UN AÑO ANTES
Kaladin volvió la piedra entre sus dedos, dejando que las facetas de cuarzo suspendido captaran la luz. Estaba apoyado en un gran peñasco, un pie contra la roca, la lanza a su lado.
La piedra captó la luz, haciéndola girar con distintos colores, dependiendo de la dirección en la que la volviera. Los hermosos y diminutos cristales titilaban, como las ciudades hechas de gemas que se mencionaban en los cuentos.
A su alrededor, el ejército del alto mariscal Amaram se disponía a la batalla. Seis mil hombres afilaban sus lanzas o se colocaban las armaduras de cuero. El campo de batalla estaba cerca y, sin ninguna alta tormenta a la espera, el ejército había pasado la noche en sus tiendas.
Habían pasado casi cuatro años desde que se unió al ejército de Amaram aquella noche lluviosa. Cuatro años. Y una eternidad.
Los soldados corrían de un lado a otro. Algunos saludaban a Kaladin con la mano o a viva voz. Él les respondió asintiendo, se guardó la piedra en el bolsillo, y se cruzó de brazos a la espera. No muy lejos, el estandarte de Amaram ondeaba ya, un campo burdeos blasonado con un glifopar verde oscuro en forma de espinablanca con los colmillos alzados. Merem y khan, honor y determinación. El estandarte ondeaba ante el sol naciente, y el frío de la mañana empezaba a dar paso al calor del día.
Kaladin miró al este, hacia la casa a la que nunca podría regresar. Lo había decidido meses atrás. Su alistamiento terminaría dentro de semanas, pero se enrolaría de nuevo. No podía enfrentarse a sus padres después de haber roto la promesa de proteger a Tien.
Un fornido soldado ojos oscuros corrió hacia él, con un hacha atada a la espalda, nudos blancos en los hombros. El arma no estándar era un privilegio por ser jefe de pelotón. Gare tenía brazos carnosos y una tupida barba negra, aunque había perdido una gran parte del cuero cabelludo del lado derecho de la cabeza. Lo seguían dos de sus sargentos, Nalem y Korabet.
—Kaladin —dijo Gare—. ¡Padre Tormenta, hombre! ¿Por qué me molestas? ¡Un día de batalla!
—Soy bien consciente de lo que nos espera, Gare —dijo Kaladin, todavía cruzado de brazos. Varias compañías estaban formando filas ya. Dallet se encargaría de que el pelotón de Kaladin lo hiciera también. En primera línea, habían decidido. Su enemigo, un ojos claros llamado Hallaw, era aficionado a las descargas a distancia. Habían combatido a sus hombres varias veces antes. Una de esas ocasiones había quedado grabada a fuego en la memoria y el alma de Kaladin.
Se había unido al ejército de Amaram esperando defender las fronteras alezi…, y eso hacía. Contra otros alezi. Terratenientes menores que buscaban rebañar trozos de las tierras del alto príncipe Sadeas. De vez en cuando, los ejércitos de Amaram intentaban apoderarse de territorios de otros altos príncipes, tierras que Amaram sostenía que pertenecían a Sadeas y habían sido robadas años antes. Kaladin no sabía cómo interpretar aquello. De todos los ojos claros, Amaram era el único en quien confiaba. Pero parecía que estaban haciendo lo mismo que los ejércitos a los que combatían.
—¿Kaladin? —preguntó Gare, impaciente.
—Tienes algo que quiero —dijo Kaladin—. Un nuevo recluta, el que vino ayer mismo. Galan dice que se llama Cenn.
Gare hizo una mueca.
—¿Se supone que tengo que jugar contigo a este juego ahora? Habla conmigo después de la batalla. Si el chico sobrevive, tal vez te lo dé.
Se volvió para marcharse, seguido de sus subalternos.
Kaladin se irguió y recogió su lanza. El movimiento detuvo a Gare en seco.
—No va a ser ningún problema para ti —dijo Kaladin tranquilamente—. Envía al chico a mi pelotón. Acepta tu paga. Quédate callado. —Tendió una bolsa de esferas.
—¿Y si no quiero venderlo? —dijo Gare, volviéndose.
—No lo estás vendiendo. Me lo estás transfiriendo.
Gare miró la bolsa.
—Bueno, tal vez no me guste que todo el mundo haga lo que les dices. No me importa lo bueno que seas con la lanza. Mi pelotón es mío.
—No voy a darte más, Gare —dijo Kaladin, dejando caer la bolsa al suelo. Las esferas tintinearon—. Los dos sabemos que el chico es inútil para ti. Sin formación, mal equipado, demasiado pequeño para ser un buen soldado de primera línea. Envíamelo.
Kaladin se dio la vuelta y empezó a marcharse. Segundos después, oyó un tintineo cuando Gare recuperó la bolsa.
—No se puede reprochar a un hombre el intentarlo.
Kaladin siguió andando.
—¿Qué significan esos reclutas para ti, de todas formas? —preguntó Gare a sus espaldas—. ¡La mitad de tu pelotón está compuesto por hombres demasiado pequeños para luchar bien! ¡Casi parece que quieres que los maten!
Kaladin lo ignoró. Atravesó el campamento, saludando a los que lo saludaban. La mayoría se apartó de su camino, bien porque lo conocían y lo respetaban o porque habían oído hablar de su reputación. El jefe de pelotón más joven del ejército, solo cuatro años de experiencia y ya al mando. Un ojos oscuros tenía que viajar a las Llanuras Quebradas para ascender.
El campamento era un caos de soldados corriendo con preparativos de último minuto. Más y más compañías se congregaban en primera línea, y Kaladin pudo ver al enemigo formando en la hondonada al otro lado del campo, al oeste.
El enemigo. Así era como lo llamaban. Y sin embargo cada vez que había una disputa fronteriza de verdad con los veden o los reshi, esos hombres se alineaban con las tropas de Amaram y luchaban juntos. Era como si la Vigilante Nocturna jugueteara con ellos, practicando algún juego de azar prohibido, colocando de vez en cuando a los hombres en su tablero como aliados, y luego disponiendo que se mataran unos a otros al día siguiente.
No era cosa que tuvieran que pensar los lanceros. Eso le habían dicho. Repetidamente. Debía escuchar, ya que su deber era mantener su pelotón con vida lo mejor que pudiera. Ganar era secundario.
«No se puede matar para proteger…».
Encontró fácilmente el puesto del cirujano; pudo oler los antisépticos y los pequeños fuegos encendidos. Esos olores le recordaron su juventud, que ahora parecía tan, tan lejana. ¿De verdad que había planeado ser cirujano? ¿Qué les habría pasado a sus padres? ¿Y a Roshone?
Ahora ya no importaba. Les había enviado la noticia a través de las escribas de Amaram, una escueta nota que le había costado una semana de sueldo. Ellos sabían que había fracasado, y sabían que no pretendía regresar. No hubo respuesta.
Ven era el jefe de los cirujanos, un hombre alto de nariz hinchada y cara larga. Estaba viendo cómo sus aprendices doblaban vendas. Kaladin pensó una vez en dejarse herir para unirse a ellos: todos los aprendices tenían alguna incapacitación que les impedía luchar. Pero no había podido hacerlo. Herirse a sí mismo parecía una cobardía. Además, la cirugía era su antigua vida. En cierto modo, ya no se la merecía.
Kaladin sacó de su cinturón una bolsa de esferas, con intención de lanzársela a Ven. La bolsa, sin embargo, se atascó, negándose a soltarse del cinturón. Kaladin maldijo, dando un traspié mientras tiraba de ella. La bolsa se liberó de repente, haciendo que perdiera de nuevo el equilibrio. Una forma blanca translúcida salió despedida, girando con aire descuidado.
—Malditos vientospren —dijo Kaladin. Eran comunes en estas llanuras rocosas.
Continuó su camino hacia el pabellón quirúrgico, donde le lanzó la bolsa de esferas a Ven. El alto cirujano la capturó al vuelo, haciéndola desaparecer en un bolsillo de su voluminosa túnica blanca. El soborno aseguraría que los hombres de Kaladin fueran los primeros en ser atendidos en el campo de batalla, siempre y cuando no hubiera ningún ojos claros que necesitara la atención.
Era hora de unirse al resto de sus hombres. Echó a correr, la lanza en la mano. Nadie le decía nada por llevar pantalones bajo su falda de cuero de lancero, algo que hacía para que sus hombres pudieran reconocerlo desde atrás. De hecho, a nadie le importaba nada hoy en día. Eso todavía le parecía extraño, después de tantas batallas libradas en sus primeros años en el ejército.
Seguía sin sentir que encajara en aquel lugar. Su reputación lo apartaba, ¿pero qué podía hacer? Impedía que sus hombres fueran molestados, y después de varios años de tratar con un desastre tras otro, por fin podía detenerse y pensar.
No estaba seguro de que le gustara. Últimamente pensar había demostrado ser peligroso. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que sacó aquella piedra y pensó en Tien y en casa.
Se dirigió a las primeras filas, donde divisó a sus hombres en el lugar que les había dicho.
—Dallet —llamó Kaladin mientras corría hacia el enorme lancero que era el sargento del pelotón—. Pronto tendremos un recluta nuevo. Necesito que…
Se interrumpió. Un joven, tal vez de unos catorce años, acompañaba a Dallet. Se le veía diminuto con su armadura de lancero.
Kaladin sintió un destello de nostalgia. Otro muchacho, este con rostro familiar, empuñando una lanza que supuestamente no necesitaba. Dos promesas rotas a la vez.
—Llegó hace unos minutos, señor —dijo Dallet—. Lo he estado preparando.
Kaladin se estremeció. Tien estaba muerto. Pero, Padre Tormenta, este nuevo chico se parecía mucho a él.
—Bien hecho —le dijo a Dallet, obligándose a no mirar a Cenn—. Pagué un buen dinero para apartar a ese chico de Gare. Ese hombre es tan incompetente que podría acabar luchando por el otro bando.
Dallet gruñó, mostrando su acuerdo. Los hombres sabrían qué hacer con Cenn.
«Muy bien, vamos a ello», pensó Kaladin, escrutando el campo de batalla en busca de un buen lugar para que sus hombres defendieran el terreno.
Había oído historias de los soldados que luchaban en las Llanuras Quebradas. Los soldados de verdad. Si mostrabas suficiente potencial luchando en estas disputas fronterizas, te enviaban allí. Se suponía que era más seguro: muchos más soldados, pero menos batallas. Así que Kaladin quería llevar a su pelotón allí lo antes posible.
Consultó con Dallet y escogieron un lugar donde situarse. Al poco sonaron los cuernos.
El pelotón de Kaladin cargó.
—¿Dónde está el chico? —preguntó Kaladin, arrancando su lanza de un hombre de uniforme marrón. El soldado enemigo cayó al suelo, gimiendo—. ¡Dallet!
El fornido sargento estaba luchando. No pudo volverse para reconocer el grito.
Kaladin maldijo y escrutó el caótico campo de batalla. Las lanzas golpeaban los escudos, la carne, el cuero; los hombres gritaban y chillaban. Los dolorspren pululaban por el suelo, como pequeñas manos anaranjadas o trozos de tejidos, alzándose del suelo entre la sangre de los caídos.
El pelotón de Kaladin estaba completo, con los heridos protegidos en el centro. Todos menos el chico nuevo. Tien.
«Cenn —pensó Kaladin—. Se llama Cenn».
Vio un destello verde en mitad del marrón del enemigo. Una voz aterrorizada se abrió paso de algún modo entre la conmoción. Era él.
Kaladin salió de la formación, provocando un grito de sorpresa en Larn, que había estado luchando a su lado. Kaladin esquivó una lanza enemiga, abriéndose paso por el terreno rocoso y saltando por encima de los cadáveres.
Cenn había sido derribado y alzaba la lanza. Un soldado enemigo la apartó de un golpe.
«No».
Kaladin bloqueó el golpe, desviando la lanza enemiga y abalanzándose hasta detenerse delante de Cenn. Había seis lanceros aquí, todos vestidos de marrón. Kaladin se desplazó entre ellos con un salvaje ataque. Su lanza parecía moverse por propia voluntad. Zancadilleó a un hombre, derribó a otro lanzándole un cuchillo.
Era como agua que corre montaña abajo, fluyendo, siempre en movimiento. Las lanzas destellaban en el aire a su alrededor, los mangos siseando de pura velocidad. Ninguna lo alcanzó. No podía ser detenido, no cuando se sentía así. Cuando tenía la energía para defender al caído, el poder de alzarse para proteger a uno de sus hombres.
Kaladin colocó su lanza en posición de descanso, agachado con un pie hacia delante, el otro atrás, la lanza bajo el brazo. El sudor le corría por la frente, enfriado por la brisa. Qué extraño. No soplaba brisa antes. Ahora parecía envolverlo.
Los seis lanceros yacían muertos o incapacitados. Kaladin inspiró y espiró una vez, luego se volvió a atender la herida de Cenn. Dejó caer la lanza a su lado y se arrodilló. El corte no era demasiado grave, aunque era probable que doliera terriblemente.
Kaladin sacó una venda y dirigió al campo de batalla una rápida mirada. Cerca, un soldado enemigo se agitó, pero estaba tan malherido que no representaría ningún problema. Dallet y el resto del grupo de Kaladin despejaban la zona de enemigos rezagados. No demasiado lejos, un ojos claros enemigo de alto rango reunía a un pequeño grupo de soldados para un contraataque. Llevaba armadura completa. No una armadura esquirlada, naturalmente, sino de acero plateado. Un hombre rico, a juzgar por su caballo.
En un segundo, Kaladin volvió a atender la pierna de Cenn, aunque no quitó ojo al soldado enemigo herido.
—¡Kaladin, señor! —exclamó Cenn, señalando al soldado, que se había movido. ¡Padre Tormenta! ¿Acababa de ver el chico al soldado? ¿Habían sido los sentidos de Kaladin alguna vez tan obtusos como los de este muchacho?
Dallet apartó al enemigo herido. El resto del pelotón formó un círculo en torno a Kaladin, Dallet y Cenn. Kaladin terminó su vendaje, y luego se levantó y recogió su lanza.
Dallet le devolvió sus cuchillos.
—Me preocupaste, señor. Al echar a correr de esa manera.
—Sabía que me seguiríais —respondió Kaladin—. Iza el estandarte rojo. Cyn, Korater, vais a volver con el chico. La línea de Amaram se dirige hacia aquí. Pronto deberíamos estar a salvo.
—¿Y tú, señor? —preguntó Dallet.
No muy lejos, el ojos claros no había conseguido congregar suficientes soldados. Estaba al descubierto, como una piedra que deja atrás un río que se seca.
—Un portador de esquirlada —dijo Cenn.
Dallet bufó.
—No, gracias al Padre Tormenta. Solo un oficial ojos claros. Los portadores son demasiado valiosos para desperdiciarlos en una disputa fronteriza menor.
Kaladin apretó la mandíbula, observando a aquel guerrero ojos claros. Cuán poderoso debía considerarse aquel hombre, a lomos de su hermoso caballo, a salvo de los lanceros por su majestuosa armadura y su alta montura. Blandía su maza, matando a aquellos que se le acercaban.
Estas escaramuzas las causaban gente como él, avariciosos ojos claros de poca monta que trataban de robar tierra mientras hombres mejores estaban lejos, combatiendo a los parshendi. Su clase tenía muchísimas menos bajas que los lanceros, y por eso las vidas bajo su mando se volvían despreciables.
Cada vez más, a lo largo de los años, todos y cada uno de estos indignos ojos claros habían acabado por representar a Roshone a ojos de Kaladin. Solo Amaram era distinto. Amaram, que había tratado al padre de Kaladin tan bien, prometiendo mantener a salvo a Tien. Amaram, que siempre hablaba con respeto, incluso a los bajos lanceros. Era como Dalinar y Sadeas. No esa chusma.
Naturalmente, Amaram no había logrado proteger a Tien. Pero tampoco había podido hacerlo Kaladin.
—¿Señor? —preguntó Dallet, vacilante.
—Subpelotones dos y tres, formación de pinza —dijo Kaladin fríamente, señalando al ojos claros enemigo—. Vamos a arrancar a un brillante señor de su trono.
—¿Estás seguro de que es aconsejable, señor? —preguntó Dallet—. Tenemos heridos.
Kaladin se volvió hacia Dallet.
—Es uno de los oficiales de Hallaw. Podría ser él.
—Eso no lo sabes, señor.
—De cualquier forma, es señor de un batallón. Si matamos a un oficial tan alto, tendremos garantizado estar en el siguiente grupo que envíen a las Llanuras Quebradas. Lo abatiremos. Imagínate, Dallet. Soldados de verdad. Un campamento de guerra con disciplina y ojos claros con integridad. Un lugar donde nuestros combates sirvan de algo.
Dallet suspiró, pero asintió. A una seña de Kaladin, dos subpelotones se le unieron, tan ansiosos como él. ¿Odiaban a estos remilgados ojos claros por sí mismos, o se habían contagiado de él?
El brillante señor fue sorprendentemente fácil de abatir. El problema con ellos, casi constante, era que subestimaban a los ojos oscuros. Tal vez este tenía derecho. ¿A cuántos había matado en sus años de soldado?
El subpelotón tres repelió a la guardia de honor. El subpelotón dos distrajo al ojos claros. No vio a Kaladin aproximarse desde una tercera dirección. El hombre cayó con un cuchillo en el ojo: llevaba la cara desprotegida. Gritó al caer al suelo, todavía vivo. Kaladin le clavó la lanza en el rostro, golpeando tres veces mientras el caballo huía al galope.
La guardia de honor del hombre se dejó llevar por el pánico y huyó para reunirse con su ejército. Kaladin hizo una indicación a los dos subpelotones golpeando su lanza contra el escudo, dando la señal de «aguantar la posición». Ellos se desplegaron, y el bajo Toorim (un hombre a quien Kaladin había rescatado de otro pelotón) hizo como si confirmara que el ojos claros estaba muerto. En realidad buscaba esferas.
Robar a los muertos estaba rigurosamente prohibido, pero Kaladin pensaba que si Amaram quería los despojos, bien podría venir a matar al enemigo en persona. Kaladin lo respetaba más que a la mayoría (bueno, más que a cualquiera) de los ojos claros. Pero los sobornos no eran baratos.
Toorim se acercó a él.
—Nada, señor. O bien no ha traído sus esferas a la batalla, o las tiene escondidas bajo el peto.
Kaladin asintió cortante mientras escrutaba el campo de batalla. Las fuerzas de Amaram se estaban recuperando: ganarían dentro de un rato. De hecho, Amaram estaría probablemente ahora liderando un ataque directo contra el enemigo. Generalmente entraba en la batalla al final.
Kaladin se secó la frente. Tendría que mandar llamar a Norby, su capitán, para que atestiguara la muerte del ojos claros. Primero necesitaba que aquellos médicos les…
—¡Señor! —dijo Toorim de pronto.
Kaladin se volvió a mirar las líneas enemigas.
—¡Padre Tormenta! —exclamó Toorim—. ¡Señor!
Toorim no miraba las líneas enemigas. Kaladin dio media vuelta y miró las líneas amigas. Allí, abriéndose paso entre los soldados en un caballo del color de la misma muerte, vio una imposibilidad.
El hombre llevaba una brillante armadura dorada. Una armadura dorada perfecta, como si esta fuera la que todas las demás armaduras pretendieran imitar. Cada pieza encajaba a la perfección; no había agujeros que mostraran correas o cuero. El jinete parecía enorme, poderoso. Como un dios que portara una espada majestuosa que habría resultado demasiado grande para ser utilizada. Estaba grabada y marcada, con forma de llamas en movimiento.
—Padre Tormenta… —jadeó Kaladin.
El portador de esquirlada salió de entre las líneas de Amaram. Había estado cabalgando entre ellas, abatiendo hombres a su paso. Durante un breve instante, la mente de Kaladin se negó a reconocer que esta criatura, esta hermosa…, divinidad, pudiera ser un enemigo. El hecho de que el portador hubiera surgido de entre sus filas reforzaba esa ilusión.
La confusión de Kaladin duró hasta el momento en que el portador arroyó a Cenn, la hoja esquirlada cayó y cortó la cabeza de Dallet con un limpio y único golpe.
—¡No! —gritó Kaladin—. ¡No!
El cuerpo de Dallet cayó al suelo, los ojos parecieron captar la luz, y surgió humo de ellos. El portador abatió a Cyn y arroyó a Lyndel antes de seguir adelante. Lo hizo con tranquilidad, como una mujer que se para a limpiar una mancha en la mesa.
—¡No! —gritó Kaladin, cargando hacia sus hombres caídos. ¡No había perdido a nadie en esta batalla! ¡Iba a protegerlos a todos!
Cayó de rodillas junto a Dallet, soltando la lanza. Pero el corazón no le latía, y aquellos ojos apagados… Estaba muerto. La pena amenazó con abrumar a Kaladin.
«¡No! ¡Salva a los que puedas!»., dijo la parte de su mente entrenada por su padre.
Se volvió hacia Cenn. El muchacho había recibido un pisotón del caballo en el pecho y tenía el esternón hundido y las costillas rotas. Jadeaba, los ojos vueltos hacia arriba, pugnando por respirar. Kaladin sacó una venda. Entonces se detuvo y la miró. ¿Una venda? ¿Para curar un pecho aplastado?
Cenn dejó de gemir. Tuvo una convulsión, los ojos todavía abiertos.
—¡Él observa! —susurró el muchacho—. El flautista negro en la noche. Nos tiene en su mano… ¡Y toca una canción que ningún hombre puede oír!
Los ojos de Cenn se vidriaron. Dejó de respirar.
Lyndel tenía la cara aplastada. Los ojos de Cyn humeaban, y tampoco respiraba. Kaladin se arrodilló en la sangre de Cenn, horrorizado, mientras Toorim y los dos subpelotones formaban a su alrededor, tan aturdidos como él mismo.
«Esto no es posible. Yo… yo…».
Gritos.
Kaladin alzó la mirada. El estandarte verde y burdeos de Amaram huía al sur. El portador de esquirlada se había abierto paso a través del pelotón de Kaladin y se dirigía hacia aquel estandarte. Los lanceros huían en desbandada, gritando, dispersándose ante el portador.
La ira ardió en el interior de Kaladin.
—¿Señor? —preguntó Toorim.
Kaladin recogió su lanza y se puso en pie. Tenía las rodillas empapadas de sangre de Cenn. Sus hombres lo miraron, confusos, preocupados. Permanecían firmes en medio del caos; por lo que Kaladin podía decir, eran los únicos que no huían. El portador de esquirlada había convertido las filas en nada.
Kaladin alzó la lanza al aire y entonces echó a correr. Sus hombres lanzaron un grito de guerra, ocuparon su posición tras él y cruzaron a la carga la llanura rocosa. Lanceros con uniformes bicolores se apartaron, arrojando lanzas y escudos.
Kaladin avivó el paso, de tal modo que su pelotón apenas pudo seguir el ritmo de sus piernas. Por delante, justo ante el portador, un grupo de verde se dispersó y echó a correr. Era la guardia de honor de Amaram. Al enfrentarse a un portador de esquirlada, abandonaron su puesto. El propio Amaram era un hombre solitario en un caballo que retrocedía. Llevaba una armadura plateada que parecía corriente comparada con la armadura esquirlada.
El pelotón de Kaladin cargó contra la riada del ejército, una cuña de soldados en dirección contraria. Los únicos que iban en dirección contraria. Algunos de los hombres que huían se detuvieron cuando pasó de largo, pero ninguno se le unió.
Por delante, el portador alcanzó a Amaram rebasándolo. Con un mandoble de la hoja, el portador cortó el pescuezo de la montura de Amaram, cuyos ojos ardieron convertidos en dos grandes pozos. El caballo se desplomó, entre estertores, con Amaram todavía montado en su silla.
El portador hizo volverse a su caballo en un apretado círculo, y luego desmontó a toda velocidad. Golpeó el suelo con un sonido rechinante, consiguiendo de algún modo permanecer erecto, hasta detenerse.
Kaladin redobló su velocidad. ¿Corría para obtener venganza, o intentaba proteger a su alto mariscal, el único ojos claros que había mostrado alguna vez una pequeña brizna de humanidad? ¿Importaba?
Amaram se debatió con su pesada armadura, el cadáver del caballo sobre su pierna.
El portador alzó su espada con las dos manos para acabar con él.
Atacándolo desde atrás, Kaladin gritó y golpeó con la culata de su lanza, poniendo impulso y músculo tras el golpe. El asta de la lanza se rompió contra la pierna del portador con una lluvia de lascas de madera.
La sacudida derribó a Kaladin, los brazos temblando, la lanza rota aún entre las manos. El portador de esquirlada se tambaleó y bajó su espada. Volvió hacia Kaladin el rostro cubierto por el yelmo, indicando una sorpresa total.
Los veinte hombres restantes del pelotón de Kaladin llegaron un segundo después, atacando con vigor. Kaladin pudo ponerse en pie y corrió a por la lanza de un soldado caído. Arrojó la lanza rota después de sacar uno de sus cuchillos de su vaina, arrancó del suelo la nueva y se volvió entonces al ver que sus hombres atacaban como les había enseñado. Llegaron al enemigo por tres direcciones, embistiendo con las lanzas contra las juntas de la armadura. El portador miró alrededor, como un hombre puede ver con diversión a una camada de cachorritos que ladra a su alrededor. Ni una sola de las lanzadas pareció penetrar su armadura. Sacudió la cabeza.
Entonces golpeó.
La hoja esquirlada trazó un amplio arco, descargando una serie de mortíferos golpes que alcanzaron a diez de los lanceros.
Kaladin se quedó paralizado de horror mientras Toorim, Acis, Hamel y siete más caían al suelo, los ojos ardiendo, las armas y armaduras completamente atravesadas. Los lanceros restantes retrocedieron, atónitos.
El portador atacó de nuevo y mató a Raksha, Navar, y cuatro más. Kaladin quedó boquiabierto. Sus hombres (sus amigos) muertos, así de sencillo. Los cuatro últimos echaron a correr. Hab tropezó con el cadáver de Torrim y cayó al suelo y soltó la lanza.
El portador de esquirlada los ignoró, y se volvió de nuevo hacia el atrapado Amaram.
«No —pensó Kaladin—. ¡No, no. Nooo!». Algo lo impulsó hacia delante, contra toda lógica, contra todo sentido. Asqueado, dolorido, airado.
La hondonada donde luchaban estaba vacía, menos ellos. Los lanceros sensatos habían huido. Sus cuatro hombres restantes llegaron al risco cercano, pero no huyeron. Lo llamaron.
—¡Kaladin! —chilló Reesh—. ¡Kaladin, no!
Kaladin, en cambio, gritó. El portador lo vio, y se volvió de forma imposiblemente rápida, blandiendo su arma. Kaladin se agachó y golpeó con la culata de su lanza la rodilla del hombre.
Rebotó. Kaladin maldijo y saltó atrás justo cuando la espada cortaba el aire ante él. Saltó y se lanzó hacia delante. Lanzó una experta acometida contra el cuello de su enemigo. La gola repelió el ataque. La lanza de Kaladin apenas arañó la pintura de la coraza.
El portador se volvió hacia él, empuñando su hoja con ambas manos. Kaladin retrocedió, poniéndose fuera del alcance de aquella increíble espada. Amaram había conseguido liberarse, y trataba de alejarse reptando, arrastrando una pierna. Fracturas múltiples, por el ángulo.
Kaladin se detuvo, se dio la vuelta, observó al portador. Este ser no era ningún dios. Era todo lo que representaban los ojos claros más repugnantes. La capacidad de matar a personas como Kaladin con impunidad.
Todas las armaduras tenían un punto flaco. Todos los hombres, un defecto. A Kaladin le pareció ver los ojos del hombre a través de la ranura del yelmo. Esa ranura era lo suficientemente grande para una daga, pero el movimiento tendría que ser perfecto. Tendría que estar cerca. Letalmente cerca.
Kaladin cargó de nuevo hacia delante. El portador descargó su hoja con el mismo amplio barrido que había empleado para matar a tantos de los hombres de Kaladin, que se agachó, resbalando sobre sus rodillas e inclinándose hacia atrás. La hoja esquirlada destelló sobre él, cortando la punta de su lanza, que saltó al aire, dando vueltas y más vueltas.
Kaladin se esforzó por ponerse de nuevo en pie. Alzó la mano, descargando el cuchillo contra los ojos que miraban desde dentro de aquella armadura impenetrable. La daga golpeó la visera un poco desviada, rebotó en los lados de la ranura y salió despedida.
El portador maldijo y descargó de nuevo su enorme hoja contra Kaladin.
El impulso todavía impelía a Kaladin adelante. Algo destelló en el aire junto a él y cayó al suelo.
La hoja de la lanza.
Kaladin gritó desafiante y la agarró en el aire. Caía con la punta hacia abajo, y la capturó por los poco más de cinco centímetros de mango que quedaban, el pulgar en el muñón, la afilada punta extendiéndose bajo su mano. El portador apuró su arma cuando Kaladin se detuvo y lanzó el brazo a un lado, clavando la punta de la lanza justo en la ranura de la visera.
Todo quedó en silencio.
Kaladin permaneció en pie con el brazo extendido, el portador a su derecha. Amaram había conseguido llegar a la mitad de la estrecha hondonada. Los lanceros de Kaladin observaban la escena desde el risco. Kaladin se quedó allí, jadeando, todavía empuñando la punta de la lanza, la mano ante la cara del portador.
El portador chilló y cayó hacia atrás, estrellándose en el suelo. La espada cayó de entre sus dedos, golpeando el suelo en ángulo y clavándose en la piedra.
Kaladin retrocedió, sintiéndose agotado. Aturdido. Exhausto. Sus hombres corrieron a su encuentro, y se detuvieron en grupo ante el hombre caído. Mostraron sorpresa, incluso reverencia.
—¿Está muerto? —preguntó Alabet en voz baja.
—Lo está —dijo una voz al lado.
Kaladin se volvió. Amaram aún yacía en el suelo, pero se había quitado el yelmo; su pelo oscuro y su barba estaban empapados de sudor.
—Si todavía estuviera vivo, su espada se habría desvanecido. Su armadura se está desprendiendo de él. Está muerto. Sangre de mis antepasados… ¡Has matado a un portador de esquirlada!
Extrañamente, Kaladin no se sintió sorprendido. Solo exhausto. Contempló los cadáveres de los hombres que habían sido sus amigos.
—Tómala, Kaladin —dijo Coreb.
Kaladin se volvió a mirar la hoja esquirlada, que brotaba en ángulo de la piedra, la empuñadura hacia el cielo.
—Tómala —repitió Coreb—. Es tuya. Padre Tormenta, Kaladin. ¡Eres un portador de esquirlada!
Kaladin dio un paso adelante, deslumbrado, y extendió la mano hacia la empuñadura. Vaciló a menos de un par de centímetros.
Todo le pareció mal.
Si cogía esa espada, se convertiría en uno de ellos. Sus ojos, si las historias eran verdad, incluso cambiarían de color. Aunque la hoja destellaba a la luz, limpia de los asesinatos que había cometido, durante un momento le pareció roja. Manchada con la sangre de Dallet. Con la sangre de Toorim. La sangre de hombres que estaban vivos apenas un momento antes.
Era un tesoro. Los hombres cambiaban reinos por hojas esquirladas. El puñado de ojos oscuros que las habían conseguido vivían para siempre en las canciones y las historias.
Pero la idea de tocar aquella hoja lo asqueó. Representaba todo lo que había llegado a odiar en los ojos claros, y acababa de matar a un hombre a quien quería mucho. No podía convertirse en leyenda por una cosa así. Miró su reflejo en el metal perfecto de la hoja, y luego bajó la mano y dio media vuelta.
—Es tuya, Coreb —dijo Kaladin—. Te la doy.
—¿Qué? —dijo Coreb desde atrás.
La guardia de honor de Amaram regresó por fin, asomando aprensiva en lo alto de la pequeña hondonada. Parecían avergonzados.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Amaram cuando Kaladin pasó ante él—. ¿Qué…? ¿No vas a coger la espada?
—No la quiero —respondió Kaladin tranquilamente—. Voy a dársela a mis hombres.
Kaladin se marchó, emocionalmente exhausto, lágrimas en las mejillas mientras salía de la hondonada y se abría paso entre la guardia de honor.
Regresó solo al campamento.