la armadura que con uno de aquellos ridículos trajes de seda y encajes que eran tan populares hoy día.

Sadeas miró a Dalinar a los ojos y lo saludó con un leve movimiento con la cabeza. «Mi parte está hecha», decía aquel gesto. Sadeas caminó unos momentos, luego volvió a entrar en el pabellón.

Bien. Sadeas había recordado el motivo para invitar a Vamah a la cacería. Ahora Dalinar tendría que buscarlo. Se dirigió al pabellón. Adolin y Renarin se encontraban cerca del rey. ¿Habría dado ya su informe el muchacho? Parecía probable que Adolin estuviera intentando, una vez más, escuchar las conversaciones de Sadeas con el rey. Dalinar tendría que hacer algo al respecto: la rivalidad personal del muchacho con Sadeas era quizá comprensible, pero contraproducente.

Sadeas charlaba con el rey. Dalinar hizo amago de ir a buscar a Vamah (el otro alto príncipe estaba casi al fondo del pabellón), pero el rey lo interrumpió.

—Dalinar, ven aquí. ¡Sadeas me dice que ha ganado tres gemas corazón solamente en las tres últimas semanas!

—Así es —contestó Dalinar, acercándose.

—¿Cuántas has ganado tú?

—¿Incluyendo la de hoy?

—No —dijo el rey—. Antes de esta.

—Ninguna, majestad —admitió Dalinar.

—Son los puentes de Sadeas. Son más eficaces que los tuyos.

—Puede que no haya ganado nada en las últimas semanas —dijo Dalinar, envarado—, pero mi ejército ha ganado su parte de escaramuzas en el pasado.

«Y las gemas corazón, por lo que me importa, pueden irse todas a Condenación».

—Tal vez —dijo Elhokar—, ¿pero qué has hecho últimamente?

—He estado ocupado con otros asuntos importantes.

Sadeas alzó una ceja.

—¿Más importantes que la guerra? ¿Más importantes que la venganza? ¿Es eso posible? ¿O tan solo estás poniendo excusas?

Dalinar le dirigió al otro alto príncipe una mirada significativa. Sadeas tan solo se encogió de hombros. Eran aliados, no amigos. Ya no.

—Deberías usar puentes como los suyos —dijo Elhokar.

—Majestad, los puentes de Sadeas pierden muchas vidas.

—Pero también son rápidos —dijo Sadeas tranquilamente—. Confiar en puentes con ruedas es una locura, Dalinar. Moverlos por estas mesetas es lento y dificultoso.

—Los Códigos exigen que un general no pida a ningún hombre nada que no pueda hacer él mismo. Dime, Sadeas: ¿Correrías delante de esos puentes que usas?

—Tampoco comería bazofia —repuso Sadeas secamente—, ni cavaría letrinas.

—Pero podrías hacerlo si fuera necesario —dijo Dalinar—. Los puentes son distintos. ¡Padre Tormenta, ni siquiera les dejas usar armaduras ni escudos! ¿Entrarías en combate sin tu armadura?

—Los hombres de los puentes cumplen una función muy importante —replicó Sadeas—. Distraen a los parshendi para que no disparen a mis soldados. Al principio intenté darles escudos. ¿Y sabes qué? Los parshendi ignoraron a los hombres de los puentes y dispararon contra mis soldados y caballos. Descubrí que duplicando el número de puentes a la carga, y luego haciéndolos extremadamente ligeros (nada de armaduras ni escudos que los retrasaran), los hombres de los puentes trabajan mucho mejor.

»¿Ves, Dalinar? ¡Los parshendi son tentados por los hombres de los puentes y no le disparan a nada más! Sí, perdemos unas cuantas cuadrillas en cada asalto, pero rara vez tantos que puedan retrasarnos. Los parshendi siguen disparándoles. Supongo que, por algún motivo, piensan que matar a los hombres de los puentes nos hace daño. Como si un hombre desarmado que carga con un puente valiera lo mismo para el ejército que un jinete en su caballo con armadura. —Sadeas sacudió divertido la cabeza ante la idea.

Dalinar frunció el ceño. «Hermano, había escrito Gavilar. Debes encontrar las palabras más importantes que pueda decir un hombre…». Una cita del antiguo texto El camino de los reyes. Estaba completamente en desacuerdo con las cosas que daba a entender Sadeas.

—De todas formas —continuó Sadeas—, sin duda no puedes rebatir lo efectivo que ha sido mi método.

—A veces el premio no merece la pena el coste. Los medios por los que conseguimos la victoria son tan importantes como la victoria misma.

Sadeas miró a Dalinar con incredulidad. Incluso Adolin y Renarin, que se habían acercado, parecían asombrados ante sus palabras. Era una forma de pensar muy poco alezi.

Con las visiones y las palabras de aquel libro dándole vueltas en la cabeza últimamente, Dalinar no se sentía particularmente alezi.

—El premio vale cualquier precio, brillante señor Dalinar —dijo Sadeas—. Ganar la competición vale cualquier esfuerzo, cualquier gasto.

—Es una guerra, no una competición.

—Todo es una competición —dijo Sadeas con un gesto de indiferencia—. Todos los tratos entre los hombres son competiciones en las que algunos tienen éxito y otros fracasan. Y algunos fracasan de manera espectacular.

—¡Mi padre es uno de los guerreros más afamados de Alezkar! —replicó Adolin, avanzando hacia el grupo. El rey lo miró alzando una ceja, pero por lo demás permaneció al margen de la conversación—. Viste lo que hizo antes, Sadeas, mientras te ocultabas junto al pabellón con tu arco. Mi padre contuvo a la bestia. Eres un cobar…

—¡Adolin! —exclamó Dalinar. Esto estaba yendo demasiado lejos—. Modérate.

Adolin apretó lo dientes, la mano en el costado, como ansioso por invocar su hoja esquirlada. Renarin dio un paso adelante y colocó amablemente la mano en su hombro. Reacio, Adolin retrocedió.

Sadeas se volvió hacia Dalinar, sonriente.

—Un hijo apenas puede contenerse, y el otro es incompetente. ¿Ese es tu legado, viejo amigo?

—Estoy orgulloso de ambos, Sadeas, pienses lo que pienses.

—Puedo comprender al marcado a fuego —dijo Sadeas—. Una vez fuiste impetuoso como él. ¿Pero el otro? Viste cómo salió corriendo del campo hoy. ¡Incluso se olvidó de desenvainar su espada o traer su arco! ¡Es un inútil!

Renarin se ruborizó y agachó la cabeza. Adolin alzó la suya. Se llevó de nuevo la mano al costado y avanzó hacia Sadeas.

—¡Adolin! —dijo Dalinar—. ¡Yo me encargaré de esto!

Adolin lo miró, los ojos azules encendidos de ira, pero no invocó su espada.

Dalinar dirigió su atención hacia Sadeas y habló en voz muy clara, muy deliberada.

—Sadeas. Sin duda que no acabo de oírte llamar abiertamente inútil a mi hijo delante del rey. Sin duda que no has dicho eso, pues un insulto semejante exigiría que invocara mi espada y reclamara tu sangre, rompiendo el Pacto de la Venganza y haciendo que los dos mayores aliados del rey se dieran muerte mutuamente. Sin duda que no has sido tan necio. Sin duda me he enterado mal.

Todo quedó en silencio. Sadeas vaciló. No se retractó. Aguantó la mirada de Dalinar. Pero vaciló.

—Tal vez —dijo lentamente— has oído mal. Yo no insultaría a tu hijo. Eso no habría sido… sabio por mi parte.

Se miraron fijamente el uno al otro, se produjo un acto de comprensión, y Dalinar asintió. Sadeas lo hizo también: un breve gesto con la cabeza. No dejarían que su odio mutuo se convirtiera en un peligro para el rey. Las pullas eran una cosa, pero las ofensas capaces de provocar un duelo eran otras. No podían arriesgarse a eso.

—Bien —dijo Elhokar. Permitía que sus altos príncipes se enfrentaran y dieran codazos en busca de estatus e influencia. Creía que así eran más fuertes, y pocos lo defraudaban: era un método establecido de gobierno. Dalinar se encontraba cada vez más en desacuerdo.

Únelos…

—Supongo que podemos acabar con esto —dijo Elhokar.

Adolin parecía insatisfecho, como si de verdad hubiera esperado que Dalinar invocara su hoja para enfrentarse a Sadeas. Dalinar también se sentía acalorado, la Emoción lo tentaba, pero la resistió. No. Aquí no. Ahora no. No mientras Elhokar los necesitara.

—Tal vez podemos terminar, majestad —dijo Sadeas—. Aunque dudo que esta discusión concreta entre Dalinar y yo termine jamás. Al menos hasta que vuelva a aprender cómo debe comportarse un hombre.

—He dicho que ya es suficiente, Sadeas.

—¿Suficiente, dices? —añadió una nueva voz—. Creo que una sola palabra de Sadeas es «suficiente» para cualquiera.

Sagaz se abrió paso entre el grupo de asistentes, sosteniendo una copa de vino en una mano y la espada de plata al cinto.

—¡Sagaz! —exclamó Elhokar—. ¿Cuándo has llegado?

—Alcancé la partida justo antes de la batalla, majestad —dijo Sagaz, con una reverencia—. Iba a hablar contigo, pero el abismoide fue más rápido. He oído decir que tu conversación con él fue bastante reconfortante.

—¡Pero entonces llegaste hace horas! ¿Qué has estado haciendo? ¿Cómo es que no te he visto?

—Tenía…, cosas que hacer —respondió Sagaz—. Pero no podía perderme la cacería. No querría que me echaras de menos.

—Hasta ahora me ha ido bien.

—Y sin embargo, te faltaba una pizca de Sagaz.

Dalinar estudió al hombre vestido de negro. ¿Cómo interpretarlo? Era listo, en efecto. Y sin embargo era libre para expresar sus pensamientos, como había demostrado con Renarin antes. Este Sagaz tenía un aire a su alrededor que Dalinar no podía situar del todo.

—Brillante señor Sadeas —dijo Sagaz, tomando un sorbo de vino—. Lamento muchísimo verte aquí.

—Yo pensaba que te alegrarías de verme. Siempre te proporciono diversión.

—Desgraciadamente, así es.

—¿Desgraciadamente?

—Sí. Verás, Sadeas, lo pones demasiado fácil. Un sirviente sin educación y medio lelo y con resaca podría burlarse de ti. Yo me quedo sin la necesidad de esforzarme, y tu misma naturaleza se burla de mis burlas. Y por eso, por pura estupidez, me haces parecer incompetente.

—De verdad, Elhokar —dijo Sadeas—. ¿Tenemos que soportar a esta…, criatura?

—Me cae bien —sonrió Elhokar—. Me hace reír.

—A expensas de aquellos que te somos leales.

—¿A expensas? —intervino Sagaz—. No creo que me hayas pagado nunca una sola esfera. Aunque no, por favor, no te ofrezcas. No puedo aceptar tu dinero, ya que sé bien a cuántas otras personas debes pagar para conseguir lo que deseas.

Sadeas se ruborizó, pero mantuvo la calma.

—¿Un chiste de putas, Sagaz? ¿Es lo mejor que puedes conseguir?

Sagaz se encogió de hombros.

—Señalo las verdades cuando las veo, brillante señor Sadeas. Cada hombre tiene su sitio. El mío es hacer insultos. El tuyo hacer ingresos.

Sadeas se ruborizó, la cara roja.

—Eres un idiota.

—Si el sagaz es un idiota, entonces es una lástima para los hombres. Te diré una cosa, Sadeas. Si puedes hablar sin decir algo ridículo, te dejaré en paz durante el resto de la semana.

—Bueno, pienso que eso no debe ser demasiado difícil.

—Y sin embargo has fracasado —dijo Sagaz, suspirando—. Has dicho «pienso», y no puedo imaginarme nada más ridículo que la idea de verte pensando. ¿Y tú, joven príncipe Renarin? Tu padre desea que te deje en paz. ¿Puedes hablar y decir algo que no sea ridículo?

Todos se volvieron hacia Renarin, que estaba de pie detrás de su hermano. Renarin vaciló, los ojos muy abiertos. Dalinar se puso tenso.

—Algo que no sea ridículo… —dijo Renarin lentamente.

Sagaz se echó a reír.

—Sí, supongo que eso será suficiente. Muy listo. Si el brillante señor Sadeas pierde el control de sí mismo y acaba por matarme, quizá puedas ser el sagaz del rey después de mí. Pareces tener la mente adecuada para ello.

Renarin se animó, lo que pareció molestar aún más a Sadeas. Dalinar miró al alto príncipe: Sadeas había dirigido la mano a la espada. No era una hoja esquirlada, pues no tenía. Pero sí llevaba una espada de ojos claros. Bastante letal: Dalinar había luchado junto a Sadeas en muchas ocasiones, y el hombre era un experto espadachín.

Sagaz dio un paso adelante.

—¿Qué va a ser entonces, Sadeas? —preguntó en voz baja—. ¿Le harás un favor a Alezkar y la liberarás de ambos?

Matar al sagaz del rey era legal. Pero, al hacerlo, Sadeas perdería su título y sus tierras. A la mayoría de la gente le parecería un asunto lo bastante malo para no hacerlo al descubierto. Naturalmente, si pudieras asesinar a un sagaz sin que nadie supiera que fuiste tú, sería diferente.

Sadeas apartó lentamente la mano de la empuñadura de su espada, y luego le asintió al rey y se marchó.

—Sagaz —dijo Elhokar—, Sadeas tiene mi favor. No hay necesidad de atormentarlo así.

—Disiento —respondió Sagaz—. El favor del rey puede ser un tormento suficiente para la mayoría de los hombres, pero no para él.

El rey suspiró y miró a Dalinar.

—Debería ir a tranquilizar a Sadeas. Pero quería preguntarte si has reflexionado sobre el tema que te mencioné antes.

Dalinar negó con la cabeza.

—He estado ocupado con las necesidades del ejército. Pero lo examinaré ahora, majestad.

El rey asintió, y luego se marchó apresuradamente detrás de Sadeas.

—¿De qué se trata, padre? —preguntó Adolin—. ¿De la gente que cree que lo está espiando?

—No —respondió Dalinar—. Esto es algo nuevo. Te lo mostraré dentro de poco.

Dalinar se volvió a mirar a Sagaz. El hombre vestido de negro estaba haciendo chasquear sus nudillos uno a uno y miraba a Sadeas con expresión reflexiva. Advirtió que Dalinar lo estaba mirando e hizo un guiño y se marchó.

—Me cae bien —repitió Adolin.

—Tal vez acabes por convencerme —dijo Dalinar, frotándose la barbilla—. Renarin, ve y trae un informe sobre los heridos. Adolin, acompáñame. Necesitamos comprobar ese asunto del que habló el rey.

Ambos jóvenes parecían confusos, pero hicieron lo que se les pedía. Dalinar echó a andar en dirección al lugar donde yacía el cadáver del abismoide.

«Veamos qué nos han traído tus preocupaciones esta vez, sobrino», pensó.

Adolin hizo girar en sus manos la larga correa de cuero. Casi de una cuarta de ancho y del grosor de un dedo, la correa terminaba de forma abrupta. Era la cincha de la silla del rey, la cinta que rodeaba el vientre del caballo. Se había roto súbitamente durante la lucha, arrojando del caballo la silla y al jinete.

—¿Qué piensas? —preguntó Dalinar.

—No lo sé. No parece tan gastada, pero supongo que lo estaba, o de otro modo no se habría roto, ¿no?

Dalinar recuperó la correa, pensativo. Los soldados no habían regresado todavía con la cuadrilla del puente, aunque empezaba a oscurecer.

—Padre —dijo Adolin—. ¿Por qué nos pide Elhokar que examinemos esto? ¿Espera que castiguemos a los mozos de cuadras por no cuidar bien de su silla? ¿Es…? —Adolin guardó silencio y comprendió de pronto la vacilación de su padre—. Crees que cortaron la cincha ¿verdad?

Dalinar asintió. Le dio la vuelta en sus manos enguantadas, y Adolin pudo ver lo que estaba pensando. Una cincha podía estar tan gastada que podía romperse, sobre todo si tenía que soportar el peso de un hombre con armadura esquirlada. Esta correa se había roto en el punto donde conectaba con la silla, así que habría sido fácil que los mozos la pasaran por alto. Esa era la explicación racional. Pero cuando se miraba con ojos un poco más irracionales, podía parecer que había sucedido algo vil.

—Padre, se vuelve cada vez más paranoico. Sabes que sí.

Dalinar no respondió.

—Ve asesinos en cada sombra —continuó diciendo Adolin—. La correa se rompe. Eso no significa que alguien intentara matarlo.

—Si el rey está preocupado, deberíamos examinarlo. La rotura es más lisa por un lado, como si la hubieran afeitado para que se rompiera bajo tensión.

Adolin frunció el ceño.

—Tal vez. —No se había dado cuenta de ese detalle—. Pero piénsalo, padre. ¿Por qué iba nadie a cortar la cincha? Una caída del caballo no dañaría a un portador de esquirlada. Si fue un intento de asesinato, entonces fue torpe.

—Si fue un intento de asesinato —dijo Dalinar—, incluso torpe, entonces es algo de lo que tenemos que preocuparnos. Sucedió cuando estábamos de guardia, y su caballo fue atendido por nuestros mozos. Tendremos que examinar este asunto.

Adolin gimió, dejando escapar parte de su frustración.

—Los demás susurran ya que nos hemos convertido en guardaespaldas y mascotas del rey. ¿Qué dirán si se enteran de que estamos investigando todas sus preocupaciones paranoides, no importa lo irracionales que sean?

—Nunca me ha preocupado el qué dirán.

—Nos pasamos el tiempo dedicados a la burocracia mientras los demás ganan fortuna y gloria. ¡Rara vez participamos en los ataques en las mesetas porque estamos ocupados haciendo cosas como esta! ¡Tenemos que estar ahí fuera, peleando, si queremos alcanzar alguna vez a Sadeas!

Dalinar lo miró, el ceño fruncido, y Adolin contuvo su siguiente estallido.

—Veo que ya no estamos hablando de esta cincha rota.

—Yo…, lo siento. Hablé con demasiada pasión.

—Tal vez. Pero claro, tal vez necesite oírlo. Me di cuenta de que no te gustó cómo te contuve antes con Sadeas.

—Sé que tú también lo odias, padre.

—No sabes tanto como presumes. Haremos algo al respecto en un momento. Por ahora, juro…, esta correa parece cortada. Tal vez hay algo que no vemos. Esto podría haber sido parte de algo más grande que no salió como esperaban.

Adolin vaciló. Parecía demasiado retorcido, pero si había un grupo al que gustaran los complots demasiado retorcidos, eran los ojos claros alezi.

—¿Crees que uno de los altos príncipes puede haber intentado algo?

—Tal vez —contestó Dalinar—. Pero dudo que ninguno de ellos lo quiera muerto. Mientras Elhokar gobierne, los altos príncipes podrán luchar en esta guerra a su modo y engordar sus fortunas. No les impone demasiadas exigencias. Les gusta tenerlo como rey.

—Los hombres pueden ansiar el trono solo por la distinción.

—Cierto. Cuando regresemos, mira a ver si alguien ha estado alardeando demasiado últimamente. Averigua si Roion está molesto todavía por el insulto de Sagaz en el festín de la semana pasada y haz que Talata repase los contratos que el alto príncipe Bethab le ofreció al rey por el uso de los chulls. En contratos anteriores, trató de colar una idea que lo favorecería en una sucesión. Se ha vuelto más osado desde que tu tía Navani se marchó.

Adolin asintió.

—Mira a ver si puedes rehacer la historia de la cincha —dijo Dalinar—. Que un talabartero la examine y te diga qué piensa de la rotura. Pregúntale a los mozos si advirtieron algo, y mira si han recibido alguna donación sospechosa de esferas últimamente —titubeó—. Y dobla la guardia del rey.

Adolin dio media vuelta y miró el pabellón, del que salía Sadeas. Entornó los ojos.

—¿Crees que…?

—No —interrumpió Dalinar.

—Sadeas es una anguila.

—Hijo, tienes que dejar esa fijación con él. Aprecia a Elhokar, cosa que no puede decirse de la mayoría de los demás. Es uno de los pocos a quien confiaría la seguridad del rey.

—Yo no haría lo mismo, padre, eso puedo asegurártelo.

Dalinar guardó silencio un momento.

—Ven conmigo.

Le tendió a Adolin la cincha y se encaminó hacia el pabellón.

—Quiero enseñarte algo sobre Sadeas.

Resignado, Adolin siguió a su padre. Pasaron ante el pabellón iluminado. Dentro, hombres ojos oscuros servían comida y bebida mientras las mujeres permanecían sentadas y escribían mensajes o narraciones de la batalla. Los ojos claros hablaban unos con otros con tono ampuloso y emocionado, halagando la valentía del rey. Los hombres vestían colores oscuros y masculinos: marrón, azul, verde bosque, naranja oscuro.

Dalinar se acercó al alto príncipe Vamah, que se encontraba fuera del pabellón con un grupo de ayudantes ojos claros. Iba vestido con un largo abrigo marrón con los costados abiertos para mostrar el brillante forro de seda amarilla. Era una moda controlada, no tan ostentosa como llevar la seda por fuera. A Adolin le parecía bonita.

Vamah era un hombre algo calvo de rostro redondo. El poco pelo que le quedaba se alzaba de punta, y tenía ojos gris claro. Tenía la costumbre de entornarlos, cosa que hizo cuando Dalinar y Adolin se acercaron.

«¿De qué va esto?»., se preguntó Adolin.

—Brillante señor —le dijo Dalinar a Vamah—, vengo a asegurarme de que has satisfecho todas tus necesidades.

—Mis necesidades estarían más satisfechas si pudiéramos estar ya de vuelta. —Vamah miró el sol poniente, como echándole la culpa de algún error. Normalmente no estaba de tan mal humor.

—Estoy seguro de que mis hombres se mueven lo más rápidamente que pueden.

—No sería tan tarde si no nos hubieras retrasado tanto en el camino de venida.

—Me gusta ser cuidadoso —dijo Dalinar—. Y, hablando de cuidados, hay algo de lo que quería hablar contigo. ¿Podemos mi hijo y yo hablar contigo a solas un momento?

Vamah hizo una mueca, pero dejó que Dalinar lo apartara de sus ayudantes. Adolin los siguió, cada vez más desconcertado.

—La bestia era enorme —le dijo Dalinar a Vamah, indicando con la cabeza el abismoide caído—. La más grande que he visto.

—Lo supongo.

—He oído decir que has tenido éxito en tus recientes ataques en la meseta, y que has matado a unos cuantos abismoides en sus crisálidas por tu cuenta. Hay que felicitarte.

Vamah se encogió de hombros.

—Las que conseguimos eran pequeñas. Nada parecido a esa gema corazón que Elhokar obtuvo hoy.

—Una gema corazón pequeña es mejor que ninguna —dijo Dalinar amablemente—. He oído decir que tienes planes para aumentar las murallas de tu campamento.

—¿Hmm? Sí. Rellenar unos cuantos huecos, mejorar la fortificación.

—Me aseguraré de decirle a su majestad que querrás comprar acceso extra a los moldeadores de almas.

Vamah se volvió hacia él, frunciendo el ceño.

—¿Los moldeadores de almas?

—Para la madera —dijo Dalinar tranquilamente—. Sin duda no pretenderás rellenar las paredes sin usar andamios ¿no? Es una suerte que aquí, en estas llanuras remotas, tengamos moldeadores de almas para proporcionarnos cosas como la madera, ¿no te parece?

—Bueno, sí —respondió Vamah, cada vez más sombrío. Adolin lo miró primero a él y luego a su padre. Había algo no dicho en la conversación. Dalinar no hablaba solo de madera para las murallas: los moldeadores de almas eran el medio por el que los altos príncipes alimentaban a sus ejércitos.

—El rey es bastante generoso al permitir el acceso a los moldeadores de almas —dijo Dalinar—. ¿No estás de acuerdo?

—Comprendo tu argumento, Dalinar —dijo Vamah secamente—. No hace falta que sigas golpeándome la cara con la roca.

—No tengo fama de ser un hombre sutil, brillante señor. Solo de ser efectivo.

Dalinar se retiró, indicándole a su hijo que lo siguiera. Adolin así lo hizo, mirando al otro alto príncipe por encima del hombro.

—Se ha estado quejando en voz alta de las tasas que Elhokar cobra por usar sus moldeadores de almas —dijo Dalinar en voz baja. Era el principal tipo de impuesto que el rey cargaba a los altos príncipes. Elhokar no luchaba ni ganaba gemas corazón excepto en alguna cacería ocasional. Se mantenía apartado de la lucha en la guerra, como era adecuado.

—¿Y por eso…? —dijo Adolin.

—Por eso le recordé cuánto le debe al rey.

—Supongo que eso es importante. ¿Pero qué tiene eso que ver con Sadeas?

Dalinar no respondió. Siguió caminando por la meseta, hasta subirse al borde del abismo. Adolin se reunió con él, esperando. Unos segundos más tarde, alguien se acercó desde atrás con una tintineante armadura esquirlada, y luego Sadeas se plantó junto a Dalinar al borde del abismo. Adolin miró al hombre con ojos entornados, y Sadeas alzó una ceja, pero no hizo ningún comentario sobre su presencia.

—Dalinar —dijo Sadeas, volviéndose a mirar las Llanuras.

—Sadeas —la voz de Dalinar era controlada y lacónica.

—¿Hablaste con Vamah?

—Sí. Comprendió mi postura.

—Pues claro que sí —había un indicio de diversión en la voz de Sadeas—. No habría esperado otra cosa.

—¿Le dijiste que ibas a aumentar lo que le cobras por la madera?

Sadeas controlaba el único bosque grande de la región.

—A doblarla —dijo Sadeas.

Adolin miró por encima de su hombro. Vamah los estaba mirando, y su expresión era tan negra como una alta tormenta, los furiaspren brotaban del suelo a su alrededor como pequeños charcos de sangre borboteante. Dalinar y Sadeas juntos le enviaban un mensaje muy claro. «Vaya…, probablemente por eso lo invitaron a la cacería, advirtió Adolin. Para poder manejarlo».

—¿Funcionará? —preguntó Dalinar.

—Estoy seguro de que sí —respondió Sadeas—. Vamah es un tipo bastante razonable, cuando se le pincha: comprenderá que es mejor usar los moldeadores de almas que gastarse una fortuna manteniendo una línea de suministros con Alezkar.

—Tal vez deberíamos hablarle al rey de estas cosas —dijo Dalinar, mirando a Kharbranth, que estaba en el pabellón, ajeno a lo que habían hecho.

Sadeas suspiró.

—Lo he intentado: no tiene cabeza para este tipo de trabajo. Deja al muchacho con sus preocupaciones, Dalinar. Lo suyo son los grandiosos ideales de justicia, alzar la espada mientras cabalga contra los enemigos de su padre.

—Últimamente parece menos preocupado con los parshendi y más con los asesinos en la noche —dijo Dalinar—. La paranoia del muchacho me preocupa. No sé de dónde sale.

Sadeas se echó a reír.

—Dalinar ¿hablas en serio?

—Siempre hablo en serio.

—Lo sé, lo sé. ¡Pero sin duda podrás ver de dónde sale la paranoia del muchacho!

—¿De la forma en que fue asesinado su padre?

—¡De la forma en que lo trata su tío! ¿Un millar de guardias? ¿Paradas en todas y cada una de las mesetas para dejar que los soldados «aseguren» el paso a la siguiente? ¡Vamos, Dalinar!

—Me gusta ser cuidadoso.

—Otros llaman a eso ser paranoico.

—Los Códigos…

—Los Códigos son un puñado de tonterías idealizadas —dijo Sadeas— diseñadas por los poetas para describir la forma en que piensan que deberían haber sido las cosas.

—Gavilar creía en ellos.

—Y mira adónde lo llevó eso.

—¿Y dónde estabas tú, Sadeas, cuando él luchaba por su vida?

Sadeas entornó los ojos.

—¿Así que vamos a resucitar eso ahora? ¿Como antiguos amantes que se cruzan inesperadamente en una fiesta?

El padre de Adolin no respondió. Una vez más, Adolin se sintió aturdido por la relación de su padre con Sadeas. Sus pullas eran genuinas: solo había que mirarlos a los ojos para ver que apenas podían soportarse el uno al otro.

Y sin embargo aquí estaban, aparentemente planeando y ejecutando una manipulación conjunta de otro alto príncipe.

—Protegeré al muchacho a mi manera —dijo Sadeas—. Tú hazlo a la tuya. Pero no te quejes sobre su paranoia cuando insistes en acostarte con el uniforme puesto, por si los parshendi deciden de pronto, contra toda razón y precedente, atacar los campamentos. «No sé de dónde sale», desde luego.

—Vámonos, Adolin —dijo Dalinar, volviéndose para marcharse. Adolin lo siguió.

—Dalinar —llamó Sadeas.

Dalinar dudó un momento y se volvió.

—¿Lo has descubierto ya? —preguntó Sadeas—. ¿Por qué escribió él aquello?

Dalinar negó con la cabeza.

—No vas a encontrar la respuesta. Es una locura de misión, viejo amigo. Y te está haciendo pedazos. Sé lo que te ocurre durante las tormentas. Tu mente se desquicia por toda la tensión que acumulas.

Dalinar continuó su camino. Adolin corrió tras él. ¿Qué había sido aquello? ¿Por qué escribió «él»? Los hombres no escribían. Adolin abrió la boca para preguntar, pero pudo captar el estado de ánimo de su padre. No era el momento de insistir.

Caminó con Dalinar hasta un pequeño promontorio en la meseta. Llegaron a la cima, y desde allí contemplaron el abismoide caído. Los hombres de Dalinar continuaban cosechando su carne y su caparazón.

Permanecieron allí arriba durante un rato. Adolin rebosaba de preguntas, pero fue incapaz de formularlas.

Al cabo de un rato, Dalinar habló.

—¿Te he dicho alguna vez cuáles fueron las últimas palabras de Gavilar?

—No. Siempre me he preguntado qué pasó esa noche.

—«Hermano, sigue los Códigos esta noche. Hay algo extraño en los vientos». Eso es lo que me dijo, lo último que me dijo justo antes de que empezáramos la celebración por la firma del tratado.

—No sabía que tío Gavilar seguía los Códigos.

—Es quien primero me los enseñó. Los encontró como reliquia de la antigua Alezkar, cuando nos unimos por primera vez. Empezó a seguirlos poco antes de morir. —Dalinar vaciló—. Fueron días extraños, hijo. Jasnah y yo no estábamos seguros de qué pensar de los cambios de Gavilar. En ese momento, los Códigos me parecían una tontería, incluso el que ordenaba que un oficial evitara la bebida durante la guerra. Sobre todo ese. —Su voz se volvió aún más baja—. Yo estaba en el suelo, inconsciente, cuando asesinaron a Gavilar. Puedo recordar voces, intentar despertarme, pero estaba demasiado afectado por el vino. Tendría que haber estado allí para ayudarlo.

Miró a Adolin.

—No puedo vivir en el pasado. Es una locura hacerlo. Me responsabilizo de la muerte de Gavilar, pero no hay nada que se pueda hacer por él ahora.

Adolin asintió.

—Hijo, sigo pensando que si consigo que sigas los Códigos el tiempo suficiente, verás, como he visto yo, su importancia. Esperemos que no necesites un ejemplo tan dramático como yo. Pero tienes que comprender. Hablas de Sadeas, de derrotarlo, de competir con él. ¿Sabes la parte que tuvo que ver Sadeas en la muerte de mi hermano?

—Fue el señuelo —dijo Adolin. Sadeas, Gavilar y Dalinar fueron buenos amigos hasta la muerte del rey. Todo el mundo lo sabía. Habían conquistado Alezkar juntos.

—Sí. Estaba con el rey y escuchó a los soldados gritar que atacaba un portador de esquirlada. La idea del señuelo fue un plan de Sadeas: se puso una de las túnicas de Gavilar y huyó en lugar de Gavilar. Lo que hizo fue suicida. Sin armadura, hizo que un asesino portador de esquirlada lo persiguiera. Creo sinceramente que fue una de las cosas más valientes que he visto hacer a un hombre.

—Pero fracasó.

—Sí. Y hay una parte de mí que nunca podrá perdonar a Sadeas por ese fracaso. Sé que es irracional, pero debería de haber estado allí, con Gavilar. Igual que yo. Los dos le fallamos a nuestro rey, y no podemos perdonarnos el uno al otro. Pero los dos seguimos unidos en una cosa. Hicimos un juramento ese día. Protegeríamos al hijo de Gavilar. No importaba a qué precio, ni importaba qué otras cosas se interpusieran entre nosotros…, protegeríamos a Elhokar.

»Y por eso estoy aquí en estas Llanuras. No es por las riquezas ni por la gloria. No me interesan esas cosas, ya no. He venido por el hermano al que amaba, y por el sobrino al que amo por propio derecho. Y, en cierto modo, eso es lo que nos divide y nos une a Sadeas y a mí. Sadeas piensa que la mejor manera de proteger a Elhokar es matar a los parshendi. Se dedica con todas sus fuerzas, junto con sus hombres, a conquistar estas mesetas y luchar. Creo que una parte de él piensa que rompo mi juramento al no hacer lo mismo.

»Pero esa no es la manera de proteger a Elhokar. Necesita un trono estable, aliados que lo apoyen, no altos príncipes que compitan entre ellos. Crear una Alezkar fuerte lo protegerá mejor que matar a nuestros enemigos. Esa es la obra de la vida de Gavilar, unir a los altos príncipes…

Guardó silencio. Adolin esperó a que siguiera contando más, pero no lo hizo.

—Sadeas —dijo Adolin finalmente—. Me… sorprende que digas que es valiente.

—Lo es. Y astuto. A veces, cometo el error de dejar que sus manierismos y su extravagante forma de vestir me hagan subestimarlo. Pero hay un buen hombre en su interior, hijo. No es nuestro enemigo. Podemos ser mezquinos a veces, los dos. Pero él trabaja para proteger a Elhokar, así que te pido que respetes eso.

¿Cómo se respondía a una cosa así? «¿Lo odias, pero me pides que yo no lo haga?».

—Muy bien —dijo Adolin—. Me contendré. Pero sigo sin fiarme de él, padre. Por favor. Al menos considera la posibilidad de que no esté tan entregado como lo estás tú, de que te esté engañando.

—Muy bien. Lo consideraré.

Era algo. Adolin asintió.

—¿Qué es eso que dijo al final? ¿Algo sobre un escrito?

Dalinar titubeó.

—Es un secreto que compartimos él y yo. Aparte de nosotros, solo Jasnah y Elhokar lo saben. He pensado durante mucho tiempo si debería contártelo, ya que ocuparás mi lugar si caigo. Te he contado las últimas palabras que me dijo mi hermano.

—Pidiéndote que siguieras los Códigos.

—Sí. Pero hay más. Hay algo más que me dijo, pero no con palabras dichas. Esas otras palabras… las escribió.

—¿Gavilar sabía escribir?

—Cuando Sadeas descubrió el cuerpo del rey, encontró palabras escritas en un fragmento de tabla, usando las propia sangre de Gavilar. «Hermano, decía. Debes encontrar las palabras más importantes que puede decir un hombre». Sadeas escondió el fragmento, y más tarde hicimos que Jasnah leyera las palabras. Si es cierto que sabía escribir (y otras posibilidades parecen imposibles) fue un secreto vergonzoso que ocultamos. Como decía, sus acciones se hicieron extrañas al final de su vida.

—¿Y qué significan esas palabras?

—Es una cita. De un antiguo libro llamado El camino de los reyes. A Gavilar le dio por leer el volumen al final de su vida: me hablaba de él a menudo. No me di cuenta de que la cita era de allí hasta hace poco: Jasnah lo descubrió por mí. Ahora he hecho que me lean el libro unas cuantas veces, pero hasta el momento no he encontrado nada que explique por qué escribió lo que escribió —hizo una pausa—. El libro era utilizado por los Radiantes como una especie de guía, un libro de consejos sobre cómo vivir sus vidas.

¿Los Radiantes? «¡Padre Tormenta!»., pensó Adolin. Los delirios de su padre habían…, a menudo parecían tener algo que ver con los radiantes. Esto era una nueva prueba de que los delirios estaban relacionados con la culpa que sentía por la muerte de su hermano.

¿Pero, qué podía hacer Adolin para ayudar?

Pisadas metálicas en el terreno rocoso. Adolin dio media vuelta y luego asintió respetuoso cuando vio al rey acercarse, todavía llevando su armadura dorada, aunque se había quitado el yelmo. Era varios años mayor que Adolin, y tenía un rostro astuto y nariz prominente. Algunos decían que veían en él un porte regio, y las mujeres le habían confesado a Adolin que encontraban al rey bastante guapo.

No tan guapo como Adolin, naturalmente. Pero guapo de todas formas.

El rey, sin embargo, estaba casado: su esposa la reina dirigía sus asuntos en Alezkar.

—Tío —dijo Elhokar—. ¿No podemos ponernos en camino? Estoy seguro de que los portadores de esquirlada podríamos saltar el abismo. Tú y yo podríamos volver al campamento en poco tiempo.

—No dejaré a mis hombres, majestad —dijo Dalinar—. Y dudo que quieras correr solo por las mesetas durante horas, expuesto, y sin los guardias apropiados.

—Supongo —contestó el rey—. Sea como sea, quiero darte las gracias por tu valentía de hoy. Parece que te debo la vida una vez más.

—Mantenerte con vida es otra cosa que tengo por costumbre, majestad.

—Me alegro de ello. ¿Has investigado ese asunto que te dije? —señaló con la cabeza la cincha, que Adolin tenía todavía en la mano enguantada.

—Lo he hecho.

—¿Y bien?

—No pudimos decidirlo, majestad —dijo Dalinar, cogiendo la correa y entregándosela al rey—. Puede que la hayan cortado. El desgaste es más acusado por un lado. Como si se hubiera debilitado hasta el punto de rasgarse.

—¡Lo sabía! —Dalinar Elhokar—. Puedo verlo con claridad, aquí mismo. Insisto, tío. Alguien intenta matarme. Van a por mí, igual que fueron a por mi padre.

—No creerás que los parshendi son responsables —dijo Dalinar, sorprendido.

—No sé quién es responsable. Tal vez alguien de esta misma cacería.

Adolin frunció el ceño. ¿Qué estaba dando a entender? La mayoría de los miembros de la cacería eran hombres de Dalinar.

—Majestad, examinaremos este asunto —dijo Dalinar sinceramente—. Pero tienes que estar dispuesto a aceptar que puede que solo haya sido un accidente.

—No me crees —dijo Elhokar llanamente—. Nunca me crees.

Dalinar inspiró profundamente, y Adolin pudo ver que su padre tuvo que esforzarse por controlarse.

—No estoy diciendo eso. Incluso una amenaza potencial a tu vida me preocupa mucho. Pero sugiero que evites sacar conclusiones apresuradas. Adolin ha señalado que esta sería una forma terriblemente torpe de intentar matarte. Una caída del caballo no es una amenaza seria para un hombre que lleva armadura.

—Sí ¿pero y durante una cacería? —dijo Elhokar—. Tal vez querían que el abismoide me matara.

—En teoría no correríamos peligro en la cacería —repuso Dalinar—. Teníamos que acribillar al conchagrande desde lejos, y luego acercarnos a él y rematarlo.

Elhokar entornó los ojos, y miró primero a Dalinar y luego a Adolin. Fue casi como si el rey recelara de ellos. La mirada desapareció en un segundo. ¿Lo había imaginado Adolin? «¡Padre Tormenta!»., pensó.

Desde atrás, Vamah empezó a llamar al rey. Elhokar lo miró y asintió.

—Esto no ha terminado, tío —le dijo a Dalinar—. Examina esa correa.

—Lo haré.

El rey le devolvió la correa y se marchó, la armadura tintineando.

—Padre —dijo Adolin inmediatamente— ¿has visto…?

—Ya hablaré con él cuando no esté tan tenso.

—Pero…

—Ya hablaré con él, Adolin. Examina la correa. Y reúne a tus hombres —indicó algo en el lejano oeste—. Creo que eso es la cuadrilla que viene con el puente.

«Por fin», pensó Adolin, siguiendo su mirada. Un grupito de figuras cruzaba la meseta en la distancia, portando el estandarte de Dalinar y dirigiendo a una cuadrilla que cargaba uno de los puentes móviles de Sadeas. Habían mandado llamar a una de esas, ya que eran más rápidas que las de Dalinar, que tiraban con chulls de puentes más grandes.

Adolin corrió a dar las órdenes, aunque estaba distraído con las órdenes de su padre, las últimas palabras de Gavilar, y ahora la mirada desconfiada del rey. Parecía que tendría muchas cosas sobre las que reflexionar en el largo camino de vuelta a los campamentos.

Dalinar contempló cómo Adolin corría a cumplir sus órdenes. El peto del muchacho todavía tenía una telaraña de grietas, aunque había dejado de filtrar luz tormentosa. La armadura se repararía sola con tiempo. Podría reformarse aunque estuviera completamente rota.

Al muchacho le gustaba quejarse, pero era el mejor hijo que podía esperar un hombre, con iniciativa y fuerte sentido del mando. Los soldados lo apreciaban. Tal vez se mostraba un poco demasiado amistoso con ellos, pero eso podía perdonarse. Incluso su apasionamiento se podía perdonar, suponiendo que aprendiera a canalizarlo.

Dalinar dejó al joven con su trabajo y fue a ver cómo estaba Galante. Encontró al ryshadio con los mozos, que habían levantado un corral en la zona sur de la meseta. Habían vendado las heridas del caballo, que ya no cojeaba.

Dalinar palmeó al gran corcel en el cuello y miró aquellos profundos ojos negros. El caballo parecía avergonzado.

—No fue culpa tuya que me desmontaras, Galante —dijo Dalinar con voz tranquilizadora—. Me alegra que no hayas resultado malherido.

Se volvió hacia un mozo cercano.

—Dale comida extra esta tarde, y dos meloncillos dulces.

—Sí, mi brillante señor. Pero no comerá comida extra. Nunca lo hace si intentamos dársela.

—La comerá esta noche —dijo Dalinar, palmeando de nuevo el cuello del ryshadio—. Solo la come cuando considera que se la merece, hijo.

El mozo pareció sorprendido. Como casi todos ellos, pensaba que los ryshadios eran solo otra raza de caballos. Un hombre apenas podía comprenderlo hasta que un ryshadio lo había aceptado como jinete. Era como llevar una armadura esquirlada, una experiencia completamente indescriptible.

—Te comerás esos dos meloncillos dulces —dijo Dalinar, señalando al caballo—. Te los mereces.

Galante resopló.

—Hazlo —dijo Dalinar. El caballo piafó, contento. Dalinar comprobó la pata y luego se volvió hacia el mozo—. Cuida bien de él, hijo. Montaré otro caballo para el regreso.

—Sí, mi brillante señor.

Le trajeron una montura: una recia yegua de color rojizo. Tuvo mucho cuidado al montar. Los caballos corrientes siempre le parecían frágiles.

El rey salió cabalgando tras el primer pelotón, con Sagaz a su lado. Dalinar advirtió que Sadeas cabalgaba detrás, donde Sagaz no pudiera molestarlo.

La cuadrilla del puente esperaba en silencio, descansando mientras el rey y su séquito cruzaban. Como la mayoría de las cuadrillas de Sadeas, estaba compuesta por un puñado de desechos humanos. Extranjeros, desertores, ladrones, asesinos, y esclavos. Muchos probablemente merecían su castigo, pero la temible manera en que Sadeas los explotaba irritaba a Dalinar. ¿Cuánto tiempo pasaría hasta que ya no pudiera llenar las cuadrillas con los hombres adecuados para el sacrificio? ¿Se merecían incluso los asesinos ese destino?

Recordó de pronto un párrafo de El camino de los reyes. Había estado escuchando lecturas del libro con más frecuencia de lo que le había dicho a Adolin.

Una vez vi a un hombre flaco cargando a la espalda una piedra más grande que su cabeza. Se doblaba bajo el peso, sin camisa bajo el sol, vestido solo con un taparrabos. Avanzaba por un camino concurrido. La gente le dejaba paso. No porque simpatizaran con él, sino porque temían el impulso de sus pisadas. No hay quien se atreva a impedir el paso a alguien semejante.

El monarca es como este hombre, avanzando a trompicones, el peso de un reino sobre sus hombros. Muchos le abren paso, pero pocos están dispuestos a ayudarlo a llevar la piedra. No desean comprometerse en el trabajo, no vayan a condenarlos a una vida llena de cargas extra.

Yo dejé mi carruaje aquel día y tomé la piedra, recogiéndola para el hombre. Creo que mis guardias se sintieron avergonzados. Puedes ignorar a un pobre despojo sin camisa que hace ese trabajo, pero nadie ignora a un rey que comparte la carga. Tal vez deberíamos cambiar de sitio más a menudo. Si se ve a un rey asumir la carga del más pobre de los hombres, tal vez haya quienes estén dispuestos a ayudarlo con su propia carga, invisible y a la vez tan desalentadora.

A Dalinar le sorprendió poder recordar la historia palabra por palabra, aunque probablemente no debería hacerlo. Al buscar el significado tras el último mensaje de Gavilar, había escuchado lecturas del libro casi a diario durante los últimos meses.

Le decepcionó descubrir que no había ningún significado claro tras la cita que había dejado Gavilar. Había seguido escuchando de todas formas, aunque trataba de mantener su interés oculto. El libro no tenía buena fama, y no solo porque estuviera asociado con los Radiantes Perdidos. Las historias de un rey que hacía el trabajo de un obrero de poca monta eran las menores de sus incómodas páginas. En otros sitios, decía claramente que los ojos claros estaban por debajo de los ojos oscuros. Eso contradecía las enseñanzas de Vorin.

Sí, era mejor mantener esto en silencio. Dalinar había sido sincero al decirle a Adolin que no le importaba lo que dijera la gente. Pero si los rumores impedían su capacidad para proteger a Elhokar, podían volverse peligrosos. Tenía que ser cuidadoso.

Cruzó el puente a caballo y saludó con un gesto agradecido a los hombres del puente. Eran el escalón más bajo del ejército, y sin embargo cargaban con el peso de reyes.

El camino de los reyes
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