A Nan Balat le gustaba matar.
No a personas. Personas nunca, sino animales, a esos los podía matar. Sobre todo a los pequeños. No estaba seguro de por qué eso le hacia sentirse mejor: simplemente, así era.
Estaba sentado en el porche de su mansión, arrancando una a una las patas de un cangrejito. Había una sensación de placer en ir arrancándoselas: tiró levemente de la primera, y el animal se tensó. Luego tiró con más fuerza, y empezó a agitarse. Los ligamentos resistieron, luego empezaron a rasgarse, seguidos de un rápido chasquido. El cangrejo se agitó un poco más, y Nan Balat le alzó la pata, sosteniendo al bicho con dos dedos de la otra mano.
Suspiró satisfecho. Arrancar una pata lo tranquilizaba, hacía que los dolores de su cuerpo se retiraran. Arrojó la pata por encima del hombro y pasó a la siguiente.
No le gustaba hablar de esta costumbre suya. Ni siquiera se lo mencionaba a Eylita. Era solo algo que hacía. Había que mantener la cordura de algún modo.
Terminó con las patas y se levantó, apoyado en su bastón, y se volvió a mirar los jardines Davar, que estaban compuestos por muros de piedra cubiertos por varios tipos de enredaderas. Eran hermosos, aunque Shallan era la única que los apreciaba realmente. Esta zona de Jah Kevev (al suroeste de Alezkar, en un altiplano aislado por montañas como los Picos Comecuernos) era extensa en enredaderas. Crecían por todas partes, cubriendo la mansión, desarrollándose sobre los escalones. Al aire libre, colgaban de los árboles, crecían en las extensiones rocosas, tan ubicuas como lo era la hierba en otras zonas de Roshar.
Balat se acercó al filo del porche. Unos cantarines salvajes empezaron a cantar en la distancia, rozando sus conchas irregulares. Cada uno tocaba una nota y un ritmo distinto, aunque en realidad no podían ser consideradas melodías. Las melodías eran cosas de humanos, no de animales. Pero cada una era una canción, y en ocasiones parecían cantarse y responderse unos a otros.
Balat bajó los escalones uno a uno, mientras las enredaderas temblaban y se retiraban antes de que sus pies se posaran. Habían pasado casi seis meses desde la partida de Shallan. Esta mañana, habían tenido noticias de ella a través de la vinculacañas: había tenido éxito en la primera parte de su plan, y se había convertido en pupila de Jasnah Kholin. Y así, su hermana pequeña, que nunca antes había salido de las propiedades familiares, se preparaba para robarle a la mujer más importante del mundo.
Bajar los escalones era para él un esfuerzo deprimente. «Veintitrés años y ya soy un lisiado», pensó. Seguía sintiendo un dolor constante y latente. La fractura había sido mala, y el cirujano había estado a punto de decidir amputarle la pierna entera. Tal vez podría estar agradecido de que eso no hubiera sido necesario, aunque siempre tendría que caminar usando un bastón.
Scrak estaba jugando con algo en el jardín de retiro, un lugar donde habían plantado hierba cultivada y al que habían mantenido libre de enredaderas. La gran sabueso-hacha correteaba, mordisqueando el objeto, las antenas aplastadas contra su cráneo.
—Scrak —dijo Balat, acercándose cojeando—, ¿qué has encontrado, chica?
La sabueso-hacha miró a su mano, alzando las antenas. La sabueso tronó con dos voces resonantes que se solaparon una con otra, y luego continuó jugando.
«Maldita criatura —pensó Balat con afecto—, nunca obedece adecuadamente». Llevaba criando sabuesos-hacha desde su juventud, y había descubierto (como muchos antes que él) que cuanto más inteligente era el animal, más probable era que desobedeciera. Oh, Scrak era leal, pero te ignoraba en las pequeñas cosas. Como un niño pequeño que intenta demostrar su independencia.
Al acercarse, vio que Scrak había conseguido capturar un cantarín. La criatura, del tamaño de un puño, tenía forma de disco con punta y cuatro brazos que surgían de los lados y arañaban ritmos en la parte superior. Normalmente cuatro patas cortas lo sujetaban a una pared de roca, aunque Scrak las había arrancado a mordiscos. Había hecho lo mismo con dos de los brazos, y había conseguido romper el cascarón. Balat casi se lo quitó para arrancar los otros dos brazos, pero decidió que era mejor dejar que Scrak se divirtiera.
Scrak soltó al cantarín y miró a Balat, alzando inquisitiva las antenas. Era delgada y estilizada, las seis patas extendidas ante ella mientras se sentaba sobre sus cuartos traseros. Los sabuesos-hacha no tenían caparazones ni piel; en cambio, su cuerpo estaba cubierto de una fusión de las dos, suave al tacto y más flexible que el auténtico caparazón, pero más duro que la piel y hecho de secciones entrelazadas. La cara angular de la sabueso parecía llena de curiosidad mientras sus profundos ojos negros miraban a Balat. Tronó suavemente.
Balat sonrió, extendió la mano y rascó tras los agujeros de las orejas de la sabueso. El animal se apoyó contra él: probablemente pesaba tanto como Balat mismo. Los sabuesos-hacha más grandes llegaban hasta la altura de la cintura de un hombre, aunque Scrak era de una raza más pequeña y más rápida.
El cantarín se estremeció y Scrak saltó ansiosamente encima, aplastándole la concha con sus fuertes mandíbulas exteriores.
—¿Soy un cobarde, Scrak? —preguntó Balat, sentándose en un banco. Hizo a un lado el bastón y cogió un cangrejillo que se escondía a un lado del banco y había vuelto blanca su concha para igualar el color de la piedra.
Alzó al animal, que se rebullía. El verde de la hierba había sido cultivado para que fuera menos tímido, y asomó de sus agujeros solo unos momentos después de que pasara. Otras plantas exóticas florecían en las conchas o los agujeros del suelo, y pronto parches de rojo, naranja y azul ondularon con el viento a su alrededor. La zona alrededor de la sabueso-hacha permaneció pelada, naturalmente. Scrak se estaba divirtiendo con su presa, y hacía que incluso las plantas menos cultivadas se ocultaran en sus cubiles.
—No podría haber ido en persecución de Jasnah —dijo Balat, empezando a arrancar las patas al cangrejillo—. Solo una mujer podría acercarse lo suficiente para robar el moldeador de almas. Así lo decidimos. Además, alguien tiene que quedarse a cuidar de las necesidades de la casa.
Las excusas eran huecas. Sí que se sentía como un cobarde. Arrancó unas cuantas patas más, pero eso no le produjo ninguna satisfacción. El cangrejo era demasiado pequeño, y las patas se desprendían con demasiada facilidad.
—El plan ni siquiera funcionará —dijo, arrancando la última pata. Era extraño mirar así a la criatura cuando no tenía patas. El cangrejo seguía vivo. Sin embargo, ¿cómo podía saberlo? Sin patas que menear, la criatura parecía tan muerta como una piedra.
«Los brazos —pensó Balat—. Los agitamos para que parezca que estamos vivos. Para eso sirven». Metió los dedos entre las mitades del caparazón del cangrejo y empezó a separarlas. En esto, al menos, notó una sensación de resistencia.
Eran una familia rota. Años de sufrir el temperamento brutal de su padre habían impulsado a Asha Jushu al vicio y a Tet Wikim a la desesperación. Solo Balat había escapado ileso. Balat y Shallan. A ella la habían dejado en paz, intacta. En ocasiones, Balat la había odiado por eso, pero ¿cómo se podía odiar a alguien como Shallan? Tímida, callada, delicada.
«Nunca tendría que haberla dejado marchar —pensó—. Tendría que haber habido otro modo». Sola, ella no lo conseguiría nunca. Probablemente estaba aterrada. Era asombroso que hubiera conseguido tanto.
Arrojó los pedazos del cangrejo por encima del hombro. «Si tan solo Helaran hubiera sobrevivido». Su hermano mayor, entonces conocido como Nan Helaran, ya que era el primogénito, se había enfrentado continuamente a su padre. Bueno, ahora estaba muerto, igual que su padre. Habían dejado atrás una familia de lisiados.
—¡Balat! —exclamó una voz. En el porche apareció Wikim. Parecía que el joven había superado su reciente arrebato de melancolía.
—¿Qué? —dijo Balat, volviéndose.
Wikim bajó corriendo las escaleras, mientras las enredaderas, y luego la hierba, se apartaban a su paso.
—Tenemos un problema.
—¿Qué tipo de problema?
—Bastante grande, diría yo. Vamos.