Me persiguen. Tus amigos de la Decimoséptima Esquirla, sospecho. Creo que siguen perdidos, siguiendo una pista falsa que dejé para ellos. Se sentirán más felices así. Dudo que sepan qué hacer conmigo si me atrapan.

—«Estaba en la cámara oscura del monasterio —leyó Litima, de pie en el atril con el tomo abierto ante ella—, sus lejanos huecos pintados con charcos de oscuridad donde no llegaba la luz. Me hallaba sentado en el suelo, pensando en aquella oscuridad, en lo Invisible. No podía saber con certeza qué había oculto en aquella noche. Sospechaba que había paredes, recias y gruesas, ¿pero cómo podía saberlo sin ver? Cuando todo estaba oculto, ¿en qué podía confiar un hombre para considerarlo Verdadero?».

Litima, una de las escribas de Dalinar, era alta y rolliza y llevaba un vestido de seda violeta con reborde amarillo. Leía para Dalinar, que estaba de pie, observando los mapas de la pared de su estudio. La sala estaba equipada con hermosos muebles de madera y alfombras tejidas importadas de Marat. Había una garrafa de cristal de vino de tarde (naranja, no embriagador) en una mesa de altas patas en un rincón, chispeando con la luz de las esferas de diamante que colgaban de las lámparas.

—«Llamas de velas —continuó Litima. La selección era de El camino de los reyes, y el ejemplar era el mismo que antes fuera de Gavilar—. Una docena de velas ardían hasta extinguirse en el estante que tenía delante. Cada vez que respiraba, la hacía temblar. Para ellas, yo era un coloso que asustaba y destruía. Y sin embargo, si me acercara demasiado, podrían destruirme. Mi aliento invisible, los latidos de vida que fluían entrando y saliendo, podían acabar con ellas libremente, mientras mis dedos no podían hacer lo mismo sin sentir la respuesta del dolor».

Dalinar retorcía ausente su sello, sumido en sus pensamientos; era un zafiro con su glifopar Kholin. A su lado estaba Renarin, vestido con una guerrera azul y plata, los nudos dorados en los hombros indicaban su rango de príncipe. Adolin no estaba allí. Dalinar y él habían estado esquivándose mutuamente desde su discusión en la galería.

—«Comprendí en un momento de quietud —leyó Litima—. Las llamas de aquellas velas eran como las vidas de los hombres. Tan frágiles. Tan letales. Si no se las molestaba, iluminaban y daban calor. Si se las dejaba a sus anchas, destruirían las mismas cosas que debían iluminar. Hogueras en embrión, cada una portando una semilla de destrucción tan potente que podía arrasar ciudades y hacer caer de rodillas a los reyes. En años posteriores, mi mente regresaría a aquella noche tranquila y silenciosa, cuando contemplé las filas de seres vivos. Y comprendí. Que te ofrezcan lealtad es como ser infundido como una gema, obtener la temible licencia para destruir no solo tu propia entidad, sino la de todo lo que está a tu cargo».

Litima guardó silencio. Era el final de la secuencia.

—Gracias, brillante Litima —dijo Dalinar—. Es suficiente.

La mujer inclinó respetuosamente la cabeza. Recogió a su joven pupila, que esperaba a un lado de la habitación, y se retiraron ambas, dejando el libro en el atril.

Ese fragmento se había convertido en uno de los favoritos de Dalinar. Lo reconfortaba escucharlo a menudo. Alguien más lo había sabido, alguien más había comprendido lo que él sentía ahora. Pero esta lectura no trajo el solaz que traía habitualmente. Solo le recordó los argumentos de Adolin. Ninguno había sido algo que Dalinar no hubiera considerado, pero que alguien en quien confiaba se lo echara en cara lo había trastocado todo. Contempló los mapas, pequeñas copias de los que colgaban en la galería. Los había recreado para él la cartógrafa real, Isasik Shulin.

¿Y si las visiones que tenía eran en realidad solamente fantasmas? A menudo había ansiado los días de gloria del pasado de Alezkar. ¿Eran las visiones la respuesta de su mente a eso, una forma subconsciente de permitirse ser un héroe, de justificarse por buscar obstinadamente sus objetivos?

Un pensamiento preocupante. Vistas de otro modo, aquellas órdenes fantasmales para «unificar» se parecían mucho a lo que la Hierocracia había dicho cuando intentó conquistar el mundo cinco siglos antes.

Dalinar dio media vuelta y cruzó la habitación, pisando con sus botas la suave alfombra. Una alfombra que era demasiado bonita. Dalinar se había pasado la mayor parte de su vida de campamento en campamento; había dormido en carros, barracones de piedra y tiendas tensadas a sotavento de formaciones rocosas. Comparado con eso, su actual morada era prácticamente una mansión. Le parecía que debería eliminar todos estos lujos. ¿Pero qué conseguiría?

Se detuvo en el atril y pasó los dedos por las gruesas páginas llenas de líneas de tinta violeta. No sabía leer las palabras, pero casi podía sentirlas emanando de la página como la luz tormentosa de una esfera. ¿Eran las palabras de este libro la causa de sus problemas? Las visiones habían empezado varios meses después de que escuchara por primera vez sus lecturas.

Apoyó la mano en las frías páginas entintadas. Su patria estaba sometida a tensión casi hasta el punto de ruptura, la guerra estaba estancada, y de repente se sintió cautivado por los mismos ideales y mitos que habían llevado a la caída de su hermano. En este momento los alezi necesitaban al Espina Negra, no un soldado cansado y viejo que se las daba de filósofo.

«Maldición —pensó—. ¡Creía que lo comprendía todo!». Cerró el volumen encuadernado en cuero, el lomo agrietado. Lo llevó a la estantería y lo devolvió a su sitio.

—Padre —preguntó Renarin—. ¿Hay algo que pueda hacer por ti?

—Ojalá lo hubiera, hijo. —Dalinar acarició levemente el lomo del libro—. Es irónico. Este libro fue considerado en tiempos una de las grandes obras maestras de la filosofía política. ¿Lo sabías? Jasnah me contó que los reyes de todo el mundo lo estudiaban a diario. Ahora casi se considera una blasfemia.

Renarin no contestó.

—Da igual —dijo Dalinar, volviendo a la pared donde estaban los mapas—. El alto príncipe Aladar rechazó mi oferta de alianza, como hizo Roion. ¿Tienes idea de a quién debería abordar a continuación?

—Adolin dice que deberíamos estar mucho más preocupados de lo que estamos con el plan de Sadeas para destruirnos.

Los dos guardaron silencio. Renarin tenía esa costumbre, cortar conversaciones como un arquero enemigo abate a los oficiales contrarios en el campo de batalla.

—Tu hermano hace bien en preocuparse —dijo Dalinar—. Pero actuar contra Sadeas socavaría a Alezkar como reino. Por el mismo motivo, Sadeas no se atreverá a actuar contra nosotros. Lo comprenderá.

«Eso espero».

De pronto sonaron cuernos en el exterior, llamadas graves y resonantes. Dalinar y Renarin se detuvieron. Parshendi divisados en las Llanuras. Una segunda llamada. La meseta veintitrés del segundo cuadrante. Los exploradores de Dalinar pensaban que estaba lo bastante cerca para que sus tropas llegaran primero.

Dalinar echó a correr, olvidando todos los demás pensamientos por el momento. Sus botas resonaron sobre la alfombra. Abrió la puerta y recorrió el pasillo iluminado por la luz tormentosa.

La puerta de la sala de guerra estaba abierta, y Teleb, el alto oficial de guardia, lo saludó al entrar. Teleb era un hombre erguido de ojos verde claro. Recogía su largo pelo en una coleta y tenía un tatuaje azul en la mejilla que lo identificaba como vieja sangre. A un lado de la sala, su esposa, Kalami, estaba sentada en un taburete tras un alto escritorio. Llevaba el pelo oscuro recogido en dos pequeñas trenzas, y el resto le caía por la espalda de su vestido violeta hasta rozar el borde del taburete. Era historiadora de renombre, y había solicitado permiso para dejar constancia de reuniones como esta: planeaba escribir una historia de la guerra.

—Señor —dijo Teleb—. Un abismoide se encaramó a esa meseta hace menos de un cuarto de hora.

Señaló el mapa de batalla, que tenía glifos marcando cada meseta. Dalinar se acercó, y un grupo de oficiales se congregó a su alrededor.

—¿A qué distancia dirías que está? —preguntó, frotándose la barbilla.

—A unas dos horas —respondió Teleb, indicando una ruta que uno de sus hombres había trazado en el mapa—. Señor, creo que tenemos buenas posibilidades con este. El brillante señor Aladar tendrá que atravesar series de mesetas no reclamadas para llegar a la zona en disputa, mientras que nosotros tenemos línea directa. El brillante señor Sadeas tendría problemas, ya que debería abrirse paso por varios grandes abismos, demasiado anchos para cruzarlos con puentes. Apuesto a que ni siquiera lo intentará.

Dalinar, en efecto, tenía la línea más directa. Sin embargo, vaciló. Habían pasado meses desde que participó en una carrera por las mesetas. Su atención se había desviado, sus tropas eran necesarias para proteger los caminos y patrullar los grandes mercados que habían crecido en las afueras de los campamentos. Y ahora las preguntas de Adolin pesaban sobre él, abatiéndolo. Parecía un momento terrible para ir a la guerra.

«No —pensó—. No, tengo que hacerlo». Ganar una escaramuza haría mucho por la moral de sus tropas y desacreditaría los rumores en los campamentos.

—¡Marchamos! —declaró Dalinar.

Unos cuantos oficiales prorrumpieron en excitados vítores, una muestra extrema de emoción en los alezi, habitualmente reservados.

—¿Y tu hijo, brillante señor? —preguntó Teleb. Se había enterado del enfrentamiento entre ambos. Dalinar dudaba de que hubiera una persona en los diez campamentos de guerra que no lo hubiera hecho.

—Mándalo llamar —dijo Dalinar con firmeza. Adolin necesitaba esto probablemente tanto o más que él.

Los oficiales se dispersaron. Los portadores de la armadura de Dalinar entraron un momento más tarde. Solo habían pasado unos cuantos minutos desde que sonaran los cuernos, pero, después de seis años de lucha, la máquina de guerra funcionaba como un reloj cuando llamaba a la batalla. De fuera llegó la tercera llamada de los cuernos, reuniendo a los hombres.

Los portadores de la armadura comprobaron sus botas, para asegurarse de que los cordones estaban en su sitio, y luego trajeron un largo chaleco acolchado que pusieron encima de su uniforme. A continuación, colocaron en el suelo los escarpes o armaduras para las botas. Cubrieron las botas por completo y tenían en las suelas una superficie áspera que parecía aferrarse a la roca. El interior brillaba con la luz de los zafiros de sus bolsillos.

Dalinar recordó su visión más reciente. El Radiante, con su armadura brillando con glifos. Las armaduras esquirladas modernas no brillaban así. ¿Podría su mente haber fabricado ese detalle? ¿Lo habría hecho?

«No hay tiempo para pensar en eso ahora», pensó. Apartó sus inseguridades y preocupaciones, algo que había aprendido a hacer durante sus primeras batallas cuando era joven. Un guerrero necesitaba estar concentrado. Las preguntas de Adolin lo seguirían esperando cuando volviera. Por ahora, no podía permitirse dudar de sí mismo, sentirse inseguro. Era el momento del Espina Negra.

Se calzó los escarpes, y las correas se tensaron por su cuenta, encajando alrededor de sus botas. Las glebas vinieron a continuación, sobre sus piernas y rodillas, encajando en los escarpes. La esquirlada no se parecía a las armaduras corrientes. No había malla de acero ni correas de cuero en las juntas. Sus costuras estaban hechas de placas más pequeñas, entrelazadas, solapadas, increíblemente intrincadas, que no dejaban ninguna abertura vulnerable. Había muy poco roce o irritación: cada pieza encajaba a la perfección, ya que había sido creada específicamente para Dalinar.

Siempre había que ponerse la armadura de los pies hacia arriba. La armadura esquirlada era enormemente pesada: sin la fuerza ampliada que proporcionaba, ningún hombre podría luchar con ella puesta. Dalinar se quedó quieto mientras sus ayudantes colocaban los quijotes sobre sus muslos y los enganchaban a las faldas y la loriga en su cintura y espalda. Una falda hecha de pequeñas placas entrelazadas que llegaba hasta las rodillas fue lo siguiente.

—Brillante señor —dijo Teleb, acercándose a él—. ¿Has pensado en mi sugerencia sobre los puentes?

—Sabes lo que pienso de los puentes transportados por hombres, Teleb —contestó Dalinar mientras sus ayudantes colocaban el peto en su sitio y luego trabajaban con los guardabrazos y avambrazos. Dalinar podía sentir ya la fuerza de la armadura surcándolo.

—No tendríamos que usar los puentes más pequeños para el asalto —dijo Teleb—. Solo para llegar a la meseta en liza.

—Tendríamos que llevar de todas formas los puentes tirados por chulls para cruzar el último abismo —dijo Dalinar—. No estoy tan seguro de que las cuadrillas de los puentes nos hicieran movernos con más rapidez. No cuando tenemos que esperar a esos animales.

Teleb suspiró.

Dalinar recapacitó. Un buen oficial era aquel que aceptaba las órdenes y las cumplía, aunque no estuviera de acuerdo. Pero la marca de un gran oficial era también tratar de innovar y ofrecer sugerencias apropiadas.

—Puedes reclutar y entrenar a una sola cuadrilla —dijo Dalinar—. Ya veremos. En estas carreras incluso unos pocos minutos pueden ser importantes.

Teleb sonrió.

—Gracias, señor.

Dalinar se despidió con la mano izquierda mientras sus ayudantes le colocaban el guantelete en la derecha. Cerró el puño, comprobando que las diminutas placas se curvaban a la perfección. Luego vino el guantelete izquierdo. Luego le pasaron la gorguera por encima de la cabeza, para cubrirle el cuello, y después las hombreras y el yelmo. Finalmente, ajustaron su capa a las hombreras.

Dalinar inspiró profundamente, sintiendo la Emoción acumularse para la inminente batalla. Salió de la sala de guerra, las pisadas firmes y sólidas. Ayudantes y sirvientes se apartaron a su paso. Llevar de nuevo la armadura esquirlada después de un largo período sin hacerlo era como despertarse después de una noche de sentirse mareado o desorientado. El impulso del paso, el ímpetu que la armadura parecía prestarle le hacían querer correr por el pasillo y…

¿Y por qué no?

Echó a correr. Teleb y los demás dejaron escapar un grito de sorpresa y se apresuraron para alcanzarlo. Dalinar los dejó atrás fácilmente y llegó a las puertas del complejo, que franqueó de un salto, lanzándose por los largos escalones de la entrada de su enclave. Se sintió exultante, sonriendo mientras colgaba en el aire, y entonces golpeó el suelo, agazapándose. La fuerza del impacto resquebrajó la piedra bajo sus pies.

Ante él, ordenadas filas de barracones se extendían por todo el campamento, formadas en círculos radiales con un punto central y un comedor en el centro de cada batallón. Sus oficiales llegaron a lo alto de las escalinatas y lo miraron sorprendidos. Renarin iba con ellos, llevando su uniforme que nunca había entrado en batalla, la mano alzada contra la luz del sol.

Dalinar se sintió como un tonto. ¿Era acaso un joven que probaba por primera vez una armadura esquirlada? «Vuelve al trabajo. Deja de jugar».

Perethorn, su jefe de infantería, lo saludó.

—Los batallones segundo y tercero están de servicio hoy, brillante señor. Forman filas para iniciar la marcha.

—El escuadrón del primer puente está reunido, brillante señor —informó Havarah, el jefe de los puentes. Era un hombre bajo, con algo de sangre herdaziana que quedaba en evidencia en sus uñas oscuras y cristalinas, aunque no llevaba chispero—. Ashelem informa que la compañía de arqueros está preparada.

—¿Y la caballería? —preguntó Dalinar—. ¿Dónde está mi hijo?

—Aquí, padre —contestó una voz familiar. Adolin, con su armadura pintada de un intenso color azul Kholin, se abrió paso entre la multitud. Tenía alzada la visera y parecía ansioso, aunque cuando miró a Dalinar a los ojos apartó rápidamente la vista.

Dalinar levantó una mano, haciendo callar a varios oficiales que intentaban presentarle informes. Se dirigió a Adolin, y el joven alzó la cabeza y lo miró a los ojos.

—Dijiste lo que sentías que debías decir —dijo Dalinar.

—Y no lamento lo que hice —respondió Adolin—. Pero sí lamento como y donde lo dije. No volverá a suceder.

Dalinar asintió, y eso fue suficiente. Adolin pareció relajarse, como si le hubieran quitado un peso de encima, y Dalinar se volvió hacia sus oficiales. En unos momentos, Adolin y él dirigían a un presuroso grupo hacia la zona de reunión. Mientras lo hacían, Dalinar advirtió que su hijo saludaba a una joven que esperaba a un lado, vestida de rojo, el pelo trenzado de forma muy hermosa.

—¿Esa es…, er…?

—¿Malasha? Sí.

—Parece simpática.

—La mayor parte del tiempo lo es, aunque está algo molesta porque no quise dejarla acompañarme hoy.

—¿Quería venir a la batalla?

Adolin se encogió de hombros.

—Dice que es curiosa.

Dalinar no dijo nada. La batalla era un arte masculino. Una mujer que quería ir al campo de batalla era…, bueno, como un hombre que quisiera leer. Innatural.

Delante, en la zona de reunión, los batallones formaban filas, y un oficial ojos claros corrió hacia Dalinar. Tenía parches de pelo rojo en su oscura cabeza alezi y un bigote largo y rojo. Ilamar, el jefe de caballería.

—Brillante señor, mis disculpas por el retraso. La caballería está montada y preparada.

—Marchemos, pues. Todas las filas…

—¡Brillante señor! —dijo una voz.

Dalinar se volvió hacia uno de los mensajeros, que se acercaba. Era un ojos oscuros vestido de cuero y marcado con bandas azules en los brazos. Saludó.

—¡El alto príncipe Sadeas exige ser admitido en el campamento!

Dalinar miró a Adolin. La expresión de su hijo se ensombreció.

—Dice que la orden de investigación del rey le concede ese derecho —dijo el mensajero.

—Admítelo —dijo Dalinar.

—Sí, brillante señor —respondió el mensajero, dándose la vuelta. Uno de los oficiales menores, Moratel, lo acompañó para que Sadeas pudiera ser bienvenido y escoltado por un ojos oscuros tal como exigía su posición. Moratel era el que menos rango tenía entre los presentes: todos comprendían que era él a quien enviaría Dalinar.

—¿Qué crees que quiere Sadeas esta vez? —le preguntó Dalinar en voz baja a su hijo.

—Nuestra sangre. Preferiblemente caliente, tal vez endulzada con unas gotas de brandy.

Dalinar hizo una mueca y los dos se apresuraron para pasar ante las filas de soldados. Los hombres tenían un aire de expectación, las lanzas en alto, los ciudadanos oficiales ojos oscuros de pie a los lados con las hachas sobre los hombros. Delante del ejército, un grupo de chulls bufaba y hurgaba en las rocas que había junto a sus patas; varios enormes puentes móviles estaban enganchados a sus espaldas.

Galante y Sangre Segura, el corcel blanco de Adolin, esperaban, las riendas sujetas por los mozos. Los caballos ryshadios apenas necesitaban cuidadores. Una vez, Galante abrió a patadas su cuadra y se dirigió por su cuenta a la zona de reunión porque el mozo fue demasiado lento. Dalinar palmeó al negro alazán en el cuello, y luego montó en su silla.

Escrutó a sus tropas, y entonces alzó el brazo para dar la orden de ponerse en marcha. Sin embargo, advirtió a un grupo de hombres a caballo que cabalgaban hacia el punto de encuentro, conducidos por una figura con una armadura rojo oscuro. Sadeas.

Dalinar reprimió un suspiro y dio la orden de iniciar la marcha, aunque él esperó al alto príncipe de información. Adolin, montado en Sangre Segura, se acercó y dirigió a Dalinar una mirada que parecía decir: «No te preocupes, me comportaré».

Como siempre, Sadeas era un modelo en el vestir, la armadura pintada, el yelmo adornado con un patrón metálico completamente distinto al que había llevado la última vez. Esta tenía la forma estilizada de un estallido solar. Casi parecía una corona.

—Brillante señor Sadeas —dijo Dalinar—. Es un momento inconveniente para tu investigación.

—Desgraciadamente —dijo Sadeas, refrenando a su montura—. Su majestad está muy ansioso por obtener respuestas, y no puedo detener mi investigación, ni siquiera por un ataque a una meseta. Tengo que interrogar a algunos de tus soldados. Lo haré por el camino.

—¿Quieres venir con nosotros?

—¿Por qué no? No os retrasaré. —Miró a los chulls, que se pusieron en marcha, tirando de los pesados puentes—. Dudo que aunque yo decidiera ir arrastrándome, pudiera retrasaros más.

—Nuestros soldados necesitan concentrarse para la inminente batalla, brillante señor —dijo Adolin—. No deberían ser distraídos.

—Hay que cumplir la voluntad del rey —respondió Sadeas, encogiéndose de hombros, sin molestarse siquiera en mirar a Adolin—. ¿Debo presentar la orden? Sin duda no pretenderás prohibírmelo.

Dalinar estudió a su antiguo amigo, mirándolo a los ojos, tratando de ver en el alma del hombre. La característica sonrisita de Sadeas había desaparecido: normalmente la mostraba cuando estaba satisfecho con la manera que se desarrollaba alguno de sus planes. ¿Se daba cuenta de que Dalinar sabía leer sus expresiones y por eso enmascaraba sus emociones?

—No hace falta presentar nada, Sadeas. Mis hombres están a tu disposición. Si necesitas cualquier cosa, simplemente pídela. Adolin, acompáñame.

Dalinar volvió a Galante y galopó por la línea hacia el frente del ejército en marcha. Adolin lo siguió reacio, y Sadeas se quedó atrás con sus ayudantes.

Comenzó la larga cabalgada. Los puentes permanentes de esta parte eran de Dalinar, mantenidos y protegidos por sus soldados y exploradores, y conectaban las mesetas que él controlaba. Sadeas se pasó el viaje junto al centro de la columna formada por dos mil hombres. Periódicamente enviaba a un ayudante para que trajera a algún soldado concreto de la fila.

Dalinar se pasó el viaje preparándose mentalmente para la batalla que les esperaba. Habló con sus oficiales sobre el trazado de la meseta, recibió un informe de dónde había elegido hacer su crisálida el abismoide, y envió exploradores para que vigilaran a los parshendi. Esos exploradores llevaban sus largas pértigas para saltar sin puentes de meseta en meseta.

Llegaron por fin al final de los puentes permanentes y tuvieron que esperar a que los puentes de los chulls fueran colocados. Las grandes máquinas estaban construidas como si fueran torres de asedio, con enormes ruedas y secciones blindadas a los lados, para que los soldados pudieran empujar. En los abismos, soltaban a los chulls, empujaban la máquina a mano y manejaban una manivela detrás para bajar el puente. Cuando este estaba ya colocado, destrababan la maquinaria y cruzaban. El puente estaba construido de forma que podían asegurar la máquina al otro lado, subir el puente, y luego girarlo y enganchar de nuevo a los chulls.

Era un proceso lento. Dalinar lo observó desde su caballo, tamborileando en el costado de su silla con los dedos mientras cruzaban el primer abismo. Tal vez Teleb tenía razón. ¿Podrían usar puentes más ligeros y fáciles de portar para cruzar estos primeros abismos y recurrir a los puentes de asedio solo para el asalto final?

Un tamborileo de cascos sobre la roca anunció que alguien se acercaba cabalgando. Dalinar se volvió, esperando a Adolin, y en cambio encontró a Sadeas.

¿Por qué había pedido ser alto príncipe de información, y por qué estaba tan empeñado en investigar este asunto de la cincha rota? Si decidía crear alguna falsa implicación para culpar a Dalinar…

«Las visiones me dijeron que confiara en él», se dijo Dalinar firmemente. Pero cada vez se sentía menos seguro. ¿Hasta qué punto se arriesgaría a creer en lo que decían?

—Tus soldados te son muy leales —comentó Sadeas.

—La lealtad es la primera lección de la vida de un soldado —dijo Dalinar—. Me preocuparía que estos hombres no la hubieran dominado todavía.

Sadeas suspiró.

—En serio, Dalinar. ¿Tienes que ser siempre tan moralista?

Dalinar no respondió.

—Resulta curioso cómo la influencia de un líder puede afectar a sus hombres —dijo Sadeas—. Muchos de ellos son como pequeñas versiones de ti. Paquetes de emoción, envueltos y amarrados hasta que se envaran por la presión. Muy seguros en algunos aspectos, e inseguros en otros.

Dalinar mantuvo la boca cerrada. «¿Cuál es tu juego, Sadeas?».

Sadeas sonrió, se inclinó hacia delante y dijo en voz baja:

—Te mueres de ganas de replicarme, ¿verdad? Incluso en los viejos tiempos, odiabas que alguien diera a entender que eras inseguro. Entonces, tu incomodidad terminaba a menudo con un par de cabezas rodando por el suelo.

—Maté a muchos que no merecían la muerte —dijo Dalinar—. Un hombre no debería temer perder la cabeza porque ha tomado demasiado vino.

—Tal vez —dijo Sadeas, tranquilamente—. ¿Pero no quieres nunca dejarte llevar, como solías hacer? ¿No te golpea por dentro, como alguien atrapado en el interior de un tambor grande? ¿Golpeando, resonando, intentando liberarse?

—Sí —dijo Dalinar.

La admisión pareció sorprender a Sadeas.

—Y la Emoción, Dalinar. ¿Todavía sientes la Emoción?

Los hombres no solían hablar de la Emoción, la alegría y el ansia por la batalla. Era algo privado.

—Siento todas esas cosas que mencionas, Sadeas —dijo Dalinar, la mirada al frente—. Pero no siempre las dejo salir. Las emociones de un hombre son lo que lo definen, y el control es la marca de la verdadera fuerza. Carecer de sentimiento es estar muerto, pero actuar al dictado de cada sentimiento es ser un niño.

—Eso tiene toda la pinta de ser una cita, Dalinar. ¿Del librito de virtudes de Gavilar, supongo?

—Sí.

—¿No te molesta que los Radiantes nos traicionaran?

—Leyendas. La Traición es un hecho tan antiguo que bien pudo tener lugar en los días de sombras. ¿Qué hicieron de verdad los Radiantes? ¿Por qué lo hicieron? No lo sabemos.

—Sabemos lo suficiente. Usaron trucos elaborados para imitar grandes poderes y fingir una llamada sagrada. Cuando sus engaños quedaron al descubierto, huyeron.

—Sus poderes no eran mentira. Eran reales.

—¿Ah, sí? —dijo Sadeas, divertido—. ¿Y cómo lo sabes? ¿No acabas de decir que el hecho era tan antiguo que bien pudo haber sido en los días de sombras? Si los Radiantes tenían poderes tan maravillosos, ¿por qué nadie puede reproducirlos? ¿Adónde fueron esas increíbles habilidades?

—No lo sé —contestó Dalinar con voz apagada—. Tal vez ya no somos dignos de ellas.

Sadeas hizo una mueca, y Dalinar deseó haberse mordido la lengua. Su única prueba de lo que decía eran sus visiones. Y sin embargo, si Sadeas menospreciaba algo, él quería instintivamente defenderlo.

«No puedo permitirme esto. Necesito estar concentrado para la batalla».

—Sadeas —dijo, decidido a cambiar de tema—. Tenemos que esforzarnos más para unificar los campamentos de guerra. Quiero tu ayuda, ahora que eres alto príncipe de información.

—¿Para hacer qué?

—Para hacer lo que hay que hacer. Por el bien de Alezkar.

—Eso es exactamente lo que estoy haciendo, viejo amigo —dijo Sadeas—. Matar parshendi. Ganar gloria y riqueza para nuestro reino. Buscar venganza. Sería mejor para Alezkar si dejaras de perder tanto tiempo en el campamento…, y dejaras de hablar de huir como cobardes. Sería mejor para Alezkar si empezaras a actuar de nuevo como un hombre.

—¡Basta, Sadeas! —dijo Dalinar, con más fuerza de lo que había pretendido—. ¡Te he dado permiso para que continúes con tu investigación, no para que me insultes!

Sadeas bufó.

—Ese libro arruinó a Gavilar. Ahora está haciendo lo mismo contigo. Has escuchado tanto esas historias que te han llenado la cabeza de falsos ideales. Nadie vivió jamás como dicen los Códigos.

—¡Bah! —dijo Dalinar, agitando una mano y volviendo grupas—. No tengo tiempo para tus insidias ahora, Sadeas.

Se marchó al trote, furioso con Sadeas, y todavía más furioso consigo mismo por perder los nervios.

Cruzó el puente, irritado, pensando en las palabras de Sadeas. Recordó entonces el día en que se encontraba con su hermano junto a las Cataratas Imposibles de Kholinar.

«Las cosas son diferentes ahora, Dalinar —le había dicho Gavilar—. Ahora lo comprendo de formas que no había comprendido antes. Ojalá pudiera mostrarte lo que significan».

Eso fue tres días antes de su muerte.

DIEZ LATIDOS

Dalinar cerró los ojos, inspirando y espirando lentamente, con calma, mientras se preparaban tras el puente de asedio. Olvidar a Sadeas. Olvidar las visiones. Olvidar sus preocupaciones y temores. Concentrarse solo en los latidos.

No muy lejos, los chulls arañaban la roca con sus duras patas. El viento traía el olor a humedad. Siempre olía a húmedo aquí, en estas tierras de tormenta.

Los soldados sonaban a metal, el cuero crujía. Dalinar alzó la cabeza hacia el cielo, el corazón redoblando. El brillante sol blanco manchó sus párpados de rojo.

Los hombres se movían de un lado a otro, gritaban, maldecían, aflojaban las espadas en sus vainas, probaban las cuerdas de sus arcos. Dalinar podía sentir su tensión, su ansiedad mezclada con excitación. Entre ellos, los expectaspren empezaron a brotar del suelo, hilillos conectados por un lado a la piedra, los demás ondeando al aire. Algún miedospren bullía entre ellos.

—¿Estás preparado? —preguntó Dalinar con voz calma. La Emoción se alzaba en su interior.

—Sí —la voz de Adolin sonaba ansiosa.

—Nunca te quejas por la forma en que atacamos —dijo Dalinar, los ojos todavía cerrados—. Nunca me desafías en esto.

—Esta es la mejor forma. También son mis hombres. ¿Qué sentido tiene ser portador de esquirlada si no podemos liderar el ataque?

El décimo latido resonó en el corazón de Dalinar: siempre podía oír los latidos cuando estaba invocando su espada, no importaba lo fuerte que sonara el mundo a su alrededor. Cuanto más rápidos pasaban, más pronto llegaba la hoja. Así que cuanto más urgencia sentías, más pronto te armabas. ¿Era intencionado, o solo alguna peculiaridad de la naturaleza de la hoja esquirlada?

El peso familiar de Juramentada se posó en su mano.

—Vamos —dijo, abriendo los ojos. Bajó su visera mientras Adolin hacía lo mismo, la luz tormentosa surgiendo por los lados mientras los yelmos cerrados se volvían transparentes. Los dos atravesaron el enorme puente, un portador a cada lado, una figura de azul y otra gris pizarra.

La energía de la armadura latía a través de Dalinar mientras cruzaba el terreno de piedra, los brazos bombeando al ritmo de sus pasos. La oleada de flechas llegó inmediatamente, disparadas por los parshendi arrodillados al otro lado del abismo. Dalinar se protegió de la celada con los ojos mientras las flechas lo asaltaban, rozando metal, mientras algunos astiles se quebraban. Era como correr contra una tormenta de granizo.

Adolin lanzó un grito de guerra a su derecha, la voz apagada por el yelmo. Mientras se acercaban al borde del abismo, Dalinar bajó el brazo a pesar de las flechas. Tenía que poder juzgar su avance. El abismo estaba a pocos pasos de distancia. Su armadura le proporcionó un arrebato de fuerza mientras llegaba al borde.

Entonces saltó.

Durante un momento, voló por encima del negro agujero, la capa ondeando, las flechas llenando el aire a su alrededor. Recordó al Radiante volador de su visión. Pero esto no era algo tan místico, solo un salto normal auxiliado por una armadura esquirlada. Dalinar cruzó el vacío y aterrizó en el suelo al otro lado, blandiendo su espada y matando a tres parshendi de un solo tajo.

Sus ojos negros ardieron y brotó humo mientras se desplomaban. Dalinar volvió a golpear. Trozos de armas y armaduras volaron por los aires donde antes lo habían hecho las flechas, destrozados por su espada. Como siempre, rompía todo lo que fuera inanimado, pero se difuminaba cuando tocaba carne, como si se volviera niebla.

La forma en que reaccionaba a la carne y cortaba tan fácilmente el acero hacía sentir a veces a Dalinar como si estuviera blandiendo un arma de puro humo. Mientras mantuviera la hoja en movimiento, no podía ser detenido por el peso de lo que cortaba ni mostraría un punto débil.

Dalinar giró, trazando con su espada una línea de muerte. Atravesó las mismas almas, haciendo caer al suelo a los parshendi, muertos. Luego dio una patada, lanzando un cadáver ante las mismas caras de los parshendi cercanos. Unas cuantas patadas más hicieron volar los cadáveres (una patada impulsada por una armadura podía enviar fácilmente un cuerpo a diez metros), despejando el terreno a su alrededor para defenderse mejor.

Adolin alcanzó la meseta un poco más allá, se volvió y adoptó la pose del viento. Golpeó con el hombro a un grupo de arqueros, empujándolos atrás y lanzando a varios al abismo. Sujetando su hoja esquirlada con ambas manos, hizo un barrido inicial tal como lo había hecho Dalinar, abatiendo a seis enemigos.

Los parshendi cantaban, muchos de ellos llevaban barbas que brillaban con pequeñas gemas sin tallar. Los parshendi cantaban siempre cuando luchaban. La canción cambió cuando abandonaron sus arcos y sacaron hachas, espadas o mazas y se abalanzaron contra los dos portadores de esquirlada.

Dalinar se colocó a la distancia óptima de Adolin, permitiendo que su hijo protegiera sus puntos ciegos, pero sin acercarse demasiado. Los dos portadores luchaban, todavía cerca del borde del abismo, abatiendo a los parshendi que intentaban a la desesperada repelerlos por la pura fuerza de su número. Esta era su mejor posibilidad de derrotar a los portadores de esquirlada. Dalinar y Adolin estaban solos, sin su guardia de honor. Una caída desde esta altura sin duda mataría incluso a un hombre con armadura.

La Emoción brotó en su interior, tan dulce. Dalinar le dio una patada a otro cadáver, aunque no necesitaba más espacio. Habían advertido que los parshendi se enfurecían cuando movías a sus muertos. Le dio otra patada a otro cuerpo, burlándose de ellos, atrayéndolos para que lucharan contra él en parejas como hacían a menudo.

Abatió a un grupo que se abalanzaba, cantando con voces furiosas por lo que le había hecho a sus muertos. Adolin empezó a descargar golpes cuando los parshendi se acercaron demasiado: le gustaba esa táctica, alternar entre usar la espada con las dos manos o solo con una. Los cadáveres parshendi volaban a un lado y a otro, los huesos y las armaduras quebrados por los golpes, la sangre anaranjada rociaba el suelo. Adolin volvió a usar su hoja un momento más tarde, apartando un cadáver de una patada.

La Emoción consumía a Dalinar, dándole fuerza, concentración, y poder. La gloria de la batalla se engrandecía. Había permanecido demasiado tiempo apartado de todo esto. Lo vio ahora con claridad. Tenían que presionar con más fuerza, atacar más mesetas, ganar las gemas corazón.

Dalinar era el Espina Negra. Era una fuerza natural que no podía ser detenida jamás. Era la muerte misma. Era…

Sintió una súbita puñalada de poderosa repulsión, una náusea tan fuerte que le hizo boquear. Resbaló, en parte porque pisó un charco de sangre, pero también porque sus rodillas se debilitaron de pronto.

Los cadáveres que tenía delante le parecieron súbitamente una visión espeluznante. Ojos apagados como brasas consumidas. Cuerpos flácidos y rotos, los huesos aplastados por los golpes de Adolin. Cabezas abiertas, sangre y sesos y entrañas esparcidos en derredor. Tanta masacre, tanta muerte. La Emoción desapareció.

¿Cómo podía ningún hombre disfrutar de esto?

Los parshendi corrieron hacia él. Adolin apareció allí en un segundo, atacando con más habilidad que ningún otro hombre que Dalinar hubiera conocido. El muchacho era un genio con la espada, un artista con un solo color de pintura. Golpeaba expertamente, obligando a los parshendi a retroceder. Dalinar sacudió la cabeza, recuperando su pose.

Se obligó a continuar luchando, y cuando la Emoción empezó a brotar de nuevo, la abrazó vacilante. La extraña náusea desapareció y sus reflejos tomaron el control de la batalla. Se internó ante el avance parshendi, golpeando con su hoja en amplios y agresivos mandobles.

Necesitaba esta victoria. Para sí mismo, para Adolin y para sus hombres. ¿Por qué se había sentido tan horrorizado? Los parshendi habían asesinado a Gavilar. Estaba bien matarlos.

Era un soldado. Su oficio era luchar. Y lo hacía bien.

La avanzadilla parshendi se dispersó ante su ataque, replegándose hacia un grupo más grande que formaba apresuradamente filas. Dalinar retrocedió y se encontró mirando los cadáveres que lo rodeaban, sus ojos ennegrecidos. Seguía brotando humo de unos pocos.

La sensación de náusea regresó.

La vida terminaba tan rápidamente. El portador de esquirlada era la destrucción encarnada, la fuerza más poderosa de un campo de batalla. «Hubo una época en que las armas significaban protección», susurró una voz en su interior.

Los tres puentes golpearon el suelo a pocos metros de distancia, y la caballería cargó un momento más tarde, dirigida por el recio Ilamar. Unos cuantos vientospren bailaban en el aire, casi invisibles. Adolin pidió su caballo, pero Dalinar tan solo se quedó allí de pie, contemplando a los muertos. La sangre parshendi era naranja, y olía a moho. Sin embargo, sus caras (moteadas de negro o blancas y rojas) parecían tan humanas. Un preceptor parshmenio prácticamente había criado a Dalinar.

«Vida antes que muerte».

¿Qué era esa voz?

Se volvió a mirar al otro lado del abismo, donde Sadeas, bien alejado del alcance de los arcos, esperaba con sus ayudantes. Sadeas podía sentir la desaprobación en la postura de su antiguo amigo. Dalinar y Adolin se arriesgaban, saltando peligrosamente sobre el abismo. Un ataque del tipo de los que Sadeas proponía costaba más vidas. ¿Pero cuántas vidas perdería el ejército de Dalinar si uno de sus portadores era empujado al abismo?

Galante cruzó el puente junto a una fila de soldados que lo vitorearon. Se detuvo ante Dalinar, quien agarró las riendas. Era necesario ahora mismo. Sus hombres luchaban y morían, y no era momento para lamentaciones ni dudas.

Un salto, amplificado por la armadura, lo colocó en la silla. Entonces, con la hoja esquirlada en alto, cargó a la batalla para matar por sus hombres. Los Radiantes no habían luchado por esto. Pero al menos era algo.

GANARON LA BATALLA

Dalinar dio un paso atrás, sintiéndose fatigado mientras Adolin hacía los honores de recoger la gema corazón. La crisálida se alzaba como un enorme rocabrote oblongo de diez metros de altura y sujeto al irregular suelo de piedra por algo que parecía crem. Había cadáveres a su alrededor, algunos humanos y otros parshendi. Los parshendi habían intentado llegar rápidamente al interior y huir, pero solo habían conseguido crear unas cuantas grietas en el cascarón.

La lucha había sido más furiosa aquí, alrededor de la crisálida. Dalinar descansó contra un saliente de roca y se quitó el yelmo, revelando a la fría brisa una cabeza sudorosa. El sol estaba alto en el cielo: la batalla había durado unas dos horas.

Adolin trabajó con eficacia, usando su espada con cuidado para cortar una sección del exterior de la crisálida. Luego se zambulló con destreza, matando a la criatura que pupaba pero evitando la zona donde estaba la gema corazón.

Así de fácil, la criatura murió. Ahora la hoja esquirlada podía cortar, y Adolin tajó secciones de carne. Ícor de color púrpura borboteó cuando empezó a buscar la gema corazón. Los soldados vitorearon cuando la extrajo, los glorispren flotaban por encima del ejército entero como cientos de esferas de luz.

Dalinar se apartó, el yelmo en la mano izquierda. Cruzó el campo de batalla, pasando ante los cirujanos que atendían a los heridos y a los equipos que trasladaban a sus muertos a los puentes. Había trineos tras los carros de chulls para ellos, para que pudieran ser incinerados adecuadamente en el campamento.

Había un montón de cadáveres parshendi. Al contemplarlos ahora, no se sintió disgustado ni emocionado. Tan solo exhausto.

Había ido decenas de veces a la batalla, quizá cientos de veces. Nunca antes se había sentido como hoy. Aquella repulsión lo había distraído, y podía haber acabado con su vida. La batalla no era momento para la reflexión: había que enfocar la mente en lo que estabas haciendo.

La Emoción había parecido sometida durante toda la batalla, y no había luchado tan bien como solía hacerlo. Esta batalla debería de haberle traído claridad. En cambio, sus preocupaciones parecían amplificadas. «Sangre de mis padres —pensó—, subiendo a un pequeño promontorio de roca. ¿Qué me está pasando?».

Su debilidad de hoy parecía el último y más potente argumento para demostrar lo que Adolin (y muchos otros) decían sobre él. Miró hacia el este, hacia el Origen. Sus ojos se volvían a menudo hacia esa dirección. ¿Por qué? ¿Qué era…?

Se detuvo, advirtiendo a un grupo de parshendi en una meseta cercana. Sus exploradores los observaban con cautela. Era el ejército que la gente de Dalinar había expulsado. Aunque habían matado a un montón de parshendi hoy, la enorme mayoría había escapado, retirándose cuando advirtieron que tenían la batalla perdida. Ese era uno de los motivos por los que la guerra duraba tanto. Los parshendi sabían lo que era una retirada estratégica.

Este ejército formaba filas, agrupadas en parejas de guerra. Una figura dominante se alzaba a su cabeza, un parshendi grande de armadura resplandeciente. Incluso en la distancia, era fácil notar la diferencia entre este ser y algo más mundano.

Ese portador de esquirlada no había estado presente durante la batalla. ¿Por qué venía ahora? ¿Había llegado demasiado tarde?

La figura acorazada y el resto de los parshendi se dieron media vuelta y se marcharon, saltando el abismo tras ellos y huyendo hacia sus refugios invisibles en el centro de las Llanuras.

El camino de los reyes
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