«Radiante / de nacimiento / el anunciador viene / para venir a anunciar / el nacimiento de los radiantes».
Aunque no soy demasiado aficionada a la forma poética ketek como medio de transmitir información, esta de Allahn se cita a menudo en referencia a Uriziru. Creo que algunos confundieron el hogar de los Radiantes con su lugar de nacimiento.
Las altas torres del abismo que se alzaban a cada lado de Kaladin goteaban moho gris verdoso. Las llamas de su antorcha bailaban, reflejando la luz en las resbaladizas secciones de piedra mojadas por la lluvia. El aire húmedo era helado, y la alta tormenta había dejado charcos de diversos tamaños. Huesos rotos (un húmero y un radio) asomaban de uno de ellos cuando Kaladin pasó por su vera. No miró a ver si el resto del esqueleto estaba allí.
«Riadas veloces. Esa agua tiene que ir a alguna parte, o de lo contrario tendríamos que cruzar canales en vez de abismos», pensó, escuchando los pasos tentativos de los hombres del puente tras él.
Kaladin no sabía si podía confiar en su sueño o no, pero había preguntado y era cierto que el extremo oriental de las Llanuras Quebradas era más abierto que el occidental. Las mesetas se habían gastado. Si los hombres del puente pudieran llegar allí, tal vez lograran huir hacia el este.
Tal vez. Muchos abismoides vivían en esa zona, y los exploradores alezi patrullaban el perímetro posterior. Si el equipo de Kaladin los encontraba, tendrían problemas para explicar qué estaba haciendo allí un grupo de hombres armados, muchos con marcas de esclavo.
Syl caminaba por la pared del abismo, al nivel de la cabeza de Kaladin. Los suelospren no tiraban de ella hacia abajo como hacían con todo lo demás. Caminaba con las manos a la espalda, la diminuta falda hasta las rodillas aleteando con un viento intangible.
Huir hacia el este. Parecía improbable. Los altos príncipes habían intentado explorar esa dirección, buscando una ruta hacia el centro de las Llanuras. Habían fracasado. Los abismoides habían matado a algunos grupos. A pesar de las precauciones, otros habían quedado atrapados en los abismos durante las altas tormentas. Era imposible predecirlas a la perfección.
Otras partidas de exploradores habían evitado esos dos destinos. Habían usado enormes escaleras extensibles para subir a las mesetas durante las altas tormentas. Sin embargo, habían perdido muchos hombres, ya que las cimas de las mesetas proporcionaban poco abrigo a las tormentas y no podían llevar consigo a los abismos carretas u otro tipo de refugio. El mayor problema, según le habían contado, eran las patrullas parshendi. Habían encontrado y matado a docenas de partidas de exploradores.
—¿Kaladin? —preguntó Teft, acercándose y salpicando el agua de un charco donde flotaban trozos de caparazones vacíos de cremlinos—. ¿Estás bien?
—Sí.
—Pareces pensativo.
—Más bien ahíto —respondió Kaladin—. Esa bazofia de esta mañana era especialmente densa.
Teft sonrió.
—No te hacía de los del tipo elocuente.
—Antes lo era más —repuso Kaladin—. Lo heredé de mi madre. Apenas se le podía decir nada sin que le diera la vuelta y te lo devolviera.
Teft asintió. Caminaron en silencio durante un rato. Los hombres del puente que los seguían se rieron cuando Dunny contó una historia de la primera chica a la que había besado.
—Hijo —dijo Teft— ¿has notado algo extraño últimamente?
—¿Extraño? ¿Extraño de qué tipo?
—No sé. Solo…, algo raro. —Tosió—. Ya sabes, como extraños arrebatos de fuerza. La, er…, ¿sensación de que eres más liviano?
—¿La sensación de que soy qué?
—Liviano. Esto…, tal vez, como si tu cabeza fuera más liviana. Ligera. Ese tipo de cosas. Tormentas, muchacho, solo estoy comprobando si sigues enfermo. Esa alta tormenta te sacudió bastante fuerte.
—Estoy bien —dijo Kaladin—. Bastante bien, de hecho.
—Raro ¿no?
Era raro. Aquello aumentaba la acuciante preocupación de que estaba sometido a algún tipo de maldición sobrenatural de las que supuestamente sufría la gente que buscaba la Antigua Magia. Había historias de hombres malvados que se hacían inmortales y eran torturados una y otra vez, como Extes, a quien arrancaban los brazos cada día por haber sacrificado a su hijo a los Portadores del Vacío a cambio de saber el día de su muerte. Era solo un cuento, pero los cuentos salían de alguna parte.
Kaladin vivía cuando todos los demás morían. ¿Era obra de algún spren de Condenación que jugueteaba con él como un vientospren, pero infinitamente más nefando? ¿Le dejaba pensar que podría hacer algún bien, y luego mataba a todos los que intentaba ayudar? Se suponía que había miles de tipos de spren, muchos que la gente no veía nunca o de los que no sabía nada. Syl lo seguía. ¿Podría alguna clase de spren maligno estar haciendo lo mismo?
Una idea muy preocupante.
«Las supersticiones son inútiles —se obligó a afirmar—. Piensa demasiado en ello y acabarás como Durk, insistiendo en que tienes que llevar puestas tus botas de la suerte en cada batalla».
Llegaron a una sección donde el abismo se bifurcaba, rodeando una meseta en las alturas. Kaladin se volvió hacia sus hombres.
—Este lugar es tan bueno como cualquier otro.
Los hombres se detuvieron y se agruparon. Kaladin pudo ver la expectación en sus ojos, la emoción.
Había sentido lo mismo antaño, antes de conocer la amargura y el dolor de la experiencia. Extrañamente, Kaladin sentía que ahora admiraba y a la vez le decepcionaba más la lanza que cuando era joven. Le encantaba la concentración, la sensación de certeza que experimentaba al combatir. Pero eso no había salvado a los que lo seguían.
—Aquí es donde se supone que he de deciros el penoso grupo que formáis —les dijo a los hombres—. Es como se ha hecho siempre. El sargento instructor les dice a los reclutas que son patéticos. Señala sus debilidades, quizá combate con alguno de ellos y los derriba para enseñarles humildad. Yo mismo lo hice unas cuantas veces cuando entrenaba a los lanceros nuevos.
»Hoy no empezaremos así. No necesitáis humildad. No soñáis con la gloria. Soñáis con sobrevivir. Sobre todo, no sois el grupo de reclutas triste y falto de preparación con el que tienen que tratar la mayoría de los sargentos. Sois duros. Os he visto correr durante kilómetros cargando un puente. Sois valientes. Os he visto cargar de frente contra una línea de arqueros. Sois decididos. De lo contrario, no estaríais aquí ahora, conmigo.
Kaladin se acercó a un lado del abismo y recuperó una lanza extraviada de un montón de escombros arrastrados por las riadas. Cuando lo hizo, no obstante, advirtió que le faltaba la punta. Casi estuvo a punto de arrojarla antes de pensarlo mejor.
Las lanzas eran peligrosas para él. Le hacían querer luchar, y podrían llevarlo a pensar que era quien fue una vez: Kaladin Bendito por la Tormenta, el confiado jefe de pelotón. Ya no era ese hombre.
Parecía que cada vez que empuñaba un arma la gente que lo rodeaba moría, amigos y enemigos por igual. Así que, de momento, le pareció bien empuñar aquel trozo de madera: era solo un palo. Nada más. Un palo que podía utilizar para entrenar.
Ya sería capaz de enfrentarse a la lanza en otra ocasión.
—Es bueno que ya estéis preparados —les dijo a los hombres—. Porque no tenemos las seis semanas que me daban para entrenar una nueva hornada de reclutas. Dentro de seis semanas, Sadeas nos habrá hecho matar a la mitad. Yo pretendo veros a todos bebiendo cerveza en una taberna en algún lugar seguro para cuando hayan pasado esas seis semanas.
Varios de los hombres esbozaron una especie de aplauso a medias.
—Tendremos que ser rápidos —dijo Kaladin—. Tendré que exigiros mucho. Es nuestra única opción. —Miró el mango de la lanza—. Lo primero que tenéis que aprender es que no es malo preocuparse.
Los veintitrés hombres formaban una fila doble. Todos habían querido venir. Incluso Leyten, que había resultado malherido. No tenían a ninguno tan grave que no pudiera caminar, aunque Dabbid continuaba mirando a la nada. Roca estaba allí de pie cruzado de brazos, aparentemente sin ningún propósito de aprender a luchar. Shen, el parshmenio, estaba al fondo. Miraba al suelo. Kaladin no tenía pensado ponerle una lanza en las manos.
Varios de los hombres parecieron confusos por lo que Kaladin dijo sobre las emociones, aunque Teft solo alzó una ceja y Moash bostezó.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Drehy. Era un rubio larguirucho y musculoso. Hablaba con un acento particular: era de algún lugar del oeste lejano llamado Rianal.
—Un montón de soldados —dijo Kaladin, pasando el pulgar por el palo, sintiendo el granulado de la madera— piensan que se lucha mejor si eres desapasionado y frío. Creo que eso son restos de tormenta. Sí, tenéis que estar concentrados. Sí, las emociones son peligrosas. Pero si no os preocupa nada ¿qué sois? Animales, impulsados solo para matar. Nuestra pasión es lo que nos hace humanos. Tenemos que luchar por un motivo. Así que digo que está bien preocuparse. Hablaremos de controlar vuestro miedo y vuestra ira, pero recordad esto como la primera lección que os he enseñado.
Varios de los hombres asintieron. La mayoría parecían confundidos todavía. Kaladin recordó cuando estuvo en esa misma situación, preguntándose por qué Tukk perdía el tiempo hablando de emociones. Creía comprender la emoción: su impulso por aprender a lanzar procedía de sus emociones. Venganza. Odio. Un ansia de poder para vengarse de Varth y los soldados de su pelotón.
Alzó la cabeza, tratando de apartar aquellos recuerdos. No, los hombres del puente no comprendían sus palabras sobre la preocupación, pero tal vez lo recordarían más tarde, como había hecho Kaladin.
—La segunda lección —dijo Kaladin, golpeando con la lanza decapitada la roca que tenía al lado con un chasquido que resonó por todo el abismo— es más útil. Antes de que podáis aprender a luchar, vais a aprender a estar en pie.
Soltó la lanza. Los hombres lo miraron con el ceño fruncido, decepcionados.
Kaladin adoptó la postura básica del lancero, los pies separados, pero no demasiado, vueltos hacia los lados, las rodillas dobladas.
—Cikatriz, quiero que vengas e intentes darme un empujón.
—¿Qué?
—Intenta hacerme perder el equilibrio. Oblígame a trastabillar.
Cikatriz se encogió de hombros y avanzó. Trató de empujar a Kaladin, pero este apartó fácilmente sus manos con un rápido golpe de muñeca. Cikatriz maldijo y lo intentó de nuevo, pero Kaladin le cogió el brazo y lo empujó atrás, haciéndolo trastabillar.
—Drehy, ven a ayudarlo —dijo Kaladin—. Moash, tú también. Intentad desequilibrarme.
Los otros dos se unieron a Cikatriz. Kaladin esquivó los ataques, permaneciendo en el centro, ajustando su postura para repeler cada intento. Agarró el brazo de Drehy y le dio un tirón hacia delante, haciendo que casi cayera. Evitó el empujón con el hombro de Cikatriz, desviando el peso del cuerpo del hombre y lanzándolo hacia atrás. Dio un paso atrás cuando Moash lo agarró, causando que perdiera el equilibrio.
Kaladin permaneció completamente tranquilo, serpenteando entre ellos y ajustando su centro de gravedad, doblando las rodillas y colocando los pies.
—El combate comienza con las piernas —dijo Kaladin mientras eludía los ataques—. No me importa lo rápido que seáis con un puñetazo, lo precisos que seáis con un empujón. Si vuestro oponente puede zancadillearos, o haceros tropezar, perderéis. Perder significa morir.
Varios de los hombres que miraban trataron de imitar a Kaladin, agachándose. Cikatriz, Drehy y Moash habían decidido finalmente un ataque coordinado, planeando lanzarse todos contra Kaladin a la vez. Kaladin alzó la mano.
—Bien hecho, vosotros tres.
Les indicó que retrocedieran para reunirse con los demás. Ellos interrumpieron sus ataques, reacios.
—Voy a dividiros por parejas —dijo Kaladin—. Vamos a pasar hoy todo el día, y probablemente todos los días de esta semana, trabajando las poses. Aprendiendo a mantener una, aprendiendo a no clavar las rodillas en el momento en que os veáis amenazados, aprendiendo a mantener vuestro centro de gravedad. Tomará tiempo, pero os prometo que si empezamos por ahí, aprenderéis a ser letales mucho más rápidamente. Aunque al principio parezca que lo único que hacéis es estar de pie.
Los hombres asintieron.
—Teft —ordenó Kaladin—. Divídelos por parejas según tamaño y peso, y luego hazlos adoptar una pose elemental de ataque con lanza.
—¡Sí, señor! —ladró Teft. Entonces se detuvo, advirtiendo que se había mostrado: la velocidad con la que había respondido dejaba claro que había sido soldado. Teft miró a Kaladin a los ojos y vio que este lo sabía. El viejo frunció el ceño, pero Kaladin le devolvió una sonrisa. Tenía a un veterano a sus órdenes: esto iba a hacerlo todo mucho más fácil.
Teft no fingió ignorancia, y fácilmente adoptó el papel del sargento instructor, dividiendo a los hombres en parejas y corrigiendo sus poses. «No me extraña que no se quite nunca esa camisa —pensó Kaladin—, probablemente oculta un buen puñado de cicatrices».
Mientras Teft se encargaba de los hombres, Kaladin señaló a Roca, indicándole que se acercara.
—¿Sí? —preguntó Roca. Su pecho era tan amplio que apenas podía abrocharse el chaleco.
—Antes dijiste que luchar no era digno de ti.
—Así es. No soy ningún cuarto hijo.
—¿Qué tiene eso que ver?
—El primer hijo y el segundo son necesarios para conseguir comida —dijo Roca, alzando un dedo—. Es lo más importante. Sin comida, nadie vive, ¿no? El tercer hijo es artesano. Ese soy yo. Sirvo con orgullo. Solo el cuarto hijo puede ser guerrero. Los guerreros no son tan necesarios como la comida o las herramientas, ¿comprendes?
—¿Vuestra profesión la determina el orden en que nacéis?
—Sí —dijo Roca orgullosamente—. Es la mejor manera. En los Picos, siempre hay comida. No todas las familias tienen cuatro hijos. Así que no siempre es necesario que surja un soldado. No puedo luchar. ¿Qué hombre haría esto ante el Uli’tekanaki?
Kaladin miró a Syl. Ella se encogió de hombros: al parecer no le importaba lo que decía Roca.
—Muy bien —dijo—. Entonces hay otra cosa que quiero que hagas. Ve a por Lopen, Dabbid… —Kaladin vaciló—. Y Shen. También él.
Roca así lo hizo. Lopen estaba en la fila, aprendiendo las poses, aunque Dabbid, como de costumbre, estaba mirando a la nada. Fuera lo que fuese que le había afectado, era peor que el habitual shock de la batalla. Shen estaba a su lado, vacilante, como si no estuviera seguro de qué hacer.
Roca sacó a Lopen de la fila, y luego cogió a Dabbid y Shen y volvió con Kaladin.
—Gancho —dijo Lopen con un perezoso saludo—. Supongo que con una mano seré un lancero muy malo.
—Así es —respondió Kaladin—. Hay otra cosa que necesito que hagas. Gaz y nuestro nuevo capitán, o al menos su esposa, nos causarán problemas si no llevamos de vuelta el material recuperado.
—Nosotros tres no podemos hacer el trabajo de treinta hombres, Kaladin —dijo Roca, rascándose la barba—. No es posible.
—Tal vez no. Pero la mayor parte del tiempo que pasamos en estos abismos lo hacemos buscando cadáveres que no han sido despojados ya de todo. Creo que podemos trabajar mucho más rápido. Tenemos que trabajar mucho más rápido, si nos vamos a entrenar con la lanza. Por fortuna, tenemos una ventaja.
Extendió la mano, y Syl se posó en ella. Había hablado con la vientospren antes, y ella había accedido a su plan. Kaladin no advirtió que hiciera nada especial, pero Lopen de pronto se quedó boquiabierto. Syl se había hecho visible para él.
—Ah… —dijo Roca, inclinando la cabeza en señal de respeto hacia Syl—. Como recoger juncos.
—Que me aspen —dijo Lopen—. ¡Roca, nunca dijiste que fuera tan bonita!
Syl sonrió de oreja a oreja.
—Sé respetuoso —dijo Roca—. No está bien que hables de ella de esa forma, pequeña persona.
Los hombres sabían de Syl, naturalmente. Kaladin no la mencionaba, pero lo veían hablando al aire, y Roca se lo había explicado.
—Lopen —dijo Kaladin—. Syl puede moverse más rápido que un hombre. Buscará lugares para que rebusquéis, y los cuatro podréis recoger cosas más rápidamente.
—Peligroso —dijo Roca—. ¿Y si nos encontramos con un abismoide mientras estamos solos?
—Por desgracia, no podemos volver con las manos vacías. Lo último que queremos es que Hashal decida enviar abajo a Gaz para que nos supervise.
Lopen bufó.
—Él nunca haría eso, gancho. Hay demasiado trabajo aquí abajo.
—Y además es demasiado peligroso —añadió Roca.
—Eso dice todo el mundo —dijo Kaladin—. Pero nunca he visto más que esos arañazos en las paredes.
—Están aquí abajo —insistió Roca—. No es ninguna leyenda. Justo antes de que llegaras, media cuadrilla murió. Devorada. La mayoría de las bestias vienen a las mesetas del centro, pero algunas llegan hasta más lejos.
—Bueno, odio poneros en peligro, pero a menos que intentemos esto, nos quitarán del servicio en el abismo y acabaremos limpiando letrinas.
—Muy bien, gancho —dijo Lopen—. Iré.
—Y yo también —dijo Roca—. Con ali’i’kamura protegiéndonos, tal vez sea seguro.
—Pretendo enseñaros a luchar tarde o temprano —dijo Kaladin. Entonces, como vio que Roca fruncía el ceño, añadió rápidamente—: Me refiero a ti, Lopen. Un brazo no significa que seas inútil. Estarás en desventaja, pero hay cosas que puedo enseñarte. Ahora mismo un carroñero es más importante para nosotros que otra lanza.
—Me parece bien.
Lopen le hizo un gesto a Dabbid, y los dos se fueron juntos a recoger los sacos donde echar el material recuperado. Roca se dispuso a seguirlos, pero Kaladin lo agarró por un brazo.
—No he renunciado a buscar una forma más fácil de salir de aquí que luchar —le dijo Kaladin—. Si no regresáramos nunca, Gaz y los demás probablemente darían por hecho que un abismoide ha acabado con nosotros. Si hubiera algún modo de llegar al otro lado…
Roca se mostró escéptico.
—Muchos lo han intentado.
—El extremo oriental está despejado.
—Sí —respondió Roca, riendo—, y cuando puedas viajar hasta allí sin ser devorado por un abismoide o arrastrado por una riada, te nombraré mi kaluk’i’ki.
Kaladin alzó una ceja.
—Solo una mujer puede ser kaluk’i’ki —dijo Roca, como si eso explicara el chiste.
—¿Una esposa?
Roca se rio aún más fuerte.
—No, no. Llaneros pirados. ¡Ja!
—Magnífico. Mira a ver si puedes memorizar los abismos, tal vez hacer algún tipo de mapa. Sospecho que la mayoría de los que vinieron aquí abajo se ciñeron a las rutas establecidas. Eso significa que es mucho más probable que encontremos material que recuperar en los pasos secundarios, que es adonde voy a enviar a Syl.
—¿Pasos secundarios? —dijo Roca, divertido todavía—. Empiezo a pensar que quieres que nos devoren. Ja, y un conchagrande. Se supone que son sabrosos, no que nos vayan a saborear.
—Yo…
—No, no —dijo Roca—. Es un buen plan. Solo bromeo. Puedo tener cuidado, y eso será bueno también para mí, ya que no quiero luchar.
—Gracias. Tal vez encuentres un lugar que podamos escalar.
—Lo haré —asintió Roca—. Pero no podemos escalar. El ejército tiene muchos exploradores en las Llanuras. Así es como saben que los abismoides salen a pupar ¿no? Nos verán, y no podremos cruzar los abismos sin un puente.
Era un buen argumento, por desgracia. Si escalaban por aquí, los verían. Si escalaban por el centro, estarían atrapados en las mesetas sin ningún sitio al que ir. Si salían más cerca de las zonas parshendi, los descubrirían sus exploradores. Eso suponiendo que pudieran salir de los abismos. Aunque algunos tenían doce o quince metros de profundidad, muchos tenían más de treinta.
Syl se marchó volando para guiar a Roca y su grupo, y Kaladin volvió con el resto de los hombres para ayudar a Teft a corregir poses. Era un trabajo difícil; el primer día siempre lo era. Los hombres eran torpes e inseguros.
Pero también mostraban una notable resolución. Kaladin nunca había trabajado con un grupo que se quejara menos. Los hombres no pedían descanso. No le dirigían miradas de resentimiento cuando les exigía más. Los ceños fruncidos que mostraban iban dirigidos a sus propios defectos, furiosos consigo mismos por no aprender más rápido.
Y lo hicieron. Después de unas cuantas horas, los más talentosos de ellos, con Moash a la cabeza, empezaron a convertirse en luchadores. Sus poses se hicieron más firmes, más confiadas. Cuando tendrían que haberse sentido agotados y frustrados, se mostraban más determinados.
Kaladin quedó en segundo plano y observó a Moash asumir su pose después de que Teft lo empujara. Era un ejercicio doble: Moash dejaba que Teft lo empujara hacia atrás, y entonces aguantaba y fijaba los pies. Una y otra vez. El propósito era entrenarse para volver a la pose sin pensar. Kaladin normalmente no habría empezado esos ejercicios hasta el segundo o el tercer día. Pero aquí Moash lo absorbía después de dos horas. Había otros dos, Drehy y Cikatriz, que aprendían casi igual de rápido.
Kaladin se apoyó contra la pared de roca. El agua fría se filtraba a su lado, y un florvolante abrió vacilante sus hojas como abanicos junto a su cabeza: dos anchas hojas anaranjadas, con espinas en las puntas, desplegándose como puños que se abrían.
«¿Es su entrenamiento en los puentes? ¿O es su pasión?»., se preguntó Kaladin. Les había dado una oportunidad de contraatacar. Ese tipo de oportunidad cambiaba a un hombre.
Al verlos allí resueltos y capaces con poses que acababan de aprender, Kaladin advirtió algo. Esos hombres, expulsados del ejército, obligados a trabajar casi hasta la muerte y alimentados con comida extra por la cuidadosa planificación de Kaladin, eran los reclutas más en forma y más dispuestos que había tenido jamás.
Al pretender aplastarlos, Sadeas había logrado que sobresalieran.