¿Puedo ser sincero? Antes, preguntaste por qué estoy tan preocupado. Es por el siguiente motivo:
—Es viejo —dijo asombrada Syl, revoloteando alrededor del boticario—. Realmente viejo. No sabía que los hombres pudieran ser tan viejos. ¿Estás seguro de que no son los deteriospren los que estropean la piel de este hombre?
Kaladin sonrió mientras el boticario avanzaba apoyándose en su bastón, ajeno a la vientospren invisible. Su cara estaba tan llena de grietas como las mismas Llanuras Quebradas, tejidas en un patrón que brotaba de sus ojos hundidos. Llevaba un par de gruesas gafas en la punta de la nariz y vestía de oscuro.
El padre de Kaladin le había hablado de los boticarios, hombres que caminaban por la frontera entre los herboristas y los cirujanos.
La gente corriente consideraba las artes curativas con tanta superstición que era fácil que un boticario cultivara un aire arcano. Las paredes de madera estaban cubiertas con glifoguardas de dibujos crípticos, y tras el mostrador había estantes con hileras de frascos. En un rincón colgaba un esqueleto humano completo, sujeto por alambres. La habitación, carente de ventanas, estaba iluminada por puñados de esferas de granate que colgaban de las esquinas.
A pesar de todo, el lugar estaba limpio y ordenado. Tenía el olor familiar a antisépticos que Kaladin asociaba con el quirófano de su padre.
—Ah, joven del puente. —El bajo boticario se ajustó las gafas. Se inclinó hacia delante, pasando los dedos por su barba fina y blanca—. ¿Vienes por una guarda contra el peligro, tal vez? ¿O tal vez una joven fregona del campamento ha llamado tu atención? Tengo una poción que, deslizada en la bebida, la hará mirarte con buenos ojos.
Kaladin alzó una ceja.
Syl, sin embargo, abrió la boca con expresión sorprendida.
—Deberías dársela a Gaz, Kaladin. No estaría mal que te apreciara más.
«Dudo que su función sea esa», pensó Kaladin con una sonrisa.
—¿Joven? —preguntó el boticario—. ¿Es un ensalmo contra el mal lo que deseas?
El padre de Kaladin le había hablado de estas cosas. Muchos boticarios proporcionaban supuestos ensalmos de amor o pociones para curar todo tipo de males. No contenían más que azúcar y unas pizquitas de hierbas comunes para causar modorra o alerta, dependiendo del efecto pretendido. Todo era un tontería, aunque la madre de Kaladin insistía mucho en las glifoguardas. El padre de Kaladin siempre había expresado su decepción por su testarudez a la hora de aferrarse a las «supersticiones».
—Necesito vendas —dijo Kaladin—. Y un frasco de aceite de listre o savia de matopomo. También una aguja y tripa, si tienes alguna.
Los ojos del boticario se abrieron sorprendidos de par en par.
—Soy hijo de cirujano —admitió Kaladin—. Entrenado por él mismo. A él lo formó un hombre que había estudiado en el Gran Cónclave de Kharbranth.
—Ah —dijo el boticario—. Bien.
Se irguió, apartó el bastón y se sacudió la ropa.
—¿Vendas, dijiste? ¿Y antiséptico? Déjame ver…
Se movió tras el mostrador. Kaladin parpadeó. La edad del hombre no había cambiado, pero ya no parecía tan frágil. Su paso era más firme, y su voz había perdido su sibilante aspereza. Buscó entre sus frascos, murmurando para sí mientras leía las etiquetas.
—Podrías ir a la sala de los cirujanos. Te cobrarían bastante menos.
—No a un hombre de los puentes —dijo Kaladin con una mueca. Lo habrían rechazado. Los suministros eran para los soldados de verdad.
—Comprendo —dijo el boticario, depositando un frasco sobre el mostrador e inclinándose luego para buscar en los cajones.
Syl se acercó a Kaladin.
—Cada vez que se inclina pienso que se va a quebrar como una rama.
Estaba empezando a comprender el pensamiento abstracto, y a un ritmo sorprendentemente rápido.
«Sé lo que es la muerte». Él todavía no sabía si sentir lástima por ella o no.
Kaladin cogió el pequeño frasquito y le quitó el corcho y olió lo que había dentro.
—¿Moco de larmic? —Hizo una mueca ante el horrible olor—. Eso no es tan efectivo como las otras dos cosas que he pedido.
—Pero es mucho más barato —respondió el hombre, sacando una caja grande. Abrió la tapa y reveló unas vendas blancas esterilizadas—. Y, como tú mismo has dicho, eres un hombre de los puentes.
—¿Cuánto por el moco, entonces?
Le preocupaba este tema: su padre nunca le había dicho cuánto costaban los suministros.
—Dos marcos de sangre por el frasco.
—¿Esto es lo que considera «barato»?
—El aceite de listre cuesta dos marcos de zafiro.
—¿Y la savia de matopomo? —preguntó Kaladin—. ¡He visto unos juncos creciendo justo delante del campamento! No puede ser tan rara.
—¿Y sabes cuánta savia se saca de cada planta? —preguntó el boticario, señalando.
Kaladin vaciló. No era verdadera savia, sino una sustancia lechosa que se sacaba de los tallos. O eso le había dicho su padre.
—No —admitió.
—Una sola gota —dijo el hombre—. Si tienes suerte. Es más barato que el aceite de listre, cierto, pero más caro que el moco. Aunque el moco apesta como el culo de la Vigilante Nocturna.
—No tengo tanto —dijo Kaladin. Cinco marcos de diamante componían un granate. Diez días de paga para comprar un frasquito de antiséptico. ¡Padre Tormenta!
El boticario arrugó la nariz.
—La aguja y la tripa te costarán dos marcoclaros. ¿Puedes permitirte eso, al menos?
—Apenas. ¿Cuánto por las vendas? ¿Dos esmeraldas enteras?
—Solo son tiras viejas que he blanqueado y hervido. Dos clarochips una brazada.
—Te daré un marco por la caja.
—Muy bien.
Kaladin rebuscó en sus bolsillos para sacar las esferas mientras el viejo boticario continuaba:
—Los cirujanos sois todos iguales. Nunca os da por pensar de dónde vienen vuestros suministros. Solo los usáis como si no fueran a acabarse nunca.
—No se puede poner precio a la vida de una persona —dijo Kaladin. Era uno de los dichos de su padre. Era el principal motivo por el que Lirin nunca cobraba por sus servicios.
Kaladin sacó sus cuatro marcos. Sin embargo, vaciló al verlos. Solo uno brillaba con una suave luz esquirlada. Los otros tres eran oscuros, los trocitos de diamante apenas visibles en el centro de las gotas de cristal.
—Un momento —dijo el boticario, entornando los ojos—. ¿Intentas darme esferas opacas?
Cogió una antes de que Kaladin pudiera quejarse, y rebuscó bajo el mostrador. Sacó una lupa de joyero, se quitó las gafas y alzó la esfera hacia la luz.
—Ah, no. Es una gema de verdad. Deberías infundir tus esferas, joven. No todo el mundo es tan confiado como yo.
—Brillaban esta mañana —protestó Kaladin—. Gaz debe de haberme pagado con esferas gastadas.
El boticario apartó la lupa y se puso de nuevo las gafas. Seleccionó tres marcos, incluyendo el que brillaba.
—¿Puedo quedarme con ese? —preguntó Kaladin.
El boticario frunció el ceño.
—Ten siempre una esfera brillante en el bolsillo —dijo Kaladin—. Da buena suerte.
—¿Seguro que no quieres una poción de amor?
—Si te atrapan en la oscuridad, tendrás luz —dijo lacónicamente—. Además, como has dicho, la mayoría de la gente no es tan confiada.
Reacio, el boticario cambió la esfera infusa por la muerta…, aunque comprobó con la lupa para asegurarse. Una esfera opaca valía tanto como una infusa: lo único que había que hacer era dejarla fuera durante una alta tormenta y se recargaría y daría luz más o menos durante una semana.
Kaladin se guardó la esfera infusa y recogió su compra. Se despidió del boticario con un gesto. Syl se reunió con él mientras salía a la calle del campamento.
Había pasado buena parte de la tarde escuchando a los soldados en el comedor, y había aprendido unas cuantas cosas sobre los campamentos de guerra. Cosas que debería haber aprendido hacía unas semanas, pero había estado demasiado abatido para preocuparse. Ahora sabía de las crisálidas de las mesetas, las gemas corazón que contenían y la competición entre los altos príncipes. Comprendía por qué Sadeas presionaba tanto a sus hombres, y empezaba a ver por qué se daba media vuelta si llegaban a la meseta después de otro ejército. Eso no era muy común. Con frecuencia, Sadeas llegaba primero, y los otros ejércitos alezi que llegaban tras él tenían que volverse.
Los campamentos eran enormes. En total, había más de cien mil soldados en los diversos campamentos alezi, muchas veces la población de Piedralar. Y eso sin contar a los civiles. Un campamento de guerra móvil atraía a un gran número de seguidores; los campamentos fijos como estos que había en las Llanuras Quebradas atraían a muchos más.
Cada uno de los diez campamentos ocupaba su propio cráter y estaba lleno de una incongruente mezcla de edificios moldeados, chabolas y tiendas. Algunos mercaderes, como el boticario, tenían dinero para construir una estructura de madera. Los que vivían en tiendas las desmontaban durante las altas tormentas y pagaban por refugiarse en cualquier otra parte. Incluso dentro del cráter, las tormentas eran fuertes, sobre todo cuando la pared exterior era baja o estaba rota. Algunos lugares, como el aserradero, estaban completamente expuestos.
Las calles estaban repletas de la habitual multitud. Mujeres con faldas y blusas: las esposas, hermanas o hijas de los soldados, mercaderes o artesanos. Trabajadores con pantalones o monos. Gran número de soldados ataviados de cuero, llevando lanzas y escudos. Todos eran hombres de Sadeas. Los soldados de un campamento no se mezclaban con los de otro, y te mantenías apartado del cráter de otro brillante señor a menos que tuvieras algo que hacer allí.
Kaladin sacudió la cabeza, desazonado.
—¿Qué pasa? —preguntó Syl, posándose en su hombro.
—No esperaba que hubiera tanta discordia entre los campamentos. Creía que todo sería el ejército del rey, unificado.
—Las personas son discordantes —dijo Syl.
—¿Qué quiere decir eso?
—Todos actuáis y pensáis de forma diferente. No hay nada igual: los animales actúan igual, y todos los spren son, en cierto sentido, virtualmente el mismo individuo. Hay armonía en eso. Pero no en vosotros: parece que no hay dos que se puedan poner de acuerdo en nada. Todo el mundo hace lo que se supone que debe hacer, excepto los humanos. Tal vez por eso queréis con tanta frecuencia mataros unos a otros.
—Pero no todos los vientospren actúan igual —dijo Kaladin, abriendo la caja y guardándose algunas vendas en el bolsillo que había cosido en el interior de su chaleco de cuero—. Tú eres la prueba.
—Lo sé —dijo ella en voz baja—. Tal vez ahora comprendas por qué me molesta tanto.
Kaladin no supo cómo responder a eso. Poco después, llegó al aserradero. Unos cuantos hombres del Puente Cuatro descansaban a la sombra en la zona este de su barracón. Sería interesante ver hacer uno de esos barracones. Eran moldeados directamente del aire y luego eran convertidos en piedra. Por desgracia, se moldeaba de noche, y bajo guardia estricta para evitar que el sagrado ritual fuera visto por nadie que no fueran los fervorosos u ojos claros del más alto rango.
La primera campanada de la tarde sonó justo cuando Kaladin llegaba al barracón. Vio que Gaz lo miraba con mala cara por haber estado a punto de empezar tarde el servicio del puente. La mayor parte de ese «servicio» sería estar sentado, esperando a que sonaran los cuernos. Bueno, Kaladin no pretendía malgastar el tiempo. No podía arriesgarse a agotarse cargando el tablón, no cuando podía ser inminente una carga con el puente, pero tal vez podría hacer algunos estiramientos o…
Un cuerno sonó en el aire, claro y nítido. Era como el cuerno místico que se decía que guiaba a las almas de los valientes al campo de batalla del cielo. Kaladin se detuvo. Como siempre, esperó a la segunda llamada, pues una parte irracional de él necesitaba escuchar la confirmación. Se produjo un patrón que indicaba la localización del abismoide que pupaba.
Los soldados empezaron a dirigirse a la zona de preparación junto al aserradero; otros corrieron al campamento para recoger sus cosas.
—¡Alineaos! —gritó Kaladin, corriendo hacia los hombres del puente—. ¡Por la tormenta! ¡Todos en fila!
Ellos lo ignoraron. Algunos de los hombres no tenían puestos sus chalecos, y se atascaron en la puerta del barracón al intentar entrar todos a la vez. Los que tenían los chalecos puestos corrieron hacia el puente. Kaladin los siguió, frustrado. Una vez allí, los hombres se reunieron en torno al puente de un modo cuidadosamente preestablecido. Cada uno tenía la oportunidad de estar en la mejor posición: correr delante hacia el abismo, luego moverse hacia la seguridad relativa de la parte posterior para el acercamiento final.
Había una estricta rotación, y ni se cometían ni se toleraban errores. Las cuadrillas de los puentes tenían un sistema brutal de autocontrol: si un hombre intentaba hacer trampas, los otros lo obligaban a correr delante el último tramo. Esas cosas se suponía que estaban prohibidas, pero Gaz se hacía el tonto. También rechazaba sobornos para permitir que los hombres cambiaran de posición. Tal vez sabía que la única estabilidad, la única esperanza que tenían los hombres de los puentes estaba en su rotación. La vida no era justa, ser un hombre de los puentes no era justo, pero al menos si corrías la línea de la muerte y sobrevivías, la próxima vez podías correr detrás.
Había una excepción. Como jefe del puente, Kaladin tenía que correr delante casi todo el tiempo, y luego pasar a la parte de atrás para el ataque. Su posición era la más segura del grupo, aunque ninguno estaba verdaderamente a salvo. Kaladin era como una corteza mohosa en el plato de un hombre hambriento: no era el primer bocado, pero estaba condenado de todas formas.
Ocupó su posición. Yake, Dunny y Malop eran los últimos rezagados. Cuando ocuparon sus puestos, Kaladin ordenó a los hombres levantar el puente. Casi le sorprendió que lo obedecieran, pero casi siempre había un jefe de puente que daba las órdenes durante una carrera. La voz cambiaba, pero las órdenes simples no. Levantar, correr, bajar.
Veinte puentes cargaron desde el aserradero y corrieron hacia las Llanuras Quebradas. Kaladin advirtió que un grupo de hombres del Puente Siete los miraba con alivio. Habían estado de servicio hasta la primera campanada de la tarde: habían evitado esta carga por solo unos instantes.
Los hombres de los puentes trabajaban duro. No era solo por las amenazas de palizas: corrían con fuerza porque querían llegar a la meseta fijada como objetivo antes de que lo hicieran los parshendi. Si lo conseguían, no habría flechas, ni muerte. Y por eso correr con los puentes era la única cosa que hacían sin reservas ni pereza. Aunque muchos odiaban sus vidas, se aferraban a ella con uñas y dientes, enfervorecidos.
Cruzaron el primero de los puentes permanentes. Los músculos de Kaladin gruñeron de protesta al tener que esforzarse tan pronto, pero trató de no pensar en su fatiga. Las lluvias de la alta tormenta de la noche anterior querían decir que la mayoría de las plantas estaban todavía abiertas, los rocabrotes extendiendo sus enredaderas, los branzhas floridos extendiendo en las grietas ramas como garras hacia el cielo. También había algunos espineros: los pequeños matorrales de miembros de piedra como agujas que Kaladin había advertido por primera vez en esta zona. El agua se acumulaba en las numerosas grietas y hondonadas que había en la superficie de la irregular meseta.
Gaz gritaba sus indicaciones, diciéndoles qué camino seguir. Muchas de las mesetas cercanas tenían tres o cuatro puentes, creando senderos entrelazados a través de las Llanuras. La carrera se convertía en rutina. Era agotadora, pero también familiar, y era bueno estar delante, donde Kaladin podía ver adónde iba. Se sumergió en su habitual mantra contando los pasos, como le había aconsejado que hiciera aquel hombre sin nombre cuyas sandalias todavía llevaba puestas.
Por fin, llegaron al último de los puentes permanentes. Cruzaron una corta meseta, dejando atrás las humeantes ruinas de un puente que los parshendi habían destruido durante la noche. ¿Cómo lo habían conseguido en medio de la alta tormenta? Antes, mientras escuchaba a los soldados, Kaladin había aprendido que estos sentían odio, admiración y no poco asombro hacia los parshendi, que no se parecían en nada a los perezosos y casi mudos parshmenios que trabajaban por todo Roshar. Estos parshendi eran guerreros habilidosos, cosa que a Kaladin seguía pareciéndole incongruente. ¿Parshmenios? ¿Luchando? Era muy extraño.
El Puente Cuatro y las otras cuadrillas bajaron sus puentes, cubriendo un abismo en su parte más estrecha. Sus hombres se desplomaron alrededor, relajándose mientras el ejército cruzaba. Kaladin estuvo a punto de imitarlos; de hecho, sus rodillas casi se doblaron de expectación.
«No, pensó, irguiéndose. No. Me quedo de pie».
Era un gesto alocado. Los otros hombres del puente apenas le prestaron atención. Uno de ellos, Moash, incluso lo maldijo. Pero ahora que había tomado la decisión, Kaladin se aferró tozudamente a ella, uniendo las manos a la espalda y asumiendo la posición de descanso mientras veía cruzar al ejército.
—¡Eh, hombrecito! —llamó uno de los soldados que esperaban su turno—. ¿Sientes curiosidad por ver cómo son los soldados de verdad?
Kaladin se volvió hacia el hombre, un tipo fornido de ojos marrones con brazos del tamaño de muslos. Por los nudos que llevaba en la hombrera de su pelliza de cuero, era jefe de pelotón. Kaladin había llevado esos nudos en tiempos.
—¿Cómo tratas a tu lanza y tu escudo, jefe de pelotón? —replicó Kaladin.
El hombre frunció el ceño, pero Kaladin supo en qué estaba pensando. Los arreos de un soldado eran su vida: cuidabas de tus armas igual que cuidabas de tus hijos, encargándote a menudo de su atención antes de comer y descansar.
Kaladin señaló el puente con un gesto.
—Este es mi puente —dijo en voz alta—. Es mi arma, la única que se me permite. Trátalo bien.
—¿O harás qué? —replicó uno de los otros soldados, provocando una carcajada entre las filas. El jefe del pelotón no dijo nada. Parecía preocupado.
Las palabras de Kaladin eran una bravata. En realidad, odiaba el puente. Pero permaneció de pie de todas formas.
Unos instantes más tarde, el alto príncipe Sadeas en persona cruzó el puente de Kaladin. El brillante señor Amaram siempre había parecido tan heroico, tan distinguido, un caballero general. Este Sadeas era una criatura completamente distinta, con la cara redonda, el pelo rizado y la expresión altanera. Cabalgaba como si estuviera en un desfile, una mano sujetando ligeramente las riendas, la otra sujetando el yelmo bajo el brazo. Su armadura estaba pintada de rojo, y el yelmo tenía frívolos borlones. Había tanta pompa innecesaria que casi superaba a la maravilla del antiguo artefacto.
Kaladin olvidó su fatiga y cerró los puños. Aquí tenía a un ojos claros que podía odiar aún más que a la mayoría, un hombre insensible que causaba la muerte de cientos de hombres de los puentes cada mes. Un hombre que había prohibido expresamente que sus hombres de los puentes llevaran escudo por motivos que Kaladin aún seguía sin comprender.
Sadeas y su guardia de honor pasaron pronto, y Kaladin advirtió que probablemente tendría que haber inclinado la cabeza. Sadeas no se había dado cuenta, pero si lo hubiera hecho le habría causado problemas. Sacudiendo la cabeza, Kaladin levantó a su cuadrilla, aunque hizo falta un esfuerzo adicional para que Roca, el gran comecuernos, se incorporara y se pusiera en marcha. Una vez al otro lado del abismo, sus hombres levantaron su puente y corrieron hacia el abismo siguiente.
El proceso se repitió tantas veces que Kaladin perdió la cuenta. En cada cruce, se negó a tumbarse. Permaneció de pie con las manos a la espalda, viendo pasar al ejército. Más soldados se fijaron en él y se burlaron. Kaladin los ignoró, y al quinto o sexto cruce las burlas remitieron. La siguiente vez que vio al brillante señor Sadeas, inclinó la cabeza, aunque hacerlo le revolvió el estómago. No servía a este hombre. No le debía lealtad. Pero sí servía a los hombres del Puente Cuatro. Los salvaría, y eso significaba que tenía que cuidar de que no lo castigaran por insolencia.
—¡Invertid los corredores! —gritó Gaz—. ¡Cruzad e invertid!
Kaladin se volvió bruscamente. El siguiente cruce sería el asalto. Entornó los ojos para mirar a lo lejos, y apenas pudo distinguir una línea de oscuras figuras congregadas en otra meseta. Los parshendi habían llegado y estaban formando. Tras ellos, un grupo trabajaba en la apertura de una crisálida.
Kaladin sintió una puñalada de frustración. Su velocidad no había sido suficiente. Y, cansados como estaban, Sadeas querría atacar rápidamente, antes de que los parshendi pudieran sacar la gema corazón de su caparazón.
Los hombres de los puentes se levantaron, silenciosos, preocupados. Sabían lo que se avecinaba. Cruzaron el puente y tiraron de él, y luego se reagruparon en el orden inverso. Los soldados formaban filas. Todo era silencioso, como si se dispusieran a llevar un catafalco a la pira.
Los hombres dejaron sitio a Kaladin atrás, a cubierto y protegido. Syl se posó en el puente, mirando el lugar. Kaladin se acercó, cansado mental y físicamente. Se había esforzado demasiado por la mañana, y luego al quedarse de pie en vez de descansar. ¿Qué le había impulsado a hacer una cosa así? Apenas podía andar.
Miró a los hombres del puente. Estaban resignados, abatidos, aterrorizados. Si se negaban a correr, serían ejecutados. Si corrían, se enfrentarían a las flechas. No miraban hacia la lejana línea de arqueros parshendi. Tenían las cabezas gachas.
«Son tus hombres —se dijo Kaladin—. Necesitan que los lideres, aunque no lo sepan».
«¿Cómo puedes liderarlos desde atrás?».
Se salió de la fila y rodeó el puente. Dos de los hombres, Drehy y Teft, alzaron sorprendidos la cabeza al verlo pasar. La punta de la muerte (el lugar situado justo en el centro de la parte delantera) lo ocupaba Roca, el fornido y bronceado comecuernos. Kaladin le dio un golpecito en el hombro.
—Estás en mi sitio, Roca.
El hombre lo miró, sorprendido.
—Pero…
—Ve atrás.
Roca frunció el ceño. Nadie había intentado jamás saltarse las órdenes y ponerse delante.
—Estás tarado por el aire, llanero —dijo con su cargado acento—. ¿Deseas morir? ¿Por qué no saltas al abismo? Eso sería más fácil.
—Soy el jefe del puente. Mi privilegio es correr delante. Ve.
Roca se encogió de hombros, pero hizo lo que le ordenaban, ocupando el puesto de Kaladin en la parte trasera. Nadie dijo una palabra. Si Kaladin quería hacerse matar, ¿quiénes eran ellos para oponerse?
Kaladin miró a los demás hombres.
—Cuanto más tardemos en colocar este puente, más flechas podrán lanzarnos. Permaneced firmes, sed decididos, y sed rápidos. ¡Levantad el puente!
Los hombres lo levantaron, las filas interiores se colocaron debajo y se situaron en hileras de cinco. Kaladin se colocó delante con un hombre alto y recio llamado Leyten a su izquierda, y un hombre delgado llamado Murk a su derecha. Adis y Corl ocupaban los extremos. Cinco hombres delante. La punta de la muerte.
Cuando todas las cuadrillas terminaron de levantar sus puentes, Gaz dio la orden.
—¡Atacad!
Corrieron, dejando atrás las filas de soldados que empuñaban lanzas y escudos. Algunos los miraban con curiosidad, tal vez divertidos ante la idea de aquellos pobres diablos corriendo con tanta urgencia hacia la muerte. Otros apartaron la mirada, quizás avergonzados de las vidas que costaría que pudieran cruzar ese abismo.
Kaladin mantuvo la mirada al frente, aplastando aquella voz incrédula que sonaba en el fondo de su mente y que le gritaba que estaba haciendo algo muy estúpido. Cargó hacia el último abismo, concentrado en las líneas parshendi. Figuras de piel negra y escarlata que empuñaban arcos.
Syl revoloteaba cerca de su cabeza, sin forma de persona ya, sino de lazo de luz. Se plantó delante de él.
Los arcos se alzaron. Kaladin no había estado en la punta de la muerte durante una carga tan mala como esta desde su primer día en la cuadrilla. Siempre ponían hombres nuevos en rotación en esa punta. Así, si morían, no tenían que preocuparse por entrenarlos.
Los arqueros parshendi tensaron sus armas y apuntaron a cinco o seis de las cuadrillas. El Puente Cuatro estaba obviamente en su punto de mira.
Los arcos dispararon.
—¡Tien! —gritó Kaladin, casi loco de fatiga y frustración. Gritó el nombre con fuerza, sin saber por qué, mientras una muralla de flechas volaba hacia él. Kaladin sintió un arrebato de energía, una descarga de súbita fuerza, inesperada e inexplicable.
Las flechas aterrizaron.
Murk cayó sin emitir un sonido, atravesado por cinco o seis flechas, manchando de sangre las rocas. Leyten cayó también, y con él Adis y Corl. Las flechas caían a los pies de Kaladin, rompiéndose, y media docena de ellas alcanzaron la madera alrededor de su cabeza y sus manos.
Kaladin no sabía si lo habían alcanzado. Estaba demasiado lleno de energía y alarma. Continuó corriendo, gritando, cargando el puente sobre sus hombros. Por algún motivo, un grupo de arqueros parshendi bajó sus armas. Kaladin vio su piel moteada, los extraños yelmos rojizos o anaranjados, y las sencillas ropas marrones. Parecían confundidos.
Fuera cual fuese el motivo, permitió que el Puente Cuatro ganara unos instantes preciosos. Para cuando los parshendi volvieron a alzar sus arcos, la cuadrilla de Kaladin había llegado al abismo. Sus hombres se alinearon con las otras cuadrillas: solo quedaban ya quince puentes. Habían caído cinco. Cerraron las aberturas mientras iban llegando.
Kaladin gritó a sus hombres para que soltaran el puente entre otra descarga de flechas. Una de ellas le rozó la piel de las costillas, rebotando en el hueso. Se sintió herido, pero no experimentó ningún dolor. La cuadrilla de Kaladin colocó el puente en su sitio mientras una oleada de flechas alezi distraía a los arqueros enemigos.
Una tropa a caballo cruzó los puentes. Los hombres que les habían permitido el acceso fueron pronto olvidados. Kaladin cayó de rodillas junto al puente mientras los otros miembros de su cuadrilla se apartaban, ensangrentados y heridos, terminada su participación en la batalla.
Kaladin se sujetó el costado, sintiendo la sangre. «Herida recta, de poco más de un centímetro de largo, no lo bastante grande para ser peligrosa».
Era la voz de su padre.
Kaladin jadeó. Tenía que ponerse a salvo. Las flechas zumbaban por encima de su cabeza, disparadas por los arqueros alezi.
«Algunas personas quitan vidas. Otras las salvan».
No había terminado todavía. Kaladin se obligó a ponerse en pie y se tambaleó hacia donde alguien estaba tendido junto al puente. Era un hombre llamado Hobber; tenía una flecha en la pierna. El hombre gemía, sujetándose el muslo.
Kaladin lo agarró por los sobacos y lo apartó del puente. El hombre maldijo de dolor, mareado, mientras Kaladin lo arrastraba a una grieta bajo un saliente de piedra donde Roca y algunos de los otros hombres habían buscado refugio.
Tras soltar a Hobber (la flecha no había alcanzado ninguna arteria y se pondría bien), Kaladin se volvió y trató de correr de vuelta al campo de batalla. Sin embargo, resbaló y se desplomó por la fatiga. Golpeó el suelo con fuerza, gimiendo.
«Algunas personas quitan vidas. Otras las salvan».
Se puso en pie, el sudor goteando en su frente, y volvió al puente, mientras la voz de su padre resonaba en sus oídos. El siguiente hombre que encontró, un tipo llamado Koorm, estaba muerto. Kaladin dejó el cadáver.
Gadol tenía una profunda herida en el costado, donde una flecha lo había atravesado por completo. Tenía la cara cubierta de sangre por un arañazo en la sien, y había conseguido arrastrarse un poco para alejarse del puente. Alzó la mirada con frenéticos ojos negros, los dolorspren anaranjados ondulando a su alrededor. Kaladin lo cogió por debajo de los brazos y lo arrastró justo antes de que una resonante carga de caballería cruzara por el sitio donde estaba tendido.
Lo arrastró hasta la grieta, advirtiendo que había dos muertos más. Hizo una rápida cuenta. Había veintinueve hombres de puente, incluyendo los muertos que había visto. Faltaban cinco. Kaladin volvió dando tumbos al campo de batalla.
Los soldados se habían agazapado tras el puente, los arqueros formaban a los lados y disparaban contra las líneas parshendi mientras la caballería pesada cargaba, dirigida por el mismísimo alto príncipe Sadeas, virtualmente indestructible con su armadura esquirlada, e intentaba hacer retroceder al enemigo.
Kaladin se tambaleó, mareado, acongojado al ver a tantos hombres corriendo, gritando, disparando flechas y arrojando lanzas. Cinco hombres del puente, muertos probablemente, perdidos en todo aquello…
Divisó una figura agazapada junto al borde del abismo. Las flechas cruzaban por encima de su cabeza. Era Dabbid, uno de sus hombres. Estaba encogido, un brazo torcido en un extraño ángulo.
Kaladin corrió. Se lanzó al suelo y se arrastró bajo las zigzagueantes flechas, esperando que los parshendi ignoraran a un par de hombres de los puentes desarmados. Dabbid ni siquiera se dio cuenta de que Kaladin lo alcanzaba. Estaba en estado de shock, moviendo los labios sin hablar, los ojos vidriosos. Kaladin lo agarró torpemente, temeroso de erguirse demasiado, no fuera a alcanzarlo una flecha.
Apartó a Dabbid del borde del abismo con un torpe medio arrastre. Seguía resbalando en la sangre, cayendo, lastimándose los brazos con la roca, golpeándose la cara con las piedras. Insistió, arrastrando al joven bajo las flechas voladoras. Finalmente, llegó lo suficientemente lejos para arriesgarse a levantarse. Trató de coger en brazos a Dabbid, pero sus músculos estaban demasiado débiles. Se esforzó y resbaló, agotado, y cayó al suelo.
Quedó allí tendido, jadeando, finalmente superado por el dolor en el costado. «Tan cansado…».
Se incorporó temblando, e intentó agarrar de nuevo a Dabbid. Parpadeó para espantar las lágrimas de frustración, demasiado débil incluso para tirar del hombre.
—Llanero tarado —gruñó una voz.
Kaladin se volvió para ver llegar a Roca. El enorme comecuernos agarró a Dabbid por debajo de los brazos y tiró de él.
—Loco —le murmuró a Kaladin, pero alzó con facilidad al hombre herido y lo llevó al hueco.
Kaladin lo siguió. Se desplomó en el hueco, la espalda contra la roca. Los miembros supervivientes de la cuadrilla se congregaron a su alrededor, los ojos llenos de asombro. Roca soltó a Dabbid.
—Cuatro más —dijo Kaladin entre jadeos—. Tenemos que encontrarlos…
—Murk y Leyten —dijo Teft. Había estado cerca de la parte trasera del puente durante la carrera y no había sufrido ninguna herida—. Y Adis y Corl. Iban delante.
«Así es, pensó Kaladin, exhausto. Cómo pude olvidar…».
—Murk está muerto —dijo—. Los otros puede que vivan.
Trató de ponerse en pie.
—Idiota —dijo Roca—. Quédate aquí. Yo me encargo.
Vaciló.
—Supongo que yo también soy idiota.
Hizo una mueca, pero volvió al campo de batalla. Teft titubeó pero luego corrió detrás de él.
Kaladin respiró entrecortadamente, sujetándose el costado. No podía decidir si el impacto de la flecha le dolía más que el corte.
«Salvar vidas…».
Se arrastró hasta los tres heridos. Hobber, con una flecha en la pierna, podía esperar, y Dabbid solo tenía un brazo roto. Gadol era el peor, con un agujero en el costado. Kaladin miró la herida. No tenía una mesa de operaciones, ni siquiera tenía antiséptico. ¿Cómo se suponía que iba a hacer nada?
Ignoró la desesperación.
—Que uno de vosotros me traiga un cuchillo —le dijo a los hombres del puente—. Cogedlo del cadáver de un soldado que haya caído. ¡Y que alguien encienda una hoguera!
Los hombres se miraron unos a otros.
—Dunny, trae tú el cuchillo —dijo Kaladin mientras colocaba la mano sobre la herida de Gadol, tratando de detener la sangre—. Narm ¿sabes encender una hoguera?
—¿Con qué? —preguntó el hombre.
Kaladin se quitó el chaleco y la camisa y se la tendió a Narm.
—Usa esto como yesca y reúne algunas flechas caídas para que sirvan de madera. ¿Alguien tiene acero y pedernal?
Moash tenía, afortunadamente. Si tenías algo valioso, lo llevabas en las cargas con el puente: podían robártelo si lo dejabas atrás.
—¡Moveos rápido! —dijo Kaladin—. Que alguien abra un rocabrote y me traiga la molleja de agua de dentro.
Vacilaron unos momentos. Entonces, por suerte, hicieron lo que les pedía. Tal vez estaban demasiado aturdidos para poner reparos. Kaladin le abrió la camisa a Gadol, descubriendo la herida. Era mala, terriblemente mala. Si había cortado los intestinos o alguno de los otros órganos…
Le ordenó a uno de los hombres que sujetara una venda en la frente de Gadol para contener la pequeña hemorragia que tenía allí (cualquier cosa podía ayudar) e inspeccionó el costado herido con la velocidad que le había enseñado su padre. Dunny regresó rápidamente con un cuchillo. Sin embargo, Narm tenía problemas con el fuego. El hombre maldijo, probando de nuevo su acero y pedernal.
Gadol empezó a sufrir espasmos. Kaladin presionó las vendas contra la herida, sintiéndose impotente. No había ningún sitio donde aplicar un torniquete para una herida como esta. No había nada que pudiera hacer sino…
Gadol tosió y escupió sangre.
—¡Rompen la misma tierra! —susurró, los ojos desencajados—. La quieren, pero en su furia la destruirán. ¡Igual que el hombre celoso quema sus riquezas antes de dejar que se las queden sus enemigos! ¡Vienen!
Boqueó. Y entonces se quedó inmóvil, los ojos muertos mirando hacia arriba, la baba ensangrentada corriéndole por la mejilla. Sus últimas palabras flotaron espectrales sobre ellos. No muy lejos, los soldados gritaban y luchaban, pero los hombres del puente guardaban silencio.
Kaladin se sentó en el suelo, aturdido (como siempre) por el dolor de perder a alguien. Su padre siempre había dicho que el tiempo embotaría su sensibilidad.
En esto, Lirin se había equivocado.
Se sentía muy cansado. Roca y Teft corrían de regreso a la grieta en la roca, cargando con alguien entre los dos.
«No habría traído a nadie a menos que estuviera todavía vivo —se dijo Kaladin—. Piensa en los que puedes ayudar».
—¡Mantén encendido ese fuego! —dijo, señalando a Narm—. ¡No lo dejes morir! Que alguien caliente el cuchillo.
Narm dio un respingo, advirtiendo por primera vez que había conseguido arrancar una llama. Kaladin se apartó del cadáver de Gadol y dejó sitio a Roca y Teft, quienes depositaron en el suelo a un ensangrentado Leyten, que respiraba entrecortadamente y tenía dos flechas, una en el hombro, otra en el otro brazo. Una tercera flecha le había rozado el estómago, y el corte se había visto ensanchado por el movimiento. Su pierna izquierda parecía haber sido pisoteada por un caballo: estaba rota, y tenía un gran tajo donde la piel se había quebrado.
—Los otros tres están muertos —dijo Teft—. Y a este le falta poco, no hay mucho que podamos hacer. Pero como dijiste que lo trajéramos…
Kaladin se arrodilló inmediatamente y trabajó con cuidadosa y eficiente velocidad. Presionó el vendaje contra el costado, sujetándolo con la rodilla, y luego ató otro a la pierna, ordenando a uno de los hombres que lo sostuviera con fuerza y levantara el miembro.
—¿Dónde está ese cuchillo? —gritó, atando un torniquete alrededor del brazo. Tenía que detener la hemorragia ahora mismo; ya se preocuparía de salvar el brazo más tarde.
El juvenil Dunny corrió con la hoja calentada. Kaladin alzó el vendaje lateral y cauterizó rápidamente la herida. Leyten estaba inconsciente y su respiración se hacía más entrecortada.
—No morirás —murmuró Kaladin—. ¡No morirás!
Su mente estaba aturdida, pero sus dedos conocían los movimientos. Durante un momento, volvió a la sala de cirugía de su padre, escuchó sus cuidadosas instrucciones. Cortó la flecha del brazo de Leyten, pero dejó la del hombro, y luego devolvió el cuchillo para que lo calentaran de nuevo.
Peet regresó finalmente con el agua. Kaladin la cogió, usándola para limpiar la herida de la pierna, que era la más fea, ya que había sido causada por un atropello. Cuando el cuchillo volvió, extrajo la flecha del hombro y cauterizó la herida lo mejor que pudo, y luego usó otro de sus vendajes, que desaparecían rápidamente, para cubrir la herida.
Usó dos flechas, lo único que tenían, para entablillar la pierna. Con una mueca, cauterizó también esa herida. Odiaba causar tantas cicatrices, pero no podía permitirse perder más sangre. Iba a necesitar antisépticos. ¿Cuándo podría conseguir aquel moco?
—¡No te atrevas a morirte! —dijo, apenas consciente de que estaba hablando. Vendó rápidamente la herida de la pierna, y luego usó la aguja y el hilo para cerrar la del brazo. La vendó, luego desató gran parte del torniquete.
Finalmente, se echó hacia atrás y miró al hombre herido, completamente agotado. Leyten seguía respirando. ¿Cuánto duraría? Las probabilidades estaban en su contra.
Los hombres del puente rodeaban a Kaladin, de pie o sentados, con expresiones extrañamente reverentes. Kaladin pasó a Hobber y atendió la herida de su pierna. No necesitaba ser cauterizada. Kaladin la lavó, retiró algunas astillas, luego la cosió. Había dolorspren alrededor del hombre, diminutas manos anaranjadas que brotaban del suelo.
Kaladin cortó la porción más limpia del vendaje que había usado con Gadol y lo ató en torno a la herida de Hobber. Odiaba la falta de limpieza, pero no había más remedio. Luego entablilló el brazo de Dabbid con algunas flechas que hizo recoger a los otros hombres, usando la camisa del propio Dabbid para atarlas. Luego, finalmente, Kaladin se sentó contra el reborde de piedra y dejó escapar un largo y fatigado suspiro.
Golpes de metal contra metal y gritos de soldados sonaban desde atrás. Se sentía tan cansado… Demasiado cansado incluso para cerrar los ojos. Solo quería permanecer sentado y mirar al suelo eternamente.
Teft se sentó a su lado. El hombre canoso tenía la calabaza de agua, que aún contenía algo de líquido en el fondo.
—Bebe, muchacho. Lo necesitas.
—Deberíamos limpiar las heridas de los otros hombres —dijo Kaladin, aturdido—. Tienen arañazos…, he visto a algunos con cortes…, y deberían…
—Bebe —dijo Teft, con voz cascada e insistente.
Kaladin vaciló, pero luego bebió el agua. Sabía extrañamente amarga, como la planta de la que había sido sacada.
—¿Dónde aprendiste a curar así? —preguntó Teft. Varios de los hombres cercanos se volvieron hacia él al oír la pregunta.
—No siempre he sido esclavo —susurró Kaladin.
—Esto que has hecho no servirá para nada —dijo Roca, acercándose. El enorme comecuernos se puso en cuclillas—. Gaz nos hace dejar atrás a los heridos que no pueden andar. Son órdenes de arriba.
—Yo hablaré con Gaz —dijo Kaladin, apoyando de nuevo la cabeza contra la roca—. Devolved ese cuchillo al cadáver del que lo cogisteis. No quiero que nos acusen de ladrones. Luego, cuando llegue el momento de marcharnos, quiero a dos hombres a cargo de Leyten y a otros dos a cargo de Hobber. Los ataremos a lo alto del puente y los llevaremos. En los abismos, tendréis que moveros rápido y desatarlos antes de que cruce el ejército, y luego volver a amarrarlos cuando terminen. También necesitaremos que alguien se encargue de Dabbid, si no se le ha pasado el aturdimiento.
—Gaz no lo tolerará —dijo Roca.
Kaladin cerró los ojos, negándose a seguir discutiendo.
La batalla fue larga. Cuando empezó a anochecer, los parshendi finalmente se retiraron, saltando los abismos con sus poderosas e innaturales piernas. Hubo un coro de gritos por parte de los soldados alezi, que habían vencido. Kaladin se obligó a ponerse en pie y se fue a buscar a Gaz. Todavía tardarían un rato en abrir las crisálidas (era como golpear piedra), pero tenía que hablar con el sargento del puente.
Encontró a Gaz observando desde detrás de la línea de batalla. Miró a Kaladin con su único ojo.
—¿Cuánta de esa sangre es tuya?
Kaladin se miró y advirtió por primera vez que estaba cubierto de sangre oscura y reseca, la mayor parte perteneciente a los hombres que había atendido. No respondió a la pregunta.
—Nos llevamos a nuestros heridos.
Gaz negó con la cabeza.
—Si no pueden andar, se quedan atrás. Son las órdenes. No es decisión mía.
—Nos los llevamos —dijo Kaladin, sin más firmeza ni más fuerza.
—El brillante señor Lamaril no lo permitirá.
Lamaril era el superior inmediato de Gaz.
—Enviarás el Puente Cuatro en último lugar para conducir a los soldados heridos al campamento. Lamaril no irá con esa tropa: se adelantará con el cuerpo principal, ya que no querrá perderse el festín de la victoria de Sadeas.
Gaz abrió la boca.
—Eh…, yo…
—Mis hombres se moverán con rapidez y eficacia —dijo Kaladin, interrumpiéndolo—. No frenarán a nadie.
Sacó de su bolsillo la última esfera y se la entregó.
—Tú no dirás nada.
Gaz cogió la esfera e hizo una mueca.
—¿Un marcoclaro? ¿Crees que con eso correré un riesgo tan grande?
—Si no lo haces —dijo Kaladin, con voz tranquila—, te mataré y dejaré que me ejecuten.
Gaz parpadeó sorprendido.
—Tú nunca…
Kaladin dio un solo paso hacia delante. Cubierto de sangre, debía de ser una visión espantosa. Gaz palideció. Entonces maldijo, alzando la esfera oscura.
—Y encima es una esfera opaca.
Kaladin frunció el ceño. Estaba seguro de que todavía brillaba antes de la carga del puente.
—Es culpa tuya. Tú me la diste.
—Esas esferas fueron recién infundidas anoche —dijo Gaz—. Vinieron directamente del tesorero del brillante señor Sadeas. ¿Qué has hecho con ellas?
Kaladin sacudió la cabeza, demasiado agotado para pensar. Syl se posó en su hombro cuando se volvió para regresar con los hombres del puente.
—¿Qué son para ti? —gritó Gaz—. ¿Por qué te importan?
—Son mis hombres.
Dejó atrás a Gaz.
—No me fío de él —dijo Syl, mirando por encima del hombro—. Podría decir que lo has amenazado y enviar hombres para que te arresten.
—Tal vez. Supongo que tendré que contar con que quiera más sobornos.
Kaladin continuó su camino, escuchando los gritos de los vencedores y los gemidos de los heridos. Las mesetas estaban cubiertas de cadáveres amontonados en los bordes del abismo, donde los puentes habían concentrado la batalla. Como siempre, los parshendi habían dejado atrás a sus muertos. Lo hacían incluso cuando vencían. Los humanos enviaban a sus cuadrillas de los puentes y sus soldados a quemar a sus muertos y enviar sus espíritus a la otra vida, donde los mejores lucharían en el ejército de los Heraldos.
—Esferas —dijo Syl, todavía mirando a Gaz—. No parecen gran cosa con la que contar.
—Tal vez sí, tal vez no. He visto cómo las mira. Quiere el dinero que le doy. Tal vez tanto que se mantendrá en cintura —Kaladin sacudió la cabeza—. Lo que dijiste antes es verdad: los hombres no son fiables de muchas maneras. Pero si hay algo con lo que puedas contar, es con su codicia.
Era un pensamiento amargo. Pero había sido un día amargo. Un principio brillante y esperanzado, y un crepúsculo sangriento y rojo.
Como todos los días.