«Una mujer se sienta y se rasca los ojos. Hija de reyes y vientos, vándala».
Fechado Palahevan, 1173, 73 segundos antes de la muerte. Sujeto: un mendigo de cierto renombre, conocido por sus elegantes canciones.
Una semana después de perder a Dunny, Kaladin se encontraba en otra meseta, contemplando el progreso de una batalla. Esta vez, sin embargo, no tuvo que salvar a los moribundos: habían llegado antes que los parshendi. Un hecho raro pero apreciado. El ejército de Sadeas estaba ahora desplegado en el centro de la meseta, protegiendo la crisálida mientras algunos de sus soldados la cortaban.
Los parshendi seguían saltando sobre la línea y atacando a los hombres que trabajaban en la crisálida. «Van a rodearlo», pensó Kaladin. No tenía buen aspecto, lo que significaba un terrible camino de vuelta. Los hombres de Sadeas ya lo pasaban mal cuando, al llegar segundos, fueron repelidos. Perder la gema después de llegar primeros…, los haría sentirse aún más frustrados.
—¡Kaladin! —llamó una voz.
Kaladin se volvió y vio que Roca llegaba corriendo. ¿Había algún herido?
—¿Has visto eso? —señaló el comecuernos.
Otro ejército se acercaba por una meseta adyacente. Kaladin alzó las cejas: los estandartes ondeaban en azul, y los soldados eran obviamente alezi.
—Un poco tarde, ¿no? —preguntó Moash, acercándose a Kaladin.
—Eso parece.
De vez en cuando algún príncipe llegaba después que Sadeas a la meseta. Pero lo más habitual era que Sadeas fuera el primero y los otros alezi tuvieran que darse media vuelta. Normalmente no se acercaban tanto antes de hacerlo.
—Ese es el estandarte de Dalinar Kholin —dijo Cikatriz, reuniéndose con ellos.
—Dalinar —dijo Moash, apreciativamente—. Dicen que no emplea hombres de los puentes.
—¿Cómo cruza entonces los abismos? —preguntó Kaladin.
La respuesta quedó clara pronto. Este nuevo ejército tenía enormes puentes parecidos a torres de asalto tirados por chulls. Avanzaban por las irregulares mesetas, a menudo rodeando las oquedades en la piedra. «Deben de ser terriblemente lentos», pensó Kaladin. Pero, a cambio, el ejército no tenía que acercarse al abismo mientras les disparaban. Podían esconderse detrás de aquellos puentes.
—Dalinar Kholin —dijo Moash—. Dicen que es un auténtico ojos claros, como los hombres de antaño. Un hombre de honor y palabra.
Kaladin hizo una mueca.
—He visto a muchos ojos claros con la misma reputación, y siempre me han decepcionado. Ya os hablaré alguna vez del brillante señor Amaram.
—¿Amaram? —preguntó Cikatriz—. ¿El portador de esquirlada?
—¿Has oído hablar de eso? —preguntó Kaladin.
—Claro. Dicen que viene de camino. Todo el mundo habla de eso en las tabernas. ¿Estabas con él cuando ganó sus esquirladas?
—No —dijo Kaladin en voz baja—. No estaba nadie.
El ejército de Dalinar Kholin se acercaba por la meseta al sur. Sorprendentemente, llegó hasta la meseta donde tenía lugar la batalla.
—¿Va a atacar? —dijo Moash, rascándose la cabeza—. Tal vez piensa que Sadeas va a perder, y quiere probar suerte después de que se retire.
—No —respondió Kaladin, el ceño fruncido—. Va a unirse a la batalla.
El ejército parshendi envió algunos arqueros a disparar contra el ejército de Dalinar, pero sus flechas rebotaron en los chulls sin causar ningún daño. Un grupo de soldados desenganchó los puentes y los colocó en su sitio mientras los arqueros de Dalinar se apostaban e intercambiaban disparos de flecha con los parshendi.
—¿No parece que Sadeas ha traído menos soldados en esta carga? —preguntó Sigzil, uniéndose al grupo que contemplaba el ejército de Dalinar—. Tal vez lo tenía planeado. Es posible que por eso se haya comportado como lo ha hecho, dejándose rodear.
Los puentes podían ser bajados y extenderse por medio de palancas: había una maravillosa obra de ingeniería en funcionamiento. Mientras empezaban a trabajar, sucedió algo decididamente extraño: dos portadores de esquirlada, probablemente Dalinar y su hijo, cruzaron de un salto el abismo y empezaron a atacar a los parshendi. La distracción permitió a los soldados colocar los grandes puentes en su sitio, y la caballería pesada cargó para ayudarlos. Era un método completamente distinto de hacer un asalto con puentes, y Kaladin reflexionó sobre las implicaciones.
—Sí que se une a la batalla —dijo Moash—. Creo que van a actuar juntos.
—Tiene por fuerza que ser más efectivo —dijo Kaladin—. Me sorprende que no lo hayan intentado antes.
Teft bufó.
—Eso es porque no comprendes cómo piensan los ojos claros. Los altos príncipes no quieren solamente ganar la batalla: quieren ganarla ellos solos.
—Ojalá me hubieran reclutado en ese ejército —dijo Moash, casi con reverencia. Las armaduras de los soldados brillaban, sus movimientos bien ensayados: Dalinar, el Espina Negra, había hecho un trabajo aún mejor que Amaram al cultivar una reputación de honestidad. La gente lo conocía hasta Piedralar, pero Kaladin sabía qué tipos de corrupción podía ocultar una coraza bien pulida.
«Aunque el hombre que protegió a aquella puta en la calle vestía de azul —pensó—. Adolin, el hijo de Dalinar. Parecía auténticamente desprendido en su defensa de la mujer».
Kaladin apretó los dientes, apartando esos pensamientos. No se dejaría engañar de nuevo.
No.
La lucha se volvió brutal en poco tiempo, pero los parshendi estaban en inferioridad, aplastados entre dos fuerzas opuestas. Poco después, el equipo de Kaladin condujo a un victorioso grupo de soldados a los campamentos para celebrarlo.
Kaladin hizo rodar la esfera entre sus dedos. El cristal, por lo demás puro, se había enfriado y dado lugar a una fina línea de burbujas permanentemente petrificadas en un lado. Las burbujas eran pequeñas esferas que capturaban en sí mismas la luz.
Estaba de servicio en el abismo. Habían vuelto tan rápido del ataque a la meseta que Hashal, desafiando la lógica o la piedad, los envió al abismo ese mismo día. Kaladin continuó haciendo girar la esfera entre sus dedos. En su mismo centro había una gran esmeralda de forma redonda, con docenas de diminutas facetas en los lados. Un pequeño reborde de burbujas suspendidas se aferraba al lado de la gema, como ansiando estar cerca de su brillo.
Una luz tormentosa brillante, verde y cristalina resplandecía en el interior del cristal, iluminando los dedos de Kaladin. Un broam de esmeralda, la más alta denominación de esfera, valía cientos de esferas menores. Para los hombres de los puentes, era una fortuna. Una fortuna extrañamente lejana, pues gastarla era imposible. A Kaladin le parecía ver algo de la tormenta en aquella piedra. La luz era…, era como parte de la tormenta, capturada por la esmeralda. No era perfectamente firme: solo lo parecía en comparación con el fluctuar de las velas, antorchas o lámparas. Al acercársela, Kaladin podía ver la luz girando, rabiosa.
—¿Qué hacemos con eso? —preguntó Moash, que estaba a un lado. Roca, al otro. El cielo se había nublado, y hacía que abajo estuviera más oscuro que de costumbre. El frío clima de los últimos días había vuelto a la primavera, aunque era incómodamente helada.
Los hombres trabajaban con eficacia, recuperando rápidamente lanzas, armaduras, botas y esferas de los muertos. Debido al poco tiempo que les daban, y debido a la última y agotadora carrera con el puente, Kaladin había decidido suspender los ejercicios con las lanzas del día. Se dedicaron pues a recuperar material y a almacenar una parte, para usarla y evitar ser castigados la próxima vez.
Mientras trabajaban, encontraron a un oficial ojos claros. Debió de ser muy rico. En su bolsa encontraron un broam de esmeralda que valía lo que un esclavo de los puentes ganaría en doscientos días. En la misma bolsa, encontraron también un puñado de chips y marcos que sumaban algo más que otro broam de esmeralda. Dinero. Una fortuna. Simple calderilla para los ojos claros.
—Con esto podríamos alimentar a esos hombres heridos durante meses —dijo Moash—. Y comprar todas las medicinas que quisiéramos. ¡Padre Tormenta! Probablemente podríamos sobornar a los guardias del perímetro del campamento para que nos dejaran escapar.
—No podrá ser —dijo Roca—. Es imposible sacar esferas de los abismos.
—Podríamos tragárnoslas —dijo Moash.
—Te ahogarías. Las esferas son demasiado grandes ¿no?
—Apuesto a que podría hacerlo —dijo Moash. Sus ojos chispearon, reflejando la verde luz tormentosa—. Es más dinero del que he visto jamás. Merece la pena correr el riesgo.
—Tragarlas no servirá de nada —dijo Kaladin—. ¿Crees que esos guardias que nos vigilan en las letrinas están ahí para que no huyamos? Apuesto a que algún pobre parshmenio tiene que examinar nuestras deposiciones, y los he visto apuntar a quienes acuden a las letrinas y con qué frecuencia. No somos los primeros que piensan en tragarse las esferas.
Moash vaciló, y luego suspiró, abatido.
—Probablemente tienes razón. La tormenta te lleve, pero la tienes. Pero no podemos dársela, ¿no?
—Sí que podemos —dijo Kaladin, cerrando el puño en torno a la esfera. El resplandor era tan grande que hizo brillar su mano—. Nunca podríamos gastarla. ¿Un hombre del puente con un broam entero? Nos delataría.
—Pero…
—Vamos a dársela, Moash. —Kaladin alzó entonces la bolsa que contenía las otras esferas—. Pero encontraremos un modo de quedarnos con estas.
Roca asintió.
—Sí. Si entregamos esta valiosa esfera, pensarán que somos honrados, ¿no? Eso disfrazará el robo, e incluso nos darán una pequeña recompensa. ¿Pero cómo podremos quedarnos con la bolsa?
—Estoy pensando —dijo Kaladin.
—Hazlo rápido, entonces —dijo Moash, mirando la antorcha de Kaladin, clavada entre dos rocas en la pared del abismo—. Pronto tendremos que regresar.
Kaladin abrió la mano e hizo rodar de nuevo la esfera esmeralda entre sus dedos. ¿Cómo?
—¿Has visto alguna vez algo tan hermoso? —preguntó Moash, mirando la esmeralda.
—Es solo una esfera —dijo Kaladin, ausente—. Una herramienta. Una vez tuve un cuenco lleno de cien broams de diamantes y me dijeron que eran míos. Como nunca pude gastarlos, fue como si no valieran nada.
—¿Cien diamantes? —preguntó Moash—. ¿Dónde…, cómo?
Kaladin cerró la boca, maldiciéndose a sí mismo. «No debería seguir mencionando cosas así».
—Continuad —dijo, volviendo a guardar la esmeralda en la bolsa negra—. Tenemos que ser rápidos.
Moash suspiró, pero Roca le dio un afectuoso golpe en la espalda y los dos se reunieron con el resto de los hombres. Siguiendo las indicaciones de Syl, Roca y Lopen los habían llevado hasta una gran masa de cadáveres de uniforme rojos y marrón. No sabían de qué alto príncipe eran esos hombres, pero los cuerpos eran recientes. No había ningún parshendi entre ellos.
Kaladin miró hacia un lado, donde trabajaba Shen, el parshmenio. Silencioso, obediente, leal. Teft seguía sin fiarse de él. Una parte de Kaladin se alegraba de ello. Syl aterrizó en la pared a su lado, plantó los pies en la superficie y miró al cielo.
«Piensa —se dijo Kaladin—. ¿Cómo nos quedamos con esas esferas? Tiene que haber un modo». Pero todas las posibilidades parecían demasiado arriesgadas. Si los pillaban robando, probablemente les darían un trabajo distinto. Kaladin no estaba dispuesto a arriesgarse a eso.
Silenciosos vidaspren verdes empezaron a cobrar vida a su alrededor, asomando entre el musgo y los haspers. Unos cuantos florvolantes abrieron sus hojas rojas y amarillas junto a su cabeza. Kaladin había pensado una y otra vez en la muerte de Dunny. El Puente Cuatro no estaba a salvo. Cierto, habían perdido un número notablemente pequeño de hombres últimamente, pero seguían menguando. Y cada carrera con el puente era una posibilidad de desastre total. Todo lo que hacía falta era que los parshendi se concentraran en ellos una sola vez. Si perdían tres o cuatro hombres, se desplomarían. Las andanadas de flechas arreciarían, abatiéndolos a todos.
Era el mismo problema de siempre, al que Kaladin se enfrentaba día tras día. ¿Cómo salvaguardabas a los hombres de los puentes cuando todos los querían desprotegidos y bajo el peligro?
—Eh, Sigzil —dijo Mapas, acercándose con un puñado de lanzas—. Eres un cantamundos ¿no?
El calvo Mapas se había vuelto cada vez más amigable en las últimas semanas y había demostrado ser bueno suscitando la charla. A Kaladin se le antojaba un posadero, siempre atento a la comodidad de sus clientes.
Sigzil, que estaba quitándole las botas a una fila de cadáveres, le dirigió a Kaladin una grave mirada que parecía decir: «Esto es culpa tuya». No le gustaba que los demás hubieran descubierto que era un cantamundos.
—¿Por qué no nos cuentas una historia? —dijo Mapas, soltando su carga—. Nos ayudará a pasar el tiempo.
—No soy ningún bufón ni un cuentacuentos —dijo Sigzil, arrancando una bota—. No «cuento historias». Difundo conocimiento de culturas, pueblos, pensamientos y sueños. Traigo la paz a través de la comprensión. Es la sagrada carga que mi orden recibió de los mismísimos Heraldos.
—Bueno, ¿por qué no empiezas a difundirlo? —dijo Mapas, poniéndose en pie y frotándose las manos en los pantalones.
Sigzil suspiró con fuerza.
—Muy bien. ¿Qué quieres oír?
—No sé. Algo interesante.
—Háblanos del brillante rey Alazansi y la flota de las cien naves —gritó Leyton.
—¡No soy un cuentacuentos! —repitió Sigzil—. Hablo de naciones y pueblos, no de historias de tabernas. Yo…
—¿Sabes de algún lugar donde la gente viva en profundos barrancos? —dijo Kaladin—. ¿Una ciudad construida en un enorme complejo lineal horadado en la roca como si estuviera allí tallado?
—Sesemalex Dar —asintió Sigzil, mientras sacaba otra bota—. Sí, es la capital del reino de Emul, y es una de las ciudades más antiguas del mundo. Se dice que la ciudad, y de hecho el reino, recibieron su nombre del mismísimo Jezrien.
—¿Jezrien? —dijo Malop, poniéndose en pie y rascándose la cabeza—. ¿Quién es ese?
Malop era un tipo de cabellera tupida, poblada barba negra y un tatuaje de glifoguardias en cada mano. No era precisamente la esfera más brillante del cuenco, podría decirse.
—Aquí en Alezkar lo llamáis el Padre Tormenta —dijo Sigzil—. O Jezerezeh’Elin. Era el rey de los Heraldos. Señor de las tormentas, dador de agua y vida, conocido por su furia y su temperamento, pero también por su misericordia.
—Oh —dijo Malop.
—Dime más cosas de la ciudad —pidió Kaladin.
—Sesemalex Dar. Está, en efecto, construida con gigantescos canales. El diseño es sorprendente. Protege contra las tormentas, ya que cada canal tiene un reborde lateral que impide la inundación de la llanura pedregosa que la rodea. Eso, mezclado con un sistema de drenaje de grietas, protege la ciudad de inundaciones.
»Sus habitantes son conocidos por su experta cerámica de crem; la ciudad es un emporio importante del suroeste. Los emuli son una tribu de los askarki, y pertenecen a la etnia makabaki: oscuros de piel, como yo mismo. Su reino tiene frontera con el mío y lo visité muchas veces en mi juventud.
»Es un lugar maravilloso, lleno de viajeros exóticos. —Sigzil se fue relajando a medida que hablaba—. Su sistema legal es muy tolerante con los extranjeros. Un hombre que no tiene su nacionalidad no puede poseer una casa o una tienda, pero cuando visitas te tratan como a «un pariente que ha venido de lejos, para recibir todas las amabilidades y atenciones». Un extranjero puede cenar en cualquier residencia que visite, siempre que sea respetuoso y ofrezca frutas como regalo. Ese pueblo está muy interesado en las frutas exóticas. Adoran a Jezrien, aunque no lo aceptan como una figura de la religión vorin. Lo consideran el único dios.
—Los Heraldos no son dioses —rezongó Teft.
—Para vosotros no —dijo Sigzil—. Otros los consideran de otro modo. Los emuli tienen lo que vuestros sabios llaman una religión escindida, que contiene algunas ideas vorin. Pero, para los emuli, vosotros seríais la religión escindida.
Sigzil parecía encontrar divertido aquello, aunque Teft tan solo hizo una mueca.
Sigzil continuó dando más y más detalles, hablando de las vaporosas túnicas y los tocados de las mujeres emuli, de las sayas que gustaban a los hombres. El sabor de la comida (salado) y la forma de saludar a un viejo amigo (llevándose el índice izquierdo a la frente e inclinándose con respeto). Sigzil sabía una impresionante cantidad de cosas de ellos. Kaladin advirtió que a veces sonreía con melancolía, probablemente recordando sus viajes.
Los detalles eran interesantes, pero a Kaladin le sorprendía más el hecho de que esta ciudad que había sobrevolado en un sueño hacía semanas fuera real. Y ya no podía seguir ignorando la extraña velocidad con la que se recuperaba de las heridas. Le estaba sucediendo algo extraño. Algo sobrenatural. ¿Y si estaba relacionado con el hecho de que todos cuantos lo rodeaban siempre parecían morir?
Se arrodilló para empezar a vaciar los bolsillos de los muertos, un deber que los otros hombres del puente evitaban. Esferas, cuchillos y otros objetos útiles se recogían. Recuerdos personales, como plegarias no quemadas, se dejaban con los cuerpos. Encontró unos cuantos chips de zirconio, que añadió a la bolsa.
Tal vez Moash tuviera razón. Si consiguieran sacar este dinero, ¿sería posible un soborno que les permitiera huir del campamento? Sería mucho más seguro que luchar. ¿Entonces por qué insistía tanto en prepararlos para el combate? ¿Por qué no había pensado en intentar escabullirse?
Había perdido a Dallet y los demás miembros de su pelotón original en el ejército de Amaram. ¿Esperaba compensarlo entrenando a un nuevo grupo de lanceros? ¿Se trataba de salvar a hombres a quienes había llegado a querer, o solo quería demostrarse algo a sí mismo?
Su experiencia le decía que los hombres que no sabían luchar estaban en seria desventaja en este mundo de guerra y tormentas. Quizás escabullirse sería la mejor opción, pero entendía poco de sigilos. Además, si se escabullían, Sadeas enviaría soldados tras ellos. Los problemas los alcanzarían. Fuera cual fuera su camino, los hombres del puente tendrían que matar para seguir libres.
Cerró con fuerza los ojos, recordando uno de sus intentos de huida, cuando mantuvo a sus compañeros esclavos libres durante una semana entera, ocultos en los bosques. Finalmente los capturaron los cazadores de su amo. Fue entonces cuando perdió a Nalma. «Nada de eso tiene que ver con salvarlos aquí y ahora —se dijo Kaladin—. Necesito estas esferas».
Sigzil seguía hablando de los emuli.
—Para ellos —decía el cantamundos—, la necesidad de golpear a un hombre personalmente es un error. Hacen la guerra de una forma opuesta a los alezi. La espada no es arma para un líder. Es mejor la albarda, y luego la lanza, y lo mejor de todo el arco y la flecha.
Kaladin encontró otro puñado de esferas (cielochips) en el bolsillo de un soldado. Estaban pegadas a un rancio pedazo de queso de semilla, oloroso y enmohecido. Hizo una mueca, sacó las esferas y las lavó en un charco.
—¿Lanzas usadas por ojos claros? —dijo Drehy—. Es ridículo.
—¿Por qué? —repuso Sigzil, como ofendido—. La costumbre emuli me parece interesante. En algunos países, luchar es considerado desagradable. Para los shin, por ejemplo, si tienes que luchar contra un hombre, has fracasado ya. Matar es, en el mejor de los casos, una forma brutal de resolver los problemas.
—No serás como Roca y te negarás a luchar ¿no? —preguntó Cikatriz, dirigiendo una mirada apenas velada al comecuernos. Roca se envaró y le dio la espalda, arrodillado mientras iba arrojando botas a un saco grande.
—No —dijo Sigzil—. Creo que todos podemos estar de acuerdo en que otros métodos han fallado. Tal vez si mi amo supiera que vivo todavía…, pero no. Es una tontería. Sí, lucharé. Y si tengo que hacerlo, la lanza parece un arma útil, aunque sinceramente preferiría poner más distancia entre mis enemigos y yo.
Kaladin frunció el ceño.
—¿Te refieres a un arco?
Sigzil asintió.
—Entre mi gente, el arco es un arma noble.
—¿Sabes usarlo?
—Ay, no —dijo Sigzil—. Lo habría mencionado antes si tuviera esa habilidad.
Kaladin se levantó, abrió la bolsa y depositó las esferas junto a las demás.
—¿Había algún arco entre los cadáveres?
Los hombres se miraron unos a otros. Varios negaron con la cabeza. La semilla de una idea había empezado a germinar en la mente de Kaladin.
—Recoged algunas de esas lanzas —dijo—. Ponedlas aparte. Las necesitaremos para entrenar.
—Pero tenemos que entregarlas —recordó Malop.
—No si no las sacamos del abismo —dijo Kaladin—. Cada vez que vengamos a recuperar material, seleccionaremos unas cuantas lanzas y las apilaremos aquí abajo. No tardaremos mucho en reunir las suficientes para practicar con ellas.
—¿Cómo las sacaremos cuando sea el momento de escapar? —preguntó Teft, rascándose la barbilla—. Si dejamos las lanzas aquí abajo no servirán de mucho cuando empiece la verdadera lucha.
—Encontraré un modo de sacarlas —dijo Kaladin.
—Dices eso muchas veces —advirtió Cikatriz.
—Déjalo estar, Cikatriz —dijo Moash—. Sabe lo que está haciendo.
Kaladin parpadeó. ¿Acababa de defenderlo Moash?
Cikatriz se ruborizó.
—No lo decía con esa intención, Kaladin. Estaba preguntando, eso es todo.
—Comprendo. Es… —Kaladin guardó silencio cuando vio a Syl revolotear en forma de lazo de luz.
Se posó en una roca que sobresalía de la pared y asumió su forma femenina.
—He encontrado otro grupo de cadáveres. Son casi todos parshendi.
—¿Algún arco? —preguntó Kaladin. Varios de sus hombres se lo quedaron mirando asombrados hasta que se dieron cuenta de que tenía fija la mirada en el aire. Entonces asintieron comprendiendo.
—Creo que sí —respondió Syl—. Está por aquí. No demasiado lejos.
Los hombres casi habían terminado ya con estos cadáveres.
—Recoged las cosas —dijo Kaladin—. He encontrado otro lugar que registrar. Tenemos que recoger cuanto podamos, y luego guardar algo en un abismo donde la corriente no lo arrastre.
Los hombres recogieron lo que habían encontrado, se cargaron los sacos al hombro y cada uno de ellos cargó con una lanza o dos. Momentos después, bajaron por el pestilente abismo, siguiendo a Syl. Dejaron atrás grietas en las antiguas paredes de roca donde habían quedado atrapados viejos huesos lavados por las tormentas, creando un montículo de fémures, tibias, cráneos y costillas cubiertos de moho. No se podía rescatar nada de ellos.
Un cuarto de hora más tarde, llegaron al lugar que había encontrado Syl. Un grupo de cadáveres parshendi yacía amontonado, mezclado con algún alezi ocasional de azul. Kaladin se arrodilló ante uno de los cadáveres humanos. Reconoció el estilizado glifopar de Dalinar Kholin cosido en la guerrera. ¿Por qué se había unido el ejército de Dalinar al de Sadeas en la batalla? ¿Qué había cambiado?
Kaladin indicó a los hombres que empezaran a registrar a los alezi mientras él se acercaba a uno de los cadáveres parshendi. Era mucho más reciente que el hombre de Dalinar. No encontraban tantos cadáveres parshendi como alezi. No solo había menos en cualquier batalla, sino que era menos probable que cayeran a la muerte en los abismos. Sigzil también pensaba que sus cuerpos eran más densos que los humanos, y no flotaban ni eran llevados tan fácilmente por la corriente.
Kaladin colocó el cadáver de lado, y la acción provocó un súbito siseo al fondo de los hombres del puente. Kaladin dio media vuelta y vio a Shen intentando abrirse paso con un extraño arrebato de pasión.
Teft se movió con rapidez, agarró a Shen por detrás y le hizo una presa sofocante. Los demás hombres se quedaron estupefactos, aunque varios asumieron sus poses de combate por reflejo.
Shen se debatió débilmente contra la presa de Teft. El parshmenio parecía diferente de sus primos muertos: de cerca, las diferencias eran mucho más obvias. Shen, como la mayoría de los parshmenios, era bajo y algo grueso. Recio, fuerte, pero no amenazador. El cadáver a los pies de Kaladin, sin embargo, era musculoso y con la constitución de un comecuernos, tan alto como Kaladin y mucho más ancho de hombros. Aunque los dos tenían la piel moteada, el parshendi tenía aquellos extraños brotes de armadura rojo oscuro en la cabeza, el pecho, los brazos y las piernas.
—Soltadlo —dijo Kaladin, curioso.
Teft lo miró, pero luego obedeció a regañadientes. Shen avanzó por el irregular terreno, y amablemente, pero con firmeza, apartó a Kaladin del cadáver. Shen se dio la vuelta, como para protegerlo de Kaladin.
—Ha hecho esto antes —informó Roca, acercándose—. Cuando Lopen y yo lo llevamos a buscar material.
—Protege los cadáveres parshendi, gancho —añadió Lopen—. Es capaz de apuñalarte cien veces por mover uno.
—Son todos así —dijo Sigzil desde atrás.
Kaladin se volvió, alzando una ceja.
—Los trabajadores parshmenios —explicó Sigzil—. Se les permite cuidar de sus propios muertos: es una de las pocas cosas por las que parecen apasionados. Se encolerizan si alguien más toca los cuerpos. Los envuelven en lino y los llevan a los bosques y los dejan sobre placas de piedra.
Kaladin observó a Shen. «Me pregunto…».
—Registrad a los parshendi —dijo a sus hombres—. Teft, probablemente tendrás que sujetar a Shen todo el tiempo. No puedo consentir que intente detenernos.
Teft le dirigió a Kaladin una mirada molesta: seguía pensando que deberían poner a Shen en la parte delantera del puente y dejarlo morir. Pero hizo lo que le decían, se acercó a Shen y recabó la ayuda de Moash para sujetarlo.
—Y sed respetuosos con los muertos —advirtió Kaladin.
—¡Son parshendi! —objetó Leyten.
—Lo sé. Pero molesta a Shen. Es uno de nosotros, así que mantengamos su irritación al mínimo.
El parshmenio bajó los brazos, reacio, y dejó que Teft y Moash se lo llevaran. Parecía resignado. Los parshmenios eran lentos de mollera. ¿Cuánto comprendía Shen?
—¿No querías encontrar un arco? —preguntó Sigzil, arrodillándose y sacando un arco corto y curvo de debajo de un cadáver parshendi—. Le falta la cuerda.
—Hay una en el morral de este tipo —dijo Mapas, sacando algo del cinturón de otro parshendi—. Podría servir todavía.
Kaladin aceptó el arma y la cuerda.
—¿Sabe alguien cómo usar esto?
Los hombres se miraron unos a otros. Los arcos eran inútiles para cazar la mayoría de las bestias de concha; las hondas funcionaban mucho mejor. El arco solo servía realmente para matar a otros hombres. Kaladin miró a Teft, que negó con la cabeza. No había sido entrenado en el arco, ni Kaladin tampoco.
—Es sencillo —dijo Roca, pasando por encima de un cadáver parshendi—. Pones la flecha en la cuerda. Apuntas. Tiras con fuerza. Sueltas.
—Dudo que sea tan fácil —dijo Kaladin.
—Apenas tenemos tiempo para entrenar a los chicos con la lanza, Kaladin —dijo Teft—. ¿Pretendes enseñarle a alguno el uso del arco? ¿Sin un maestro?
Kaladin no respondió. Guardó el arco y la cuerda en su morral, añadió unas cuantas flechas, y luego ayudó a los demás. Una hora más tarde, recorrían los abismos en dirección a las escaleras, las antorchas chisporroteando. El atardecer se les echaba encima. Cuanto más oscurecía, más desagradables se volvían los abismos. Las sombras aumentaban, y los sonidos lejanos (agua goteando, rocas cayendo, el viento ululando) adquirían un tono ominoso. Kaladin dobló un recodo, y un grupo de cremlinos de múltiples patas correteó por la pared y se ocultó en una fisura.
Los hombres hablaban en voz baja, pero Kaladin no participaba. De vez en cuando, miraba a Shen por encima del hombro. El silencioso parshmenio caminaba cabizbajo. Robar a los cadáveres parshendi lo había perturbado profundamente.
«Puedo usar eso —pensó Kaladin— ¿pero me atreveré?». Sería un riesgo. Y grande. Ya lo habían sentenciado una vez por alterar el equilibrio de las batallas de los abismos.
«Primero las esferas», pensó. Sacar de allí las esferas implicaría poder sacar otras cosas. Al cabo de un rato vio una sombra en las alturas, cruzando el abismo. Habían llegado al primero de los puentes permanentes. Kaladin avanzó un poco más con los otros, hasta que llegaron a un lugar donde la profundidad del abismo era menor.
Se detuvo allí. Los hombres se reunieron a su alrededor.
—Sigzil —señaló Kaladin—. Sabes algo de arcos. ¿Crees que sería muy difícil alcanzar ese puente con una flecha?
—He disparado de vez en cuando con un arco, Kaladin, pero no me considero un experto. Imagino que no debe de ser demasiado difícil. ¿Cuál es la distancia? ¿Quince metros?
—¿Pero para qué? —preguntó Moash.
Kaladin sacó la bolsa llena de esferas, y los miró alzando una ceja.
—Atamos la bolsa a la flecha, y luego la disparamos para que se clave en la parte inferior del puente. Entonces, cuando carguemos, Lopen y Dabbid podrán rezagarse para tomar un trago cerca de ese puente. Buscarán bajo la madera y sacarán la flecha. Y obtendremos las esferas.
Teft silbó.
—Astuto.
—Podríamos quedarnos con todas las esferas —dijo Moash, ansioso—. Incluso la…
—No —respondió Kaladin con firmeza—. Las menores serán ya bastante peligrosas: la gente podría empezar a preguntarse de dónde sacan tanto dinero los hombres de los puentes.
Tendría que comprar los suministros a diferentes boticarios para ocultar sus ingresos.
Moash pareció abatido, pero los demás se mostraban animosos.
—¿Quién quiere probar? —preguntó Kaladin—. Tal vez deberíamos intentar unos cuantos tiros de práctica antes y luego probar con la bolsa. ¿Sigzil?
—No sé si quiero esa responsabilidad —dijo Sigzil—. Tal vez deberías intentarlo tú, Teft.
Teft se frotó la barbilla.
—Claro, supongo, ¿será muy difícil?
—¿Muy difícil? —preguntó Roca de repente.
Kaladin se volvió. Roca estaba al fondo del grupo, aunque su altura hacía posible verlo. Estaba cruzado de brazos.
—¿Muy difícil, Teft? —repitió Roca—. Quince metros no es demasiado, pero no es un tiro fácil. ¿Y hacerlo con una bolsa de esferas atada a la flecha? ¡Ja! También necesitas que la flecha se clave cerca del lado del puente, para que Lopen pueda alcanzarla. Si fallas, podrías perder todas las esferas. ¿Y si los exploradores que hay cerca de los abismos ven salir la flecha del abismo? Les parecerá sospechoso, ¿no?
Kaladin miró al comecuernos. «Es sencillo, había dicho: apuntas…, sueltas…».
—Bueno —dijo Kaladin, mirando a Roca con el rabillo del ojo—. Supongo que tendremos que correr ese riesgo. Sin las esferas, los heridos morirán.
—Podríamos esperar a la siguiente carga —dijo Teft—. Atar una cuerda al puente y lanzarla, y luego atar la bolsa la próxima vez…
—¿Quince metros de cuerda? —dijo Kaladin categóricamente—. Comprar algo así llamaría mucho la atención.
—No, gancho —replicó Lopen—. Tengo un primo que trabaja en un sitio que vende cuerda. Podría conseguirla fácilmente, con dinero.
—Tal vez —dijo Kaladin—. Pero aún habría que esconderla, y luego bajarla al abismo sin que nadie la viera. ¿Y dejarla aquí colgando varios días? Se darían cuenta.
Los demás asintieron. Roca parecía muy incómodo. Con un suspiro, Kaladin sacó el arco y varias flechas.
—Tendremos que arriesgarnos con eso. Teft ¿por qué no…?
—Oh, por el fantasma de Kali’kalin —murmuró Roca—. Trae, dame el arco.
Se abrió paso entre los hombres del puente, y cogió el arco de manos de Kaladin, que ocultó una sonrisa.
Roca miró arriba, midiendo la distancia a la escasa luz. Colocó la cuerda, luego extendió una mano. Kaladin le tendió una flecha. Apuntó recto y disparó. La flecha voló veloz, golpeteando contra las paredes del abismo.
Roca asintió para sí, luego señaló la bolsa de Kaladin.
—Solo cinco esferas —dijo—. Más serían demasiado pesadas. Es una locura incluso con cinco. Llaneros locos.
Kaladin sonrió, luego contó cinco marcos de zafiro (en conjunto dos meses y medio de la paga de un hombre de los puentes) y los metió en otra bolsita. Se la tendió a Roca, quien sacó un cuchillo e hizo una muesca en la madera de la flecha, junto a la punta.
Cikatriz se cruzó de brazos y se apoyó contra la húmeda pared.
—Esto es robar, ¿sabéis?
—Sí —contestó Kaladin, mirando a Roca—. Y no me siento culpable en lo más mínimo. ¿Y tú?
—Para nada —dijo Cikatriz, sonriendo—. Supongo que cuando alguien intenta matarte, todas las expectativas sobre tu lealtad se las lleva la tormenta. Pero si alguien acude a Gaz…
Los demás se pusieron de pronto nerviosos, y unos cuantos ojos se dirigieron a Shen, aunque Kaladin pudo ver que Cikatriz no estaba pensando en el parshmenio. Si uno de los hombres denunciaba a los demás, podría ganarse una recompensa.
—Tal vez deberíamos poner guardia —dijo Drehy—. Ya sabéis, para asegurarnos de que nadie vaya a hablar con Gaz.
—No haremos nada de eso —dijo Kaladin—. ¿Qué vamos a hacer? ¿Encerrarnos en el barracón, recelando unos de otros sin hacer nunca nada? —sacudió la cabeza—. No. Esto es solo un peligro más. Es real, pero no podemos malgastar energías espiándonos unos a otros. De modo que seguiremos adelante.
Cikatriz no parecía convencido.
—Somos el Puente Cuatro —dijo Kaladin con firmeza—. Nos hemos enfrentado a la muerte juntos. Tenemos que confiar los unos en los otros. No podéis correr a la batalla preguntándoos si vuestros compañeros van a cambiar de pronto de bando. —Miró a los hombres a los ojos, uno a uno—. Confío en vosotros. En todos. Saldremos de esta, y lo haremos juntos.
Varios asintieron. Cikatriz pareció tranquilizarse. Roca terminó de cortar la flecha y luego procedió a atar con fuerza la bolsita alrededor del astil.
Syl se posó en el hombro de Kaladin.
—¿Quieres que los vigile? ¿Que me asegure de que nadie haga lo que piensa Cikatriz?
Kaladin vaciló, pero luego asintió. Más valía prevenir. Simplemente no quería que los hombres empezaran a pensar así.
Roca sopesó la flecha, calculando.
—Es un tiro casi imposible —se quejó. Luego, con un rápido movimiento, la encajó y tensó la cuerda hasta la mejilla, colocándose directamente debajo del puente. La bolsita quedó colgando, oscilando contra la madera de la flecha. Los hombres contuvieron la respiración.
Roca disparó. La flecha voló junto a la pared del abismo, casi demasiado rápida para seguirla con la mirada. Un leve chasquido sonó cuando la flecha se estrelló contra la madera, y Kaladin contuvo la respiración, pero la flecha no se soltó. Permaneció colgando allí, las preciosas esferas atadas al palo, justo al lado del puente, donde podía ser recogida.
Kaladin le dio a Roca una palmada en la espalda mientras los hombres lo vitoreaban.
Roca miró a Kaladin.
—No usaré el arco para luchar. Tienes que saberlo.
—Prometo que te aceptaré si estás de acuerdo, pero no te obligaré.
—No lucharé —dijo Roca—. No es mi sitio. —Miró las esferas, y entonces sonrió levemente—. Pero disparar al puente está bien.
—¿Cómo aprendiste?
—Es un secreto —respondió Roca con firmeza—. Coge el arco. No me molestes más.
—Muy bien —dijo Kaladin, aceptando el arco—. Pero no sé si puedo prometerte no molestarte. Puede que necesite unos cuantos disparos más en el futuro. —Miró a Lopen—. ¿Crees de verdad que puedes comprar cuerda sin llamar la atención?
Lopen se apoyó de nuevo contra la pared.
—Mi primo no me ha fallado nunca.
—¿Cuántos primos tienes, por cierto? —preguntó Desorejado Jaks.
—Nunca hay primos de sobra —respondió Lopen.
—Bueno, necesitamos esa cuerda —dijo Kaladin, mientras el plan empezaba a brotar en su mente—. Hazlo, Lopen. Me encargaré de cambiar esas esferas para pagarla.