Ati fue una vez un hombre amable y generoso, y ya viste en qué se convirtió. Rayse, por otro lado, se encontraba entre los individuos más repulsivos, ladinos y peligrosos que he conocido.
—Sí, esto lo han cortado —dijo el grueso talabartero, alzando la correa mientras Adolin miraba—. ¿No estás de acuerdo, Yis?
El otro talabartero asintió. Yis era un iriali de ojos amarillos y pelo dorado. No rubio, dorado. Había incluso un brillo dorado en él. Lo llevaba corto y usaba gorra. Obviamente, no quería llamar la atención. Muchos consideraban un mechón de pelo iriali un conjuro de buena suerte.
Su compañero, Avaran, era un ojos oscuros alezi que llevaba un delantal sobre el chaleco. Los dos hombres trabajaban al modo tradicional, uno se dedicaba a las piezas más grandes y robustas, como las sillas de montar, mientras que el otro se había especializado en los detalles más finos. Un grupo de aprendices se esforzaba al fondo, cortando y cosiendo pellejos de cerdo.
—Cortado —coincidió Yis, cogiendo la correa—. Estoy de acuerdo.
—Que me envíen a Condenación —murmuró Adolin—. ¿Queréis decir que Elhokar tenía razón?
—Adolin —dijo una voz femenina desde atrás—. Dijiste que íbamos a dar un paseo.
—Es lo que estamos haciendo —respondió él, volviéndose sonriente. Janala esperaba cruzada de brazos, vestida con un elegante vestido amarillo de factura impecable, abotonado por los lados y cerrado en torno al cuello con un tieso collar bordado de hilo escarlata.
—Había imaginado que el paseo sería para caminar.
—Hmm —dijo él—. Sí. Pronto llegaremos a eso. Será magnífico. Podremos pasear, caminar, deambular y esto…
—¿Transitar? —ofreció Yis, el talabartero.
—¿Eso es un tipo de bebida? —preguntó Adolin.
—Mmm…, no, brillante señor. Estoy seguro de que es otra palabra que significa caminar.
—Bueno, pues haremos eso también. Transitaremos. Siempre me gusta un buen tránsito. —Se frotó la barbilla y recuperó la correa—. ¿Estáis seguros con eso que me decís sobre esta cincha?
—No hay mucho que discutir, brillante señor —dijo Avaran—. No es una simple rotura. Tendrías que tener más cuidado.
—¿Cuidado?
—Sí. Asegúrate de no llevar hebillas sueltas que rocen el cuero y lo corten. Parece que esto es cosa de una silla. A veces, la gente deja que la cincha cuelgue cuando prepara la silla para la noche, y le dejan algo pillado debajo. Supongo que eso es lo que causó el corte.
—Oh —dijo Adolin—. ¿Quieres decir que no fue intencionado?
—Bueno, puede haber sido así. Pero ¿por qué cortaría nadie una cincha de ese modo?
«Por qué, en efecto», pensó Adolin. Se despidió de los dos talabarteros, se metió la correa en el bolsillo y le ofreció el codo a Janala. Ella lo aceptó con su mano libre, obviamente feliz por marcharse de la tienda de productos de cuero. Tenía un olor raro, aunque no tan malo como el de una curtiembre. Adolin la había visto echar mano al pañuelo varias veces, actuando como si quisiera llevárselo a la nariz.
Salieron al sol de mediodía. Tibon y Marks (dos ojos claros miembros de la Guardia de Cobalto) esperaban con la criada de Janala, Falksi, que era una joven ojos oscuros azish. Los tres los siguieron mientras Adolin y Janala paseaban por la calle del campamento, y Falksi murmuró entre dientes con voz cargada de acento, quejándose por la falta de un palanquín adecuado para su señora.
A Janala no parecía importarle. Inspiró profundamente el aire y se aferró al brazo de Adolin. Era bastante bonita, aunque le gustaba hablar sobre sí misma. La charlatanería era un atributo de las mujeres que normalmente le gustaba, pero hoy tenía problemas para prestarle atención a Janala cuando empezó a contarle los últimos chismes de la corte.
Habían cortado la correa, pero los dos talabarteros habían dado por hecho que era resultado de un accidente. Eso implicaba que habían visto cortes como este antes. Una hebilla suelta o cualquier otro accidente casual había cortado el cuero.
Pero esta vez el corte había arrojado al rey de su caballo en mitad de una lucha. ¿Podía haber implicado algo más?
—¿No te parece, Adolin? —preguntó Janala.
—Indudablemente —respondió él, escuchando a medias.
—¿Entonces hablarás con él?
—¿Hmm?
—Con tu padre. ¿Le pedirás que permita a los hombres abandonar ese horrible uniforme pasado de moda de vez en cuando?
—Bueno, es de ideas fijas —dijo Adolin—. Además, no está tan pasado de moda.
Janala lo fulminó con la mirada.
—Muy bien —admitió él—. Es un poco soso.
Como todos los demás oficiales ojos claros del ejército de Dalinar, Adolin llevaba un simple traje azul de corte militar. Un largo gabán azul oscuro, sin brocados, y pantalones recios en una época en que los chalecos, los adornos de seda y los pañuelos eran la moda. El glifopar Kholin de su padre iba bordado en el pecho y la espalda de forma bastante molesta, y la parte delantera abrochaba con botones plateados a ambos lados. Era simple, claramente reconocible, pero horriblemente soso.
—Los hombres de tu padre lo adoran, Adolin —dijo Janala—. Pero sus exigencias se vuelven cansinas.
—Lo sé. A mí me lo vas a decir. Pero no creo que pueda hacerle cambiar de opinión.
¿Cómo explicarlo? A pesar de seis años de guerra, Dalinar no flaqueaba en su resolución de mantener los Códigos. En todo caso, su dedicación a ellos aumentaba.
Al menos ahora Adolin comprendía una cosa. El amado hermano de Dalinar había hecho una última petición: seguir los Códigos. Cierto, esa petición se refería a un solo hecho, pero el padre de Adolin era famoso por llevar las cosas a los extremos.
Adolin tan solo deseaba que no hiciera la misma petición a todo el mundo. Individualmente, los Códigos eran solo inconveniencias menores: ir siempre de uniforme en público, no emborracharse nunca, evitar los duelos. En conjunto, sin embargo, eran una carga.
Su respuesta a Janala quedó interrumpida cuando una serie de cuernos resonó por todo el campamento. Adolin alzó la cabeza, dio media vuelta y miró hacia el este, hacia las Llanuras Quebradas. Fue contando la siguiente serie de cuernos. Habían localizado una crisálida en la meseta ciento cuarenta y siete. ¡Eso estaba ahí al lado!
Contuvo la respiración, esperando la siguiente serie de cuernos que llamaría a los ejércitos de Dalinar a la batalla. Eso solo sucedería si su padre lo ordenaba.
Una parte de él sabía que esos cuernos no sonarían. La meseta ciento cuarenta y siete estaba lo bastante cerca del campamento de Sadeas para que el otro alto príncipe lo intentara.
«Vamos, padre —pensó Adolin—. ¡Podemos ganarle!».
No sonó ningún cuerno más.
Adolin miró a Janala. Ella había escogido la música como Llamada y le prestaba poca atención a la guerra, aunque su padre era uno de los oficiales de caballería de Dalinar. Por su expresión, Adolin se dio cuenta de que comprendía lo que significaba la falta de un tercer toque de cuerno.
Una vez más, Dalinar Kholin había decidido no luchar.
—Vamos —dijo Adolin, dándose media vuelta y moviéndose en otra dirección, tirando prácticamente de Janala, que seguía enganchada a su codo—. Hay algo más que quiero comprobar.
Dalinar permanecía de pie, con las manos a la espalda, contemplando las Llanuras Quebradas. Estaba en una de las terrazas inferiores situadas ante el palacio elevado de Elhokar: el rey no residía en ninguno de los diez campamentos de guerra, sino en un pequeño complejo elevado en una colina cercana. El ascenso de Dalinar a aquel lugar había sido interrumpido por el sonar de los cuernos.
Esperó el tiempo suficiente para ver el ejército de Sadeas congregarse en su campamento. Dalinar podía haber enviado a un soldado a preparar a sus propios hombres. Estaba lo bastante cerca.
—¿Brillante señor? —preguntó una voz a su lado—. ¿Deseas continuar?
«Tú lo proteges a tu modo, Sadeas —pensó Dalinar—. Yo lo protegeré al mío».
—Sí, Teshav —dijo, volviéndose para continuar subiendo por el camino en zigzag.
Teshav lo siguió. Tenía vetas rubias en su negro pelo alezi, que llevaba en un intrincado peinado entrelazado. Sus ojos eran violetas y su rostro afilado mostraba expresión de inquietud. Era normal: siempre parecía necesitar algo de lo que preocuparse.
Teshav y su ayudante escriba eran ambas esposas de oficiales. Dalinar confiaba en ellas. Más o menos. Era difícil confiar en alguien por completo. «Basta —pensó—. Empiezas a parecer tan paranoico como el rey».
De cualquier forma, se alegraría del regreso de Jasnah. Si es que alguna vez decidía hacerlo. Algunos de sus oficiales de más alto rango le instaban a volver a casarse, aunque solo fuera por tener una mujer que fuera su escriba principal. Pensaban que rechazaba sus sugerencias por amor a su primera esposa. No sabían que ella había desaparecido de su mente, un blanco parche de niebla en su memoria. Aunque, en cierto modo, los oficiales tenían razón. Le habían quitado todo lo que se refería a su esposa. Todo lo que quedaba era un agujero, y llenarlo de nuevo para ganar una escriba parecía una crueldad.
Dalinar continuó su camino. Aparte de las dos mujeres, ya lo ayudaban Renarin y tres miembros de la Guardia de Cobalto. Estos llevaban gorras de fieltro azul oscuro y capas sobre petos plateados y pantalones azules. Eran ojos claros de bajo rango, capaces de llevar espadas para la lucha cuerpo a cuerpo.
—Bien, brillante señor —dijo Teshav—. El brillante señor Adolin me pidió que informara de los progresos en la investigación de la cincha. Está hablando con los talabarteros en este mismo momento, pero hasta ahora hay poco que decir. Nadie vio a nadie manipular la silla del caballo de su majestad. Nuestros espías dicen que no se murmura que haya nadie alardeando en los otros campamentos, y nadie en el nuestro ha recibido de pronto grandes sumas de dinero, por lo que hemos podido descubrir.
—¿Y los mozos?
—Dicen que revisaron la silla, pero cuando se les insistió, admitieron que no pueden recordar haber comprobado específicamente la cincha. —Sacudió la cabeza—. Llevar a un portador de esquirlada pone a veces gran tensión tanto en el caballo como en la silla. Si tan solo hubiera algún modo de domar a más ryshadios…
—Creo que antes se podría domar las altas tormentas, brillante. Bien, supongo que es una buena noticia. Mejor para todos que este asunto de la cincha resulte ser nada. Ahora hay otro tema que quisiera que examinaras.
—Es mi placer servirte, brillante señor.
—El alto príncipe Aladar ha empezado a hablar de tomarse unas cortas vacaciones y volver a Alezkar. Quiero que averigües si habla en serio.
—Sí, brillante señor —asintió Teshav—. ¿Eso sería un problema?
—La verdad es que no lo sé.
No se fiaba de los altos príncipes, pero al menos con ellos aquí podía vigilarlos. Si uno de ellos regresaba a Alezkar, podría conspirar sin que alguien lo controlara. Naturalmente, incluso las visitas breves podrían ayudar a estabilizar sus tierras.
¿Qué era más importante? ¿La estabilidad o la capacidad de vigilar a los otros? «Sangre de mis padres. No me hicieron para este politiqueo y estas conspiraciones. Me hicieron para que empuñara una espada y abatiera enemigos».
Haría lo que hacía falta hacer, de cualquier manera.
—¿No dijiste que tenías información sobre las cuentas del rey, Teshav?
—Así es —dijo ella, mientras continuaban el corto paseo—. Hiciste bien en pedirme que examinara los libros, ya que parece que tres de los altos príncipes (Thanadal, Hatham y Vamah) van muy retrasados en sus pagos. Aparte de ti, solo el alto príncipe Sadeas ha pagado por adelantado lo que es debido, como exigen los principios de la guerra.
Dalinar asintió.
—Cuanto más se alargue esta guerra, más cómodos se sienten los altos príncipes. Empiezan a hacerse preguntas. ¿Por qué pagar altas tasas de guerra para moldear almas? ¿Por qué no traer aquí a granjeros y empezar a cultivar su propio alimento?
—Perdona, brillante señor —dijo Teshav mientras transitaban un recodo del camino. Su escriba ayudante caminaba detrás, con varios libros de cuentas en un morral—. Pero ¿de verdad quieres desaconsejar eso? Un segundo grupo de suministros podría ser valioso como refuerzo.
—Los mercaderes ya proporcionan refuerzos. Es uno de los motivos por los que no los he hecho marcharse. No me importaría otro, pero el poder de los moldeadores de almas es la única presión que tenemos sobre los altos príncipes. Le debían lealtad a Gavilar, pero no sienten lo mismo hacia su hijo. —Dalinar entornó los ojos—. Eso es un punto vital, Teshav. ¿Has leído las historias que te sugerí?
—Sí, brillante señor.
—Entonces ya lo sabes. El período más frágil en la existencia de un reino se produce durante la vida del heredero de su fundador. Durante el reinado de un hombre como Gavilar, los hombres se muestran leales porque lo respetan. Durante las siguientes generaciones, empiezan a verse a sí mismos como parte de un reino, una fuerza conjunta que se mantiene unida gracias a la tradición.
»Pero el reinado del heredero…, ese es el punto peligroso. Gavilar no está aquí para mantener unido a todo el mundo, y todavía no existe la tradición de que Alezkar sea un reino. Tenemos que aguantar lo suficiente para que los altos príncipes empiecen a considerarse parte de un todo mayor.
—Sí, brillante señor.
Ella no hacía preguntas. Teshav era profundamente leal, como la mayoría de sus oficiales. No cuestionaban por qué era tan importante para él que los diez principados se consideraran a sí mismos una sola nación. Tal vez asumían que era debido a Gavilar. De hecho, el sueño de su hermano de una Alezkar unida era parte de ello. Pero había también algo más.
«Viene la Tormenta Eterna. La Auténtica Desolación. La Noche de las Penas».
Reprimió un escalofrío. Las visiones no hacían que pareciera tener mucho tiempo para prepararse.
—Escribe una misiva en nombre del rey —dijo Dalinar—, bajando el precio por moldear almas para aquellos que hagan sus pagos a tiempo. Eso debería despertar a los demás. Dáselo a las escribas de Elhokar y que se lo expliquen a él. Esperemos que esté de acuerdo con la necesidad.
—Sí, brillante señor —dijo Teshav—. Si puedo mencionarlo, me sorprendió bastante que me sugirieras leer esas historias. En el pasado, esas cosas no te interesaban especialmente.
—Últimamente hago cosas que no son específicas de mis intereses o mis talentos —respondió Dalinar con una mueca—. Mi falta de capacidad no cambia las necesidades del reino. ¿Has recogido los informes sobre los bandidos de la zona?
—Sí, brillante señor —ella vaciló—. Las cifras son alarmantes.
—Dile a tu marido que le entrego el mando del Cuarto Batallón. Quiero que entre los dos elaboréis un sistema mejor de patrullas en las Montañas Irreclamadas. Mientras la monarquía alezi tenga presencia aquí, no quiero que sea una tierra sin ley.
—Sí, brillante señor —dijo Teshav, indecisa— ¿Te das cuentas de que eso significa que dedicas dos batallones enteros a patrullar?
—Sí —respondió Dalinar. Había pedido ayuda a los otros altos príncipes. Sus respuestas oscilaron entre la sorpresa y la risa. Nadie le había dado ningún soldado.
—Eso, añadido al batallón que asignaste para mantener la paz en las zonas entre los campamentos y los mercados exteriores —puntualizó Teshav—. En total, más de la cuarta parte de tus fuerzas aquí, brillante señor.
—Las órdenes se mantienen, Teshav. Encárgate. Pero primero tengo que seguir discutiendo contigo de los libros de cuentas. Ve a la sala de los legajos y espéranos allí.
Ella asintió respetuosa.
—Naturalmente, brillante señor.
Se retiró con su pupila.
Renarin se acercó a Dalinar.
—No le ha gustado eso, padre.
—Desea que su marido participe en la lucha. Todos esperan que gane otra hoja esquirlada ahí fuera, y se la dé a ellos.
Los parshendi tenían esquirladas. No muchas, pero incluso una sola era sorprendente. Nadie sabía explicar dónde las habían conseguido. Dalinar había ganado una espada y una armadura parshendi durante su primer año aquí. Se las había dado ambas a Elhokar para que recompensara al guerrero que considerase el más útil para Alezkar y el esfuerzo bélico.
Dalinar se volvió y entró en el palacio. Los guardias de la puerta lo saludaron a Renarin y a él. El joven mantuvo la mirada al frente. Algunas personas pensaban que carecía de emociones, pero Dalinar sabía que solo estaba preocupado.
—Quería hablar contigo, hijo —dijo Dalinar—. Sobre la cacería de la semana pasada.
Los ojos de Renarin fluctuaron avergonzados, las comisuras de sus labios forzaron una mueca. Sí, en efecto, tenía emociones. Simplemente, no las mostraba tan a menudo como los demás.
—Eres consciente de que no tendrías que haberte precipitado a la batalla como lo hiciste —dijo Dalinar con severidad—. El abismoide podría haberte matado.
—¿Qué habrías hecho tú, padre, si hubiera sido yo quien corría peligro?
—No pongo reparos a tu valentía, sino a tu sabiduría. ¿Y si te hubiera dado uno de tus ataques?
—Entonces tal vez el monstruo me habría borrado de la meseta —repuso Renarin amargamente— y ya no sería una inútil carga para nadie.
—¡No digas esas cosas! Ni siquiera de broma.
—¿Era una broma? Padre, no sé pelear.
—Pelear no es la única cosa de valor que puede hacer un hombre.
Los fervorosos eran muy insistentes en eso. Sí, la más alta Llamada era unirse a la batalla en la otra vida para reclamar los Salones Tranquilos, pero el Todopoderoso aceptaba la excelencia de cualquier hombre o mujer, no importaba a qué se dedicaran.
Uno hacía lo que mejor podía, escogiendo una profesión y un atributo del Todopoderoso para emularlo. Una Llamada y una Gloria, se decía. Trabajabas duro en tu profesión, y te pasabas la vida intentando vivir según un solo ideal. El Todopoderoso lo aceptaba, sobre todo si eras un ojos claros: cuanto mejor fuera tu sangre como ojos claros, más Gloria innata tenías ya.
La Llamada de Dalinar era ser líder, y su Gloria elegida era la determinación. Las había elegido ambas en su juventud, aunque ahora las veía de forma muy distinta a entonces.
—Tienes razón, naturalmente, padre —dijo Renarin—. No soy el primer hijo de héroe que nace sin ningún talento para la guerra. Los demás lo llevaron bien. Yo también lo haré. Probablemente acabe siendo consistor de alguna ciudad pequeña. Suponiendo que no me refugie en los devotarios.
El muchacho miró hacia delante.
«Sigo pensando en él como en “el chico” —pensó Dalinar—. Aunque ya tiene veinte años». Sagaz tenía razón. Subestimaba a Renarin. «¿Cómo reaccionaría yo si me prohibieran luchar? ¿Si tuviera que quedarme atrás con las mujeres y los mercaderes?».
Dalinar se habría sentido amargado, especialmente respecto a Adolin. De hecho, a menudo había sentido envidia de Gavilar durante su infancia. Sin embargo, Renarin era el principal partidario de Adolin. Prácticamente adoraba a su hermano mayor. Y era lo bastante valiente para correr sin pensárselo a una batalla donde una criatura de pesadilla aplastaba a lanceros y portadores de esquirlada por igual.
Dalinar se aclaró la garganta.
—Quizá sea hora de empezar a entrenarte con la espada.
—La debilidad de mi sangre…
—No importará mucho si te ponemos una armadura y te damos una espada —dijo Dalinar—. La armadura hace fuerte a cualquier hombre, y una hoja esquirlada es casi tan liviana como el mismo aire.
—Padre —dijo Renarin llanamente—, nunca seré un portador de esquirlada. Tú mismo has dicho que las espadas y armaduras que ganamos a los parshendi deben ser para los guerreros más hábiles.
—Ninguno de los otros altos príncipes entregó sus trofeos de guerra al rey. ¿Y quién me reprocharía si, por una vez, yo le hiciera un regalo a mi hijo?
Renarin se detuvo en el pasillo, mostrando un inusitado nivel de emoción, los ojos muy abiertos, el rostro ansioso.
—¿Hablas en serio?
—Te doy mi juramento, hijo. Si puedo capturar otra hoja y otra armadura, serán para ti —sonrió—. Para ser sinceros, lo haría simplemente por el placer de ver la cara de Sadeas cuando te conviertas en pleno portador de esquirlada. Aparte de eso, si tu fuerza se iguala a la de los demás, supongo que tu habilidad natural te hará destacar.
Renarin sonrió. Las armaduras esquirladas no lo resolvían todo, pero Renarin tendría su oportunidad. Dalinar se encargaría de ello. «Sé lo que es ser hijo segundo —pensó mientras continuaban caminando hacia los aposentos del rey—, abrumado por un hermano mayor al que amas y envidias al mismo tiempo. Padre Tormenta, vaya si lo sé».
«Todavía me siento así».
—Ah, buen brillante señor Adolin —dijo el fervoroso, avanzando con los brazos abiertos. Kadash era un hombre alto y maduro, y llevaba la cabeza afeitada y la barba cuadrada de su Llamada. También tenía una cicatriz que zigzagueaba por la parte superior de su cabeza, recuerdo de sus primeros días como oficial del ejército.
No era corriente encontrar a un hombre como él (un ojos claros que antes fue soldado) en el fervor. De hecho, era extraño que cualquier hombre cambiara su Llamada. Pero no estaba prohibido, y Kadash había ascendido en el fervor considerando que había comenzado muy tarde. Dalinar decía que era signo de fe o de perseverancia. Tal vez de ambas cosas.
El templo del campamento había empezado siendo una gran cúpula de moldeadores de almas, y luego Dalinar ofreció dinero y canteros para transformarla en una casa de adoración más adecuada. Ahora tallas de los Heraldos flanqueaban las paredes interiores, y anchas ventanas abiertas en la parte de sotavento habían sido completadas con cristal para dejar pasar la luz. Esferas de diamante ardían en puñados colgados del alto techo, y se habían instalado atriles para la instrucción, práctica y prueba de las diversas artes.
Había muchas mujeres en este momento, recibiendo órdenes de los fervorosos. Había menos hombres. Estando en guerra, era fácil practicar las artes masculinas en el campo de batalla.
Janala se cruzó de brazos y contempló el templo con obvia insatisfacción.
—¿Primero un apestoso taller de talabarteros, y ahora el templo? Pensaba que íbamos a pasear por algún lugar que fuera al menos ligeramente romántico.
—La religión es romántica —respondió Adolin, rascándose la cabeza—. Amor eterno y todo eso, ¿no?
Ella lo miró.
—Te esperaré fuera.
Dio media vuelta y se marchó con su doncella.
—Y que alguien me traiga un palanquín, por la tormenta.
Adolin frunció el ceño y la vio marchar.
—Sospecho que tendré que comprarle algo bien caro para compensar esto.
—No veo cuál es el problema —dijo Kadash—. A mí me parece que la religión es romántica.
—Tú eres fervoroso —replicó Adolin—. Además, esa cicatriz te hace un poco desagradable para sus gustos. —Suspiró—. No es que el templo la haya espantado, es mi falta de atención. No he sido muy buena compañía hoy.
—¿Hay algo que te preocupa, brillante señor? —preguntó Kadash—. ¿Es por tu Llamada? No has hecho muchos progresos últimamente.
Adolin hizo una mueca. Su Llamada elegida eran los duelos. Trabajando con los fervorosos para crear objetivos personales y cumplirlos, podría demostrar su valor ante el Todopoderoso. Por desgracia, durante la guerra, los Códigos decían que tenía que limitar sus duelos, ya que con su frivolidad podían herir a oficiales que pudieran ser necesarios en la batalla.
Pero el padre de Adolin evitaba batallar cada vez más. ¿Qué sentido tenía entonces no librar duelos?
—Sagrado —dijo Adolin—, tenemos que hablar en un sitio donde no pueda oírnos nadie.
Kadash alzó una ceja y condujo a Adolin alrededor de la cumbre central. Los templos vorin eran siempre circulares con un suave montículo en el centro, habitualmente de tres metros de altura. El edificio estaba dedicado al Todopoderoso, mantenido por Dalinar y los fervosoros que poseía. Todos los devotarios podían usarlo, aunque la mayoría tenían sus propias capillas en los campamentos.
—¿Qué es lo que deseas preguntarme, brillante señor? —preguntó el fervoroso cuando llegaron a la sección más apartada de la enorme cámara. Kadash se mostraba respetuoso, aunque había sido tutor e instructor de Adolin durante su infancia.
—¿Se está volviendo loco mi padre? —preguntó Adolin—. ¿O podría estar viendo visiones enviadas por el Todopoderoso, como me parece que cree?
—Es una pregunta bastante categórica.
—Lo conoces desde hace más tiempo que yo, Kadash, y sé que eres leal. También sé que eres quien mantiene los oídos abiertos y advierte qué pasa, así que estoy seguro de que ha oído los rumores. —Adolin se encogió de hombros—. Parece que es el momento para ser categóricos, si es que alguna vez ha habido uno.
—Asumo, entonces, que los rumores no son infundados.
—Por desgracia, no. Sucede durante las altas tormentas. Se agita y delira, y después dice haber visto cosas.
—¿Qué clase de cosas?
—No estoy seguro, exactamente. —Adolin hizo una mueca—. Cosas sobre los Radiantes. Y tal vez… sobre lo que ha de venir.
Kadash pareció preocuparse.
—Esto es territorio peligroso. Lo que me preguntas me empuja a tratar de violar mis juramentos. Soy un fervoroso, pertenencia de tu padre y leal a él.
—Pero no es tu superior religioso.
—No. Pero es el guardián del Todopoderoso de estas gentes, cuya misión es vigilarme y asegurarse de que no exceda mi situación. —Kadash frunció los labios—. Es un equilibrio delicado, brillante señor. ¿Qué sabes de la Hierocracia, la Guerra de la Pérdida?
—La iglesia intentó hacerse con el control —dijo Adolin, encogiéndose de hombros—. Los sacerdotes intentaron conquistar el mundo…, por su propio bien, dijeron.
—Eso fue una parte —repuso Kadash—. La parte de la que hablamos más a menudo. Pero el problema es mucho más profundo. Entonces la iglesia se aferraba al conocimiento. Los hombres no estaban al mando de sus propios caminos religiosos: los sacerdotes controlaban la doctrina, y a pocos miembros de la Iglesia se les permitía saber de teología. Les enseñaban a seguir a los sacerdotes. No al Todopoderoso ni a los Heraldos, sino a los sacerdotes.
Empezó a caminar, guiando a Adolin alrededor del borde posterior de la cámara del templo. Pasaron ante las estatuas de los Heraldos, cinco masculinos, cinco femeninos. En realidad, Adolin sabía muy poco de lo que estaba diciendo Kadash. Nunca le habían llamado mucho la atención las historias que no tenían relación directa con el mando de los ejércitos.
—El problema, brillante señor —continuó Kadash—, fue el misticismo. Los sacerdotes decían que los profanos no podían entender a la religión ni al Todopoderoso. Donde tendría que haber habido franqueza, había humo y susurros. Los sacerdotes empezaron a decir que tenían visiones y profecías, aunque esas cosas habían sido denunciadas por los mismísimos Heraldos. El Vaciamiento es algo oscuro y maligno, y su objetivo era intentar adivinar el futuro.
—Espera, estás diciendo…
—No te me adelantes, por favor, brillante —instó Kadash, volviéndose hacia él—. Cuando los sacerdotes de la Hierocracia fueron derrotados, el Hacedor de Soles se encargó de interrogarlos y revisar la correspondencia que habían mantenido unos con otros. Se descubrió que no había habido ninguna profecía. Ninguna promesa mística por parte del Todopoderoso. Que todo había sido una excusa, fabricada por los sacerdotes para aplacar y controlar al pueblo.
Adolin frunció el ceño.
—¿Adónde quieres ir a parar, Kadash?
—A lo más cerca de la verdad que me permita mi atrevimiento, brillante señor —dijo el fervoroso—. Ya que no puedo ser tan categórico como tú.
—Crees que las visiones de mi padre son invenciones, entonces.
—Nunca acusaría a mi alto príncipe de mentir —dijo Kadash—. Ni siquiera de debilidad. Pero no puedo aprobar el misticismo ni las profecías en modo alguno. Hacerlo sería negar el vorinismo. Los días de los sacerdotes han pasado. Los días de mentir a la gente, de mantenerla en la oscuridad, han quedado atrás. Ahora cada hombre elige su propio camino, y los fervorosos los ayudan a conseguir la cercanía al Todopoderoso a través de ese camino. En vez de profecías oscuras y falsos poderes detentados por unos pocos, tenemos una población que comprende sus creencias y su relación con su Dios.
Se acercó un paso más y habló en voz muy baja.
—No hay que reírse de tu padre ni despreciarlo. Si sus visiones son verdaderas, entonces es algo entre el Todopoderoso y él. Todo lo que puedo decir es esto: sé algo de lo que es verse acechado por la muerte y la destrucción de la guerra. Veo en los ojos de tu padre mucho de lo que yo he sentido, pero peor. Mi opinión personal es que las cosas que ve son probablemente un reflejo de su pasado y no una experiencia mística.
—Así que se está volviendo loco —susurró Adolin.
—No he dicho eso.
—Has dado a entender que el Todopoderoso probablemente no enviaría visiones como estas.
—Así es.
—Y que esas visiones son producto de su propia mente.
—Probablemente —dijo el fervoroso, alzando un dedo—. Un equilibrio delicado, ya ves. Un equilibrio que es particularmente difícil de mantener cuando hablo con el propio hijo de mi alto señor. —Extendió una mano y cogió a Adolin por el brazo—. Si alguien ha de ayudarlo, debes ser tú. No sería propio de nadie más, ni siquiera de mí.
Adolin asintió lentamente.
—Gracias.
—Deberías ir a reunirte ya con esa joven.
—Sí —dijo Adolin con un suspiro—. Me temo que incluso con el regalo adecuado, no vamos a continuar nuestra relación mucho tiempo. Renarin se burlará otra vez de mí.
Kadash sonrió.
—Es mejor no rendirse a la primera, brillante señor. Ve ahora. Pero regresa de vez en cuando para que podamos hablar de tus objetivos en lo referente a tu Llamada. Ha pasado mucho tiempo desde tu Elevación.
Adolin asintió y salió rápidamente de la cámara.
Después de repasar con Teshav los libros de cuentas durante horas, Dalinar y Renarin llegaron al pasillo situado ante los aposentos del rey. Caminaban en silencio, las suelas de sus botas repicando sobre el suelo de mármol y resonando en las paredes de piedra.
Los pasillos del palacio de guerra del rey se hacían más ricos cada semana. Antes, este pasillo era solo otro túnel de piedra moldeada. Cuando Elhokar se alojó aquí, ordenó mejoras. Se abrieron ventanas a sotavento. Se pusieron suelos de mármol. Las paredes se llenaron de tallas, con mosaicos de adorno en las esquinas. Dalinar y Renarin pasaron ante un grupo de canteros que tallaba cuidadosamente una escena de Nalan’Elin emitiendo luz, la espada de la venganza alzada sobre su cabeza.
Llegaron a la antesala del rey. Una habitación grande y despejada protegida por diez miembros de la Guardia Real, vestidos de azul y oro. Dalinar reconoció cada rostro: él había organizado personalmente la unidad, escogiendo sus miembros.
El alto príncipe Ruthar esperaba para ver al rey. Tenía cruzados sus musculosos brazos, y una barba negra y corta le rodeaba la boca. La chaqueta de seda roja era corta y sin botones: era más bien un chaleco con mangas, un mero guiño al tradicional uniforme alezi. La camisa que llevaba debajo era blanca y con chorreras, y sus pantalones azules eran anchos y acampanados.
Ruthar miró a Dalinar y lo saludó asintiendo, una breve muestra de respeto, y luego continuó charlando con uno de sus ayudantes. No obstante, se interrumpió cuando uno de los guardias de la puerta se hizo a un lado para dejar entrar a Dalinar. Ruthar hizo una mueca de malestar. El fácil acceso que Dalinar tenía al rey amargaba a los otros altos príncipes.
El rey no estaba en su salón, pero las amplias puertas de su balcón estaban abiertas. Los guardias de Dalinar esperaron atrás mientras entraba en el balcón, seguido por un vacilante Renarin. En el exterior, la luz menguaba con la caída del sol. Emplazar el palacio en un lugar tan alto era seguro desde un punto de vista táctico, pero tenía el inconveniente de que era asolado implacablemente por las tormentas. Era un antiguo dilema de las campañas. ¿Se elegía la mejor posición para capear las tormentas, o el terreno elevado?
La mayoría habría elegido lo primero: era improbable que sus campamentos al borde de las Llanuras Quebradas fueran atacados, lo que hacía que la ventaja del terreno elevado fuera menos importante. Pero los reyes solían preferir las alturas. En este caso, Dalinar había animado a Elhokar, por si acaso.
El balcón en sí mismo era una gruesa plataforma de roca situada en lo alto de un pequeño pico, rodeada de una barandilla de hierro. Las habitaciones del rey eran una cúpula moldeada emplazada en lo alto de la formación natural, que cubría rampas y escaletas que conducían a las zonas inferiores de la falda de la colina. Allí se alojaban los diversos ayudantes del rey: guardias, guardianes de las tormentas, fervorosos, y miembros lejanos de la familia. Dalinar tenía su propio búnker en su campamento. Se negaba a llamarlo palacio.
El rey estaba apoyado contra la barandilla, dos guardias vigilando desde lejos. Dalinar le indicó a Renarin que se reuniera con ellos para poder hablar con el rey en privado.
El aire era fresco (la primavera había venido durante un tiempo) y estaba cargado con los dulces olores de la tarde: rocabrotes en flor y piedra húmeda. Debajo, los campamentos empezaban a iluminarse, diez círculos chispeantes llenos de hogueras de guardias y cocineros, lámparas, y el firme brillo de las gemas infusas. Elhokar contemplaba las Llanuras Quebradas más allá de los campamentos. Estaban completamente oscuras, a excepción del tintineo ocasional de un puesto de guardia.
—¿Nos observan desde allí? —preguntó el rey cuando Dalinar se le acercó.
—Sabemos que sus bandas de saqueadores se mueven de noche, majestad —dijo Dalinar, apoyando una mano en la barandilla de hierro—. No puedo sino pensar en que nos vigilan.
El uniforme del rey era el tradicional gabán largo con botones a los lados, pero lo llevaba suelto y relajado, y los lazos de encaje asomaban por el cuello y los puños. Sus pantalones eran azul oscuro, del mismo estilo bombacho que los de Ruthar. A Dalinar todo le parecía demasiado informal. Sus soldados parecían dirigidos cada vez más por un grupo laxo que vestía de encaje y se pasaba las noches de fiesta.
«Esto es lo que previó Gavilar —pensó Dalinar—. Por eso insistía tanto en que siguiéramos los Códigos».
—Pareces pensativo, tío —dijo Elhokar.
—Solo reflexionaba sobre el pasado, majestad.
—El pasado es nimio. Yo solo miro hacia delante.
Dalinar no estaba seguro de estar de acuerdo con ninguna de las dos declaraciones.
—A veces pienso que debería poder ver a los parshendi —dijo Elhokar—. Creo que si miro el tiempo suficiente, los veré, los localizaré para poder desafiarlos. Ojalá lucharan como hombres de honor.
—Si fueran hombres de honor —repuso Dalinar, las manos a la espalda—, no habrían matado a tu padre como lo hicieron.
—¿Por qué crees que lo hicieron?
Dalinar sacudió la cabeza.
—La pregunta da vueltas una y otra vez en mi cabeza, como un peñasco que cae por una montaña. ¿Ofendimos su honor? ¿Fue un malentendido cultural?
—Un malentendido cultural implicaría que tienen una cultura. Son brutos primitivos. ¿Quién sabe por qué cocea un caballo o muerde un sabueso-hacha? No tendría que haber preguntado.
Dalinar no respondió. Había sentido el mismo desprecio, la misma ira, en los meses posteriores al asesinato de Gavilar. Podía comprender el deseo de Elhokar de considerar a estos extraños parshmenios de las tierras salvajes como poco más que animales.
Pero él los había visto en aquellos otros tiempos. Había interactuado con ellos. Eran primitivos, sí, pero no brutos. No estúpidos. «Nunca llegamos a comprenderlos —pensó—. Supongo que esa es la clave del problema».
—Elhokar —dijo en voz baja—. Puede que sea hora de formularnos algunas preguntas difíciles.
—¿Como cuáles?
—Como hasta cuándo continuaremos esta guerra.
Elhokar se envaró. Dio media vuelta para mirar a Dalinar.
—¡Seguiremos luchando hasta que el Pacto de la Venganza quede satisfecho y mi padre haya sido vengado!
—Nobles palabras. Pero llevamos fuera de Alezkar seis años ya. Mantener dos centros de gobierno tan alejados entre sí no es sano para el reino.
—Los reyes a menudo van a la guerra por extensos períodos de tiempo, tío.
—Rara vez lo hacen durante tanto tiempo —dijo Dalinar— y rara vez llevan consigo a todos los portadores de esquirlada y todos los altos príncipes del reino. Nuestros recursos están mermados, y las noticias de casa son que los asentamientos reshi en las fronteras se vuelven cada vez más osados. Seguimos fragmentados como pueblo, somos lentos en confiar unos en otros, y la naturaleza de esta guerra prolongada, sin un camino claro a la victoria y concentrados en las riquezas en vez de en capturar terreno, no ayuda en nada.
Elhokar se irguió. El viento soplaba en lo alto del pico rocoso.
—¿Dices que no hay camino claro a la victoria? ¡Estamos ganando! Las incursiones parshendi son cada vez menos frecuentes, y no llegan tan al oeste como antes. Hemos matado a miles de ellos en la batalla.
—No los suficientes. Siguen siendo poderosos. El asedio nos está afectando a nosotros tanto como a ellos.
—¿No fuiste tú uno de los que sugirieron esa táctica en primer lugar?
—Entonces era un hombre distinto, lleno de dolor y furia.
—¿Y ya no sientes esas cosas? —Elhokar se mostró incrédulo—. ¡Tío, no puedo creer que esté oyendo esto! No estarás sugiriendo en serio que abandone la guerra, ¿verdad? ¿Quieres que me vuelva a casa, como un sabueso-hacha regañado?
—Dije que eran cuestiones difíciles, majestad —dijo Dalinar, controlando su furia. Fue difícil—. Pero hay que considerarlas.
Elhokar resopló, molesto.
—Es cierto lo que Sadeas y los demás susurran. Estás cambiando, tío. Tiene que ver con esos episodios tuyos, ¿no?
—Eso no tiene importancia, Elhokar. ¡Escúchame! ¿Qué estamos dispuestos a hacer para vengarnos?
—Cualquier cosa.
—¿Y si eso significa todo por lo que trabajó tu padre? ¿Honramos su memoria socavando su visión de Alezkar, todo por conseguir la venganza en su nombre? —El rey vaciló—. Persigues a los parshendi —dijo Dalinar—. Eso es laudable. Pero no puedes dejar que tu pasión por la venganza te ciegue a las necesidades de tu reino. El Pacto de la Venganza ha mantenido controlados a los altos príncipes, ¿pero qué sucederá cuando venzamos? ¿Nos desmembraremos? Creo que necesitaremos forjarlos, unirlos. Libramos esta guerra como si fuéramos diez naciones distintas, luchando unos al lado de otros pero no unos con otros.
El rey no respondió inmediatamente. Las palabras, por fin, parecían empezar a calar. Era un buen hombre, y compartía más cosas con su padre de las que los demás querían admitir.
Se apartó de Dalinar y se apoyó en la barandilla.
—Crees que soy un mal rey, ¿verdad, tío?
—¿Qué? ¡Pues claro que no!
—Siempre hablas de lo que debería hacer, y de lo que carezco. Dime la verdad, tío. Cuando me miras, ¿desearías ver el rostro de mi padre?
—Naturalmente que sí —dijo Dalinar.
La expresión de Elhokar se ensombreció.
Dalinar apoyó una mano en el hombro de su sobrino.
—Sería un mal hermano si no deseara que Gavilar estuviera vivo. Le fallé…, fue el mayor y más terrible fracaso de mi vida.
Elhokar se volvió hacia él, y le sostuvo la mirada. Dalinar alzó un dedo.
—Pero que yo amara a tu padre no significa que piense que eres un fracasado. Ni significa que no te quiera por ti mismo. Alezkar se habría desplomado tras la muerte de Gavilar, pero tú organizaste y llevaste a cabo nuestro contraataque. Eres un buen rey.
El rey asintió lentamente.
—Has vuelto a escuchar lecturas de ese libro, ¿verdad?
—Así es.
—Hablas como él, ¿sabes? —dijo Elhokar, volviéndose a mirar de nuevo hacia el este—. Hacia el final. Cuando empezó a actuar…, erráticamente.
—No creo que esté tan mal.
—Tal vez. Pero se parece mucho. Hablar de poner fin a la guerra, la fascinación por los Radiantes Perdidos, insistir en que todo el mundo siga los Códigos…
Dalinar recordaba aquellos días…, y sus propias discusiones con Gavilar. «¿Qué honor podemos encontrar en un campo de batalla mientras nuestra gente pasa hambre? —le había preguntado el rey una vez—. ¿Es honor cuando nuestros ojos claros planean y conspiran como anguilas en un cubo, amontonándose unas encima de otras y tratando de morderse las colas?».
Dalinar había reaccionado mal a sus palabras. Igual que Elhokar reaccionaba ahora a las suyas. «¡Padre Tormenta! Empiezo a hablar como él, ¿verdad?».
Eso era preocupante, y sin embargo incitante al mismo tiempo. Fuera como fuese, Dalinar se dio cuenta de una cosa. Adolin tenía razón: Elhokar, y los altos príncipes con él, nunca responderían a la sugerencia de retirarse. Dalinar estaba abordando la conversación desde un punto de vista equivocado. «El Todopoderoso sea alabado por enviarme un hijo dispuesto a ser sincero».
—Tal vez tengas razón, majestad —dijo Dalinar—. ¿Poner fin a la guerra? ¿Dejar un campo de batalla con un enemigo todavía al control? Eso nos avergonzaría.
Elhokar asintió.
—Me alegra que comprendas.
—Pero algo tiene que cambiar. Necesitamos un modo mejor de luchar.
—Sadeas ya lo tiene. Te he hablado de sus puentes. Trabajan bien, y ha capturado muchas gemas corazón.
—Las gemas corazón carecen de sentido —dijo Dalinar—. Todo esto carece de sentido si no encontramos un medio de conseguir la venganza que todos queremos. No puedes decirme que disfrutas viendo pelear a los altos príncipes, ignorando prácticamente el verdadero propósito de nuestra estancia aquí.
Elhokar guardó silencio, insatisfecho.
«Únelos». Dalinar recordó aquellas palabras que resonaban en su cabeza.
—Elhokar —dijo, y entonces se le ocurrió una idea—. ¿Recuerdas lo que te dijimos Sadeas y yo cuando vinimos aquí a luchar por primera vez? ¿La especialización de los altos príncipes?
—Sí —respondió Elhokar. En el pasado lejano, cada uno de los diez altos príncipes de Alezkar tenía un cargo específico para el gobierno del reino. Uno era encargado de la ley definitiva referida a los mercaderes, y sus tropas patrullaban los caminos de los diez principados. Otro administraba a los jueces y magistrados.
Gavilar era muy partidario de la idea. Decía que era un recurso inteligente para obligar a los altos príncipes a trabajar juntos. Antaño, este sistema los había forzado a someterse a la autoridad de los demás. Hacía siglos que las cosas no se realizaban de esa manera, desde la fragmentación de Alezkar en diez principados autónomos.
—Elhokar, ¿y si me nombras alto príncipe de la guerra? —preguntó Dalinar.
Elhokar no se rio: eso era buena señal.
—Creía que Sadeas y tú habíais decidido que los demás se rebelarían si intentáramos algo así.
—Tal vez me equivoqué también en eso.
Elhokar pareció considerarlo. Finalmente, el rey negó con la cabeza.
—No. Apenas si aceptan mi liderazgo. Si hiciera algo como lo que pides, me asesinarían.
—Yo te protegería.
—Bah. Ni siquiera te tomas en serio las amenazas actuales contra mi vida.
Dalinar suspiró.
—Majestad, sí que me las tomo en serio. Mis escribas y ayudantes están examinando esa correa.
—¿Y qué han descubierto?
—Bueno, hasta ahora nada concluyente. Nadie ha reivindicado el haber intentado matarte, ni siquiera entre rumores. Nadie vio nada sospechoso. Pero Adolin está hablando con los talabarteros. Tal vez nos traiga algo más sustancioso.
—La cortaron, tío.
—Ya veremos.
—No me crees —dijo Elhokar, el rostro enrojecido—. ¡Tendrías que estar intentando averiguar cuál era el plan de los asesinos, en vez de molestarme con tu arrogante petición para convertirte en señor supremo de todo el ejército!
Dalinar rechinó los dientes.
—Hago esto por ti, Elhokar.
El rey lo miró a la cara un momento, y sus ojos azules destellaron de nuevo con recelo, como habían hecho la semana antes.
«¡Sangre de mis padres! —pensó Dalinar—. Está empeorando».
La expresión de Elhokar se suavizó un momento después, y pareció relajarse. Lo que había visto en los ojos de Dalinar, fuera lo que fuese, lo había reconfortado.
—Sé que intentas hacer lo mejor, tío. Pero tienes que admitir que te has comportado de manera errática últimamente. La forma en que reaccionas a las tormentas, tu obsesión con las últimas palabras de mi padre…
—Intento comprenderlo.
—Se volvió débil al final —dijo Elhokar—. Todo el mundo lo sabe. No repetiré sus errores, y tú deberías evitarlos también, en vez de escuchar un libro que dice que los ojos claros deberían ser esclavos de los ojos oscuros.
—No es eso lo que dice —repuso Dalinar—. Se ha malinterpretado. Principalmente es una colección de historias que enseñan que un líder debe servir a los que lidera.
—Bah. ¡Lo escribieron los Radiantes Perdidos!
—Ellos no lo escribieron. Fueron su inspiración. Nohadon, un hombre corriente, fue su autor.
Elhokar lo miró, alzando una ceja. «¿Ves? —pareció decir—. Lo defiendes».
—Te estás volviendo débil, tío. No explotaré esa debilidad. Pero otros lo harán.
—No me estoy volviendo débil. —Una vez más, Dalinar se obligó a guardar la calma—. Esta conversación se ha desviado. Los altos príncipes necesitan un único líder que los obligue a trabajar juntos. Juro que si me nombras alto príncipe de la guerra, me encargaré de protegerte.
—¿Como te encargaste de proteger a mi padre?
Dalinar cerró la boca.
Elhokar se volvió.
—No tendría que haber dicho eso. No era necesario.
—No —dijo Dalinar—. No, es una de las verdades más grandes que me has dicho, Elhokar. Tal vez tienes razón al desconfiar de mi protección.
Elhokar lo miró, curioso.
—¿Por qué reaccionas de esa forma?
—¿De qué forma?
—Antes, si alguien te hubiera dicho eso, habrías invocado tu espada y habrías exigido un duelo. Ahora lo aceptas.
—Yo…
—Mi padre empezó a rechazar duelos cerca del final. —Elhokar dio un golpecito a la barandilla—. Veo por qué sientes la necesidad de ser un alto príncipe de la guerra, y puede que tengas razón. Pero a los demás les gusta como están las cosas.
—Porque para ellos es cómodo. Si queremos vencer, tenemos que inquietarlos. —Dalinar dio un paso adelante—. Elhokar, tal vez ya haya pasado el tiempo suficiente. Hace seis años, nombrar a un alto príncipe de la guerra podría haber sido un error. ¿Pero ahora? Nos conocemos unos a otros y hemos trabajado juntos contra los parshendi. Tal vez sea hora de dar el siguiente paso.
—Tal vez —reconoció el rey—. ¿Crees que están preparados? Te permitiré demostrármelo. Si puedes mostrarme que están dispuestos a trabajar contigo, tío, entonces consideraré nombrarte alto príncipe de la guerra. ¿Te parece satisfactorio?
Era un compromiso sólido.
—Muy bien.
—Bien —dijo el rey, levantándose—. Entonces despidámonos por ahora. Se hace tarde, y todavía tengo que ver qué desea Ruthar de mí.
Dalinar se despidió y salió de los aposentos del rey, seguido por Renarin.
Cuanto más lo pensaba, más le parecía que era el camino adecuado. Retirarse no funcionaría con los alezi, sobre todo con su actual forma de pensar. Pero si pudiera arrancarlos de su complacencia, obligarlos a adoptar una estrategia más agresiva…
Todavía estaba perdido en sus consideraciones cuando salieron del palacio del rey y bajaron por las ramas hacia donde esperaban sus caballos. Montó en Galante, dándole las gracias con un gesto al mozo que había cuidado al ryshadio. El caballo se había recuperado de su caída durante la cacería y su pata volvía a estar bien.
Había poca distancia hasta el campamento de Dalinar, y cabalgaron en silencio. «¿A cuál de los altos príncipes debería abordar primero? —pensó Dalinar—. ¿A Sadeas?».
No. No, Sadeas y él ya habían sido vistos trabajando juntos demasiado a menudo. Si los otros altos príncipes empezaban a olerse una alianza más fuerte, se volverían contra él. Era mejor abordar primero a algún alto príncipe menos poderoso y ver si podía trabajar con él de algún modo. ¿Un ataque conjunto a una meseta, tal vez?
Tarde o temprano tendría que abordar a Sadeas. No le gustaba la idea. Las cosas eran siempre mucho más fáciles cuando los dos trabajaban distanciados el uno del otro. Le…
—Padre —dijo Renarin. Parecía inquieto.
Dalinar se irguió en la silla y miró alrededor, dirigiendo la mano al costado mientras se preparaba para invocar su hoja esquirlada. Renarin señaló. Al este. De donde venían las tormentas.
El horizonte empezaba a oscurecerse.
—¿Esperábamos una alta tormenta para hoy? —preguntó Dalinar, alarmado.
—Elthebar dijo que era improbable —respondió Elhokar—. Pero se ha equivocado otras veces.
Todo el mundo podía equivocarse con las altas tormentas. Se podían predecir, pero nunca era una ciencia exacta. Dalinar entornó los ojos, el corazón latiéndole con fuerza. Sí, ahora podía sentir las señales. El polvo levantándose, los olores cambiando. Atardecía, pero todavía tendría que haber más luz. En cambio, oscurecía cada vez más rápidamente. El mismo aire parecía más frenético.
—¿Deberíamos ir al campamento de Aladar? —dijo Renarin, señalando. Era el campamento más cercano, tal vez a un cuarto de hora a caballo del de Dalinar.
Los hombres de Adolin los aceptarían. Nadie negaría refugio a un alto príncipe durante una tormenta. Pero Dalinar se estremeció al pensar en pasar la alta tormenta atrapado en un lugar desconocido, rodeado por los ayudantes de otro alto príncipe. Lo verían durante uno de sus ataques. Cuando eso sucediera, los rumores se extenderían como flechas sobre un campo de batalla.
—¡Cabalguemos! —exclamó, espoleando a Galante. Renarin y los guardias quedaron atrás, los cascos del caballo un trueno que preludiaba la inminente alta tormenta. Dalinar se agachó, tenso. El cielo gris se cubría de polvo, las hojas volaban por delante de la muralla de la tormenta y el aire se cargaba de húmeda expectación. El horizonte se hinchaba de gruesas nubes. Dalinar y los demás pasaron al galope ante los guardias del perímetro del campamento de Aladar, que rebosaban de actividad, sujetándose las levitas o las capas contra el viento.
—Padre —llamó Renarin desde atrás—. ¿Estás…?
—¡Tenemos tiempo!
Llegaron por fin a la irregular muralla del campamento Kholin. Aquí, los soldados restantes vestidos de azul y blanco saludaron. La mayoría se había retirado ya a sus refugios. Dalinar tuvo que refrenar a Galante para pasar por el punto de control. Sin embargo, habría que galopar todavía un poco hasta sus aposentos. Hizo volver grupas a Galante, preparándose para ponerse en marcha.
—¡Padre! —Renarin señaló hacia el este.
La muralla de la tormenta flotaba en el aire como una cortina corriendo hacia el campamento. La enorme pared de lluvia era gris plateada, las nubes negro ónice, iluminadas desde dentro por algún relámpago ocasional. Los guardias que los habían recibido corrían hacia un búnker cercano.
—Podemos lograrlo —dijo Dalinar—. Podemos…
—¡Padre! —dijo Renarin, alcanzándolo y cogiéndolo del brazo—. Lo siento.
El viento los azotaba, y Dalinar apretó los dientes y miró a su hijo. Los ojos protegidos por las gafas de Elhokar estaban muy abiertos de preocupación.
Dalinar miró de nuevo la muralla de la tormenta. Estaba solo a unos instantes de distancia.
«Tiene razón».
Le tendió las riendas de Galante a un ansioso soldado, que tomó también las del caballo de Renarin, y los dos desmontaron. El mozo se marchó, llevándose los caballos a un establo de piedra. Dalinar estuvo a punto de seguirlo (habría menos gente viéndolo en un establo), pero un barracón cercano tenía la puerta abierta y la gente que había dentro le hacía señas ansiosamente. Ese lugar sería más seguro.
Resignado, se unió a Renarin y corrió hacia el barracón de paredes de piedra. Los soldados les hicieron sitio. Dentro se apiñaba también un grupo de sirvientes. En el campamento de Dalinar, nadie era obligado a capear las tempestades en tiendas o débiles chozas de madera, y nadie tenía que pagar para hallar protección dentro de las estructuras de piedra.
Los ocupantes parecieron sorprendidos al ver a su alto príncipe y su hijo entrar. Varios palidecieron cuando la puerta se cerró de golpe. La única luz procedía de unos cuantos granates montados en las paredes. Alguien tosió, y fuera un puñado de fragmentos de roca empujados por el viento roció el edificio. Dalinar trató de ignorar los incómodos ojos que lo miraban. El viento aullaba en el exterior. Tal vez no sucedería nada. Tal vez esta vez…
La tormenta golpeó.
Y dio comienzo.