«La luz se vuelve tan lejana. La tormenta nunca cesa. Estoy roto, y todos a mi alrededor han muerto. Lloro por el final de todas las cosas. Él ha ganado. Oh, nos ha derrotado».
—Fechado Palahakev, 1173, 16 segundos antes de la muerte. Sujeto: un marinero thayleño.
Dalinar luchaba, con la Emoción latiendo en su interior, mientras blandía su hoja esquirlada a lomos de Galante. A su alrededor, los parshendi caían con los ojos ardiendo de negro.
Venían contra él en parejas, cada equipo intentaba golpearlo desde una dirección distinta, manteniéndolo ocupado, y esperaban que desorientado. Si una pareja podía se le echaba encima mientras estaba distraído, y podrían desmontarlo. Esas hachas y mazas, golpeando repetidas veces, podrían quebrar su armadura. Era una táctica muy costosa: los cadáveres se amontonaban alrededor de Dalinar. Pero cuando se luchaba contra un portador de esquirlada, todas las tácticas eran costosas.
Dalinar mantenía a Galante en constante movimiento, bailando de un lado a otro, y blandía su espada con amplios mandobles. Permanecía un poco adelantado respecto a sus filas. Un portador de esquirlada necesitaba espacio para luchar: las espadas eran tan largas que era posible herir a tus propios compañeros. Su guardia de honor se acercaría solo si caía o tenía problemas.
La Emoción lo excitaba, le daba fuerzas. No había experimentado de nuevo la debilidad, la náusea de aquel día de batalla de hacía semanas. Tal vez se había estado preocupando por nada.
Hizo volverse a Galante justo a tiempo para enfrentarse a dos parejas de parshendi que lo atacaban por detrás, cantando en voz baja. Dirigió el caballo con las rodillas, ejecutó un experto golpe lateral que cortó los cuellos de los dos parshendi, y luego el brazo de un tercero. Los ojos ardieron en los dos primeros, y se desplomaron. El tercero soltó su arma porque la mano de pronto se le quedó sin vida, abatida, con todos los nervios cortados.
El cuarto miembro de aquel pelotón se apartó, mirando a Dalinar. Era uno de los parshendi que no llevaba barba, y parecía haber algo extraño en su rostro. La estructura de los pómulos era un poco…
«¿Es una mujer? —pensó sorprendido Dalinar—. No puede ser. ¿O sí?».
Tras él, los soldados entonaron vítores mientras un gran número de parshendi se dispersaban para reagruparse. Dalinar bajó su hoja esquirlada, el metal brillante, los glorispren tintineando en el aire a su alrededor. Había otro motivo para permanecer por delante de sus hombres. Un portador de esquirlada no era solo una fuerza de destrucción: era una fuerza de moral e inspiración. Los hombres combatían más vigorosamente si veían a su brillante señor abatiendo a un enemigo tras otro. Los portadores cambiaban las batallas.
Como los parshendi de momento estaban derrotados, Dalinar desmontó de Galante y saltó al suelo. Los cadáveres yacían a su alrededor, sin sangre, aunque cuando se acercó al lugar donde sus hombres habían estado combatiendo, sangre rojo anaranjada manchaba las rocas. Los cremlinos correteaban por el suelo, lamiendo el líquido, y los dolorspren se rebullían entre ellos. Los parshendi heridos yacían mirando al cielo, los rostros máscaras de dolor, cantando una silenciosa y aterradora canción para sí mismos. A menudo eran solo susurros. Nunca gritaban cuando morían.
Dalinar sintió la Emoción retirarse mientras se reunía con su guardia de honor.
—Se están acercando demasiado a Galante —le dijo a Teleb, tendiéndole las riendas. La piel del enorme ryshadio estaba cubierta de sudor espumoso—. No quiero arriesgarlo. Que un hombre lo lleve a retaguardia.
Teleb asintió y llamó a un hombre para que cumpliera la orden. Dalinar sopesó su hoja esquirlada, escrutando el campo de batalla. Los parshendi se estaban reagrupando. Como siempre, los equipos de dos personas eran el foco de su estrategia. Cada pareja tenía armas distintas, y a menudo uno de sus miembros era lampiño mientras que el otro tenía una barba entretejida con gemas. Los eruditos de Dalinar habían sugerido que se trataba de algún tipo de aprendizaje primitivo.
Dalinar inspeccionó a los lampiños en busca de algún indicio de barba. No había ninguno, y más de uno tenía una leve forma femenina en la cara. ¿Podía ser que todos los que no tenían barba fueran mujeres? No parecían tener mucho pecho, y su constitución era como la de los hombres, pero la extraña armadura parshendi podía enmascararlo todo. Los que no tenían barba parecían ligeramente más pequeños, y la forma de sus caras…, al estudiarlas, parecía posible. ¿Podrían las parejas ser maridos y esposas que lucharan juntos? Aquello le pareció extrañamente fascinante. ¿Era posible que, a pesar de seis años de guerra, nadie se hubiera tomado la molestia de examinar los sexos de sus enemigos?
Sí. Las mesetas en liza estaban tan lejos que nadie traía jamás cadáveres parshendi: solo enviaban a hombres a quitarles las gemas de las barbas o a recoger sus armas. Desde la muerte de Gavilar, se habían invertido muy pocos esfuerzos en estudiar a los parshendi. Todo el mundo los quería muertos, y si había algo en lo que los alezi fueran buenos, era en matar.
«Y se supone que tú los tienes que estar matando ahora —se dijo Dalinar—, sin analizar su cultura». Pero sí decidió ordenar a sus soldados que recogieran unos cuantos cadáveres para los eruditos.
Cargó hacia otra sección del campo de batalla, sujetando ante él la hoja esquirlada con las dos manos, asegurándose de no dejar muy atrás a sus soldados. Al sur, pudo ver el estandarte de Adolin ondear mientras dirigía a su división contra los parshendi de esa parte. El muchacho se había estado comportando de manera desacostumbradamente reservada estos últimos días. Equivocarse respecto a Sadeas parecía haberlo vuelto más reflexivo.
Al oeste, el estandarte de Sadeas ondeaba orgulloso. Sus fuerzas impedían a los parshendi alcanzar la crisálida. Había llegado primero, como antes, y se enfrentaba a los parshendi para dar tiempo a llegar a las compañías de Dalinar, quien había considerado extraer pronto las gemas corazón para que los alezi pudieran retirarse, ¿pero por qué poner fin a la batalla tan rápidamente? Sadeas y él consideraban que el verdadero sentido de su alianza era aplastar a tantos parshendi como fuera posible.
Cuantos más mataran, más rápido terminaría esta guerra. Y hasta ahora el plan de Dalinar estaba funcionando. Los dos ejércitos se complementaban. Los ataques de Dalinar habían sido demasiado lentos y habían permitido que los parshendi se posicionaran demasiado bien. Sadeas era rápido (más ahora que podía dejar hombres atrás y concentrarse plenamente en la velocidad), y era aterradoramente eficaz llevando a sus hombres a la meseta para combatir, pero sus tropas no estaban tan bien entrenadas como las de Dalinar. De modo que si Sadeas llegaba primero y aguantaba el tiempo suficiente para que Dalinar pudiera cruzar con sus hombres, la mejor preparación (y las esquirladas superiores) de sus fuerzas actuaría como un martillo contra los parshendi, aplastándolos contra el yunque de Sadeas.
No era fácil en modo alguno. Los parshendi luchaban como abismoides.
Dalinar se lanzó contra ellos, golpeando con su espada, abatiéndolos por todos lados. No podía evitar cierto respeto por los parshendi. Pocos hombres se atrevían a atacar a un portador de esquirlada directamente, al menos no sin tener el peso entero de su ejército obligándolos a avanzar, casi contra su voluntad.
Estos parshendi atacaban con valentía. Dalinar se volvió a uno y otro lado, golpeando, la Emoción brotando en su interior. Con una espada corriente, un luchador se concentraba en controlar sus golpes, atacando y esperando la resistencia. Había que dar golpes rápidos y breves en pequeños arcos. Una hoja esquirlada era diferente. Era enorme, ligerísima. Nunca se sentía el golpe: descargar uno era como atravesar el aire mismo. El truco estaba en controlar el impulso y mantener la espada en movimiento.
Cuatro parshendi se abalanzaron contra él. Parecían saber que actuar en cuartetos era la mejor manera de abatirlo. Si se acercaban demasiado, la longitud de la empuñadura de la espada le haría más difícil luchar. Dalinar giró, trazando un largo arco a la altura de la cintura, y notó las muertes de los parshendi por el leve tirón de la hoja al atravesar sus pechos. Los eliminó a los cuatro, y sintió un arrebato de satisfacción.
Inmediatamente, sintió la náusea.
«¡Condenación! —pensó—. ¡Otra vez no!». Se volvió hacia otro grupo de parshendi mientras los ojos de los muertos ardían y humeaban.
Se lanzó a un nuevo ataque, alzando la espada por encima de la cabeza y descargándola luego en paralelo al suelo. Seis parshendi murieron. Sintió una punzada de pesar y el disgusto por la Emoción. Sin duda estos soldados parshendi merecían respeto, no alegría cuando eran masacrados.
Recordó los momentos en que la Emoción fue más fuerte. Someter a los altos príncipes con Gavilar durante su juventud, hacer retroceder a los veden, combatir a los herdazianos y destruir a los akak reshi. Antaño, la sed de batalla casi lo había hecho atacar al propio Gavilar. Dalinar podía recordar los celos de aquel día unos diez años atrás, cuando el ansia por atacar a su hermano (el único digno oponente que podía ver, el hombre que había ganado la mano de Navani) casi lo había consumido.
Su guardia de honor vitoreó mientras sus enemigos caían. Él se sintió vacío, pero se aferró a la Emoción y logró controlar sus sentimientos y la sobreexcitación. Dejó que la Emoción lo embriagara. Por fortuna, el mareo pasó, pues otro grupo de parshendi lo atacó desde un lado. Ejecutó una pose de viento, moviendo los pies, bajando el hombro y lanzando su peso tras la hoja mientras embestía.
Mató a tres seguidos, pero el cuarto y último parshendi se abrió paso entre sus camaradas caídos, rebasó la guardia de Dalinar y blandió su martillo. Sus ojos estaban muy abiertos de furia y determinación, aunque no gritaba ni aullaba. Tan solo continuaba con su canción.
El golpe agrietó el yelmo de Dalinar. Empujó su cabeza hacia un lado, pero la armadura absorbió la mayor parte del golpe, mientras unas cuantas líneas finas como telarañas se extendían por él. Dalinar pudo verlas brillar levemente, liberando luz tormentosa en los bordes de su visión.
El parshendi estaba demasiado cerca. Dalinar soltó su espada. El arma se disolvió en niebla mientras alzaba un puño blindado y bloqueaba el siguiente martillazo. Entonces golpeó con el otro brazo, descargando un puñetazo en el hombro del parshendi. El golpe arrojó al hombre al suelo. La canción del parshendi se interrumpió. Apretando los dientes, Dalinar se levantó y le dio una patada en el pecho, lanzando el cuerpo unos buenos seis metros al aire. Había aprendido a no fiarse de los parshendi que no estaban incapacitados del todo.
Dalinar bajó las manos e invocó su hoja esquirlada. Se sentía fuerte de nuevo, pues la pasión por la batalla regresaba. «No debería sentirme mal por matar parshendi. Está bien».
Advirtió algo y se detuvo. ¿Qué era aquello que asomaba en la siguiente meseta? Parecía…
Un segundo ejército parshendi.
Varios grupos de exploradores alezi corrían hacia las principales líneas de batalla, pero Dalinar pudo deducir la noticia que traían.
—¡Padre Tormenta! —maldijo, señalando con su espada—. ¡Transmitid la advertencia! ¡Un segundo ejército se acerca!
Varios hombres se dispersaron para obedecer la orden. «Tendríamos que haberlo esperado —pensó—. Empezamos a traer dos ejércitos a las mesetas, así que ellos han hecho lo mismo».
Pero eso implicaba que se habían contenido antes. ¿Lo hacían porque se daban cuenta de que los campos de batalla dejaban poco espacio para maniobrar? ¿O era por la velocidad? Eso no tenía sentido: los alezi tenían que preocuparse por los puentes como puntos de paso que los frenaban cada vez más si traían más soldados. Pero los parshendi podían saltar los abismos. ¿Por qué traer entonces menos tropas de las que disponían?
«Maldición. ¡Sabemos tan poco de ellos!».
Clavó su espada en la roca, intencionadamente, para que no se desvaneciera. Empezó a dar órdenes. Su guardia de honor formó alrededor, convocando exploradores y enviando mensajeros. Durante un breve lapso, Dalinar fue un general que planeaba tácticas en vez de un guerrero avanzado.
Tardaron tiempo en cambiar la estrategia de batalla. Un ejército se convertía a veces en un enorme chull que avanzaba pesadamente, lento en reaccionar. Antes de que sus órdenes pudieran llevarse a cabo, el nuevo ejército parshendi empezó a cruzar al lado norte. Allí era donde estaba combatiendo Sadeas. Dalinar no podía ver bien, y los informes de los exploradores tardaban demasiado.
Miró a un lado. Cerca había una alta formación rocosa. Tenía lados irregulares y parecía un puñado de tablas apiladas unas encima de otras. Cogió su hoja esquirlada en mitad de un informe y cruzó corriendo el terreno rocoso, aplastando unos cuantos rocabrotes con sus botas acorazadas. La Guardia de Cobalto y los mensajeros formaron rápidamente.
En la formación rocosa, Dalinar hizo a un lado su espada, dejando que se disolviera en humo. Dio un salto y se agarró a la roca, escalándola. Segundos después, se encaramó en su llana cima.
El campo de batalla se extendía bajo él. El principal ejército parshendi era una masa de rojo y blanco en el centro de la meseta, presionado ahora en dos de sus alas por los alezi. Las cuadrillas de los puentes de Sadeas esperaban en una meseta al oeste, ignoradas, mientras las nuevas fuerzas parshendi cruzaban desde el norte hacia el campo de batalla.
«Padre Tormenta, sí que saben saltar», pensó Dalinar, viendo a los parshendi cruzar el abismo con poderosos brincos. Seis años de lucha le habían enseñado a Dalinar que los soldados humanos, sobre todo si usaban armadura ligera, podían correr más que las tropas parshendi si tenían que recorrer más de unas pocas docenas de metros. Pero esas gruesas y poderosas piernas parshendi podían llevarlos muy lejos cuando saltaban.
Ni un solo parshendi perdió pie al cruzar el abismo. Se acercaban al trote, y luego se abalanzaban con un impulso veloz unos tres metros, lanzándose adelante. La nueva fuerza se dirigió al sur, hacia el ejército de Sadeas. Alzando una mano para protegerse de la brillante luz blanca del sol, Dalinar descubrió que podía distinguir el estandarte personal de Sadeas.
Se hallaba directamente en el camino de la fuerza parshendi que llegaba. Sadeas solía permanecer detrás de sus ejércitos, en posición segura. Ahora, esa posición se había convertido de pronto en la línea frontal, y los otros soldados de Sadeas eran demasiado lentos para interrumpir el combate y reaccionar. No tenía ningún apoyo.
«Tengo que enviarle mis lanceros de reserva…»., pensó Dalinar.
Pero no, serían demasiado lentos.
Los lanceros no podrían alcanzarlo. Pero alguien a caballo sí.
—¡Galante! —gritó Dalinar, lanzándose desde lo alto de la formación rocosa. Cayó al suelo, la armadura absorbió el impacto y quebró la piedra. La luz tormentosa se arremolinaba a su alrededor, brotando de su armadura, y las grebas se agrietaron ligeramente.
Galante se libró de sus cuidadores y atravesó galopando la llanura a la llamada de Dalinar. Cuando el caballo se acercó, Dalinar se agarró al pomo de la silla y montó.
—¡Seguidme si podéis —le gritó a su guardia de honor—, y enviad un mensajero a mi hijo diciéndole que está ahora al mando de nuestro ejército!
Dalinar espoleó a Galante y galopó a lo largo del perímetro del campo de batalla. La guardia llamó a sus caballos, pero tendrían problemas para alcanzar a un ryshadio.
Así fuera.
Los soldados en lucha se convirtieron en un borrón a la derecha de Dalinar. Se inclinó hacia delante en la silla, sintiendo el viento sisear mientras soplaba sobre su armadura. Extendió una mano e invocó a Juramentada, que apareció en su palma, humeante y cubierta de escarcha, mientras volvía a Galante hacia el extremo occidental del campo de batalla. El ejército parshendi original se hallaba entre sus fuerzas y las de Sadeas. No tenía tiempo para rodearlos. Así, inspirando profundamente, Dalinar se lanzó hacia el centro. Sus filas estaban desplegadas por la forma en que combatían.
Galante las atravesó al galope, y los parshendi se apartaron del camino del enorme caballo, maldiciendo en su melódico lenguaje. Los cascos resonaron como un trueno sobre las rocas; Dalinar acicateó a Galante con las rodillas. Tenían que conservar el impulso. Algunos parshendi que combatían delante contra las fuerzas de Sadeas se volvieron y corrieron hacia él. Vieron la oportunidad. Si Dalinar caía, estaría solo, rodeado por miles de enemigos.
El corazón de Dalinar redobló mientras extendía su hoja, tratando de apartar a los parshendi que se acercaban demasiado. En cuestión de minutos, se acercó a la línea parshendi noroccidental. Allí, sus enemigos estaban en formación, alzaban las lanzas y las golpeaban contra el suelo.
«¡Maldición!». Los parshendi nunca habían usado antes ese tipo de lanza contra la caballería. Estaban empezando a aprender.
Dalinar atacó a la formación, y luego, en el último momento, hizo volverse a Galante, para correr en paralelo al muro de lanzas. Extendió a un lado la hoja esquirlada, rompiendo las puntas de las lanzas y alcanzando unos cuantos brazos. Un grupo de parshendi vaciló, y Dalinar tomó aire y lanzó a Galante directamente contra ellos, cortando un puñado de lanzas. Otra rebotó en su hombro acorazado, y Galante recibió un largo arañazo en el flanco izquierdo.
Su impulso los llevó adelante, y con un relincho Galante se libró de la línea parshendi justo al lado de donde la fuerza principal de Sadeas luchaba contra el enemigo.
El corazón de Dalinar martilleaba. Dejó atrás a los hombres de Sadeas, galopando hacia las líneas de retaguardia, donde un hirviente y desorganizado caos de hombres intentaba reaccionar contra la nueva fuerza parshendi. Los hombres gritaban y morían, un amasijo de verde bosque alezi y de parshendi en blanco y rojo.
«¡Allí!». Dalinar vio el estandarte de Sadeas ondear un instante antes de caer. Se arrojó de la silla de Galante y alcanzó el suelo. El caballo se volvió, comprendiendo. Su herida era mala, y Dalinar no lo expondría más al peligro.
Era hora de que comenzara de nuevo la matanza.
Se abalanzó contra la fuerza parshendi desde el lateral, y algunos se volvieron, con expresiones de sorpresa en sus rostros habitualmente imperturbables. En ocasiones los parshendi parecían extraños, pero sus emociones eran muy humanas. La Emoción se alzó y Dalinar no la contuvo. La necesitaba demasiado. Un aliado estaba en peligro.
Era hora de dejar suelto al Espina Negra.
Dalinar se abrió paso entre las líneas parshendi. Los abatía como el hombre que barre las migajas de una mesa después de comer. No había ninguna precisión controlada, ningún cuidadoso enfrentamiento de unos pocos pelotones con su guardia de honor sirviendo de apoyo. Esto era un ataque en pleno, con todo el poder y la fuerza mortal de toda una vida de matar ampliada por las esquirladas. Era como una tempestad, abatiendo piernas, torsos, brazos, cuellos, matando, matando, matando. Era un torbellino de muerte y acero. Las armas rebotaban en su armadura, dejando diminutas grietas. Mató a docenas, moviéndose siempre, abriéndose paso hacia donde había caído el estandarte de Sadeas.
Los ojos ardían, las espadas destellaban al cielo, y los parshendi cantaban. La cercana presión de sus propias tropas, que aumentaban al atacar la línea de Sadeas, los inhibía. Pero no a Dalinar. No tenía que preocuparse por alcanzar a amigos, ni que su arma quedara atascada en la carne o en alguna armadura. Y si los cadáveres se interponían en su camino, los cortaba: la sangre muerta se cercenaba como el acero y la madera.
Pronto, la sangre parshendi salpicó el aire mientras mataba, cortaba, empujaba. La espada del hombro hacia el lado, adelante y atrás, girando ocasionalmente para barrer a aquellos que intentaban atacarlo desde atrás.
Tropezó en un bulto de tela verde. El estandarte de Sadeas. Dalinar se dio la vuelta, buscando. Tras él había dejado un reguero de cadáveres que rápida pero cuidadosamente era cubierta por más parshendi dispuestos a atacarlo. Excepto a su izquierda. Ninguno de los parshendi de aquel lado se volvieron hacia él.
«¡Sadeas!»., pensó Dalinar, saltando hacia delante, abatiendo a los parshendi desde atrás. Eso reveló a un grupo reunido en círculo, golpeando algo que había debajo. Algo que filtraba luz tormentosa.
En el suelo, a un lado, había un gran martillo de portador, caído donde Sadeas al parecer lo había dejado caer. Dalinar dio un salto adelante, soltó su espada y agarró el martillo. Rugió mientras lo blandía contra el grupo, apartando a una docena de parshendi, y luego se volvió y lo descargó contra el lado opuesto. Los cuerpos volaron por los aires, impulsados atrás.
El martillo funcionaba mejor en las distancias cortas: la espada simplemente habría matado a los hombres, arrojando sus cadáveres al suelo y dejando a Dalinar acorralado y sin espacio. El martillo, sin embargo, apartaba los cuerpos. Saltó en mitad de la zona que acababa de despejar, posicionándose con un pie a cada lado del caído Sadeas. Inició el proceso de invocar de nuevo su espada y golpeó a su alrededor con el martillo, dispersando a sus enemigos.
Al noveno latido de su corazón, lanzó el martillo a la cara de un parshendi, y luego dejó que Juramentada se formara en sus manos. Adoptó inmediatamente la pose del viento. Miró al suelo. La armadura de Sadeas filtraba luz tormentosa por una docena de grietas diferentes. La coraza había sido aplastada por completo; trozos rotos e irregulares de metal sobresalían, mostrando el uniforme de debajo. Hilillos de humo radiante brotaban de los agujeros.
No había tiempo de comprobar si todavía estaba vivo. Los parshendi vieron ahora que no uno, sino dos portadores, estaban a su alcance, y se lanzaron contra Dalinar. Un guerrero tras otro fueron cayendo mientras Dalinar los mataba por docenas, protegiendo el espacio a su alrededor.
No podía detenerlos. Su armadura recibió golpes, principalmente en los brazos y la espalda. Crujía como un cristal bajo demasiada tensión.
Rugió, abatiendo a cuatro parshendi más mientras otros dos lo atacaban por detrás y hacían que su armadura vibrara. Dio media vuelta y mató a uno, mientras el otro apenas se ponía fuera de su alcance. Empezó a jadear, y cuando se movía rápido dejaba en el aire hilos de luz tormentosa azul. Se sentía como una presa ensangrentada que intentara defenderse de mil depredadores diferentes a la vez.
Pero no era ningún chull, cuya única protección era esconderse. Mataba, y la Emoción se alzaba in crescendo en su interior. Sentía un peligro real, una posibilidad de caer, y eso hacía que la Emoción brotara. Casi se ahogó en ella, en la alegría, el placer, el deseo. El peligro. Más y más golpes llegaron; más y más parshendi pudieron esquivar o ponerse fuera del alcance de su espada.
Sintió una brisa atravesando la parte posterior de su coraza. Fría, terrible, aterradora. Las grietas se agrandaban. Si la coraza reventaba…
Gritó, atravesando con su hoja a un parshendi, reventando sus ojos, abatiendo al hombre sin dejarle una marca en la piel. Dalinar alzó la espada, se volvió, cortó las piernas de otro enemigo. Su interior era una tempestad de emociones, y su ceño bajo el yelmo estaba cubierto de sudor. ¿Qué le sucedería al ejército alezi si Sadeas y él caían aquí? ¿Dos altos príncipes muertos en la misma batalla, dos armaduras y una espada perdidas?
No podía suceder. No caería aquí. No sabía aún si estaba loco o no. ¡No podía morir hasta saberlo!
De repente, un puñado de parshendi que no lo habían atacado murieron. Una figura con una brillante armaduría azul se abrió paso entre ellos. Adolin sujetaba su enorme hoja esquirlada en una sola mano, el metal brillando.
Adolin volvió a golpear, y la Guardia de Cobalto se abalanzó hacia delante, cubriendo la abertura que había creado. La canción de los parshendi cambió de tempo, volviéndose frenética, y cayeron mientras llegaban más y más soldados, algunos de verde, otros de azul.
Dalinar se arrodilló, agotado, dejando que su espada se desvaneciera. Su guardia lo rodeó, y el ejército de Adolin los envolvió a todos, arrollando a los parshendi, obligándolos a retroceder. En unos minutos, la zona estuvo asegurada.
El peligro había pasado.
—Padre —dijo Adolin, arrodillándose a su lado y quitándose el yelmo. El cabello rubio y negro del joven estaba despeinado y sudoroso—. ¡Tormentas! ¡Me has dado un susto! ¿Estás bien?
Dalinar se quitó el yelmo, sintiendo el aire fresco y dulce en el rostro húmedo. Inspiró profundamente y luego asintió.
—Tu sentido de la oportunidad es…, bastante bueno, hijo.
Adolin lo ayudó a ponerse en pie.
—Tuve que atravesar las filas de todo el ejército parshendi. No es por ser irrespetuoso, padre, ¿pero qué tormentas te hizo meterte en un lío como este?
—La comprensión de que podías manejar el ejército si yo caía —dijo Dalinar, dándole un golpecito a su hijo en el brazo. Las armaduras tintinearon.
Adolin miró la espalda de la coraza de Dalinar, y sus ojos se abrieron de par en par.
—¿Mala cosa? —preguntó Dalinar.
—Parece que está sujeta por saliva e hilo. Filtras luz tormentosa como un odre de vino usado para prácticas de tiro con arco.
Dalinar asintió, suspirando. Ya notaba que la coraza le dificultaba los movimientos, Probablemente tendría que quitársela antes de regresar al campamento, no fuera a inmovilizarse con él dentro.
A un lado, varios soldados libraban a Sadeas de su armadura. Tenía tan mal aspecto que la luz había cesado de fluir excepto en algunos hilos diminutos. Podía arreglarse, pero sería caro: regenerar las armaduras esquirladas generalmente rompía las gemas de donde sacaba la luz.
Los soldados de Sadeas le quitaron el yelmo, y Dalinar sintió alivio al ver que su antiguo amigo parpadeaba, desorientado pero en substancia ileso. Tenía un corte en el muslo, donde uno de los parshendi lo había alcanzado con una espada, y unos cuantos arañazos en el pecho.
Sadeas alzó la cabeza y miró a Dalinar y Adolin. Dalinar se envaró, esperando ser recriminado: esto había sucedido porque había insistido en luchar con dos ejércitos en la misma meseta. Eso había instado a los parshendi a traer otro ejército. Dalinar tendría que haber enviado exploradores para prever esa contingencia.
Sadeas, sin embargo, mostró una amplia sonrisa.
—¡Padre Tormenta, sí que ha estado cerca! ¿Cómo va la batalla?
—Los parshendi están derrotados —dijo Adolin—. La última fuerza que resistía era la que os rodeaba. Nuestros hombres están extrayendo la gema corazón en este momento. La victoria es nuestra.
—¡Volvemos a vencer! —dijo Sadeas, triunfal—. ¡Dalinar, parece que de vez en cuando ese viejo cerebro senil tuyo puede ofrecer un par de buenas ideas!
—Tenemos la misma edad, Sadeas —recordó Dalinar mientras los mensajeros se acercaban, trayendo informes del resto del campo de batalla.
—Difundid la noticia —proclamó Sadeas—. ¡Esta noche, todos mis soldados tendrán un festín como si fueran ojos claros!
Sonrió mientras sus soldados lo ayudaban a ponerse en pie, y Adolin se alejó para recibir los informes de los exploradores. Sadeas rechazó la ayuda insistiendo en que podía permanecer en pie a pesar de su herida, y empezó a llamar a sus oficiales.
Dalinar se volvió a buscar a Galante y asegurarse de que atendían la herida del caballo. Sin embargo, mientras lo hacía, Sadeas lo cogió del brazo.
—Debería estar muerto —dijo Sadeas en voz baja.
—Tal vez.
—No vi mucho. Pero me parece que te vi solo. ¿Dónde estaba tu guardia de honor?
—Tuve que dejarla atrás. Era la única manera de alcanzarte a tiempo.
Sadeas frunció el ceño.
—Ha sido un riesgo terrible, Dalinar. ¿Por qué?
—No se abandona a los aliados en el campo de batalla. No a menos que no haya otra opción. Es uno de los Códigos.
Sadeas sacudió la cabeza.
—Ese honor tuyo te costará la vida, Dalinar. —Parecía divertido—. ¡Y no es que me apetezca quejarme de eso hoy!
—Si muero, lo haré habiendo vivido bien mi vida. No es el destino lo que importa, sino cómo se llega a él.
—¿Los Códigos?
—No. El camino de los reyes.
—Ese libro de la tormenta.
—Ese libro de la tormenta te ha salvado hoy la vida, Sadeas. Creo que empiezo a comprender qué veía en él Gavilar.
Sadeas hizo una mueca, aunque miró su armadura, que yacía en pedazos. Sacudió la cabeza.
—Tal vez te permita contarme qué quieres decir. Me gustaría comprenderte de nuevo, viejo amigo. Estoy empezando a preguntarme si lo hice alguna vez. —Soltó el brazo de Dalinar—. ¡Que alguien me traiga mi caballo! ¿Dónde están mis oficiales?
Dalinar se marchó, y rápidamente encontró a varios miembros de su guardia atendiendo a Galante. Mientras se reunía con ellos, le sorprendió el enorme número de cadáveres que había en el suelo. Trazaban una línea desde donde se había abierto paso a través de las filas parshendi para llegar hasta Sadeas, un sendero de muerte.
Miró hacia donde había plantado su defensa. Docenas de muertos. Tal vez centenares.
«Sangre de mis padres —pensó—. ¿He hecho yo todo eso?». No había matado en tan gran número desde los primeros días en que ayudó a Gavilar a unir Alezkar. Y no se había sentido enfermo ante la visión de la muerte desde su juventud.
Sin embargo, ahora se sentía asqueado, apenas capaz de mantener su estómago bajo control. No vomitaría en el campo de batalla. Sus hombres no deberían ver eso.
Se marchó tambaleándose, una mano en la cabeza, la otra portando el yelmo. Debería estar exultante. Peo no podía. Simplemente…, no podía.
«Te hará falta para lograr comprenderme, Sadeas —pensó—. Porque tengo unos problemas de Condenación intentando comprenderme a mí mismo».