«Me encuentro junto al cadáver de un hermano. Estoy llorando. ¿Es su sangre o la mía? ¿Qué hemos hecho?»

Fechado Venavev, 1173, 107 segundos antes de la muerte. Sujeto: un marinero veden sin trabajo.

—Padre —dijo Adolin, entrando en el salón de Dalinar—. Esto es una locura.

—Es adecuado —replicó Dalinar secamente—. Ya que parece que yo también estoy loco.

—Nunca he dicho que lo estuvieras.

—En realidad, creo que sí.

Adolin miró a su hermano. Renarin estaba de pie junto a la chimenea, inspeccionando el nuevo fabrial que habían instalado allí hacía solo unos días. El rubí infuso, engarzado en metal, brillaba suavemente y desprendía un calor confortable. Era conveniente, aunque a Adolin le parecía mal que ningún fuego crepitara.

Los tres estaban solos, esperando la llegada de la alta tormenta de hoy. Había pasado una semana desde que Dalinar informara a sus hijos de su intención de dejar de ser alto príncipe.

El padre de Adolin estaba sentado en uno de sus grandes sillones de respaldo alto, las manos unidas ante él, estoico. En los campamentos no se sabía todavía su decisión (benditos fueran los Heraldos), pero pretendía hacer pronto el anuncio. Tal vez en el banquete de esta noche.

—Muy bien, de acuerdo —dijo Adolin—. Tal vez lo dije. Pero no lo dije en serio. O al menos no pretendía que tuviera ese efecto en ti.

—Tuvimos esta discusión hace una semana, Adolin —dijo Dalinar en voz baja.

—¡Sí, y prometiste pensártelo!

—Lo he hecho. Mi decisión no ha cambiado.

Adolin continuó caminando de un lado a otro. Renarin se irguió, mirándolo. «Soy un necio —pensó Adolin—. Pues claro que esto es lo que haría padre. Tendría que haberlo visto».

—Mira —dijo Adolin—, que puedas tener algunos problemas no significa que tengas que abdicar.

—Adolin, nuestros enemigos usarán mi debilidad contra nosotros. De hecho, creo que ya lo están haciendo. Si no cedo el principado ahora, las cosas empeorarán mucho más.

—Pero yo no quiero ser alto príncipe —se quejó Adolin—. Todavía no, al menos.

—El liderazgo rara vez es lo que queremos, hijo. Creo que entre la élite alezi demasiado pocos se dan cuenta de eso.

—¿Y qué te pasará a ti? —preguntó Adolin, dolido. Se detuvo y miró a su padre.

Dalinar se mostraba muy firme, incluyo cuando reflexionaba sobre su locura. Las manos unidas, el uniforme azul con su guerrera de azul Kholin, el pelo plateado insinuándose en sus sienes. Esas manos suyas eran gruesas y callosas, su expresión decidida. Dalinar había tomado una decisión y se ceñía a ella, sin dudas ni discutir.

Loco o no, era lo que Alezkar necesitaba. Y, en su precipitación, Adolin había hecho lo que ningún guerrero había sido capaz de hacer en el campo de batalla: cortarle las piernas a Dalinar Kholin y expulsarlo derrotado.

«Oh, Padre Tormenta —pensó, con un nudo de dolor en el estómago—. Jezerezeh, Kelek e Ishi, Heraldos de arriba. Permitidme encontrar un modo de enmendar esto. Por favor».

—Regresaré a Alezkar —dijo Dalinar—. Aunque no me agrada dejar a nuestro ejército sin un portador de esquirlada. Podría…, pero no, no podría renunciar a ellas. ¡Pues claro que no! —dijo Adolin, pálido. ¿Un portador, renunciando a sus esquirladas? No sucedía casi nunca a menos que el portador estuviera demasiado débil y enfermo para usarlas.

Dalinar asintió.

—Me preocupa desde hace mucho tiempo que nuestra patria corra peligro, ahora que todos los portadores de esquirlada combaten aquí en las Llanuras. Bien, quizás este cambio de aires sea una bendición. Regresaré a Kholinar y ayudaré a la reina, seré útil en la lucha contra las incursiones fronterizas. Tal vez los reshi y los veden sean más reacios a actuar contra nosotros si saben que van a enfrentarse a un portador completo.

—Es posible —dijo Adolin—. Pero también podrían reaccionar con una escalada bélica y empezar a enviar portadores en sus incursiones.

Eso pareció preocupar a su padre. Jah Keved era el otro único reino de Roshar que poseía un número sustancial de esquirladas, casi tantas como Alezkar. No habían entrado en guerra directa entre sí desde hacía siglos. Alezkar había estado demasiado dividida, y otro tanto sucedía en Jah Keved. Pero si los dos reinos chocaban, habría una guerra como no se conocía desde los días de la Hierocracia.

Un trueno lejano retumbó en el exterior, y Adolin se volvió bruscamente hacia su padre. Dalinar permaneció en su asiento, mirando hacia el oeste, al otro lado de la tormenta.

—Continuaremos esta discusión después —dijo Dalinar—. Ahora, debéis atarme los brazos al sillón.

Adolin hizo una mueca, pero obedeció sin quejarse.

Dalinar parpadeó y miró alrededor. Estaba en las almenas de una fortaleza de una sola muralla. Hecha con grandes bloques de piedra rojo oscuro, la muralla era alta y recta. Estaba construida a sotavento en la falla de una alta formación rocosa que se alzaba sobre una llanura de piedra, como una hoja mojada pegada en la grieta de un peñasco.

«Estas visiones parecen tan reales», pensó Dalinar, mirando la lanza que tenía en la mano y luego a su anticuado uniforme: una falda de tela y una pelliza de cuero. Era difícil recordar que en realidad estaba sentado en su sillón, atado de brazos. No podía sentir las cuerdas ni oír la alta tormenta.

Pensó en esperar a que pasara la visión sin hacer nada. Si esto no era real ¿por qué participar? Sin embargo, no acababa de creer (no podía creer por completo) que estuviera ideando estos delirios por su cuenta. Su decisión de abdicar en Adolin estaba motivada por sus dudas. ¿Estaba loco? ¿Malinterpretaba lo que ocurría? Como mínimo, ya no podía confiar en sí mismo. No sabía qué era real y qué no lo era. En una situación semejante un hombre debía renunciar a su autoridad y resolver las cosas.

Fuera como fuese, sentía la necesidad de vivir sus visiones, no de ignorarlas. Una parte desesperada de él todavía esperaba hallar una solución antes de verse forzado a la abdicación formal. No dejaba que esa parte ganara demasiado control: un hombre tenía que hacer lo que debía. Pero Dalinar estaba dispuesto a aceptar lo siguiente: trataría a la visión como real mientras fuera parte de ella. Si había secretos que descubrir aquí, solo los encontraría siguiendo la corriente.

Miró a su alrededor. ¿Qué le mostraban esta vez, y por qué? La lanza era de buen acero, aunque su casco parecía de bronce. Uno de los seis hombres que lo acompañaban en la muralla llevaba un peto de bronce: otros dos tenían uniformes de cuero remendados, cortados y vueltos a coser con grandes puntadas.

Los hombres remoloneaban, mirando ociosos más allá de la muralla. «Servicio de guardia», pensó Dalinar, acercándose a escrutar el paisaje. Esta formación rocosa se hallaba al final de una enorme llanura: el emplazamiento perfecto para una fortaleza. Ningún ejército podría acercarse sin ser visto.

El aire era tan frío que pegotes de hielo se aferraban a la piedra en las esquinas en sombras. La luz del sol hacía poco por dispersar el frío, y el clima explicaba la falta de hierba: las hojas estarían recogidas en sus agujeros, esperando el alivio del tiempo primaveral.

Dalinar se arrebujó en su capa, lo que impulsó a uno de sus compañeros a hacer lo mismo.

—Tiempo de tormentas —murmuró el hombre—. ¿Cuánto más va a durar? Ya lleva ocho semanas.

¿Ocho semanas? ¿Cuarenta días de invierno seguidos? Eso era raro. A pesar del frío, los otros tres soldados parecían cualquier cosa menos comprometidos con su deber de guardia. Uno incluso estaba dormitando.

—Permaneced alerta —les reprendió Dalinar.

Ellos lo miraron. El que estaba adormilado despertó, parpadeando. Los tres parecían incrédulos. Uno de ellos, alto y pelirrojo, hizo una mueca.

—¿Y eso lo dices tú, Leef?

Dalinar reprimió una réplica. ¿Como quién lo veían?

El aire frío convertía su aliento en vaho, y desde atrás pudo oír el sonido del metal que producían los hombres que trabajaban en las forjas y los yunques de abajo. Las puertas de la fortaleza estaban cerradas, y las torres de arqueros a izquierda y derecha estaban ocupadas. Estaban en guerra, pero el servicio de guardia era siempre aburrido. Hacían falta soldados bien entrenados capaces de permanecer alerta durante horas y horas. Tal vez por eso había tantos soldados aquí: si la calidad de los ojos que vigilaban no podía asegurarse, entonces serviría la cantidad.

Sin embargo, Dalinar tenía una ventaja. Las visiones nunca le mostraban episodios de paz ociosa: lo enviaban a épocas de conflicto y cambio. Momentos decisivos. Y por eso, a pesar de las docenas de ojos vigilantes, fue el primero en localizar aquello.

—¡Allí! —dijo, asomándose al borde de la áspera piedra almenada—. ¿Qué es eso?

El pelirrojo se hizo pantalla con una mano.

—Nada. Una sombra.

—No, se está moviendo —dijo otro hombre—. Parece gente. En marcha.

El corazón de Dalinar empezó a martillear de expectación cuando el pelirrojo dio la voz de alerta. Más arqueros acudieron a la almena, preparando sus arcos. Los soldados se reunieron en el patio rojizo de abajo. Todo estaba hecho de la misma roca roja, y Dalinar oyó a uno de los soldados referirse a este lugar como «Fortaleza de la Fiebre de Piedra». Nunca había oído hablar de él.

Los exploradores salieron a caballo de la fortaleza. ¿Por qué no tenían jinetes fuera ya?

—Tiene que ser el ejército de defensa de retaguardia —murmuró un soldado—. No pueden haber rebasado nuestras líneas. No con los Radiantes luchando…

¿Radiantes? Dalinar se acercó a escuchar, pero el hombre lo miró con mala cara y se dio la vuelta. Fuera quien fuese Dalinar, no le tenían demasiado aprecio.

Al parecer, esta fortaleza era una posición secundaria en la retaguardia. Por tanto, las fuerzas que se acercaban eran amigas, salvo que el enemigo se hubiera abierto paso y enviara una avanzadilla para asediarlos. Eran la reserva, entonces, y probablemente se habían quedado con pocos caballos. Pero de todas formas deberían haber tenido jinetes ahí fuera.

Cuando los exploradores regresaron finalmente a la fortaleza, llevaban banderas blancas. Dalinar miró a sus compañeros y confirmó sus sospechas al verlos relajarse. Blanco significaba amigos. ¿Pero lo habrían enviado aquí si fuera tan sencillo? Si esto era solo su mente, ¿fabricaría una visión simple y aburrida cuando nunca lo había hecho antes?

—Tenemos que estar alerta por si es una trampa —dijo Dalinar—. Que alguien averigüe qué han visto esos exploradores. ¿Identificaron los estandartes solamente, o pudieron verlos de cerca?

Los otros soldados, incluyendo algunos de los arqueros que ahora llenaban la muralla, le dirigieron miradas de extrañeza. Dalinar maldijo para sus adentros y miró de nuevo a la tropa que se acercaba. Tenía una sensación ominosa en la nuca. Ignorando las miradas, cogió su lanza y corrió por la muralla hasta que encontró unas escaleras sin barandilla que bajaban en zigzag de lo alto. Había estado en estas fortificaciones antes, y sabía cómo hacerlo para evitar el vértigo.

Llegó abajo y, con la lanza en el hombro, se puso a buscar a alguien al mando. Los edificios de la Fortaleza de la Fiebre de Piedra eran macizos y utilitarios, construidos unos contra otros a lo largo de las paredes de aquella falla. La mayoría tenían depósitos cuadrados en la parte superior para recoger la lluvia. Con buenos almacenes para la comida (o, con suerte, un moldeador de almas), esa fortaleza podría aguantar un asedio durante años.

No sabía leer las insignias de rango, pero reconoció a un oficial cuando vio a uno con una capa rojo sangre con un grupo de guardias de honor. No llevaba cota de malla, solo una brillante coraza de bronce y cuero, y hablaba con uno de los exploradores. Dalinar corrió a su encuentro.

Solo entonces vio que los ojos del hombre eran marrón oscuro. Eso le produjo un arrebato de incredulidad. Los que lo rodeaban trataban al hombre como si fuera un brillante señor.

—… La Orden de los Custodios de Piedra, mi señor —decía el explorador, todavía a caballo—. Y gran número de Corredores del Viento. Todos a pie.

—¿Pero por qué? —preguntó el oficial ojos oscuros—. ¿Por qué vienen aquí los Heraldos? ¡Deberían estar combatiendo a los demonios en el frente!

—Mi señor —dijo el explorador—, nuestras órdenes eran regresar en cuanto los identificáramos.

—¡Bien, volved y averiguad por qué están aquí! —gritó el oficial, haciendo que el explorador diera un respingo antes de darse media vuelta y marcharse.

Los Radiantes. De un modo u otro, solían estar conectados con las visiones de Dalinar. Cuando el oficial empezó a dar órdenes a sus ayudantes, diciéndoles que prepararan los refugios vacíos para los caballeros, Dalinar siguió al explorador hacia la muralla. Los hombres estaban allí agolpados junto a las troneras, contemplando la llanura. Como los de arriba, llevaban uniformes diversos que parecían remendados. No eran un grupo harapiento, pero era evidente que vestían atuendos de segunda mano.

El explorador salió por una puerta secundaria mientras Dalinar llegaba a la sombra de la enorme muralla y se acercaba a un grupo de soldados.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—Los Radiantes —dijo uno de los hombres—. Han echado a correr.

—Es casi como si fueran a atacar —comentó otro. Se rio ante lo ridículo que eso parecía, aunque había cierto tono de inseguridad en su voz.

«¿Qué?»., pensó Dalinar, ansioso.

—Dejadme ver.

Sorprendentemente, los soldados lo dejaron pasar. Mientras avanzaba, Dalinar pudo sentir su confusión. Había dado la orden con la autoridad de un alto príncipe y un ojos claros, y ellos habían obedecido instintivamente. Ahora que lo veían, se mostraban inseguros. ¿Qué hacía un simple guardia impartiendo órdenes?

No les dio ninguna oportunidad de cuestionarlo. Subió a la plataforma junto a la muralla, donde una ventana rectangular se abría a la llanura. Era demasiado pequeña para que cupiese un hombre, pero lo bastante ancha para que los arqueros pudieran disparar. A través de ella, Dalinar vio que los soldados que se acercaban habían formado una clara línea. Hombres y mujeres con brillantes armaduras esquirladas cargaron. El explorador se detuvo a mirar a los portadores. Corrían hombro con hombro, ninguno fuera de sitio. Como una ola cristalina. A medida que se fueron acercando, Dalinar pudo ver que sus armaduras no estaban pintadas, pero brillaban azules o ámbar en las juntas y en los glifos de delante, como los otros Radiantes que había visto en sus visiones.

—No han sacado sus hojas esquirladas —dijo Dalinar—. Eso es buena señal.

El explorador hizo retroceder a su caballo. Parecía haber doscientos portadores allí fuera. Alezkar poseía unas veinte hojas, y Jah Keved un número similar. Si se sumaban todas las demás que había en el mundo, habría suficientes para igualar a los dos poderosos reinos vorin. Eso significaba, por lo que Dalinar sabía, que había menos de cien espadas en todo el mundo. Y ahí veía a doscientos portadores reunidos en un solo ejército. Era sobrecogedor, inquietante.

Los Radiantes redujeron el ritmo, pasaron al trote, y luego caminaron. Los soldados que rodeaban a Dalinar permancían en silencio. Los primeros Radiantes se detuvieron en fila, hasta quedar inmóviles. De repente, otros empezaron a caer del cielo. Golpeaban con el sonido de rocas quebrándose, vaharadas de luz tormentosa brotaban de sus figuras. Todos estos brillaban en azul.

Pronto hubo trescientos Radiantes en el campo. Empezaron a invocar sus espadas. Las armas aparecieron en sus manos, como niebla formándose y condensándose. Se hizo un silencio. Tenían echadas las viseras.

—Si era buena señal que corrieran sin espadas —susurró uno de los hombres junto a Dalinar—, ¿qué significa esto entonces?

Una sospecha nació en Dalinar, el horror de que iba a saber qué estaba a punto de mostrarle esta visión. El explorador, reaccionando por fin, dio media vuelta a su caballo y galopó hacia la fortaleza, gritando que le abrieran la puerta. Como si un poco de madera y piedra fuera protección contra cientos de portadores. Un solo hombre con armadura y hoja era casi un ejército en sí mismo, y eso sin contar los extraños poderes que tenía esa gente.

Los soldados abrieron la puerta para que entrara el explorador. Tras tomar una rápida decisión, Dalinar bajó de un salto y corrió hacia la puerta. Detrás, el oficial que había visto antes se abría paso hacia las troneras.

Dalinar alcanzó la puerta abierta y la cruzó justo después de que el explorador entrara en el patio. Los hombres lo llamaron, aterrados. Pero Dalinar los ignoró y corrió hacia la llanura. La enorme y recta muralla se extendía sobre él, como un camino hacia el sol. Los Radiantes estaban todavía lejos, aunque se habían detenido a una distancia de tiro de flecha. Transfigurado por las hermosas figuras, Dalinar redujo su carrera y luego se detuvo a unos treinta metros de distancia.

Un caballero se adelantó a los demás, su brillante capa de un rico azul. Su espada de ondulante acero tenía intrincados grabados en el centro. La alzó hacia la fortaleza un momento.

Entonces la clavó por la punta en la llanura de piedra. Dalinar parpadeó. El portador se quitó el yelmo, revelando una hermosa cabeza de pelo rubio y piel pálida, clara como la de un hombre de Shinovar. Arrojó el yelmo al suelo junto a su espada. El yelmo rodó levemente mientras el portador cerraba los puños, los brazos a los costados. Abrió las palmas, y los guanteletes cayeron al terreno rocoso.

Dio media vuelta, y su armadura esquirlada cayó de su cuerpo: el peto se soltó, las glebas se desprendieron. Debajo llevaba un arrugado uniforme azul. Se libró de los escarpes y continuó caminando, la armadura y la hoja esquirlada (los tesoros más hermosos que ningún hombre podía poseer) arrojados al suelo y abandonados como basura.

Los demás empezaron a imitarlo. Cientos de hombres y mujeres clavaron sus espadas en la piedra y luego se quitaron las armaduras. El sonido del metal golpeando la piedra parecía el de la lluvia. Y luego el de los truenos.

Dalinar echó a correr. La puerta tras él se abrió y algunos soldados curiosos salieron de la fortaleza. Dalinar alcanzó las hojas esquirladas. Se alzaban de la roca como resplandecientes árboles de plata, un bosque de armas. Brillaban suavemente, de un modo que su propia espada no había brillado nunca, pero cuando corrió entre ellas su brillo empezó a difuminarse.

Una terrible sensación lo asaltó. Una sensación de inmensa tragedia, de dolor y traición. Se detuvo, jadeante, la mano en el pecho. ¿Qué estaba pasando? ¿Qué era aquella temible sensación, aquel grito que juraba que casi podía oír?

Los Radiantes. Se alejaban de sus armas abandonadas. Todos parecían individuos ahora, cada uno caminando solo a pesar de la multitud. Dalinar corrió tras ellos, tropezando con los petos y partes de armadura abandonados. Finalmente los dejó atrás.

—¡Esperad! —llamó.

Ninguno de ellos se volvió.

Pudo ver ahora a los otros en la distancia. Un grupo de soldados que no llevaban armaduras esquirladas, esperando a que los Radiantes regresaran. ¿Quiénes eran, y por qué no se habían acercado? Dalinar alcanzó a los Radiantes (no caminaban muy rápido) y cogió a uno por el brazo. El hombre se volvió; su piel era bronceada y su cabello oscuro, como un alezi. Sus ojos eran de un azul clarísimo. Un color innatural, de hecho: sus iris eran casi blancos.

—Por favor —dijo Dalinar—. Decidme por qué estáis haciendo esto.

El ex-portador zafó su brazo y continuó alejándose. Dalinar maldijo, y luego echó a correr entre los portadores. Eran de todas las razas y países, de pieles oscuras y claras, algunos con blancas cejas thayleñas, otros con las ondulaciones en la piel de los selay. Caminaban mirando al frente, sin hablar unos con otros, el paso lento pero resuelto.

—¿Me dirá alguien por qué? —gritó Dalinar—. Es esto ¿verdad? El Día de la Traición, el día en que traicionasteis a la humanidad. ¿Pero por qué?

Ninguno de ellos habló. Era como si no existiera.

La gente hablaba de traición, del día en que los Caballeros Radiantes dieron la espalda a sus semejantes los hombres. ¿Contra qué luchaban, y por qué dejaron de hacerlo? «Se mencionaban dos órdenes de caballeros —pensó Dalinar—. Pero había diez órdenes. ¿Qué pasó con las otras ocho?».

Dalinar cayó de rodillas en el mar de solemnes individuos.

—Por favor. Debo saberlo.

Cerca, algunos de los soldados de la fortaleza habían alcanzado las hojas esquirladas…, pero en vez de correr tras los Radiantes, estos hombres tiraban con cautela de las espadas para liberarlas. Unos cuantos oficiales que salieron también de la fortaleza, les ordenaron que las soltaran. Pronto fueron superados por los hombres que empezaron a surgir de las puertas laterales y a correr hacia las armas.

—Son los primeros —dijo una voz.

Dalinar alzó la cabeza para ver que uno de los caballeros se había detenido junto a él. Era el hombre que parecía alezi. Miró por encima del hombro a la muchedumbre que se reunía en torno a las espadas. Los hombres habían empezado a gritarse unos a otros, todos pugnando por hacerse con una hoja antes de que todas fueran reclamadas.

—Son los primeros —dijo el Radiante, volviéndose hacia Dalinar, que reconoció el grave tono de aquella voz. Era la voz que siempre le hablaba en estas visiones—. Fueron los primeros, y también fueron los últimos.

—¿Es este el Día de la Traición? —preguntó Dalinar.

—Estos acontecimientos pasarán a la historia —dijo el Radiante—. Serán tristemente recordados. Tendréis muchos nombres para lo que ha ocurrido aquí.

—¿Pero por qué? —preguntó Dalinar—. Por favor. ¿Por qué abandonaron su deber?

La figura pareció estudiarlo.

—He dicho que no puedo servirte de mucha ayuda. La Noche de las Penas vendrá, y la Auténtica Desolación. La Tormenta Eterna.

—¡Entonces responde a mis preguntas!

—Lee el libro. Únelos.

—¿El libro? ¿El camino de los reyes?

La figura dio media vuelta y se apartó de él, reuniéndose con los otros Radiantes mientras cruzaban la llanura de piedra y se dirigían a lugares desconocidos.

Dalinar se volvió hacia la masa de soldados que corrían hacia las espadas. Muchas ya habían sido reclamadas. No había suficientes espadas para todos, y algunos habían empezado a alzar las suyas, usándolas para mantener a raya a aquellos que se acercaban demasiado. Mientras miraba, un vociferante oficial que se había hecho con una espada fue atacado por detrás y muerto por dos hombres.

El brillo del interior de las armas se había desvanecido por completo.

La muerte de aquel oficial envalentonó a los demás. Otras peleas estallaron, y los hombres se dispusieron a atacar a aquellos que se habían apoderado de las espadas, esperando conseguir una. Los ojos empezaron a arder. Gritos, alaridos, muerte. Dalinar miró hasta que se encontró de nuevo en sus aposentos, atado a su sillón. Renarin y Adolin lo observaban desde cerca, tensos.

Dalinar parpadeó y escuchó en el tejado la lluvia de la alta tormenta que pasaba.

—He vuelto —les dijo a sus hijos—. Podéis calmaros.

Adolin lo ayudó a desatar las cuerdas mientras que Renarin se levantaba y le traía una copa de vino naranja.

Cuando Dalinar estuvo libre, Adolin dio un paso atrás. El joven se cruzó de brazos. Renarin volvió, la cara pálida. Parecía estar sufriendo uno de sus episodios de debilidad; de hecho, sus piernas temblaban. En cuanto Dalinar aceptó la copa, el joven se sentó en una silla y apoyó la cabeza en sus manos.

Dalinar bebió el dulce vino. Había visto guerras en sus visiones antes. Había visto muertes y monstruos, conchagrandes y pesadillas. Y sin embargo, por algún motivo, esta lo perturbó más que ninguna. Descubrió que su mano temblaba cuando se llevó la copa a los labios para dar un segundo sorbo.

Adolin seguía mirándolo.

—¿Tan malo es vigilarme? —preguntó Dalinar.

—El galimatías en el que hablas es enervante, padre —dijo Renarin—. Incomprensible, extraño. Torcido, como un edificio de madera que acaba por ceder ante el viento.

—Te agitas —dijo Adolin—. Estuviste a punto de volcar la silla. Tuve que sujetarla hasta que te quedaste quieto.

Dalinar se levantó y suspiró mientras se acercaba para volver a llenar su copa.

—¿Y seguís pensando que no tengo que abdicar?

—Los episodios son controlables —dijo Adolin, aunque parecía preocupado—. Mi argumento no fue nunca que abdicaras. No quería que te basaras en los delirios para decidir el futuro de nuestra casa. Mientras aceptes que lo que ves no es real, podemos seguir adelante. No hay ningún motivo para que renuncies a tu cargo.

Dalinar sirvió el vino. Miró hacia el este, hacia la pared, lejos de Adolin y Renarin.

—No acepto que lo que veo no sea real.

—¿Qué? —dijo Adolin—. Pero creí que te había convencido…

—Acepto que ya no se puede confiar en mí. Y que existe la posibilidad de que esté volviéndome loco. Acepto que me está ocurriendo algo. —Dio media vuelta—. Cuando empecé a tener estas visiones, creí que procedían del Todopoderoso. Me has convencido de que tal vez me apresurara demasiado en mi juicio. No conozco lo suficiente para confiar en ellas. Podría estar loco. O podrían ser sobrenaturales sin tener que ser cosa del Todopoderoso.

—¿Cómo podría ser eso? —dijo Adolin, frunciendo el ceño.

—La Antigua Magia —dijo Renarin en voz baja, todavía sentado.

Dalinar asintió.

—¿Qué? —exclamó Adolin—. La Antigua Magia es un mito.

—Desgraciadamente no lo es —dijo Dalinar antes de dar otro sorbo de fresco vino—. Lo sé con seguridad.

—Padre —dijo Renarin—. Para que la Antigua Magia te haya afectado, tendrías que haber viajado al oeste para buscarla, ¿no?

—Sí —respondió él, avergonzado. El hueco en su memoria donde antes había existido su esposa nunca le había parecido más incuestionable que en este momento. Tendía a ignorarlo, con buenos motivos. Ella se había desvanecido por completo, y a veces le resultaba difícil recordar que había estado casado.

—Estas visiones no concuerdan con lo que tengo entendido de la Vigilante Nocturna —dijo Renarin—. La mayoría considera que es solo una especie de spren poderosa. Cuando la encuentras y te da tu recompensa y tu maldición, se supone que te deja en paz. ¿Cuándo la buscaste?

—Hace ya muchos años —respondió Dalinar.

—Entonces no es probable que esto se deba a su influencia.

—Estoy de acuerdo.

—¿Pero, qué pediste? —preguntó Adolin, frunciendo el ceño.

—Mi maldición y mi don son cosa mía, hijo —dijo Dalinar—. Los detalles no son importantes.

—Pero…

—Estoy de acuerdo con Renarin —dijo Dalinar, interrumpiéndolo—. Esto probablemente no es cosa de la Vigilante Nocturna.

—Muy bien, de acuerdo. ¿Pero, por qué mencionarlo?

—Porque, Adolin —dijo Dalinar, exasperado—, no sé lo que me está pasando. Estas visiones parecen demasiado detalladas para ser producto de mi mente. Pero tus argumentos me hicieron pensar. Podría estar equivocado. O tú podrías estar equivocado, y podría ser el Todopoderoso. No lo sabemos, y por eso es peligroso que yo siga al mando.

—Bueno, lo que dije todavía se mantiene —insistió Adolin, tozudo—. Podemos contenerlo.

—No, no podemos. Que me haya sucedido solo durante las altas tormentas no significa que no pueda repetirse en otros momentos de tensión. ¿Y si me da un ataque en el campo de batalla?

Era el mismo motivo por el que no dejaban combatir a Renarin.

—Si eso sucede, ya nos encargaremos —dijo Adolin—. Por ahora podríamos ignorar…

Dalinar alzó las manos al cielo.

—¿Ignorar? No puedo ignorar algo así. Las visiones, el libro, las cosas que siento…, están cambiándome de arriba abajo. ¿Cómo puedo gobernar si no sigo mi consciencia? Si continúo como alto príncipe, pondré en duda todas mis decisiones. O decido confiar en mí mismo, o me retiro. No tengo estómago para hacer algo intermedio.

Los tres quedaron en silencio.

—¿Entonces qué hacemos? —dijo Adolin.

—Tomamos la decisión —respondió Dalinar—. Tomo la decisión.

—Retirarse o seguir haciendo caso a los delirios —escupió Adolin—. Sea como sea, dejamos que nos gobiernen.

—¿Y tienes una opción mejor? —preguntó Dalinar—. Eres rápido a la hora de quejarte, Adolin, lo que parece ser una costumbre tuya. Pero no veo que ofrezcas una alternativa legítima.

—Te he dado una. ¡Ignora las visiones y sigue adelante!

—¡He dicho una opción legítima!

Padre e hijo se miraron el uno al otro. Dalinar luchó por controlar su ira. En muchos aspectos, Adolin y él eran demasiado parecidos. Se comprendían, y eso les permitía hurgar donde dolía.

—Bueno —dijo Renarin—, ¿y si demostráramos la verdad o mentira de las visiones?

Dalinar lo miró.

—¿Qué?

—Dices que los sueños son detallados —contestó Renarin, inclinándose hacia delante, las manos unidas—. ¿Qué ves exactamente?

Dalinar vaciló, luego apuró el resto de su vino. Por una vez deseó tener embriagador vino violeta en vez de naranja.

—Las visiones son a menudo sobre los Caballeros Radiantes. Al final de cada ataque, alguien (creo que uno de los Heraldos) viene a mí y me ordena que me una a los altos príncipes de Alezkar.

La habitación quedó en silencio. Adolin parecía perturbado, Renarin tan solo siguió callado.

—Hoy he visto el Día de la Traición —continuó Dalinar—. Los Radiantes abandonaban sus esquirladas y se marchaban. Las armaduras y espadas… de algún modo perdían color cuando eran abandonadas. Parece un detalle extraño para haberlo visto. —Miró a Adolin—. Si estas visiones son fantasías, entonces soy mucho más listo de lo que creía.

—¿Recuerdas algún detalle concreto comprobable? —preguntó Renarin—. ¿Nombres? ¿Emplazamientos? ¿Hechos que pudieran ser localizados en la historia?

—Este último fue sobre un sitio llamado Fortaleza de la Fiebre de Piedra —dijo Dalinar.

—Nunca oí mencionarlo —comentó Adolin.

—Fortaleza de la Fiebre de Piedra —repitió Dalinar—. En mi visión, había una especie de guerra cerca de allí. Los Radiantes habían estado luchando en el frente. Se retiraron a esta fortaleza, y entonces abandonaron allí sus esquirladas.

—Tal vez podamos encontrar algo en la historia —dijo Renarin—. Prueba de que esa fortaleza existió o de que los Radiantes no hicieron lo que viste allí. Entonces lo sabríamos, ¿no? ¿Sabríamos si los sueños son delirios o la verdad?

Dalinar asintió. Nunca se le había ocurrido tratar de demostrarlos, en parte porque al principio había asumido que eran reales. Cuando se dispuso a hacer preguntas, se sintió más inclinado a mantener la naturaleza de sus visiones oculta y en silencio. Pero si supiera que lo que estaba viendo era real…, bueno, entonces al menos podría descartar la posibilidad de la locura. No lo resolvería todo, pero ayudaría mucho.

—No sé —dijo Adolin, más escéptico—. Padre, estás hablando de tiempos anteriores a la Hierocracia. ¿Podremos encontrar algo en las historias?

—Hay historias de los tiempos de los Radiantes —dijo Renarin—. No es algo tan remoto como los días de sombra o las Épocas Heráldicas. Podríamos preguntarle a Jasnah. ¿No es eso a lo que se dedica como veristitaliana?

Dalinar miró a Adolin.

—Parece que merece la pena intentarlo, hijo.

—Tal vez —dijo Adolin—. Pero no podemos considerar como prueba la existencia de un único lugar. Podrías haber oído hablar de esa Fortaleza de la Fiebre de Piedra, y por tanto haberla incluido en tu visión.

—Bueno, es posible —dijo Renarin—. Pero si lo que padre ve son solo delirios, entonces podremos demostrar sin ninguna duda que algunas partes son inciertas. Parece imposible que todos los detalles que imagina los haya obtenido de un cuento o una historia. Algunos aspectos de los delirios tendrían que ser pura fantasía.

Adolin asintió lentamente.

—Yo… Tienes razón, Renarin. Sí, es un buen plan.

—Tenemos que llamar a una de mis escribas —dijo Dalinar—. Para que pueda dictarle la visión mientras la tengo todavía fresca.

—Sí —afirmó Renarin—. Cuantos más detalles tengamos, más fácil será demostrar, o rebatir, las visiones.

Dalinar hizo una mueca, soltó su copa y se acercó a sus hijos. Se sentó.

—Muy bien, ¿pero a quién empleamos para registrar el dictado?

—Tienes un montón de escribanas, padre —dijo Renarin.

—Y son todas esposas o hijas de alguno de mis oficiales —repuso Dalinar. ¿Cómo podía explicarlo? Ya le resultaba bastante doloroso revelar su debilidad a sus hijos. Si la noticia de lo que veía llegaba a sus oficiales, podía quedar debilitada la moral. Si llegaba el momento de revelar estas cosas a sus hombres, tendría que hacerlo con mucho cuidado. Y prefería saber por sí mismo si estaba loco antes de contactar con los demás.

—Sí —asintió Adolin, aunque Renarin todavía parecía perplejo—. Comprendo. Pero, padre, no podemos permitirnos esperar a que regrese Jasnah. Podrían pasar meses todavía.

—En efecto —dijo Dalinar. Suspiró. Había otra opción—. Renarin, envía un mensajero para que venga vuestra tía Navani.

Adolin miró a Dalinar, alzando una ceja.

—Es una buena idea. Pero creía que no te fiabas de ella.

—Confío en que mantenga su palabra —dijo Dalinar, resignado—. Y en que conserve la confianza. Le conté mis planes de abdicar, y no se lo ha dicho a nadie.

Navani era excelente guardando secretos. Mucho mejor que las mujeres de su corte. Confiaba en ellas hasta cierto punto, pero guardar un secreto como este requería alguien enormemente preciso en sus palabras y pensamientos.

Eso implicaba a Navani. Probablemente encontraría un modo para manipularlo utilizando ese conocimiento, pero al menos el secreto estaría a salvo de sus hombres.

—Ve, Renarin —dijo Dalinar.

Renarin asintió y se puso en pie. Al parecer se había recuperado de su ataque, y se encaminó con pie seguro a la puerta. Cuando se marchó, Adolin se dirigió a Dalinar.

—Padre, ¿qué harás si demostramos que tengo razón y que solo es cosa de tu mente?

—En parte deseo que así sea —dijo Dalinar, viendo la puerta cerrarse tras Renarin—. Temo la locura, pero al menos es algo familiar, algo que puede tratarse. Te entregaría el principado y luego buscaría ayuda en Kharbranth. Pero si estas cosas no son delirios, me enfrento a otra decisión. ¿Acepto lo que me dicen o no? Puede que lo mejor para Alezkar sea que se demuestre que estoy loco. Sería más fácil, al menos.

Adolin reflexionó al respecto, el ceño fruncido, la mandíbula tensa.

—¿Y Sadeas? Parece estar a punto de terminar su investigación. ¿Qué hacemos?

Era una pregunta legítima. Los problemas de Dalinar confiando en las visiones en relación a Sadeas eran lo que lo habían hecho discutir con su hijo en primer lugar.

«Únelos». No era solo una orden visionaria. Fue el sueño de Gavilar. Una Alezkar unificada. ¿Había dejado Dalinar que ese sueño y el sentimiento de culpa por haberle fallado a su hermano lo llevaran a racionalizaciones sobrenaturales para hacer que se cumpliera la voluntad del antiguo rey?

Se sentía inseguro. Odiaba esa sensación.

—Muy bien —dijo Dalinar—. Te doy permiso para que te prepares para lo peor, por si Sadeas actúa contra nosotros. Prepara a nuestros oficiales y trae de vuelta a las compañías que patrullan en busca de bandidos. Si Sadeas me acusa de haber intentado matar a Elhokar, cerraremos nuestro campamento y nos pondremos en alerta. No pienso permitir que me mande ejecutar.

Adolin pareció aliviado.

—Gracias, padre.

—Espero que no lleguemos a eso, hijo —dijo Dalinar—. En el momento en que Sadeas y yo nos lancemos a la guerra, Alezkar como nación se hará pedazos. Los nuestros son los dos principados que sostienen al rey, y si nos enfrentamos, los demás escogerán bando o se dedicarán a enfrentarse unos con otros.

Adolin asintió, pero Dalinar se retrepó en su asiento, preocupado. «Lo siento, pero tengo que ser precavido», pensó dirigiéndose a la fuerza que enviaba las visiones.

En cierto modo, esto parecía una segunda prueba para él. Las visiones le habían dicho que confiara en Sadeas. Bueno, ya vería qué sucedía.

—… Y entonces se desvaneció —dijo Dalinar—. Después de eso, me encontré de vuelta aquí.

Navani alzó su pluma, pensativa. Dalinar no había tardado mucho en relatar su visión. Ella había escrito con experiencia, captando los detalles, sabiendo cuándo hacer más preguntas. No había dicho nada respecto a lo excepcional de la petición, ni había parecido divertida por su deseo de anotar uno de sus delirios. Se había mostrado eficiente y cuidadosa. Ahora estaba sentada ante el escritorio de Dalinar, el pelo rizado y sujeto con cuatro pinzas. Su vestido era rojo, a juego con su pintura de labios, y sus hermosos ojos violeta mostraban curiosidad.

«Padre Tormenta —pensó Dalinar—, sí que es hermosa».

—¿Bien? —preguntó Adolin. Estaba de pie, apoyado en la puerta de la cámara. Renarin había salido a recoger los informes sobre los daños causados por la alta tormenta. El muchacho necesitaba práctica en este tipo de actividad.

Navani alzó una ceja.

—¿Qué era eso, Adolin?

—¿Tú qué crees, tía?

—Nunca he oído hablar de ninguno de esos lugares ni acontecimientos —dijo Navani—. Pero no creo que esperarais que los conociera. ¿No dijisteis que deseabais que contactara con Jasnah?

—Sí —respondió Adolin—. Pero sin duda tendrás tu análisis.

—Me reservo mi valoración, querido —dijo Navani, poniéndose en pie y doblando el papel presionando con su mano segura mientras alisaba el pliegue. Sonrió, pasó junto a Adolin y le dio una palmadita en el hombro—. Veamos qué dice Jasnah antes de que analicemos nada. ¿De acuerdo?

—Supongo —contestó Adolin. Parecía insatisfecho.

—Pasé ayer un rato hablando con esa joven amiga tuya —le informó Navani—. ¿Danlan? Creo que has hecho una sabia elección. Tiene cerebro dentro de esa cabeza.

Adolin se irguió.

—¿Te gusta?

—Bastante. También descubrí que es muy aficionada a los avramelones. ¿Lo sabías?

—La verdad es que no.

—Bien. Odiaría haber hecho todo ese trabajo para encontrarte un medio de complacerla, y descubrir al final que ya lo sabías. Me tomé la molestia de comprar una cesta de melones cuando venía hacia aquí. Los encontrarás en la antesala, vigilados por un soldado aburrido que no me pareció que estuviera haciendo nada importante. Si vas a visitarla esta tarde, creo que serás muy bien recibido.

Adolin vaciló. Probablemente se daba cuenta de que Navani lo estaba distrayendo para que no se preocupara por Dalinar. Sin embargo, se relajó y empezó a sonreír.

—Bien, eso podría ser bueno para variar, considerando cómo están las cosas últimamente.

—Eso pensé. Te sugiero que vayas pronto: esos melones están perfectamente maduros. Además, quiero hablar con tu padre.

Adolin besó afectuosamente a Navani en la mejilla.

—Gracias, Mashala.

Permitía que ella hiciera con él lo que otros no podían: con su tía favorita, era de nuevo como un niño. Adolin sonreía cuando salió por la puerta.

Dalinar se encontró sonriendo también. Navani conocía bien a su hijo. No obstante, su sonrisa no duró mucho, pues se dio cuenta de que la partida de Adolin lo dejaba a solas con Navani. Se levantó.

—¿Qué deseas preguntarme?

—No he dicho que quisiera preguntarte nada, Dalinar. Solo quería hablar. Somos familia, después de todo. No pasamos suficiente tiempo juntos.

—Si deseas hablar, llamaré a algunos soldados para que nos acompañen.

Miró hacia la antesala. Adolin había cerrado la segunda puerta del fondo, impidiendo que viera a los guardias…, y que estos lo vieran a él.

—Dalinar —dijo ella, acercándose—. Entonces no tendría sentido que haya enviado fuera a Adolin. Quería un poco de intimidad.

Él notó que se envaraba.

—Deberías marcharte ya.

—¿He de hacerlo?

—Sí. La gente pensará que esto es inadecuado. Hablarán.

—¿Entonces estás dando a entender que algo inadecuado podría suceder? —dijo Navani, casi ansiosa como una niña.

—Navani, eres mi hermana.

—No estamos emparentados por sangre —replicó ella—. En algunos reinos, una unión entre nosotros sería ordenada por tradición, tras la muerte de tu hermano.

—No estamos en otros reinos. Esto es Alezkar. Hay reglas.

—Ya veo —dijo ella, acercándosele más—. ¿Y qué harás si no me voy? ¿Pedirás ayuda? ¿Harás que me saquen a rastras?

—Navani —dijo él, agobiado—. Por favor. No vuelvas a hacerme esto. Estoy cansado.

—Excelente. Entonces podría ser más fácil obtener lo que quiero.

Él cerró los ojos. «No puedo enfrentarme a esto ahora». Las visiones, el enfrentamiento con Adolin, sus propias emociones inseguras… Ya no sabía qué pensar.

Poner a prueba las visiones era buena cosa, pero no podía desprenderse de la desorientación que sentía por no poder decidir qué tenía que hacer. Le gustaba tomar decisiones y ceñirse a ellas. No podía hacer eso.

Lo amargaba.

—Te doy las gracias por haber escrito mi visión y por tu disposición para mantener esto en secreto —dijo, abriendo los ojos—. Pero ahora debo pedirte que te marches, Navani.

—Oh, Dalinar —suspiró ella. Estaba tan cerca que podía oler su perfume.

Padre Tormenta, sí que era hermosa. Verla traía a su mente pensamientos del pasado, cuando la deseaba tanto que casi llegó a odiar a Gavilar por haber ganado su afecto.

—¿Es que no puedes relajarte un poquito?

—Las reglas…

—Todo el mundo…

—¡No puedo ser todo el mundo! —dijo Dalinar, con más brusquedad de lo que pretendía—. Si ignoro nuestro código y nuestra ética, ¿qué soy, Navani? Los otros altos príncipes y ojos claros merecen ser recriminados por lo que hacen, y así se lo hago saber. Si abandono mis principios, me convertiré en algo mucho peor que ellos. ¡Un hipócrita!

Ella se detuvo.

—Por favor —dijo él, tenso de emoción—. Vete. No me tortures hoy.

Ella titubeó, pero se marchó sin decir palabra.

Nunca sabría cuánto deseaba él que hubiera puesto una objeción más. En su estado, probablemente habría sido incapaz de seguir discutiendo. Cuando la puerta se cerró, se permitió sentarse en la silla, resoplando. Cerró los ojos.

«Todopoderoso de las alturas. Por favor. Hazme saber lo que debo hacer».

El camino de los reyes
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