Szeth-hijo-hijo-Vallano, Sinverdad de Shinovar, estaba sentado en el suelo de madera de la taberna, la cerveza empapando lentamente sus pantalones marrones. Sucias, gastadas y deshilachadas, sus ropas eran muy distintas de las simples, aunque elegantes, ropas blancas que había llevado más de cinco años antes, cuando asesinó al rey de Alezkar.
La cabeza gacha, las manos en el regazo, no llevaba armas. No había convocado su hoja esquirlada desde hacía años, y parecía que había pasado el mismo tiempo desde la última vez que se dio un baño. No se quejaba. Si parecía un despojo, la gente lo trataba como a un despojo. No se pide a un despojo que asesine a nadie.
—¿Así que hará todo lo que digas? —preguntó uno de los trabajadores de las minas que estaba sentado a la mesa. Las ropas del hombre eran un poco mejores que las de Szeth, cubiertas con tanta mugre y tanto polvo que era difícil distinguir la piel de la ropa sucia. Eran cuatro, bebiendo en copas de cerámica. La habitación olía a barro y a sudor. El techo era bajo, las ventanas (solo en la parte a sotavento), meras rendijas. La mesa quedaba precariamente sujeta por varias correas de cuero, ya que la madera estaba agrietada por la mitad.
Took, el amo actual de Szeth, depositó su copa en el extremo ladeado de la mesa, que se inclinó aún más bajo el peso de su brazo.
—Sí, claro que lo hará. Eh, kurp, mírame.
Szeth alzó la cabeza. «Kurp» significaba niño en el dialecto local bav. Szeth estaba acostumbrado a estas etiquetas peyorativas. Aunque tenía treinta y cinco años (y llevaba siete desde que fuera nombrado Sinverdad), los grandes ojos redondos, la baja estatura y la tendencia a la calvicie de su pueblo llevaba a la gente del este a decir que parecían niños.
—Levántate —dijo Took.
Szeth así lo hizo.
—Salta arriba y abajo.
Szeth obedeció.
—Ponte la cerveza de Ton en la cabeza.
Szeth extendió la mano para coger la jarra.
—¡Eh! —dijo Ton, retirando la jarra—. ¡De eso nada! ¡No la he terminado todavía!
—Si lo hubieras hecho —repuso Took—, no se la podría echar por encima de la cabeza, ¿no?
—Dile que haga cualquier otra cosa —replicó Ton.
—Muy bien.
Took se sacó el cuchillo de la bota y se lo arrojó a Szeth.
—Kurp, córtate el brazo.
—Took… —dijo uno de los otros hombres, un tipo estirado que se llamaba Amark—. Eso no está bien, y lo sabes.
Took no revocó la orden, así que Szeth obedeció, cogió el cuchillo y se hizo un corte en el brazo. La sangre empezó a agolparse en torno a la hoja sucia.
—Córtate la garganta —dijo Took.
—¡Venga ya, Took! —dijo Amark, levantándose—. Yo no…
—Oh, calla —dijo Took. Varios grupos de hombres de las otras mesas estaban mirando ahora—. Ya veréis. Kurp, córtate la garganta.
—Tengo prohibido tomar mi propia vida —dijo Szeth en voz baja, en el idioma bav—. Como Sinverdad, es la naturaleza de mi sufrimiento el tener prohibido el sabor de la muerte por mi propia mano.
Amark se sentó, con aspecto manso.
—Madrepolvo —dijo Ton—, ¿siempre habla así?
—¿Así cómo? —preguntó Took, dando un trago a su jarra.
—Palabras suaves, tan precisas y adecuadas. Como un ojos claros.
—Sí —dijo Took—. Es como un esclavo, solo que mejor, porque es un shin. No se escapa ni te replica ni nada. Tampoco hay que pagarle. Es como un parshmenio, pero más listo. Vale muchas esferas, diría yo. —Miró a los otros hombres—. Podríais llevarlo a las minas a trabajar con vosotros, y cobrar su paga. Haría las cosas que vosotros no queréis hacer. Limpiar las letrinas, encalar la casa. Todo tipo de cosas útiles.
—Bueno, ¿cómo es que te encontraste con él, entonces? —preguntó uno de los otros hombres, rascándose la barbilla. Took era un trabajador de paso que iba de pueblo en pueblo. Mostrar a Szeth era una de las formas para hacer amigos rápidamente.
—Oh, eso sí que es una historia —dijo—. Yo viajaba por las montañas del sur, ya sabéis, y oí ese extraño ruido aullante. No era solo el viento, ¿sabéis? Y…
El relato era completamente inventado. El anterior amo de Szeth, un granjero de una aldea cercana, se lo había cambiado a Took por un saco de semillas. El granjero lo había adquirido a un buhonero, que lo consiguió a su vez de un zapatero que lo había ganado en una apuesta ilegal. Había habido docenas antes que él.
Al principio, los plebeyos ojos oscuros disfrutaban de la novedad de ser sus dueños. Para la mayoría, los esclavos eran demasiado caros, y los parshmenios eran aún más valiosos. Así que tener a alguien como Szeth a quien dar órdenes era toda una novedad. Limpiaba los suelos, serraba madera, ayudaba en los campos, cargaba con las cosas. Algunos lo trataban bien, otros no.
Pero siempre se libraban de él.
Tal vez podían sentir la verdad, que era capaz de mucho más de aquello para lo que se atrevían a utilizarlo. Una cosa era tener un esclavo propio, pero cuando el esclavo hablaba como un ojos claros y sabía más que tú, hacía que se sintieran incómodos.
Szeth trataba de interpretar el papel, trataba de obligarse a actuar de forma menos refinada. Era muy difícil para él. Tal vez imposible. ¿Qué dirían estos hombres si supieran que el hombre que vaciaba sus orinales era un portador de esquirlada y un potenciador, un Corredor del Viento como los Radiantes de antaño? En el momento en que invocaba su espada, sus ojos pasaban del verde oscuro a un zafiro claro, casi brillante, un efecto único de su arma.
Era mejor que no lo descubrieran nunca. Szeth se vanagloriaba de ser malgastado; cada día que lo obligaban a limpiar o cavar en vez de a matar era una victoria. Esa noche de cinco años atrás todavía lo acosaba. Antes de ese momento le habían ordenado matar, pero siempre en secreto, en silencio. Nunca antes le habían dado unas instrucciones tan deliberadamente terribles.
«Mata, destruye, y ábrete paso hasta el rey. Que te vean haciéndolo. Deja testigos. Heridos pero vivos…».
—Y fue entonces cuando juró servirme toda la vida —terminó de decir Took—. Está conmigo desde entonces.
Los hombres que escuchaban se volvieron hacia Szeth.
—Es verdad —dijo él, como le habían ordenado antes—. Hasta la última palabra.
Took sonrió. Szeth no lo dejaba en mal lugar: al parecer, consideraba natural obedecerle. Tal vez como resultado seguiría siendo su amo más tiempo que los demás.
—Bueno —dijo Took—. Debo marcharme. Hay que madrugar mañana. Más lugares que ver, más carreteras desconocidas que recorrer…
Le gustaba considerarse un viajero experto, aunque por lo que Szeth sabía, solo se movía en un amplio círculo. Había muchas minas pequeñas, y por tanto muchos pueblos pequeños, en esta parte de Bavlaterra. Took probablemente habría estado en esta aldea años atrás, pero las minas se nutrían de un montón de trabajadores de paso. Era improbable que lo recordaran, a menos que alguien se hubiera fijado en sus historias, terriblemente exageradas.
Terribles o no, los otros mineros parecían anhelar más. Le instaron a continuar, ofreciéndole otro trago, y él modestamente aceptó.
Szeth permaneció sentado en silencio, las piernas cruzadas, las manos en el regazo, la sangre corriéndole por el brazo. ¿Sabían los parshendi lo que hacían al arrojar su piedra jurada mientras huían de Kholinar aquella noche? Le habían exigido a Szeth que la recuperara y luego esperara junto a la carretera, preguntándose si lo descubrirían y ejecutarían…, esperando que lo descubrieran y lo ejecutaran, hasta que un mercader de paso le preguntó. Para entonces, Szeth solo vestía un taparrabos. Su honor lo había obligado a quitarse la ropa blanca, ya que con ella habría sido más fácil reconocerlo. Tenía que conservarse para poder sufrir.
Después de una breve explicación que dejó fuera los detalles incriminatorios, Szeth se encontró viajando en la parte trasera del carro del mercader, un hombre llamado Avado que fue lo bastante listo para comprender que, tras la muerte del rey, los extranjeros tendrían por delante malos tiempos. Se dirigió a Jah Keved, sin saber que tenía a su servicio al asesino de Gavilar.
Los alezi no lo buscaron. Daban por hecho que él, el famoso «asesino de blanco», se había retirado con los parshendi. Probablemente esperaban descubrirlo en mitad de las Llanuras Quebradas.
Los mineros acabaron por cansarse de las historias cada vez más vacilantes de Took. Se despidieron de él, ignorando sus claras insinuaciones de que otra copa de cerveza lo impulsaría a contar la mejor de todas sus historias: la de la época en que fue guardián de la noche y robó una esfera que brillaba con color negro en la oscuridad. Ese relato siempre incomodaba a Szeth, ya que le recordaba la extraña esfera negra que le había dado Gavilar. La había ocultado cuidadosamente en Jah Keved. No sabía qué era, pero no quería arriesgarse a que uno de sus amos se la quitara.
Como nadie le ofreció otra bebida, Took se levantó reacio de su silla y le indicó a Szeth que lo siguiera. La calle estaba oscura. Este pueblo, Camino de Hierro, tenía su placita y todo, varios cientos de casas, y tres tabernas distintas. Eso lo convertía prácticamente en una metrópoli para Bavlaterra, la pequeña y casi ignorada extensión de tierra al sur de los Picos Comecuernos. La zona era prácticamente parte de Jah Keved, pero incluso su alto príncipe se mantenía apartado de allí.
Szeth siguió a su amo por las calles, en dirección al distrito más pobre. Took era demasiado tacaño para pagar una habitación en las zonas bonitas, o incluso modestas, del pueblo. Szeth miró por encima del hombro, deseando que la Segunda Hermana (conocida como Nomon para esta gente del este) hubiera salido para dar un poco más de luz.
Took trastabilló, borracho, y entonces cayó al suelo. Szeth suspiró. No sería la primera noche en que cargara a su amo hasta la cama. Se arrodilló para levantarlo.
Se detuvo. Un líquido cálido manaba bajo el cuerpo de su amo. Solo entonces advirtió el cuchillo en su cuello.
Se puso instantáneamente en alerta cuando un grupo de ladrones salió del callejón. Un cuchillo en una mano alzada reflejó la luz de las estrellas, listo para ser lanzado contra Szeth. Se tensó. Había esferas infusas que podía sacar de la bolsa de su amo.
—Espera —susurró uno de los ladrones.
El hombre del cuchillo se detuvo. Otro hombre se acercó a inspeccionar a Szeth.
—Es un shin. No le haría daño a un cremlino.
Los demás arrastraron el cadáver hasta el callejón. El del cuchillo volvió a alzar su arma.
—Pero podría gritar.
—Entonces ¿por qué no lo ha hecho? Te lo digo, son inofensivos. Casi como parshmenios. Podemos venderlo.
—Tal vez —dijo el segundo—. Está aterrorizado. Míralo.
—Ven aquí —dijo el primer ladrón, llamándolo con la mano.
Szeth obedeció y entró en el callejón, que de pronto quedó iluminado cuando uno de los demás abrió la bolsa de Took.
—Kelek —dijo uno de ellos—, apenas merece la pena el esfuerzo. Un puñado de chips y dos marcos, ni un solo broam.
—Os lo digo —insistió el primer hombre—. Podemos vender a este tipo como esclavo. A la gente les gustan los esclavos shin.
—Es solo un muchacho.
—No. Todos lo parecen. Eh, ¿qué tenemos aquí?
El hombre le quitó de la mano al que contaba las esferas un titilante trozo de roca del tamaño de una esfera. Era bastante corriente, un sencillo pedazo de roca con unos cuantos cristales de cuarzo en el interior y una veta rojiza de hierro en un lado.
—¿Qué es esto?
—No tiene ningún valor —dijo uno de los hombres.
—He de deciros que tienes en la mano mi piedra jurada —dijo Szeth tranquilamente—. Mientras la poseas, eres mi amo.
—¿Qué es eso? —dijo uno de los ladrones, incorporándose.
El primero cerró el puño en torno a la piedra, dirigiendo una mirada de advertencia a los demás. Miró de nuevo a Szeth.
—¿Tu amo? ¿Qué significa eso exactamente?
—He de obedecerte —dijo Szeth—. En todas las cosas, aunque no cumpliré ninguna orden para darme muerte a mí mismo.
Tampoco le podían ordenar que entregara su Hoja, pero no había ninguna necesidad de mencionar eso en este momento.
—¿Me obedecerás? —dijo el ladrón—. ¿Quieres decir que harás lo que yo diga?
—Sí.
—¿Cualquier cosa que yo diga?
Szeth cerró los ojos.
—Sí.
—Vaya, esto sí que es interesante —murmuró el hombre—. Muy pero que muy interesante…