Déjame asegurarte primero que el elemento está asegurado. He encontrado un buen hogar para él. Podríamos decir que protejo su seguridad tal como protejo mi propia piel.

La mañana después de haber tomado su decisión en la alta tormenta, Kaladin se aseguró de despertarse antes que los demás. Apartó la manta y cruzó la habitación llena de bultos tapados. No se sentía emocionado, pero sí decidido. Determinado a luchar de nuevo.

Comenzó la lucha abriendo la puerta a la luz del sol. Gemidos y maldiciones sonaron tras él cuando los hombres adormilados se fueron despertando. Kaladin se volvió hacia ellos, las manos en las caderas. El Puente Cuatro tenía ahora mismo treinta y cuatro miembros. Ese número fluctuaba, pero al menos veinticinco eran necesarios para llevar el puente. Menos, y el puente se desplomaría con toda seguridad. A veces incluso lo hacía con más miembros.

—¡Arriba y a organizarse! —gritó Kaladin con su mejor voz de jefe de pelotón. Él mismo se sorprendió por la autoridad de su tono.

Los hombres parpadearon, los ojos hinchados.

—¡Eso significa salir del barracón y a formar filas! —tronó Kaladin—. ¡Hacedlo, por la tormenta, u os sacaré yo mismo uno a uno!

Syl revoloteó y se posó en su hombro, observando con curiosidad. Algunos de los hombres del puente se sentaron, mirándolo sorprendidos. Otros se dieron la vuelta y le dieron la espalda, envueltos en sus mantas.

Kaladin inspiró profundamente.

—Muy bien.

Cruzó la habitación y escogió a un alezi llamado Moash. Era un hombre fuerte. Kaladin necesitaba dar un escarmiento, y alguno de los hombres más flacos, como Dunny o Narm, no valdrían. Además, Moash era uno de los que habían vuelto a echarse a dormir.

Lo agarró por un brazo y tiró de él con toda su fuerza. Moash se puso en pie, tambaleándose. Era un hombre joven, quizá de la edad de Kaladin, y tenía rostro de halcón.

—¡Piérdete en la tormenta! —exclamó, retirando el brazo.

Kaladin le dio un puñetazo en el estómago, donde sabía que se quedaría sin aire. Moash jadeó sorprendido, se dobló, y Kaladin avanzó para agarrarlo por las piernas y cargárselo al hombro.

Casi no pudo con el peso. Pero, por suerte, cargar puentes era un entrenamiento duro pero efectivo. Naturalmente, pocos sobrevivían el tiempo suficiente para beneficiarse de ello. No ayudaba en nada que hubiera pausas impredecibles entre cargas. Eso era parte del problema: las cuadrillas de los puentes se pasaban la mayor parte del tiempo mirándose la barriga o haciendo tareas menores, y luego se les ordenaba que corrieran durante kilómetros cargando un puente.

Llevó al exterior al sorprendido Moash y lo soltó en el suelo de piedra. El resto del campamento estaba despierto, los carpinteros llegaban al aserradero, lo soldados corrían a desayunar o para hacer la instrucción. Las otras cuadrillas, por supuesto, seguían dormidas. A menudo se les permitía dormir hasta tarde, a menos que tuvieran trabajo por la mañana.

Kaladin dejó a Moash y volvió a entrar en el barracón.

—Haré lo mismo con cada uno de vosotros, si tengo que hacerlo.

No fue necesario. Los sorprendidos hombres del puente salieron a la luz, parpadeando. La mayoría solo llevaba pantalones hasta las rodillas. Moash se puso en pie, frotándose el estómago y mirando a Kaladin con mala cara.

—Las cosas van a cambiar en el Puente Cuatro —dijo Kaladin—. Para empezar, no dormiremos más de la cuenta.

—¿Y qué vamos a hacer a cambio? —preguntó Sigzil. Tenía la piel marrón oscuro y el pelo negro; eso significaba que era makabaki, del suroeste de Roshar. Era el único hombre del puente que no tenía barba, y a juzgar por su suave acento, probablemente era azish o emuli. Los extranjeros eran corrientes en las cuadrillas de los puentes: los que no encajaban a menudo acababan en la vanguardia de un ejército.

—Excelente pregunta —dijo Kaladin—. Vamos a entrenarnos. Cada mañana, antes de nuestras tareas, cargaremos el puente como práctica para mejorar nuestra resistencia.

La expresión de más de un hombre se ensombreció al oír esto.

—Sé lo que estáis pensando —dijo Kaladin—. ¿No son ya lo bastante duras nuestras vidas? ¿No deberíamos poder relajarnos durante los breves momentos que tenemos para hacerlo?

—Sí —dijo Leyten, un hombre alto y recio de pelo rizado—. Así es.

—No —replicó Kaladin—. Cargar con el puente nos agota porque pasamos la mayor parte del día holgazaneando. Oh, sé que tenemos trabajo: vivaquear en los abismos, limpiar letrinas, fregar suelos. Pero los soldados no esperan que trabajemos duro: solo quieren tenernos ocupados. El trabajo les ayuda a ignorarnos.

»Como vuestro jefe de puente, mi principal deber es manteneros con vida. No hay mucho que pueda hacer respecto a las flechas parshendi, así que tengo que hacerlo con vosotros. Tengo que haceros más fuertes, para que cuando estéis en el último tramo de una carga, entre las flechas, podáis correr rápidamente. —Miró a los ojos de los hombres en la fila, uno a uno—. Pretendo que el Puente Cuatro no vuelva a perder otro hombre.

Ellos lo miraron con incredulidad. Finalmente, un hombre de miembros gruesos al fondo soltó una risotada. Tenía la piel bronceada, el pelo rojo, y casi medía más de dos metros de altura, con brazos grandes y torso poderoso. Los unkalaki (conocidos simplemente como los comecuernos por la mayoría) eran un grupo de pueblos del centro de Roshar, cerca de Jah Keved. Se había identificado como «Roca» la noche anterior.

—¡Loco! —dijo el comecuernos—. ¡Este loco se cree ahora que nos dirige!

Soltó una carcajada. Los otros lo imitaron, sacudiendo la cabeza ante el discurso de Kaladin. Unos cuantos risaspren (espíritus plateados como pececillos que corrían por el aire en patrones circulares) empezaron a revolotear entre ellos.

—Eh, Gaz —llamó Moash, haciéndose bocina con las manos.

El sargento tuerto charlaba con unos soldados cerca.

—¿Qué? —replicó Gaz con una mueca.

—Este quiere que carguemos puentes como práctica. ¿Tenemos que hacer lo que dice?

—Bah —dijo Gaz, agitando una mano—. Los jefes de puente solo tienen autoridad en el campo.

Moash se volvió a mirar a Kaladin.

—Parece que puedes perderte en la tormenta, amigo. A menos que quieras someternos a todos a base de golpes.

Rompieron la fila, algunos hombres volvieron al barracón, otros se dirigieron a los comedores. Kaladin se quedó solo.

—Eso no ha salido tan bien —dijo Syl desde su hombro.

—No, la verdad es que no.

—Pareces sorprendido.

—No, solo frustrado.

Miró a Gaz. El sargento del puente le dio la espalda.

—En el ejército de Amaram, me entregaban hombres sin experiencia, pero nunca fueron descaradamente insubordinados.

—¿Qué diferencia hay? —preguntó Syl. Una pregunta inocente. La respuesta tendría que haber sido obvia, pero ella ladeaba la cabeza, confundida.

—Los hombres del ejército de Amaram sabían que había sitios peores a los que podían ir. Los podías castigar. Los hombres del puente saben que han llegado a lo más bajo. —Con un suspiro, dejó que parte de su tensión se ventilara—. Tengo suerte de haberlos sacado del barracón.

—¿Y qué vas a hacer ahora?

—No lo sé. —Kaladin miró hacia un lado, donde Gaz todavía estaba charlando con los soldados—. Bueno, sí.

Gaz vio que Kaladin se acercaba y el horror y la urgencia se reflejaron en sus ojos. Terminó su conversación y se dispuso rápidamente a rodear un puñado de troncos.

—Syl —dijo Kaladin—, ¿podrías seguirlo por mí?

Ella sonrió y se convirtió en una fina línea blanca que surcó el aire y dejó un rastro que se desvaneció lentamente. Kaladin se detuvo donde antes estaba Gaz.

Syl regresó poco después y volvió a asumir su forma de muchacha.

—Está escondido entre esos dos barracones —señaló—. Está agazapado allí, esperando a ver si lo sigues.

Con una sonrisa, Kaladin tomó el camino largo para rodear los barracones. En el callejón encontró a una figura escondida en las sombras, mirando en la otra dirección. Kaladin avanzó con sigilo y agarró a Gaz por el hombro. El sargento dejó escapar un gritito, giró, intentó dar un golpe. Kaladin detuvo el puño con facilidad.

Gaz miró a Kaladin lleno de horror.

—¡No iba a mentir! Que te lleve la tormenta, no tienes autoridad más que en el campo. Si me vuelves a hacer daño, haré que te…

—Cálmate, Gaz —dijo Kaladin, soltándolo—. No voy a hacerte daño. Todavía no, al menos.

El sargento retrocedió, frotándose el hombro, sin dejar de mirar con mala cara a Kaladin.

—Hoy es tercer pase —dijo Kaladin—. Día de paga.

—Recibirás tu paga dentro de una hora, como todos los demás.

—No. La llevas encima, te vi hablar con el correo antes.

Extendió una mano.

Gaz gruñó, pero sacó una bolsa y contó esferas. Diminutas luces blancas brillaban en sus centros. Marcos de diamante, cada uno por valor de cinco chips de diamante. El precio de una hogaza de pan era un chip.

Gaz contó cuatro marcos, aunque la semana tenía cinco días. Se los entregó a Kaladin, pero este dejó la mano abierta, la palma tendida.

—El otro, Gaz.

—Dijiste…

—¡Ahora!

Gaz dio un respingo y sacó entonces una esfera.

—Tienes una extraña forma de cumplir tu palabra, alteza. Me prometiste…

Guardó silencio cuando Kaladin cogió la esfera que le acababa de dar y se la devolvió.

Gaz frunció el ceño.

—No te olvides de dónde viene esto, Gaz. Cumpliré mi promesa, pero no eres tú quien se queda con parte de mi paga. Soy yo quien te la da. ¿Entendido?

Gaz parecía confundido, aunque cogió rápidamente la esfera de la mano de Kaladin.

—Si me sucede algo, el dinero se acabará —dijo Kaladin, guardándose en el bolsillo las otras cuatro esferas. Luego dio un paso adelante. Era un hombre alto, y se alzó sobre Gaz, que era mucho más bajo—. Recuerda nuestro trato. Mantente apartado de mi camino.

Gaz se negó a dejarse intimidar. Escupió a un lado, y el oscuro gargajo se quedó pegado a la pared de madera y resbaló lentamente.

—No voy a mentir por ti. Si crees que un marco de mierda a la semana me…

—Solo espero lo que dije. ¿Qué trabajo tiene que hacer hoy el Puente Cuatro en el campamento?

—La cena. Limpiar y fregar.

—¿Y el turno del puente?

—El de la tarde.

Eso significaba que la mañana estaría libre. A la cuadrilla le gustaría: podrían pasar el día de paga perdiendo esferas en el juego o visitando a las putas, quizás olvidando durante unos instantes las vidas miserables que llevaban. Tendrían que volver para el trabajo de la tarde, a esperar en el aserradero por si hay una carga. Después de la cena, se pondrían a limpiar ollas.

Otro día malgastado. Kaladin se dispuso a regresar al aserradero.

—No vas a cambiar nada —le dijo Gaz—. No eres un jefe de pelotón del campo de batalla. Eres un simple hombre del puente. ¿Me oyes? ¡No puedes tener autoridad sin rango!

Kaladin dejó el callejón atrás.

—Se equivoca.

Syl se plantó delante de su cara, flotando mientras él avanzaba. Lo miró ladeando la cabeza.

—La autoridad no viene del rango —dijo Kaladin, acariciando las esferas que tenía en el bolsillo.

—¿De dónde viene?

—De los hombres que te la dan. Es la única forma de conseguirla —volvió la mirada atrás. Gaz no había dejado todavía el callejón.

—Syl, tú no duermes, ¿verdad?

—¿Dormir? ¿Un spren? —Parecía divertida por la idea.

—¿Quieres vigilarme esta noche? ¿Asegurarte de que Gaz no se cuela en el barracón e intenta algo mientras estoy dormido? Puede que intente asesinarme.

—¿Crees que haría una cosa así?

Kaladin lo pensó un instante.

—No. Probablemente no. He conocido a una docena de hombres como él, pequeños matones con apenas el poder suficiente para resultar molestos. Gaz es un bribón, pero no creo que sea un asesino. Además, en su opinión, no tiene que hacerme daño: solo tiene que esperar a que me maten en el puente. Con todo, es mejor asegurarse. Vigílame, por favor. Despiértame si intenta algo.

—Claro. ¿Pero y si acude a hombres más importantes y les dice que te ejecuten?

Kaladin hizo una mueca.

—Entonces no hay nada que hacer. Pero no creo que haga eso. Lo haría parecer débil ante sus superiores.

Además, la decapitación quedaba reservada a los hombres de los puentes que no cargaban contra los parshendi. Mientras él lo hiciera, no lo ejecutarían. De hecho, los líderes del ejército parecían vacilar a la hora de castigar en demasía a los hombres de los puentes. Un hombre había cometido un asesinato hacía poco y lo habían colgado a la intemperie durante una alta tormenta. Pero aparte de eso, todo lo que Kaladin había visto era quitar sus ganancias a unos pocos hombres por pelear, y un par fueron azotados por ser demasiado lentos durante las primeras fases de una carga con el puente.

Castigos mínimos. Los líderes de este ejército comprendían. Las vidas de los hombres de los puentes eran lo más cercanas a la desesperanza que era posible: empújalos demasiado y podrían dejar de preocuparse y dejarse matar.

Por desgracia, eso significaba que no había gran cosa que Kaladin pudiera hacer por castigar a su propia cuadrilla, aunque tuviera esa autoridad. Tenía que motivarlos de otro modo. Cruzó el patio del aserradero hacia el lugar donde los carpinteros estaban construyendo nuevos puentes. Tras buscar un poco, encontró lo que quería: un grueso tablón que esperaba ser encajado en un puente portátil. En un lado habían clavado ya un asidero.

—¿Puedo llevarme esto? —le preguntó a un carpintero.

El hombre alzó una mano para rascarse la cabeza cubierta de serrín.

—¿Llevártelo?

—Estaré aquí mismo —explicó Kaladin, alzando el tablón y cargándoselo al hombro. Era más pesado de lo que había esperado, y agradeció la hombrera de su chaleco de cuero.

—Nos hará falta… —dijo el carpintero, pero no puso objeción suficiente para que Kaladin no se marchara con el tablón.

Eligió una extensión plana de roca directamente delante del barracón. Entonces empezó a trotar de un extremo del patio del aserradero al otro, cargando con el tablón, sintiendo el calor del sol naciente en su piel. Fue de un lado a otro, de un lado a otro. Practicó carrera, caminar y trotar. Practicó llevar el tablón al hombro, luego alzado, los brazos extendidos.

Se esforzó a fondo. De hecho, estuvo a punto de desplomarse en varias ocasiones, pero cada vez que lo hacía encontraba una reserva de fuerzas en alguna parte. Así que siguió moviéndose, los dientes apretados contra el dolor y la fatiga, contando los pasos para concentrarse. El aprendiz de carpintero con el que había hablado trajo a un supervisor, que se rascó la cabeza por debajo de la gorra al contemplar a Kaladin. Finalmente, se encogió de hombros, y los dos se retiraron.

No había pasado mucho rato y ya había atraído a una pequeña multitud. Trabajadores del aserradero, algunos soldados y gran número de hombres de los puentes. Algunos de las otras cuadrillas se burlaron de él, pero los miembros del Puente Cuatro se mostraron más comedidos. Muchos lo ignoraron. Otros (el canoso Teft, el juvenil Dunny, varios más) se quedaron mirándolo, como si no pudieran creer lo que estaba haciendo.

Esas miradas, por aturdidas y hostiles que fueran, formaban parte de lo que mantenía a Kaladin en movimiento. También corría para ventear su frustración, aquel caldero de rabia que ardía en su interior. Furia consigo mismo por fallarle a Tien. Furia contra el Todopoderoso por haber creado un mundo donde algunos morían llenos de lujo mientras otros lo hacían cargando puentes.

Le pareció sorprendentemente bueno agotarse de ese modo que él mismo escogía. Se sintió igual que aquellos primeros meses después de la muerte de Tien, cuando se entrenó con la lanza para olvidar. Cuando sonaron las campanas de mediodía, llamando a los soldados a almorzar, Kaladin por fin se detuvo y soltó el gran tablón en el suelo. Se frotó el hombro. Llevaba horas marchando. ¿Dónde había encontrado las fuerzas?

Corrió al puesto de carpintero, goteando de sudor, y tomó un largo sorbo del barril de agua. Los carpinteros normalmente reprendían a los hombres de los puentes que lo hacían, pero ninguno dijo una sola palabra mientras Kaladin tragaba dos cazos llenos de agua de lluvia de sabor metálico. Soltó el cazo y asintió a un par de aprendices antes de volver trotando hacia donde había dejado el tablón.

Roca (el comecuernos grandullón de piel bronceada) lo estaba sopesando, el ceño fruncido.

Teft advirtió a Kaladin, y luego le hizo un gesto a Roca.

—Nos apostó unos cuantos chips a cada uno a que habías usado un tablón liviano para impresionarnos.

Si pudieran haber sentido su cansancio, no se habrían mostrado tan escépticos. Se obligó a quitarle el tablón a Roca. El grandullón lo soltó con una mirada se asombro, y vio cómo Kaladin corría con él para devolverlo al lugar donde lo había encontrado. Le dio las gracias al aprendiz, y luego trotó de vuelta con el grupito de hombres del puente. Roca pagaba a regañadientes los chips de su deuda.

—Podéis ir a almorzar —les dijo Kaladin—. Nos toca servicio de puente esta tarde, así que volved aquí dentro de una hora. Reunión en el comedor a la última campanada antes de la puesta de sol. Nuestro trabajo en el campamento es hoy limpiar después de la cena. El último en llegar se encarga de los orinales.

Le dirigieron una mirada divertida mientras se marchaba. Dos calles más allá, se desvió hacia un callejón y se apoyó contra la pared. Entonces, jadeando, se dejó caer al suelo y se tumbó.

Sentía como si hubiera esforzado todos los músculos de su cuerpo. Le ardían las piernas, y cuando intentó cerrar el puño, notó los dedos demasiado débiles para conseguirlo del todo. Inspiró y espiró profundamente, tosiendo. Un soldado que pasaba lo miró, pero cuando vio sus ropas, se marchó sin decir palabra.

Al cabo de un rato, Kaladin sintió un suave contacto en el pecho. Abrió los ojos y encontró a Syl tumbada en el aire, la carita hacia la suya. Sus pies se dirigían a la pared, pero su postura (de hecho, la forma en que flotaba su vestido) hacía que pareciera cono si estuviera de pie, no tendida boca abajo.

—Kaladin, tengo que decirte algo.

Él volvió a cerrar los ojos.

—¡Kaladin, es importante!

Sintió una leve descarga de energía en el párpado. Fue una sensación muy extraña. Gruñó, abrió los ojos y se obligó a sentarse en el suelo. Ella caminó por el aire, como si rodeara una esfera invisible, hasta que quedó de pie en la dirección correcta.

—He decidido que me alegra que cumplieras tu palabra con Gaz, aunque sea una persona repulsiva.

Kaladin tardó un instante en advertir de qué estaba hablando.

—¿Las esferas?

Ella asintió.

—Creí que ibas a romper tu palabra, pero me alegra que no lo hicieras.

—Muy bien. Bueno, gracias por decírmelo.

—Kaladin —dijo ella, petulante, las manos en las caderas—. Esto es importante.

—Yo… —Guardó silencio, y entonces apoyó de nuevo la cabeza contra la pared—. Syl, apenas puedo respirar, mucho menos pensar. Por favor. Dime qué te molesta.

—Sé lo que es una mentira —dijo ella, acercándose y sentándose sobre su rodilla—. Hace unas semanas, ni siquiera comprendía el concepto de lo que es mentir. Pero ahora me alegro de que no mintieras. ¿No lo ves?

—No.

—Estoy cambiando.

Se estremeció. Debió de ser una acción intencionada, pues su figura entera temblequeó un momento.

—Sé cosas que no sabía hace unos cuantos días. Es muy extraño.

—Bueno, supongo que eso es bueno. Quiero decir, cuanto más comprendas, mejor. ¿No?

Ella agachó la cabeza.

—Cuando ayer te encontré cerca del abismo después de la alta tormenta ibas a matarte ¿verdad?

Kaladin no respondió. Ayer. Eso fue hacía una eternidad.

—Te di una hoja —dijo ella—. Una hoja venenosa. Podrías haberla utilizado para matarte tú o matar a cualquier otro. Para eso planeabas posiblemente usarla en primer lugar, allá en las carretas. —Lo miró a los ojos, y su voz diminuta pareció aterrorizada—. Hoy sé lo que es la muerte. ¿Por qué sé lo que es la muerte, Kaladin?

Kaladin frunció el ceño.

—Siempre has sido rara, para ser una spren. Incluso desde el principio.

—¿Desde el mismo principio?

Él vaciló y trató de recordar. No, las primeras veces que ella había venido, había actuado como cualquier otro vientospren. Le gastaba bromas, le pegaba el zapato al suelo, se escondía luego. Incluso cuando permaneció con él durante los meses de su esclavitud, había actuado principalmente como cualquier otro spren. Perdía rápidamente interés en las cosas, revoloteaba.

—Ayer no sabía qué era la muerte —dijo Syl—. Hoy sí lo sé. Meses atrás, no sabía que actuaba de forma rara para ser una spren, pero comprendí que así era. ¿Cómo sé siquiera cómo se supone que debe actuar un spren? —Bajó la cabeza y pareció más pequeña—. ¿Qué me está pasando? ¿Qué soy?

—No lo sé. ¿Importa?

—¿No debería?

—Yo tampoco sé lo que soy. ¿Hombre del puente? ¿Cirujano? ¿Soldado? ¿Esclavo? Solo son etiquetas. Dentro, soy yo. Un yo muy distinto del que era hace un año, pero no puedo preocuparme por eso, así que sigo adelante y espero que mis pies me lleven adonde necesito ir.

—¿No estás enfadada conmigo por haberte traído esa hoja?

—Syl, si no me hubieras interrumpido, habría saltado al abismo. Esa hoja era lo que necesitaba. De algún modo, hiciste lo adecuado.

Ella sonrió, y vio que Kaladin empezaba a hacer estiramientos. Cuando terminó, se levantó y salió de nuevo a la calle, casi recuperado de su cansancio. Ella saltó al aire y se posó en su hombro, sentada con los brazos atrás y los pies colgando por delante, como una niña en un acantilado.

—Me alegra que no estés enfadado. Aunque creo que eres responsable de lo que me está pasando. Antes de conocerte, nunca tenía que pensar en la muerte ni en mentir.

—Así es como soy yo —dijo él secamente—. Llevo muerte y mentiras dondequiera que voy. Yo y la Vigilante Nocturna.

Ella frunció el ceño.

—Eso ha sido… —empezó a decir él.

—Sí. Sarcasmo. —Syl ladeó la cabeza—. Sé lo que es el sarcasmo. —Entonces sonrió con malicia—. ¡Sé lo que es el sarcasmo!

«Padre Tormenta —pensó Kaladin, mirando aquellos ojillos alegres—. Eso me parece ominoso».

—Un momento —dijo—. ¿Estas cosas nunca te han pasado antes?

—No lo sé. No puedo recordar nada de hace más de un año, cuando te vi por primera vez.

—¿De veras?

—No es extraño —dijo ella, encogiendo sus hombros transparentes—. La mayoría de los spren no tienen memorias largas. —Vaciló—. No sé por qué sé eso.

—Bueno, tal vez sea normal. Podrías haber recorrido este ciclo antes, pero lo has olvidado.

—Eso no resulta muy reconfortante. No me gusta la idea de olvidar.

—¿Pero la muerte y la mentira no te hacen sentirte incómoda?

—Sí. Pero si perdiera estos recuerdos…

Miró al aire, y Kaladin siguió sus movimientos y advirtió un par de vientospren que revoloteaban con la brisa, libres y sin preocupaciones.

—Asustada de seguir adelante, pero aterrada de volver a ser lo que eras —dijo.

Ella asintió.

—Sé cómo te sientes. Vamos. Necesito comer, y hay algunas cosas que quiero recoger después de almorzar.

El camino de los reyes
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