«Tengo frío. Madre, tengo frío. ¿Madre? ¿Por qué puedo seguir oyendo la lluvia? ¿Cesará?»
Recogido en Vevishes, año 1172, 32 segundos antes de la muerte. El sujeto era una niña ojos claros, de unos seis años de edad.
Tvlakv sacó a todos los esclavos de sus jaulas al mismo tiempo. Esta vez no temía que se escaparan o hubiera una rebelión: no con otra cosa sino desierto tras ellos y más de cien mil soldados armados delante.
Kaladin bajó de la carreta. Estaban dentro de una de las formaciones parecidas a cráteres, su irregular pared de piedra alzándose al oeste. El terreno había sido despejado de plantas, y la roca resbalaba bajo sus pies descalzos. Charcos de agua de lluvia se habían acumulado en las depresiones. El aire era limpio y nítido, y el sol en el cielo fuerte, aunque con esta humedad oriental siempre se sentía mojado.
Alrededor se extendían los signos de un ejército largamente establecido: esta guerra llevaba en marcha desde la muerte del antiguo rey, casi seis años atrás. Todo el mundo contaba historias de aquella noche, la noche en que los hombres de las tribus parshendi asesinaron al rey Gavilar.
Los pelotones de soldados marchaban, siguiendo direcciones indicadas por círculos pintados en cada intersección. El campamento estaba repleto de largos búnkeres de piedra, y había más tiendas de las que Kaladin había visto desde arriba. Los moldeadores de almas no podían utilizarse para crear cualquier refugio. Tras el hedor de la caravana de esclavos, el lugar olía bien, rebosante de aromas familiares como el cuero tratado y las armas engrasadas. Sin embargo, muchos de los soldados tenían aspecto desaliñado. No estaban sucios, pero tampoco parecían especialmente disciplinados. Recorrían el campamento en grupos, con las guerreras sin abrochar. Algunos señalaron a los esclavos y se rieron de ellos. ¿Este era el ejército de un alto príncipe? ¿La fuerza de élite que luchaba por el honor de Alezkar? ¿A esto era a lo que Kaladin había aspirado a unirse?
Bluth y Tag vigilaban atentamente mientras Kaladin se alineaba con los otros esclavos, pero no intentó nada. Este no era el momento de provocarlos: Kaladin había visto cómo actuaban los mercenarios cuando estaban cerca de soldados de verdad. Bluth y Tag interpretaron su papel, caminando con el pecho henchido y las manos posadas sobre las armas. Empujaron a unos cuantos esclavos a su sitio, le dieron un golpe con una porra en el vientre a un hombre y lo maldijeron con saña.
Se mantuvieron apartados de Kaladin.
—El ejército del rey —dijo el esclavo que tenía al lado. Era el hombre de piel oscura que lo había intentado convencer para escapar—. Creí que íbamos a trabajar en las minas. Esto no será tan malo después de todo. Limpiaremos letrinas o mantendremos carreteras.
Era extraño, ansiar trabajar en las letrinas o hacerlo bajo el caluroso sol. Kaladin esperaba otra cosa. Esperaba. Sí, había descubierto que todavía podía sentir esperanza. Una lanza en sus manos. Un enemigo al que enfrentarse. Podría vivir con eso.
Tvlakv hablaba con una mujer ojos claros de aspecto importante. Llevaba el pelo recogido en un complejo peinado, chispeando de amatistas infusas, y su vestido era de un escarlata oscuro. Tenía un aspecto muy parecido al de Laral, al final. Probablemente era cuarta o quinta dahn, esposa y escriba de uno de los oficiales del campamento.
Tvlakv empezó a alardear de su mercancía, pero la mujer alzó una delicada mano.
—Puedo ver lo que estoy comprando, esclavista —dijo con suave acento aristocrático—. Los inspeccionaré yo misma.
Empezó a caminar ante la fila, acompañada por varios soldados. Su vestido seguía la moda noble alezi: una sólida franja de tela, tensa y ajustada en el torso y estilizadas faldas debajo. Se abotonaba en los lados del torso de la cintura al cuello, donde quedaba rematada por un pequeño cuello bordado en oro. La manga izquierda, más larga, ocultaba su mano segura. La madre de Kaladin siempre había llevado solo un guante, cosa que a él le parecía más práctico.
A juzgar por su cara, no le impresionaba demasiado lo que veía.
—Estos hombres están medio famélicos y enfermos —dijo, tomando una fina vara de una joven ayudante. La usó para alzar el pelo de la frente de uno de los esclavos e inspeccionar su marca—. ¿Pides dos broams de esmeraldas por cabeza?
Tvlakv empezó a sudar.
—Tal vez uno y medio…
—¿Y qué utilidad tendrían para mí? No me fiaría de hombres tan sucios cerca de la comida, y tenemos parshmenios que hacen casi todos los demás trabajos.
—Si su alteza no está satisfecha, podría abordar a otros altos príncipes…
—No —dijo ella, golpeando al esclavo que había estado observando cuando se apartó—. Uno y cuarto. Pueden ayudarnos a cortar madera en los bosques del norte…
Se interrumpió al ver a Kaladin.
—Vaya. Este material es mucho mejor que los otros.
—Pensé que podría gustarte —dijo Tvlakv, acercándose a ella—. Es bastante…
La mujer alzó la vara y lo hizo callar. Tenía una pequeña llaga en un labio. Un poco de raíz de hierbaobstinada podría venirle bien.
—Quítate la saya, esclavo —ordenó.
Kaladin la miró directamente a los ojos azules y sintió una urgencia casi irresistible por escupirla. No. No podía permitirse eso. No cuando había una oportunidad. Sacó los brazos del saco que le hacía las veces de saya, dejándolo caer hasta la cintura y descubriendo su pecho.
A pesar de los ocho meses de esclavitud, era mucho más musculoso que los demás.
—Gran número de cicatrices para alguien tan joven —dijo la noble, pensativa—. ¿Eres militar?
—Sí.
La vientospren se acercó a la mujer e inspeccionó su cara.
—¿Mercenario?
—Ejército de Amaram —respondió Kaladin—. Ciudadano, segundo nahn.
—Antiguo ciudadano —intervino Tvlakv rápidamente—. Fue…
Ella lo volvió a mandar callar con un gesto de la vara, mirándolo. Entonces usó la vara para hacer a un lado el pelo de Kaladin e inspeccionar su frente.
—Glifo shash —dijo, chasqueando la lengua. Varios de los soldados cercanos se acercaron, las manos en las espadas—. De donde yo vengo, los esclavos que se merecen esto son ejecutados sin más.
—Son afortunados —dijo Kaladin.
—¿Y cómo acabaste aquí?
—Maté a alguien —respondió Kaladin, preparando sus mentiras con cuidado. «Por favor —imploró a los Heraldos—. Por favor». Había pasado mucho tiempo desde la última vez que rezara.
La mujer alzó una ceja.
—Soy un asesino, brillante —dijo Kaladin—. Me emborraché, cometí algunos errores. Pero sé usar una lanza tan bien como el que más. Ponme en el ejército de tu brillante señor. Déjame luchar de nuevo.
Era una mentira extraña, pero la mujer nunca lo dejaría combatir si pensaba que era un desertor. En este caso, era mejor ser conocido como un asesino accidental.
«Por favor…». Ser soldado de nuevo. Pareció, en un instante, lo más glorioso que había querido jamás. Sería mucho mejor morir en el campo de batalla que consumirse vaciando orinales.
Tvlakv se acercó a la mujer ojos claros. Miró a Kaladin y suspiró.
—Es un desertor, brillante. No le hagas caso.
¡No! Kaladin sintió un ardiente estallido de furia consumir su esperanza. Alzó las manos hacia Tvlakv. Iba a estrangular a esa rata, y…
Algo restalló en su espalda. Gruñó, se tambaleó y cayó sobre una rodilla. La noble dio un paso atrás, llevándose alarmada su mano segura al pecho. Uno de los soldados del ejército agarró a Kaladin y lo puso de nuevo en pie.
—Bueno —dijo ella por fin—. Es una lástima.
—Puedo luchar —gruñó Kaladin contra el dolor—. Dame una lanza. Déjame…
Ella alzó la vara, interrumpiéndolo.
—Brillante —dijo Tvlakv, sin mirar a los ojos de Kaladin—. Yo no le confiaría un arma. Es cierto que es un asesino, pero también tiene fama de desobediente y de encabezar rebeliones contra sus amos. No podría vendértelo como soldado jurado. Mi consciencia no lo permitiría —vaciló—. Puede haber corrompido a los hombres de su carreta con ideas de evasión. Mi honor exige que te lo cuente.
Kaladin apretó los dientes. Se sintió tentado de abatir al soldado que tenía detrás, agarrar aquella lanza y pasar sus últimos momentos de vida atravesando con ella la gruesa barriga de Tvlakv. ¿Por qué? ¿Qué le importaba a Tvlakv cómo fuera a tratarlo este ejército?
«Nunca tendría que haber roto el mapa —pensó—. La amargura se devuelve con más frecuencia que la amabilidad». Era uno de los dichos de su padre.
La mujer asintió, y continuó avanzando por la fila.
—Muéstrame cuáles —dijo—. Me los llevaré, por tu sinceridad. Necesitamos nuevos obreros para el puente.
Tvlakv asintió ansioso. Antes de seguir, se detuvo y se inclinó hacia Kaladin.
—No puedo confiar en tu conducta. La gente de este ejército me echará la culpa si no revelo todo lo que sé. Yo…, lo siento.
Con eso, el mercader se marchó.
Kaladin gruñó, y luego se zafó del soldado, pero permaneció en la fila. Muy bien, que así fuera. Talar árboles, construir puentes, luchar en el ejército. Nada de eso importaba. Tan solo seguiría viviendo. Le habían quitado su libertad, su familia, sus amigos, y…, lo más querido de todo: sus sueños. No podían hacerle nada más.
Tras la inspección, la noble cogió una tableta de escritura que le ofrecía su ayudante e hizo unas cuantas anotaciones en su papel. Tvlakv le dio un libro de cuentas detallando cuánto había pagado cada esclavo de sus deudas. Kaladin pudo ver que decía que ninguno de ellos había pagado nada. Tal vez Tvlakv mentía sobre las cifras. No era improbable.
Kaladin probablemente dejaría que todos sus salarios fueran a parar a sus deudas esta vez. Que se preocuparan cuando vieran que veía su farol. ¿Qué harían si podía zanjar su deuda? Quizá no lo averiguaría nunca: dependiendo de lo que ganaran estos obreros del puente, podrían hacer falta de diez a cincuenta años para lograrlo.
La mujer ojos claros asignó a la mayoría de los esclavos a los trabajos en el bosque. Media docena de los más flacos fueron enviados a los comedores, a pesar de lo que había dicho antes.
—Esos diez —dijo la noble, alzando su vara para señalar a Kaladin y los otros ocupantes de su carreta—. Llevadlos a las cuadrillas de los puentes. Decidle a Lamaril y Gaz que le den al alto un tratamiento especial.
Los soldados se echaron a reír, y uno empezó a empujar al grupo camino abajo. Kaladin lo soportó; estos hombres no tenían motivos para ser amables, y no les iba a dar un motivo para ser más duros. Si había un grupo al que los soldados ciudadanos odiaban más que a los mercenarios, era a los desertores.
Mientras caminaba, no pudo dejar de advertir el estandarte que ondeaba sobre el campamento. Llevaba el mismo símbolo bordado que las guerreras de los uniformes de los soldados: un glifo amarillo con la forma de una torre y un martillo en un campo de verde oscuro. Era el estandarte del alto príncipe Sadeas, gobernante del distrito natal del propio Kaladin. ¿Era una ironía del destino que hubiera acabado aquí?
Los soldados parecían ociosos, incluso los que estaban de servicio, y las calles del campamento estaban llenas de basura. Los seguidores del campamento eran abundantes: putas, mujeres obreras, toneleros, candeleros y pastores. Incluso había niños corriendo por las calles de lo que era mitad ciudad, mitad campamento castrense.
También había parshmenios. Llevaban agua, trabajaban en las zanjas, levantaban sacos. Eso le sorprendió. ¿No había parshmenios que lucharan? ¿No les preocupaba que se rebelaran? Al parecer, no. Los parshmenios que había aquí trabajaban con la misma docilidad que los de Piedralar. Tal vez tenía sentido. Los alezi habían combatido contra otros alezi en sus ejércitos natales, ¿así que por qué no iba a haber parshmenios en ambos bandos de este conflicto?
Los soldados llevaron a Kaladin hasta la zona norte del campamento, una caminata que llevó su tiempo. Gracias a los moldeadores de almas, los barracones de piedra parecían todos exactamente iguales, y la periferia del campamento mostraba un perímetro irregular, como si fueran montañas. La vieja costumbre le hizo memorizar la ruta. Aquí la alta muralla circular había sido gastada por incontables altas tormentas, dando una clara visión del paisaje al este. Aquel terreno descubierto sería una buena zona para reunir a un ejército antes de marchar por la pendiente hacia las Llanuras Quebradas.
El borde norte del campo contenía un subcampamento lleno de varias docenas de barracones, y en su centro había un aserradero lleno de carpinteros. Estaban cortando algunos de los recios árboles que Kaladin había visto en las llanuras: retiraban la corteza nudosa y los serraban en planchas. Otro grupo de carpinteros amontonaba las planchas.
—¿Vamos a ser carpinteros? —preguntó Kaladin.
Uno de los soldados soltó una risotada.
—Vais a uniros a las cuadrillas de los puentes.
Señaló a un grupo de hombres de aspecto apenado sentados en piedras a la sombra de un barracón que comían con los dedos de unos cuencos de madera. Era deprimente: la bazofia parecía similar a la que les había suministrado Tvlakv.
Uno de los soldados volvió a empujar a Kaladin, que bajó dando tumbos por la pendiente y cruzó el terreno. Los otros nueve esclavos lo siguieron, acompañados por los soldados. Ninguno de los hombres sentados en torno a los barracones les dirigió una sola mirada. Llevaban chalecos de cuero y pantalones sencillos, algunos con sucias camisas cerradas, otros con el pecho desnudo. El penoso grupo no tenía mucho mejor aspecto que los esclavos, aunque parecían hallarse en un estado físico algo mejor.
—Nuevos reclutas, Gaz —llamó uno de los soldados.
Un hombre esperaba a la sombra, a cierta distancia de los que comían. Se dio la vuelta, revelando un rostro tan lleno de cicatrices que la barba le crecía a parches. Le faltaba un ojo (el otro era marrón) y no se molestaba en cubrírselo. Los nudos blancos de sus hombros indicaban que era sargento, y tenía la fina dureza que Kaladin había aprendido a asociar con alguien que sabía moverse en un campo de batalla.
—¿Estos flacuchos? —dijo Gaz, masticando algo mientras se acercaba—. Apenas detendrán una flecha.
El soldado que estaba junto a Kaladin se encogió de hombros, empujándolo hacia delante una vez más.
—La brillante Hasha dijo que hicieras algo especial con este. Los demás son cosa tuya.
El soldado indicó con un gesto a sus compañeros, que empezaron a marcharse.
Gaz examinó a los esclavos. Se concentró por último en Kaladin.
—Tengo entrenamiento militar —dijo Kaladin—. En el ejército del alto señor Amaram.
—Me importa un bledo —interrumpió Gaz, escupiendo algo oscuro hacia un lado.
Kaladin titubeó.
—Cuando Amaram…
—Sigues mencionando ese nombre —replicó Gaz—. Has servido a las órdenes de algún señor sin importancia, ¿no? ¿Esperas impresionarme?
Kaladin suspiró. Había conocido a este tipo de hombres antes, un sargento menor sin ninguna esperanza de ascender. Su único placer en la vida lo obtenía de su autoridad con gente aún más lastimosa que él. Bien, que así fuera.
—Tienes una marca de esclavo —bufó Gaz—. Dudo que hayas blandido alguna vez una lanza. Sea como sea, tendrás que rebajarte a unirte a nosotros ahora, alteza.
La vientospren de Kaladin revoloteó e inspeccionó a Gaz. Luego cerró uno de sus ojos, imitándolo. Por algún motivo, verla hizo que Kaladin sonriera. Gaz malinterpretó la sonrisa. Frunció el ceño y avanzó, señalando.
En ese momento, un fuerte coro de cuernos resonó por todo el campamento. Los carpinteros alzaron la mirada, y los soldados que habían traído a Kaladin echaron a correr hacia el centro del campamento. Los esclavos que acompañaban a Kaladin miraron alrededor, ansiosos.
—¡Padre Tormenta! —maldijo Gaz—. ¡Hombres de los puentes! ¡Arriba, arriba, patanes!
Empezó a dar patadas a algunos de los hombres que comían. Soltaron sus cuencos y se pusieron en pie. Llevaban simples sandalias en vez de botas adecuadas.
—Tú, alteza —dijo Gaz, señalando a Kaladin.
—No he dicho…
—¡No me importa qué condenación has dicho! ¡Estás en el Puente Cuatro! —Señaló al grupo de hombres que partía—. Los demás, id a esperar allí. Os dividiré más tarde. Poneos en marcha, o me encargaré de que os cuelguen de los talones.
Kaladin se encogió de hombros y corrió tras el grupo de hombres de los puentes. Era una de las muchas cuadrillas de hombres similares que salían corriendo de los barracones o de las callejas. Parecía haber muchos. Eran unos cincuenta barracones con, tal vez, veinte o treinta hombres en cada uno de ellos…, eso sumaba casi tantos hombres de los puentes en este ejército como soldados tenía la fuerza completa de Amaram.
El equipo de Kaladin cruzó el terreno, esquivando tablones y pilas de serrín, para acercarse a una enorme construcción de madera. Obviamente, había soportado unas cuantas altas tormentas y algunas batallas. Las muescas y agujeros dispersos por toda su estructura parecían producto del impacto de las flechas. ¿Este era el puente al que se referían?
«Sí», pensó Kaladin. Era un puente de madera de unos cien metros de largo y tres de ancho. Se inclinaba en la parte delantera y la posterior, y no tenía barandillas. El puente era grueso, con los tablones más grandes prestando su apoyo en el centro. Había unos cuarenta o cincuenta puentes en fila. Tal vez uno por cada barracón, lo que suponía una cuadrilla por cada puente. Unas veinte cuadrillas se reunían en ese punto.
Gaz se había procurado un escudo de madera y una maza, pero no había ninguna para nadie más. Inspeccionó rápidamente al equipo. Se detuvo junto al Puente Cuatro y vaciló.
—¿Dónde está vuestro jefe de puente?
—Muerto —respondió uno de los hombres—. Se arrojó anoche desde el Abismo del Honor.
Gaz maldijo.
—¿Es que no podéis conservar un jefe de puente ni siquiera una semana? ¡Tormentas! Alineaos, yo correré cerca de vosotros. Atended mis órdenes. Elegiremos otro jefe de puente después de ver quién sobrevive. —Señaló a Kaladin—. Tú irás atrás, alteza. ¡Los demás, moveos! ¡Tormentas, no soportaré otra reprimenda por vuestra culpa, necios! ¡Moveos, moveos!
Los demás se pusieron en marcha. Kaladin no tuvo más remedio que ir a la zona al descubierto de la cola del puente. Había sido un poco lento en su valoración: parecía que había entre treinta y cinco o cuarenta hombres por puente. Había espacio para cinco hombres por manga (tres bajo el puente y uno a cada lado) y ocho de calado, aunque esta cuadrilla no tenía a un hombre para cada posición.
Ayudó a alzar el puente. Probablemente usaban madera muy liviana para los puentes, pero seguía siendo pesado, por las tormentas. Kaladin gruñó mientras se debatía con el peso, alzó el puente y luego se colocó debajo. Los hombres corrieron a ocupar los resquicios medios en su estructura, y lentamente todos cargaron el puente sobre sus hombros. Al menos había barras debajo para usarlas como asideros.
Los otros hombres tenían almohadillas en las hombreras para amortiguar el peso y ajustar su altura para sostener el peso. A Kaladin no le habían dado ningún chaleco, así que los soportes de madera se clavaron directamente en su piel. No podía ver nada. Había un hueco para la cabeza, pero la madera impedía su visión por todas partes. Los hombres de los lados veían mejor: sospechaba que esos lugares eran más ansiados.
La madera olía a aceite y a sudor.
—¡Vamos! —dijo Gaz desde fuera, con la voz apagada.
Kaladin gruñó cuando la cuadrilla empezó a trotar. No podía ver adónde iba, y se esforzó por no tropezar mientras bajaban por la pendiente hacia las Llanuras Quebradas. Pronto estuvo sudando y maldiciendo entre dientes, la madera rozándole y clavándose en la piel de sus hombros. Ya estaba empezando a sangrar.
—Pobre idiota —dijo una voz a su lado.
Kaladin miró hacia la derecha, pero los asideros de madera obstruían su visión.
—¿Estás…? —Jadeó—. ¿Estás hablando conmigo?
—No deberías de haber contrariado a Gaz —dijo el hombre. Su voz sonaba hueca—. A veces deja que los nuevos corran en la fila exterior. A veces.
Kaladin trató de responder, pero ya jadeaba en busca de aliento. Creía que estaba en mejor forma que esto, pero se había pasado ocho meses alimentándose de bazofia y soportando altas tormentas en celdas con goteras, graneros fangosos o jaulas. Ya no era el mismo de antes.
—Inspira y espira profundamente —dijo la voz apagada—. Concéntrate en los pasos. Cuéntalos. Eso ayuda.
Kaladin siguió el consejo. Podía oír a las otras cuadrillas corriendo cerca. Tras ellos venían los sonidos familiares de los hombres marchando y los cascos sobre la piedra. Un ejército los seguía.
Debajo, rocabrotes y pequeños amasijos de cortezapizarra crecían de la piedra, haciéndolo tropezar. El paisaje de las Llanuras Quebradas parecía roto, irregular y gastado, cubierto de macizos y salientes de roca. Eso explicaba por qué no usaban ruedas en los puentes: probablemente los porteadores eran mucho más rápidos en ese terreno abrupto.
Pronto tuvo los pies heridos y magullados. ¿No podían haberle dado unos zapatos? Apretó los dientes contra la agonía y siguió adelante. Era solo otro trabajo. Continuaría, y sobreviviría.
Un sonido resonante. Sus pies pisaron madera. Un puente, uno permanente, que cruzaba un abismo entre mesetas en las Llanuras Quebradas. Lo cruzaron en unos segundos, y sus pies volvieron a pisar piedra.
—¡Moveos, moveos! —gritó Gaz—. ¡Tormentas, continuad!
Continuaron trotando mientras el ejército cruzaba el puente tras ellos, cientos de botas resonando sobre la madera. Antes de que pasara mucho rato, la sangre manaba por el hombro de Kaladin. Su respiración era tortuosa, el costado le dolía enormemente. Podía oír jadear a los demás, los sonidos transmitidos por el espacio confinado bajo el puente. Así que no era el único. Con suerte, pronto llegarían a su destino.
Esperó en vano.
La siguiente hora fue una tortura. Fue peor que ninguna paliza que hubiera sufrido como esclavo, peor que ninguna herida en el campo de batalla. Parecía que la marcha no tenía fin. Kaladin recordó vagamente haber visto los puentes permanentes cuando divisó las llanuras desde el carruaje de esclavos. Conectaban los llanos donde los abismos eran más fáciles de cruzar, no donde serían más eficaces para los que viajaban. Eso significaba a menudo desvíos al norte o al sur antes de poder continuar hacia el este.
Los hombres del puente gruñían, maldecían, gemían, y luego guardaban silencio. Cruzaron un puente tras otro, una llanura tras otra. Kaladin nunca llegó a echar un buen vistazo a uno de los abismos. Tan solo siguió corriendo. Y corriendo. No podía sentir ya los pies. Siguió corriendo. Sabía, de algún modo, que si paraba le darían una paliza. Sentía como si sus hombros hubieran sido raspados hasta el hueso. Trató de contar los pasos, pero estaba demasiado agotado incluso para eso.
Pero no dejó de correr.
Finalmente, por fortuna, Gaz los mandó parar. Kaladin parpadeó, tropezó hasta detenerse y casi se desplomó.
—¡Levantad! —gritó Gaz.
Los hombres levantaron, los brazos de Kaladin sintieron la tensión del movimiento después de sostener tanto tiempo el puente.
—¡Soltad!
Se hicieron a un lado, los hombres del puente de debajo se agarraron a los asideros. Fue torpe y difícil, pero al parecer los hombres tenían práctica. Impidieron que el puente se desplomara cuando lo depositaron en el suelo.
—¡Empujad!
Kaladin retrocedió confundido mientras los hombres empujaban sus asideros en la parte trasera o el lateral del puente. Estaban en el borde de un abismo donde no había puente permanente. A los lados, las otras cuadrillas de puentes empujaban sus propios puentes.
Kaladin miró por encima del hombro. El ejército constaba de unos dos mil hombres uniformados de verde bosque y blanco puro. Mil doscientos lanceros ojos oscuros, varios cientos de jinetes con raros y preciosos caballos. Tras ellos, un gran grupo de infantería pesada, hombres ojos claros con gruesas armaduras y con grandes mazas y escudos de acero cuadrados.
Parecía que habían elegido intencionadamente un punto donde el abismo era estrecho y la primera meseta era un poco más alta que la segunda. El puente era el doble de largo que la anchura del abismo en este lugar. Gaz lo maldijo, así que Kaladin se unió a los demás para empujar el puente a través del irregular terreno. Cuando el puente encajó en su sitio al otro lado del abismo, la cuadrilla se retiró para dejar paso a la caballería.
Kaladin estaba demasiado agotado para mirar. Se dejó caer en las piedras y se tumbó, escuchando los sonidos de los infantes al cruzar el puente. Giró la cabeza hacia un lado. Los otros hombres del puente se habían tendido también. Gaz caminaba entre las diversas cuadrillas, sacudiendo la cabeza, con el escudo en la espalda, mientras murmuraba sobre su escaso valor.
Kaladin ansió quedarse allí tendido, mirando al cielo, ajeno al mundo. Su entrenamiento, sin embargo, le advirtió que eso podía causarle calambres. Y que entonces el camino de regreso sería aún peor. Ese entrenamiento…, pertenecía a otro hombre, a otra época. Casi a los días de las sombras. Pero aunque Kaladin ya no podía ser él, todavía podía oírlo.
Y por eso, con un gemido, se obligó a sentarse y empezó a frotarse los músculos. Los soldados cruzaban el puente en hileras de cuatro, las lanzas en alto, los escudos al frente. Gaz los contemplaba con evidente envidia, y la vientospren de Kaladin danzaba alrededor de la cabeza del hombre. A pesar de la fatiga, Kaladin sintió un momento de celos. ¿Por qué molestaba a ese cretino en vez de a él?
Unos minutos después, Gaz reparó en Kaladin y lo miró con el ceño fruncido.
—Se pregunta por qué no estás tendido —dijo una voz familiar. El hombre que había estado corriendo junto a Kaladin yacía a poca distancia, contemplando el cielo. Era mayor, con pelo gris, y tenía un rostro largo y correoso que acompañaba su voz amable. Parecía tan agotado como el propio Kaladin.
Kaladin siguió frotándose las piernas, ignorando decididamente a Gaz. Entonces rasgó parte del saco con el que se vestía, y se vendó los pies y los hombros. Por suerte, estaba acostumbrado a caminar descalzo como los esclavos, así que el daño no era demasiado malo.
Cuando terminó, el último de los soldados de infantería cruzó el puente. Los siguieron varios jinetes ojos claros de resplandecientes armaduras. En el centro cabalgaba un hombre con una majestuoso armadura esquirlada de color rojo bruñido. Era distinta de la otra que Kaladin había visto: se decía que cada una de ellas era una obra de arte única, pero tenía el mismo aspecto. Ornamentada, entrelazada, rematada por un hermoso yelmo con la visera abierta.
La armadura parecía extraña, de algún modo. Había sido forjada en otra época, en un tiempo en que los dioses caminaban por Roshar.
—¿Ese es el rey? —preguntó Kaladin.
El viejo correoso se echó a reír, cansado.
—Ojalá.
Kaladin se volvió hacia él, frunciendo el ceño.
—Si fuera el rey, entonces significaría que estamos en el ejército del brillante señor Dalinar.
El nombre le resultó a Kaladin vagamente familiar.
—Es un alto príncipe, ¿no? ¿El tío del rey?
—Así es. El mejor de los hombres, el más honorable portador de esquirlada del ejército del rey. Dicen que nunca ha roto su palabra.
Kaladin hizo una mueca de desdén. Lo mismo se decía de Amaram.
—Deberías desear estar en el ejército del alto príncipe Dalinar, muchacho —dijo el otro hombre—. No usa cuadrillas de puentes. No como estas al menos.
—¡Muy bien, patanes! —gritó Gaz—. ¡En pie!
Los hombres gimieron y se incorporaron tambaleándose. Kaladin suspiró. El breve descanso había sido suficiente para comprobar lo agotado que estaba.
—Me alegro de regresar —murmuró.
—¿Regresar? —dijo el viejo.
—¿No nos damos la vuelta?
Su amigo se rio secamente.
—Muchacho, no hemos llegado todavía. Y alégrate. Llegar es lo peor.
Y así comenzó la segunda parte de la pesadilla. Cruzaron el puente, tiraron de él, y luego lo alzaron una vez más sobre sus magullados hombros. Cruzaron corriendo la meseta. Al otro lado, bajaron de nuevo el puente para cruzar otro abismo. El ejército cruzó, y luego les tocó cargarlo de nuevo.
Lo repitieron una docena de veces. Descansaban entre trayectos, pero Kaladin estaba tan magullado y agotado que los breves descansos no eran suficiente. Apenas recuperaba el aliento cada vez, antes de verse obligado a levantar de nuevo el puente.
Tenían que ser rápidos. Los hombres de los puentes podían descansar mientras el ejército cruzaba, pero tenían que compensar el tiempo corriendo por las mesetas, y adelantando a los soldados, para poder llegar antes que ellos al siguiente abismo. En un momento determinado, su amigo de rostro correoso le advirtió que si no colocaban el puente lo bastante rápido, serían azotados con látigos cuando regresaran al campamento.
Gaz daba órdenes, maldiciendo a los hombres, dándoles patadas cuando se movían demasiado despacio, sin hacer nunca ningún trabajo real. Kaladin no tardó mucho en desarrollar un odio feroz por aquel tipo delgado con el rostro lleno de cicatrices. Eso era extraño: no había sentido odio por sus otros sargentos. Su trabajo era maldecir a los hombres y mantenerlos motivados.
No era eso lo que quemaba a Kaladin. Gaz lo había enviado sin sandalias ni chaleco a este viaje. A pesar de las vendas, Kaladin tendría cicatrices por su trabajo de hoy. Estaría tan dolorido y magullado que no podría ni andar.
Lo que Gaz había hecho tenía la marca del matón de poca monta. Había arriesgado la misión si perdía un porteador, todo por un resquemor apresurado.
«Hombre tormentoso», pensó Kaladin, usando su odio hacia Gaz para sostenerlo durante esta ordalía. Varias veces después de empujar el puente hasta su sitio, se desplomó, seguro de que nunca podría volver a levantarse. Pero cuando Gaz les ordenaba levantarse, lograba de algún modo ponerse en pie. Era eso o dejar que ganara.
¿Por qué hacían todo esto? ¿Qué sentido tenía? ¿Por qué corrían tanto? Tenían que proteger su puente, el precioso peso, la carga. Tenían que alzarlo al cielo y correr, tenían que…
Estaba empezando a delirar. Los pies, corriendo. Uno, dos, uno, dos, uno, dos.
—¡Alto!
Se detuvo.
—¡Levantad!
Alzó las manos.
—¡Soltad!
Dio un paso atrás y bajaron el puente.
—¡Empujad!
Empujó el puente.
«Morid».
La última orden era suya propia, añadida cada vez. Cayó sobre la piedra, un rocabrote que retiró apresuradamente sus enredaderas cuando las tocó. Cerró los ojos, incapaz de preocuparse ya por los calambres. Entró en trance, una especie de semi-sueño, durante lo que pareció un solo segundo.
—¡En pie!
Se levantó tambaleándose, los pies ensangrentados.
—¡Cruzad!
Cruzó, sin molestarse en mirar la mortal sima a cada lado.
—¡Tirad!
Agarró un asidero y tiró del puente tras él.
—¡Cambiad!
Kaladin se detuvo, aturdido. No comprendía esa orden. Gaz nunca la había dado antes. Las tropas formaban filas, moviéndose con esa mezcla de nerviosismo y relajación forzada que experimentan en ocasiones los hombres antes de la batalla. Unos cuantos expectaspren, como gallardetes rojos que crecían del suelo y revoloteaban al viento, empezaron a brotar de las rocas y a serpentear entre los soldados.
¿Una batalla?
Gaz lo agarró por el hombro y lo empujó hacia la parte delantera del puente.
—Los recién llegados tienen que ir primero en esta parte, alteza.
El sargento sonrió malévolo.
Kaladin, aturdido, alzó el puente con los demás, levantándolo por encima de su cabeza. Los asideros eran aquí iguales, pero la primera fila tenía una abertura delante de su cara que le permitía ver. Todos los hombres del puente habían cambiado de posición: los que corrían delante se habían trasladado a la parte de atrás, y los de atrás, incluyendo a Kaladin y el viejo de rostro correoso, pasaron delante.
Kaladin no preguntó la utilidad de aquello. No le importaba. Pero le gustó ir delante: ahora que podía ver, correr era más fácil.
El paisaje de las mesetas era el de las ásperas tierras de tormentas: había parches dispersos de hierba, pero aquí la piedra era demasiado dura para que sus semillas arraigaran. Los rocabrotes eran más comunes, y crecían como burbujas en toda la llanura, imitando rocas del tamaño de la cabeza de un hombre. Muchos estaban abiertos y extendían sus enredaderas como si fueran gruesas lenguas verdes. Unos cuantos incluso estaban en flor.
Después de tantas horas respirando en los asfixiantes confines bajo el puente, correr delante resultaba casi relajante. ¿Por qué le daban una posición tan maravillosa a un recién llegado?
—Talenelat’Elin, portador de todas las agonías —dijo el hombre a su derecha, con voz aterrorizada—. Va a ser malo. ¡Ya están alineados! ¡Va a ser malo!
Kaladin parpadeó, concentrándose en el abismo que se acercaba. Al otro lado de la grieta esperaba una hilera de hombres de piel escarlata y negra. Llevaban extrañas armaduras naranja oxidado que cubrían sus antebrazos, pechos, cabezas y piernas. La mente aturdida de Kaladin tardó un momento en comprender.
Los parshendi.
No eran como los trabajadores parshmenios corrientes, sino mucho más musculosos, mucho más sólidos. Tenían la fornida constitución de los soldados, y cada uno llevaba un arma atada a la espalda. Algunos tenían barbas rojas y negras entrelazadas con trozos de roca, mientras que otros eran lampiños.
Mientras Kaladin observaba, la primera fila de parshendi se arrodilló. Tenían arcos cortos, las flechas preparadas. No arcos largos capaces de lanzar flechas alto y lejos. Esos arcos cortos y curvos disparaban recto y rápido y con fuerza. Un arco excelente para matar a un grupo de hombres antes de que pudieran colocar su puente.
«Llegar es la peor parte…».
Ahora, por fin, empezaba la verdadera pesadilla.
Gaz se quedó rezagado, gritando a las cuadrillas que siguieran avanzando. Los instintos de Kaladin le gritaban que se apartara de la línea de fuego, pero el impulso del puente lo empujaba hacia delante. Hacia la garganta de la bestia misma, cuyos dientes se disponían para cerrarse de golpe.
El cansancio y el dolor de Kaladin desaparecieron. Se puso en estado de alerta. Los puentes cargaron, los hombres bajo ellos gritando mientras corrían. Corrían hacia la muerte.
Los arqueros dispararon.
La primera oleada mató al amigo del rostro correoso, abatido por tres flechas diferentes. El hombre a la izquierda de Kaladin cayó también: ni siquiera le había visto la cara. Ese hombre gritó mientras caía, pues no murió enseguida, pero la cuadrilla le pasó por encima. El puente se iba haciendo cada vez más pesado a medida que morían los hombres.
Los parshendi dispararon tranquilamente una segunda descarga. Kaladin apenas advirtió que otra de las cuadrillas vacilaba. Los parshendi parecían concentrar sus disparos en ciertas cuadrillas. Esa en concreto recibió una andanada completa de docenas de arqueros, y las tres primeras filas de los hombres del puente cayeron e hicieron tropezar a los que los seguían. El puente se estremeció, resbaló al suelo y emitió un sonido aplastante cuando las masas de cuerpos cayeron unos encima de otros.
Las flechas pasaron al lado de Kaladin, matando a los otros dos hombres de la primera fila que lo acompañaban. Otras flechas más se clavaron en la madera a su alrededor, y una le desgarró la piel de la mejilla.
Gritó. De horror, de sorpresa, de dolor, de puro asombro. Nunca antes se había sentido tan indefenso en la batalla. Había cargado contra fortificaciones enemigas, había corrido bajo oleadas de flechas, pero siempre había sentido una medida de control. Tenía su lanza, tenía su escudo, podía contraatacar.
Esta vez, no. Las cuadrillas de los puentes eran como cerdos enviados al matadero.
Una tercera andanada voló, y otros miembros de los veinte puentes cayeron. Oleadas de flechas llegaban también del lado alezi, cayendo y alcanzando a los parshendi. El puente de Kaladin casi había llegado al abismo. Pudo ver los ojos negros de los parshendi al otro lado, pudo distinguir los rasgos de sus finos rostros moteados. A su alrededor, los hombres aullaban de dolor, mientras las flechas los alcanzaban. Hubo un sonido estrepitoso cuando otro puente se desplomó, y sus hombres fueron masacrados.
Detrás, Gaz seguía gritando.
—¡Alzad y soltad, idiotas!
La cuadrilla se detuvo cuando los parshendi lanzaron otra descarga. Los hombres tras Kaladin gritaron. Los disparos de los parshendi fueron interrumpidos por una descarga de respuesta por parte de los alezi. Aunque Kaladin estaba anonadado, sus reflejos sabían qué hacer. Soltar el puente, ponerse en posición para empujar.
Esto expuso a los hombres que habían estado a salvo en las filas de atrás. Obviamente, los arqueros parshendi sabían que esto iba a suceder, y prepararon y lanzaron una última andanada. Las flechas alcanzaron el puente en una oleada, abatiendo a media docena de hombres y salpicando de sangre la madera oscura. Los miedospren, aleteantes y violetas, se escabulleron de la madera y revolotearon en el aire. El puente se sacudió, cada vez más pesado de empujar, ya que de repente perdió a todos aquellos hombres.
Kaladin tropezó, las manos resbalosas. Cayó de rodillas y estuvo a punto de caer al abismo. Apenas consiguió sujetarse.
Se tambaleó, una mano colgando sobre el vacío, la otra agarrada al borde. Su mente experimentó un ataque de vértigo mientras contemplaba aquel precipicio que se perdía en la oscuridad. La altura era hermosa: siempre le había gustado escalar altas formaciones rocosas.
Por reflejo, se aupó para regresar a la meseta, arrastrándose de espaldas. Un grupo de soldados de infantería, protegidos por escudos, había tomado posiciones para empujar el puente. Los arqueros del ejército intercambiaron disparos con los parshendi mientras los soldados empujaban hasta colocar el puente en su sitio y la caballería pesada lo atravesaba y atacaba a los parshendi. Cuatro puentes habían caído, pero dieciséis habían sido colocados en fila, permitiendo una carga efectiva.
Kaladin trató de moverse, trató de alejarse del puente arrastrándose. Pero tan solo se desplomó donde estaba, pues su cuerpo se negaba a obedecer. Ni siquiera pudo ponerse boca abajo.
«Debería ir… —pensó agotado—, ver si ese viejo sigue vivo… Vendarle las heridas…, salvar…».
Pero no pudo. No podía moverse. No podía pensar. Avergonzado, se permitió cerrar los ojos y rendirse a la inconsciencia.
—Kaladin.
No quiso abrir los ojos. Despertar significaba regresar a aquel horrible mundo de dolor. Un mundo donde hombres indefensos y agotados eran obligados a cargar contra filas de arqueros.
Ese mundo era la pesadilla.
—¡Kaladin!
La voz femenina era suave, como un susurro, pero urgente.
—Van a dejarte. ¡Levántate! ¡Morirás!
«No puedo… No puedo volver…».
«Déjame».
Algo le golpeó la cara, un leve bofetón de energía con cierto picor. Se rebulló. No era nada comparado con sus otros dolores, pero de algún modo esto fue mucho más exigente. Alzó una mano para espantarlo. El movimiento fue suficiente para apartar los últimos vestigios de estupor.
Trató de abrir los ojos. Uno de ellos se negó, pues la sangre de un corte en la mejilla había corrido y se había secado en torno al párpado. El sol se había movido. Habían pasado horas. Gimió, se sentó y se frotó la sangre seca del ojo. El terreno estaba cubierto de cadáveres. El aire olía a sangre y cosas peores.
Un par de penosos hombres de los puentes sacudían a cada uno de los caídos buscando indicios de vida, y luego les quitaban los chalecos y las sandalias, apartando a los cremlinos que se alimentaban de sus cuerpos. Los hombres nunca habrían comprobado el estado de Kaladin. No tenía nada que pudieran llevarse. Lo habrían dejado con los cadáveres, abandonado en la llanura.
La vientospren de Kaladin revoloteaba en el aire sobre él, moviéndose ansiosamente. Kaladin se frotó la mandíbula donde lo había golpeado. Los spren grandes como ella podían mover pequeños objetos y dar pellizquitos de energía. Eso los hacía más molestos.
Esta vez, probablemente le había salvado la vida. Gimió al comprobar cuántas partes del cuerpo le dolían.
—¿Tienes nombre, espíritu? —preguntó, obligándose a ponerse en pie.
En la meseta que había cruzado el ejército, los soldados se abrían paso entre los cadáveres de los parshendi muertos, buscando algo. ¿Recolectando equipo, tal vez? Parecía que las fuerzas de Sadeas habían vencido. Al menos, no se veía ningún parshendi con vida. O los habían matado o habían huido.
La meseta por la que habían luchado parecía exactamente igual que las otras que habían cruzado. Lo único que resultaba distinto aquí era que había un gran montículo de…, algo en el centro. Parecía un rocabrote enorme, tal vez una especie de crisálida o concha, de unos seis metros de alto. Un lado estaba abierto y revelaba su viscoso interior. Kaladin no lo había visto en la carga inicial: los arqueros habían requerido toda su atención.
—Un nombre —dijo la vientospren, la voz distante—. Sí. Tengo un nombre. —Pareció sorprendida mientras miraba a Kaladin—. ¿Por qué tengo nombre?
—¿Cómo quieres que lo sepa? —respondió él, obligándose a moverse. Los pies le ardían de dolor. Apenas podía cojear.
Los hombres cercanos lo miraron con sorpresa, pero los ignoró, y cruzó cojeando la meseta hasta que encontró un cadáver que todavía tenía puesto el chaleco y los zapatos. Era el hombre del rostro correoso que había sido tan amable con él, muerto con una flecha que le atravesaba el cuello. Kaladin ignoró aquellos ojos desencajados que miraban el cielo sin verlo, y recogió las ropas del hombre: el chaleco de cuero, las sandalias, la camisa manchada de sangre. Se sintió enfadado consigo mismo, pero no contaba con que Gaz le diera ropa.
Se sentó y usó las partes más limpias de la camisa para cambiar sus vendajes improvisados, y luego se puso el chaleco y las sandalias, intentando no moverse demasiado. Ahora soplaba una leve brisa que se llevaba los olores de la sangre y los sonidos de los soldados que se llamaban unos a otros. La caballería estaba reagrupándose, como ansiosa por regresar.
—Un nombre —dijo la vientospren, caminando por el aire para plantarse ante su rostro. Tenía la forma de una mujer joven, completa con una falda ondulante y pies delicados—. Sylphrena.
—Sylphrena —repitió Kaladin, atando las sandalias.
—Syl —dijo la espíritu. Ladeó la cabeza—. Qué divertido. Parece que tengo un apodo.
—Enhorabuena.
Kaladin volvió a levantarse, tambaleándose.
A un lado, Gaz esperaba con las manos en las caderas, el escudo atado a su espalda.
—Tú —dijo, señalando a Kaladin. Y luego indicó el puente.
—Tienes que estar bromeando —replicó Kaladin, mirando cómo los restos de la cuadrilla, menos de la mitad inicial, se congregaban en torno al puente.
—Carga o quédate atrás —dijo Gaz. Parecía furioso por algo.
«Yo tenía que haber muerto —comprendió Kaladin. Por eso no le importó que no tuviera chaleco ni sandalias—. Iba delante». Kaladin era el único de la primera fila que había sobrevivido.
Estuvo a punto de sentarse y dejar que lo abandonara. Pero morir de sed en una llanura solitaria no era la forma que habría elegido para partir. Se acercó a trompicones al puente.
—No te preocupes —le dijo uno de los hombres—. Esta vez nos dejarán ir despacio, y hacer muchas pausas. Y tendremos unos cuantos soldados para ayudarnos: hacen falta al menos veinticinco hombres para levantar un puente.
Kaladin suspiró y se colocó en su puesto mientras algunos desafortunados soldados se unían a ellos. Juntos, alzaron el puente. Era terriblemente pesado, pero lo consiguieron.
Kaladin echó a andar, sintiéndose entumecido. Había creído que no había nada más que la vida pudiera hacerle, nada peor que la marca de esclavo con un shash, nada peor que perder todo lo que tenía con la guerra, nada más terrible que fallarles a aquellos que había jurado proteger.
Pero se había equivocado. Sí que podían hacerle algo peor. Un tormento final que el mundo reservaba solo para él.
Y se llamaba Puente Cuatro.