«Cuelgo sobre el vacío final, los amigos atrás, los amigos delante. El brindis que debo beber se aferra a sus rostros, y las palabras que debo hablar chispean en mi mente. Los antiguos juramentos serán pronunciados de nuevo».

Fechado Betabanan, 1173, 45 segundos antes de la muerte. Sujeto: un niño ojos claros de cinco años. La dicción mejoró notablemente al dar la muestra.

Kaladin contemplaba las tres brillantes esferas de topacio que tenía delante de él en el suelo. El barracón estaba oscuro, a excepción de Teft y él mismo. Lopen estaba apoyado en la puerta iluminada por el sol, observándolo con aire casual. Fuera, Roca daba órdenes a los otros hombres del puente. Kaladin los hacía trabajar en formaciones de batalla. Nada sospechoso. Sería interpretado como una práctica para cargar el puente, pero en realidad los estaba entrenando para obedecer órdenes y reagruparse con eficacia.

Las tres pequeñas esferas (solo chips) iluminaban el suelo de piedra a su alrededor con pequeños círculos pardos. Kaladin se concentró en ellas, conteniendo la respiración, deseando que la luz entrara en él.

No sucedió nada.

Lo intentó con más fuerza, mirando sus profundidades.

Nada.

Cogió una, la acarició en su palma, alzándola para poder ver la luz y nada más. Podía captar los detalles de la tormenta, el cambiante vórtice de luz. Ordenó, deseó, suplicó.

Nada.

Gimió, apoyado en la roca, y miró el techo.

—Tal vez no lo quieres con las suficientes ganas —dijo Teft.

—Lo quiero con todas las ganas que sé. No cede, Teft.

Teft gruñó y cogió una de las esferas.

—Tal vez estamos equivocados respecto a mí —dijo Kaladin. Parecía poéticamente apropiado que, en el momento en que aceptaba esta extraña y aterradora parte de sí mismo, no pudiera hacerla funcionar—. Podría haber sido un truco de la luz del sol.

—Un truco de la luz del sol —repitió Teft llanamente—. Pegar una bolsa al barril fue un truco de la luz.

—Muy bien. Entonces tal vez fue una extraña casualidad, algo que solo sucede una vez.

—Y cuando estuviste herido —dijo Teft—. Y cada vez que en una carga con el puente necesitabas un arrebato nuevo de fuerza o de resistencia.

Kaladin dejó escapar un suspiro de frustración y se golpeó la cabeza contra el suelo de piedra unas cuantas veces.

—Bueno, si soy uno de esos Radiantes de los que no paras de hablar, ¿por qué no puedo hacer nada?

—Imagino que eres como un bebé que hace funcionar sus piernas —dijo el avezado veterano, haciendo rodar la esfera entre sus dedos—. Al principio sucede por casualidad. Lentamente, descubre cómo hacerlas moverse a propósito. Solo necesitas práctica.

—Me he pasado una semana mirando las esferas, Teft. ¿Cuánta práctica hace falta?

—Bueno, más que hasta ahora, obviamente.

Kaladin puso los ojos en blanco y se irguió.

—¿Por qué te hago caso? Has admitido que no sabes más que yo.

—No sé nada de usar la luz tormentosa —dijo Teft, frunciendo el ceño—. Pero sé lo que debería suceder.

—Según historias que se contradicen unas a otras. Me has dicho que los Radiantes podían volar y caminar por las paredes.

Teft asintió.

—Claro que podían. Y hacían que las piedras se fundieran al mirarlas. Y se trasladaban grandes distancias en un solo latido. Y ordenaban la luz del sol. Y…

—¿Y por qué necesitaban caminar por las paredes y volar? ¿Si podían volar, por qué molestarse en correr por las paredes? —Teft no dijo nada—. ¿Y por qué molestarse con ninguna de las dos cosas, si podían «trasladarse grandes distancias en un latido»?

—No estoy seguro —admitió Teft.

—No podemos fiarnos de las historias y las leyendas —dijo Kaladin. Miró a Syl, que había aterrizado junto a una de las esferas, y la miraba con interés infantil—. ¿Quién sabe lo que es verdad y lo que es un invento? Lo único que sabemos con seguridad es esto. —Cogió una de las esferas y la sostuvo con dos dedos—. El Radiante que está sentado en esta habitación está muy, muy cansado del color marrón.

Teft gruñó.

—No eres un Radiante, muchacho.

—¿No estabas hablando de…?

—Oh, puedes infundir —dijo Teft—. Puedes absorber la tormenta de luz y dominarla. Pero ser un Radiante era más que eso. Era su modo de vida, las cosas que hacían. Las Palabras Inmortales.

—¿Las qué?

Teft volvió a hacer rodar la esfera entre sus dedos, la sostuvo y contempló sus profundidades.

—Vida antes que muerte. Fuerza antes que debilidad. Viaje antes que destino. Ese era su lema, y era el Primer Ideal de las Palabras Inmortales. Había otros cuatro.

Kaladin alzó una ceja.

—¿Y eran…?

—La verdad es que no lo sé —contestó Teft—. Pero las Palabras Inmortales, estos Ideales, guiaban todo lo que hacían. Se decía que los otros cuatro Ideales eran distintos para cada orden de Radiantes. Pero el Primer Ideal era el mismo para todos ellos: Vida antes que muerte. Fuerza antes que debilidad. Viaje antes que destino —vaciló—. O eso me dijeron.

—Sí, bueno, eso me parece un poco obvio —dijo Kaladin—. La vida viene antes que la muerte. Igual que el día viene antes que la noche, o el uno viene antes que el dos. Obvio.

—No te lo estás tomando en serio. Tal vez por eso la luz tormentosa te rechaza. —Kaladin se levantó y se desperezó.

—Lo siento, Teft. Solo estoy cansado.

—Vida antes que muerte —dijo Teft, agitando un dedo ante él—. El Radiante busca defender la vida, siempre. Nunca mata innecesariamente, y nunca arriesga su propia vida por motivos frívolos. Vivir es más difícil que morir. El deber del Radiante es vivir.

»Fuerza antes que debilidad. Todos los hombres son débiles en algún momento de sus vidas. El Radiante protege a aquellos que son débiles y usa su fuerza por los demás. La fuerza no te capacita para gobernar: te capacita para servir. —Teft cogió las esferas y las guardó en su bolsa. Sostuvo la última un segundo, y luego la guardó también—. Viaje antes que destino. Siempre hay varios modos de conseguir un objetivo. Fracasar es preferible a ganar por medios injustos. Proteger a diez inocentes no merece matar a uno. Al final, todos los hombres mueren. Cómo viviste será mucho más importante para el Todopoderoso que lo que conseguiste.

—¿El Todopoderoso? ¿Entonces los caballeros estaban relacionados con la religión?

—¿No lo está todo? Hubo un viejo rey que ideó todo esto. Hizo que su esposa lo escribiera en un libro o algo así. Mi madre lo leyó. Los Radiantes basaron los Ideales en lo que estaba escrito allí.

Kaladin se encogió de hombros y se dispuso a rebuscar en la pila de chalecos de cuero de los hombres del puente. En teoría, Teft y él estaban comprando los que estaban gastados o tenían las correas rotas. Unos instantes después, Teft lo imitó.

—¿Crees todo eso de verdad? —preguntó Kaladin, alzando un chaleco y tirando de las correas—. ¿Que cualquiera podía seguir esos votos, sobre todo un puñado de ojos claros?

—No eran solo ojos claros. Eran Radiantes.

—Eran personas —dijo Kaladin—. Los hombres con poder siempre pretenden cosas como la virtud, o la guía divina, o algún tipo de mandato para «protegernos» al resto. Si creemos que el Todopoderoso los puso donde están, nos resulta más fácil tragarnos lo que nos dicen que hagamos.

Teft le dio la vuelta a un chaleco. Estaba empezando a gastarse por debajo de la hombrera derecha.

—Yo no creía. Y entonces…, entonces te vi infundiendo luz, y empecé a dudar.

—Historias y leyendas, Teft. Queremos creer que hubo hombres mejores una vez. Eso nos hace pensar que podría volver a ser así. Pero las personas no cambian. Ahora están corrompidas. Estaban corrompidas entonces.

—Tal vez —dijo Teft—. Mis padres creían en todo eso. Las Palabras Inmortales, los Ideales, los Caballeros Radiantes, el Todopoderoso. Incluso el antiguo vorinismo. Especialmente en el antiguo vorinismo.

—Eso llevó a la Hierocracia. Los devotarios y los fervorosos no deberían poseer tierras ni propiedades. Es demasiado peligroso.

Teft hizo una mueca.

—¿Por qué? ¿Crees que serían peores estando al mando que los devotarios?

—Bueno, probablemente ahí llevas razón. —Kaladin frunció el ceño. Había pasado tanto tiempo asumiendo que el Todopoderoso lo había abandonado, o incluso lo había maldecido, que le resultaba difícil aceptar que tal vez, como había dicho Syl, había sido bendecido. Sí, había sido preservado, y suponía que debería estar agradecido por ello. ¿Pero qué podía ser peor que obtener un gran poder y seguir siendo demasiado débil para salvar a aquellos a quienes amaba?

Nuevas especulaciones fueron interrumpidas cuando Lopen se irguió en la puerta e hizo una seña encubierta a Kaladin y Teft. Afortunadamente, no había nada más que esconder. De hecho, nunca había habido nada que esconder, excepto Kaladin sentado allí en el suelo mirando las esferas como un idiota. Hizo a un lado el chaleco y se dirigió a la entrada.

El palanquín de Hashal avanzaba hacia el barracón de Kaladin, con su alto y silencioso marido caminando a su lado. El pañuelo en su cuello era violeta, igual que los bordados de los puños de su corta chaquetilla. Gaz no había vuelto a aparecer. Había pasado ya una semana sin rastro de él. Hashal y su marido, junto con sus ayudantes ojos claros, hacían lo que él hacía antes y no contestaban a ninguna pregunta sobre el sargento del puente.

—Tormentas —dijo Teft, situándose junto a Kaladin—. Esos dos me ponen los pelos de punta, igual que me pasa cuando sé que alguien tiene un cuchillo y está detrás de mí.

Roca había hecho formar a los hombres y esperaba en silencio, como si se tratara de una inspección. Kaladin fue a reunirse con ellos, seguido por Teft y Lopen. Los porteadores depositaron el palanquín en el suelo delante de él. Abierto por los lados y con solo un pequeño dosel en lo alto, más parecía un sillón en una plataforma. Muchas de las mujeres ojos claros los utilizaban en los campamentos.

Reacio, Kaladin le dirigió a Hashal una reverencia adecuada, instando a los demás hombres a hacer lo mismo. Este no era el momento de recibir una paliza por insubordinación.

—Tienes una banda muy bien entrenada, jefe de puente —dijo ella, rascándose ausente la mejilla con una uña rojo rubí, el codo apoyado en el reposabrazos—. Muy…, eficaz en las cargas.

—Gracias, brillante Hashal —respondió Kaladin, tratando (sin conseguirlo) de apartar de su voz el envaramiento y la hostilidad—. ¿Puedo hacer una pregunta? Hace algunos días que no vemos a Gaz. ¿Se encuentra bien?

—No. —Kaladin esperó que ampliara su respuesta, pero no lo hizo—. Mi esposo ha tomado una decisión. Tus hombres son tan buenos en las carreras con los puentes que sois un modelo para las otras cuadrillas. Por tanto, tendréis servicio de puente todos los días a partir de ahora.

Kaladin sintió un escalofrío.

—¿Y el servicio de recogida?

—Oh, habrá tiempo para eso. Tenéis que llevar antorchas de todas formas, y las carreras en las mesetas nunca suceden de noche. Así que tus hombres dormirán durante el día, siempre de servicio, y trabajarán en los abismos por la noche. Un uso mucho mejor del tiempo.

—Todas las carreras —dijo Kaladin—. Vais a hacernos participar en todas.

—Sí —dijo ella, tan tranquila, indicando a los porteadores que la levantaran—. Tu equipo es demasiado bueno. Hay que utilizarlo. Empezaréis el servicio de puente a tiempo completo mañana. Considéralo…, un honor.

Kaladin inhaló profundamente para no decir lo que pensaba de su «honor». No fue capaz de inclinarse mientras Hashal se retiraba, pero a ella no pareció importarle. Roca y los hombres empezaron a murmurar.

Todas las cargas con los puentes. Acababa de doblar el ritmo con el que iban a morir. El equipo de Kaladin no duraría otras pocas semanas más. Ya estaban tan escasos de miembros que perder uno o dos hombres más en un ataque los haría desplomarse. Los parshendi se concentrarían entonces en ellos, y los abatirían.

—¡Por el aliento de Kelek! —dijo Teft—. ¡Nos matará!

—No es justo —añadió Lopen.

—Somos hombres del puente —dijo Kaladin, mirándolos—. ¿Qué os hizo pensar que se nos aplicaba ningún tipo de «justicia»?

—Ella no nos ha matado lo bastante rápido para Sadeas —dijo Moash—. ¿Sabes que han castigado a los soldados por venir a mirarte, por venir a ver al hombre que sobrevivió a la alta tormenta? No te ha olvidado, Kaladin.

Teft seguía maldiciendo. Llevó a Kaladin a un lado, seguido de Lopen, pero los demás continuaron hablando unos con otros.

—¡Condenación! —dijo Teft en voz baja—. Les gusta fingir que son imparciales con las cuadrillas de los puentes. Los hace parecer justos. Parece que han renunciado a eso. Hijos de puta.

—¿Qué vamos a hacer, gancho? —preguntó Lopen.

—Iremos a los abismos —dijo Kaladin—. Tal como tenemos planeado. Luego intentaremos dormir bien esta noche, ya que al parecer mañana vamos a estar despiertos toda la noche.

—Los hombres odiarán bajar a los abismos de noche, muchacho.

—Lo sé.

—Pero no estamos preparados para…, para lo que tenemos que hacer —dijo Teft, asegurándose de que nadie podía oírlo. Estaban solo Kaladin, Lopen y él—. Serán otras cuantas semanas como poco.

—Lo sé.

—¡No duraremos otras cuantas semanas! —dijo Teft—. Con Sadeas y el otro trabajando juntos, las carreras se suceden casi a diario. Solo una mala carrera, un momento en que los parshendi nos apunten, y todo habrá acabado. Seremos aniquilados.

—¡Lo sé! —exclamó Kaladin, frustrado, inspirando profundamente y cerrando los puños para no explotar.

—¡Gancho! —dijo Lopen.

—¿Qué? —replicó Kaladin.

—Está volviendo a suceder.

Kaladin se detuvo y se miró los brazos. En efecto, captó un atisbo de humo luminiscente que brotaba de su piel. Era extremadamente débil (no tenía muchas gemas cerca), pero estaba allí. Los hilillos se desvanecieron rápidamente. Era de esperar que los otros hombres del puente no lo hubieran visto.

—Condenación. ¿Qué he hecho?

—No lo sé —dijo Teft—. ¿Es porque estabas furioso con Hashal?

—Estaba furioso antes.

—Lo absorbiste con el aliento —dijo Syl ansiosamente, revoloteando en el aire como un lazo de luz.

—¿Qué?

—Lo he visto. —Se retorció—. Estabas enfadado, tomaste aire, y la luz…, vino también.

Kaladin miró a Teft, pero naturalmente el avezado veterano no lo había oído.

—Reúne a los hombres —dijo—. Vamos a cumplir nuestro servicio en el abismo.

—¿Y lo que acaba de pasar? Kaladin, no podemos hacer tantas carreras con el puente. Nos destrozarán.

—Voy a hacer algo al respecto hoy. ¡Reúne a los hombres! Syl: necesito algo de ti.

—¿Qué? —Ella se posó delante de él y se convirtió en una mujer joven.

—Busca un sitio donde hayan caído algunos cadáveres parshendi.

—Creí que ibais a practicar con las lanzas hoy.

—Eso es lo que van a hacer los hombres —dijo Kaladin—. Los organizaré primero. Después, tengo una tarea diferente.

Kaladin dio una rápida palmada, y los hombres hicieron una correcta formación en flecha. Llevaban las lanzas que habían guardado en el abismo, aseguradas dentro de un gran saco lleno de piedras y oculto en una grieta. Volvió a dar una palmada, y se reagruparon en una formación de muralla de doble línea. Otra palmada más, y formaron en círculo con un hombre detrás de cada dos como rápida reserva.

Las paredes del abismo goteaban agua, y los hombres chapoteaban en los charcos. Eran buenos. Mejor de lo que tenían ningún derecho a ser, mejor (para su nivel de entrenamiento) que ningún equipo con el que hubiera trabajado.

Pero Teft tenía razón. No durarían mucho en un combate. Unas cuantas semanas más y los habría hecho practicar lo suficiente embistiendo y protegiéndose unos a otros como para empezar a ser peligrosos. Hasta entonces, eran solo hombres del puente que podían desplegarse en formaciones bonitas. Necesitaban más tiempo.

Kaladin tenía que conseguírselo.

—Teft, toma el mando.

El veterano le dirigió uno de aquellos saludos cruzando los brazos.

—Syl —le dijo Kaladin al spren—, vamos a ver esos cadáveres.

—Están cerca. Vamos.

Zigzagueó por el abismo, un lazo brillante. Kaladin echó a andar tras ella.

—Señor —llamó Teft.

Kaladin se detuvo. ¿Cuándo había empezado Teft a llamarlo «señor»? Era extraño, lo adecuado que parecía.

—¿Sí?

—¿Quieres una escolta?

Teft estaba a la cabeza de los hombres reunidos, que cada vez parecían más soldados, con sus chalecos de cuero y empuñando sus lanzas.

Kaladin negó con la cabeza.

—Estaré bien.

—Los abismoides…

—Los ojos claros han matado a todos los que se acercan por nuestro emplazamiento. Además, si me topo con uno, ¿qué diferencia sería con dos o tres hombres más?

Teft sonrió, pero no puso más objeciones. Kaladin continuó siguiendo a Syl. En su bolsa llevaba el resto de las esferas que habían descubierto en los cadáveres mientras rescataban material. Habían tomado por costumbre quedarse parte de cada descubrimiento y pegarlas a los puentes, y ahora, con Syl ayudando a localizarlas, encontraban más que antes. Tenía una pequeña fortuna en la bolsa. Esperaba que esa luz tormentosa le sirviera bien hoy.

Sacó un marco de zafiro para iluminarse, evitando los charcos de agua repletos de huesos. Un cráneo asomaba en uno, el ondulante verdín le crecía como si fuera pelo, los vidaspren flotando encima. Tal vez debería de haberle parecido extraño recorrer estos laberintos oscuros solo, pero no le molestaba. Este era un lugar sagrado, el sarcófago de los pobres, la cueva de enterramiento de los hombres de los puentes y los lanceros que morían por los edictos de los ojos claros, derramando su sangre por los bordes de estas picudas paredes. Este lugar no era extraño, era sagrado.

En realidad, se alegraba de estar solo con su silencio y los restos de aquellos que habían muerto. A estos hombres no les habían importado las disputas de quienes habían nacido con ojos más claros que ellos. Se habían preocupado por sus familias o, como mínimo, por sus bolsas de esferas. ¿Cuántos había atrapados en esta tierra extranjera, en esas mesetas interminables, demasiado pobres para escapar y volver a Alezkar? Cientos morían cada semana, ganando gemas para hombres que ya eran ricos, vengando a un rey que llevaba mucho tiempo muerto.

Kaladin pasó ante otro cráneo al que le faltaba la mandíbula inferior, la coronilla abierta por un golpe de hacha. Los huesos parecían observarlo, curiosos, la luz tormentosa azul en su mano le daba un tono espectral al irregular terreno y las paredes.

Los devotarios enseñaban que cuando los hombres morían, los más valientes (aquellos que cumplían mejor sus Llamadas) se levantaban para ayudar a reclamar el cielo. Cada hombre haría lo que había hecho en vida. Los lanceros lucharían, los granjeros trabajarían en las granjas espirituales, los ojos claros gobernarían. Los fervorosos tenían cuidado de señalar que la excelencia en cualquier Llamada produciría poder. Un granjero podría agitar la mano y crear grandes campos de cosechas espirituales. Un lancero sería un gran guerrero, capaz de causar truenos con el escudo y rayos con la lanza.

¿Pero y los hombres de los puentes? ¿Pediría el Todopoderoso que todos los que habían caído se alzaran y continuaran con su penoso trabajo? ¿Cargarían Dunny y los demás los puentes en la otra vida? Ningún fervoroso venía a verlos para poner a prueba sus habilidades o concederles Elevaciones. Tal vez los hombres de los puentes no serían necesarios en la Guerra por el Cielo. Solo los más habilidosos iban allí de todas formas. Los demás simplemente dormirían hasta que los Salones Tranquilos fueran recuperados.

Remontó un peñasco encajado en el abismo. «¿Entonces ahora vuelvo a creer? ¿Así sin más?». No estaba seguro. Pero no importaba. Lo haría lo mejor que pudiera para sus hombres. Si había una Llamada en ello, así fuera.

Naturalmente, si escapaba con su equipo, Sadeas los sustituiría con otros que morirían en su lugar.

«Tengo que preocuparme por lo que puedo hacer —se dijo—. Esos otros hombres no son mi responsabilidad».

Teft hablaba de los Radiantes, de ideales e historias. ¿Por qué no podían los hombres ser así de verdad? ¿Por qué tenían que basarse en sueños e invenciones para inspirarse?

«Si huyes…, dejarás que todos los demás hombres de los puentes sean masacrados —susurró una voz en su interior—. Tiene que haber algo que puedas hacer por ellos».

«¡No! Si me preocupo por eso, no podré salvar al Puente Cuatro. Si encuentro una salida, la tomaremos».

«Si os marcháis —pareció decir la voz—, ¿entonces quién luchará por ellos? A nadie le importan. Nadie…».

¿Qué era lo que había dicho su padre todos aquellos años atrás? Hacía lo que consideraba justo porque alguien tenía que empezar a hacerlo. Alguien tenía que dar el primer paso.

Kaladin notaba la mano caliente. Se detuvo en el abismo y cerró los ojos. No se podía sentir ningún calor de las esferas, pero esta que tenía en la mano parecía caliente. Y entonces, sintiendo que era algo completamente natural, Kaladin inspiró profundamente. La esfera se enfrió y una oleada de calor le corrió por el brazo.

Abrió los ojos. La esfera que tenía en la mano estaba opaca y sus dedos estaban cubiertos de escarcha. La luz brotaba de él como humo de un fuego, blanca, pura.

Alzó una mano y se sintió vivo de energía. No tenía necesidad de respirar; de hecho, contenía la respiración, atrapando la luz tormentosa. Syl recorrió el pasillo, corriendo hacia él. Lo rodeó, y luego se detuvo en el aire, adoptando la forma de mujer.

—Lo hiciste. ¿Qué ha pasado?

Kaladin sacudió la cabeza, conteniendo la respiración. Algo brotaba en su interior, como…

Como una tormenta. Rebulléndose en sus venas, una tempestad que se revolvía en el interior de su cavidad pectoral. Le hacía querer correr, saltar, gritar. Casi deseaba estallar. Se sentía como si pudiera caminar por el aire. O las paredes.

«¡Sí!»., pensó. Echó a correr, saltó hacia la pared del abismo. La golpeó con los pies por delante.

Rebotó y cayó al suelo. Estaba tan aturdido que gritó, y sintió que en su interior la tormenta menguaba mientras su aliento escapaba.

Se quedó tendido de espaldas, viendo la luz tormentosa surgir de su interior más rápidamente ahora que respiraba. Permaneció allí hasta que se consumió.

Syl se posó en su pecho.

—Kaladin, ¿qué ha sido eso?

—Yo haciendo el idiota —respondió él, sentándose y notando la espalda lastimada y un agudo dolor en el codo, donde se había golpeado contra el suelo—. Teft dijo que los Radiantes podían caminar por las paredes, y me sentía tan lleno de vida…

Syl caminó por el aire, pisando como si bajara unas escaleras.

—No creo que estés preparado para eso todavía. No seas tan arriesgado. Si te mueres, volveré a ser estúpida, ya sabes.

—Intentaré recordarlo —dijo Kaladin, poniéndose en pie—. Tal vez tache morirme de la lista de cosas que tengo que hacer esta semana.

Ella hizo una mueca, saltó al aire y se convirtió de nuevo en un lazo de luz.

—Vamos, date prisa.

Salió disparada por el abismo. Kaladin recogió la esfera opaca, y luego buscó otra en el bolsillo para iluminarse. ¿Las había agotado todas? No. Las demás todavía brillaban con fuerza. Seleccionó un marco de rubí, y luego corrió tras Syl.

Ella lo condujo a un estrecho abismo que contenía un pequeño grupo de recientes cadáveres parshendi.

—Esto es morboso, Kaladin —advirtió, de pie junto a los cuerpos.

—Lo sé. ¿Sabes dónde ha ido Lopen?

—Lo envié a buscar restos cerca, para que vaya cogiendo las cosas que le has pedido.

—Tráelo, por favor.

Syl suspiró, pero obedeció. Siempre ponía reparos cuando él la hacía aparecerse a otra persona. Kaladin se arrodilló. Todos los parshendi parecían iguales. La misma cara cuadrada, aquellos rasgos masivos, como de piedra. Algunos tenían barbas atadas con trozos de metal. Brillaban, pero no mucho. Las gemas talladas contenían mejor la luz tormentosa. ¿Por qué sería?

Los rumores en el campamento decían que los parshendi cogían a los humanos heridos y se los comían. Los rumores decían también que abandonaban a sus muertos, que no se preocupaban por los caídos, que nunca les levantaban las piras adecuadas. Pero esto último era falso. Sí se preocupaban por sus muertos. Todos parecían tener la misma sensibilidad que Shen, que sufría un ataque cada vez que uno de los hombres del puente tocaba siquiera un cadáver parshendi.

«Será mejor que no me equivoque en esto», pensó Kaladin, sombrío, mientras recogía el cuchillo de uno de los cadáveres. Estaba bellamente ornamentado y forjado, el acero grabado con glifos que Kaladin no reconoció. Empezó a cortar el extraño peto que crecía en el pecho del cadáver.

Kaladin determinó rápidamente que la fisiología parshendi era muy distinta a la humana. Pequeños ligamentos azules sujetaban el peto a la piel de debajo y llegaban hasta la espalda. Siguió cortando. No había mucha sangre: se había acumulado en la espalda del cadáver o se había derramado. Su cuchillo no era una herramienta de cirujano, pero hizo bien el trabajo. Para cuando Syl regresó con Lopen, ya había sacado el peto y se ocupaba del yelmo-caparazón. Este era más difícil de quitar: había crecido en partes del cráneo, y tuvo que cortar con la sección serrada de la hoja.

—Eh, gancho —dijo Lopen, que llevaba un saco colgado al hombro—. No te gustan nada, ¿no?

Kaladin se levantó y se limpió las manos en la falda del parshendi.

—¿Encontraste lo que te pedí?

—Claro que sí —respondió Lopen, soltando el saco y rebuscando en él. Sacó un peto de cuero y un casco, como los que usaban los lanceros. Luego hizo lo mismo con algunas finas correas de cuero y un escudo de madera de tamaño mediano. Finalmente sacó una serie de huesos rojo oscuro. Huesos parshendi. En el fondo del saco estaba la cuerda que había comprado y lanzado al abismo con objeto de ocultarla.

—No te habrás vuelto loco ¿no? —preguntó Lopen, mirando los huesos—. Porque, si es así, tengo un primo que hace una bebida para la gente que se vuelve loca, y eso podría hacerte mejorar, sin duda.

—Si me hubiera vuelto loco ¿lo diría? —dijo Kaladin, acercándose a un charco de agua para lavar el yelmo-caparazón.

—No lo sé —respondió Lopen, echándose atrás—. Tal vez. Supongo que no importa si estás loco o no.

—¿Seguirías a un loco a la batalla?

—Claro. Si estás loco, eres un buen tipo y me caes bien. No eres del tipo de loco que mata a la gente mientras duerme. —Sonrió—. Además, todos seguimos continuamente a los locos. Lo hacemos cada día con los ojos claros. —Kaladin se echó a reír—. ¿Y para qué es todo esto?

Kaladin no respondió. Colocó el peto sobre el chaleco de cuero, y luego lo ató por delante con las correas. Hizo lo mismo con el casco y el yelmo, aunque tuvo que serrar con el cuchillo algunas estrías del yelmo para fijarlo.

Cuando terminó, Kaladin usó las últimas correas para atar los huesos entre sí y colocarlos delante del escudo de madera. Los huesos se sacudieron cuando alzó el escudo, pero decidió que valía.

Cogió el escudo, el casco y el peto y lo metió todo en el saco de Lopen. Apenas cabían.

—Muy bien —dijo, incorporándose—. Syl, guíanos al abismo bajo.

Habían pasado algún tiempo investigando, buscando el mejor lugar para lanzar las flechas a la parte inferior de los puentes permanentes. Un puente en concreto estaba cerca del campamento de Sadeas, así que a menudo lo atravesaban al salir a correr con los puentes en las cargas, y cruzaba un abismo especialmente poco profundo. Solo unos doce metros, en vez de los treinta o más de costumbre.

Ella asintió y luego echó a volar, guiándolos hasta allí. Kaladin y Lopen la siguieron. Teft tenía órdenes de llevar a los demás de vuelta y reunirse con Kaladin al pie de la escala, pero Kaladin y Lopen irían por delante. Kaladin se pasó el trayecto escuchando a medias a Lopen hablar de su extensa familia.

Cuanto más pensaba Kaladin en lo que estaba planeando, más osado le parecía. Quizá Lopen tenía razón al cuestionar su cordura. Pero Kaladin había intentado ser racional. Trataba de ser cuidadoso. Pero había fracasado: ahora ya no quedaba más tiempo para la lógica o el cuidado. Hashal pretendía claramente que el Puente Cuatro fuera exterminado.

Cuando los planes astutos y cuidadosos fallaban, había que intentar algo desesperado.

Lopen se interrumpió bruscamente. Kaladin vaciló. El herdaziano se había puesto pálido y se detuvo sobre sus pasos. ¿Qué estaba…?

Un ruido de rozadura. Kaladin se detuvo también, mientras el pánico comenzaba a embargarle. En uno de los corredores laterales resonaba un ruido grave y rechinante. Kaladin se dio la vuelta muy despacio, justo a tiempo de ver la sombra de algo grande (no, algo enorme) que recorría el abismo a lo lejos. Sombras a la tenue luz, el contacto de patas quitinosas sobre la roca. Kaladin contuvo la respiración, sudoroso, pero la bestia no vino en su dirección.

El ruido remitió, hasta que se apagó. Lopen y él permanecieron inmóviles largo rato después de que el último sonido desapareciera.

Finalmente, Lopen habló.

—Parece que esto no está tan muerto, ¿eh, gancho?

—No —dijo Kaladin. De pronto dio un respingo cuando Syl corrió de vuelta para buscarlos. Inconcientemente sorbió la luz tormentosa al hacerlo, y cuando ella se detuvo en el aire, lo encontró brillando suavemente.

—¿Qué es lo que pasa? —preguntó, las manos en las caderas.

—Un abismoide —dijo Kaladin.

—¿De veras? —Parecía entusiasmada—. ¡Deberíamos cazarlo!

—¿Qué?

—Claro. Apuesto a que podrías combatir contra él.

—Syl…

Sus ojos tintineaban de diversión. Era solo una broma.

—Vamos.

Echó a volar.

Lopen y él pisaron ahora con más cuidado. Por fin Syl se posó en el lado del abismo, y se quedó allí de pie como burlándose de Kaladin cuando intentó caminar por la pared.

Kaladin contempló la sombra del puente de madera a doce metros de altura. Era el abismo menos profundo que habían podido encontrar: solían ser más y más profundos cuanto más al este te dirigías. Cada vez estaba más seguro de que intentar huir hacia el este era imposible. Era demasiada distancia, y sobrevivir a las riadas causadas por las altas tormentas parecía un reto demasiado grande. El plan original (combatir o sobornar a los guardias) era lo mejor.

Pero tenían que permanecer con vida el tiempo suficiente para intentarlo. El puente de ahí arriba ofrecía una oportunidad, en caso de poder alcanzarlo. Sopesó su pequeña bolsa de esferas y se echó al hombro el saco lleno de huesos y armaduras. Su intención original era que Roca disparara al puente una flecha con una cuerda atada, y luego hacerla caer por el otro lado del abismo. Con algunos hombres sujetando un extremo, otro podría escalar y atar el saco debajo del puente.

Pero con ese plan se corría el riesgo de que una flecha saliera del abismo y pudiera ser vista por exploradores. Se decía que tenían una visión muy aguda, ya que los ejércitos dependían de ellos para localizar a los abismoides que hacían sus crisálidas.

Kaladin creía tener un modo mejor que la flecha. Tal vez.

—Necesitamos piedras —dijo—. Del tamaño de puños. Un montón de ellas.

Lopen se encogió de hombros y empezó a buscar. Kaladin lo imitó, encontrándolas en los charcos y sacándolas de las grietas. No escaseaban las piedras en los abismos. En poco tiempo, tuvo un buen montón de piedras dentro de un saco.

Cogió la bolsa de piedras con una mano y trató de pensar lo mismo que antes, cuando absorbió la luz tormentosa. «Esta es nuestra última oportunidad».

—Vida antes que muerte —susurró—. Fuerza antes que debilidad. Viaje antes que destino.

El Primer Ideal de los Caballeros Radiantes. Inspiró profundamente, y una sacudida de poder le recorrió el brazo. Sus músculos ardieron de energía, deseosos de moverse. La tempestad se extendió en su interior, tirando de su piel, haciendo que su sangre bombeara con un poderoso ritmo. Abrió los ojos. Un humo brillante se alzaba a su alrededor. Pudo contener gran parte de la luz, reteniéndola al contener la respiración.

«Es como una tormenta interior». Parecía como si pudiera hacerlo pedazos.

Dejó en el suelo el saco con las armaduras, pero envolvió la cuerda alrededor de su brazo y se ató el saco de piedras al cinturón. Cogió una piedra del tamaño de un puño y la sopesó, sintiendo sus lados alisados por la tormenta. «Será mejor que esto funcione…».

Infundó la piedra de luz tormentosa, la escarcha cristalizando en su brazo. No estaba seguro de cómo lo hacía, pero parecía natural, como verter líquido en una copa. La luz parecía acumularse bajo la piel de su mano, y luego transferirse a la piedra, como si estuviera pintando con un líquido vibrante y brillante.

Apretó la piedra contra la pared de roca. Se quedó allí, filtrando luz tormentosa, aferrada con tanta fuerza que no pudo soltarla. Probó su peso en ella, y aguantó. Colocó otra un poco más abajo, y otra un poco más arriba. Entonces, deseando tener a alguien que quemara una plegaria por su éxito, empezó a escalar.

Trató de no pensar en lo que estaba haciendo. Escalar apoyándose en rocas pegadas a la pared por… ¿Por qué? ¿Luz? ¿Spren? Siguió adelante. Era muy parecido a escalar con Tien las formaciones rocosas que había cerca de Piedralar, excepto que podía poner los asideros exactamente donde quería.

«Tendría que haber buscado polvo de roca para cubrirme las manos», pensó, aupándose, y luego sacando otra piedra del saco para pegarla a la pared.

Syl caminaba junto a él, su forma casual de andar parecía burlarse de la dificultad de su ascenso. Mientras apoyaba su peso en otra piedra, oyó un ominoso chasquido abajo. Se arriesgó a mirar. La primera de las piedras se había soltado. Las que estaban cerca filtraban luz tormentosa muy débilmente ahora.

Las piedras conducían hasta él como un conjunto de pisadas ardientes. Su tormenta interior se había apaciguado, aunque todavía soplaba y ardía en sus venas, emocionante y absorbente al mismo tiempo. ¿Qué sucedería si se quedaba sin luz antes de llegar arriba?

La siguiente roca se soltó. La que tenía al lado la siguió unos segundos más tarde. Lopen estaba de pie al otro lado del fondo del abismo, apoyado contra la pared, interesado pero relajado.

«¡Sigue moviéndote!»., pensó Kaladin, molesto consigo mismo por distraerse. Volvió a su tarea.

Justo cuando empezaban a dolerle los brazos por la escalada, llegó debajo del puente. Lo alcanzó justo cuando dos piedras más se soltaban. El golpeteo de cada una de ellas fue esta vez más fuerte, ya que la altura de caída era mucho más grande.

Sujetándose en el puente con una mano, los pies todavía apoyados contra las piedras más altas, ató el extremo de la cuerda a una de las vigas de madera. Tiró y la volvió a enlazar para hacer un nudo. Tenía cuerda de sobra por el extremo corto.

Dejó que el resto de la cuerda se deslizara de su hombro y cayera al fondo.

—Lopen —llamó. La luz brotó de su boca cuando habló—. Ténsala.

El herdaziano lo hizo, y Kaladin sujetó su extremo y tensó el nudo. Luego cogió la sección larga de la cuerda y se balanceó, colgando de la parte inferior del puente. El nudo aguantó.

Kaladin se relajó. Todavía estaba desprendiendo luz, y (excepto para llamar a Lopen) llevaba conteniendo la respiración casi un cuarto de hora. «Eso no viene mal», pensó, aunque sus pulmones empezaban a arder, así que comenzó a respirar con normalidad. La luz no lo dejó del todo, aunque escapó más rápido.

—Muy bien —le dijo a Lopen—. Ata el otro saco al extremo de la cuerda.

La ropa se agitó, y unos momentos más tarde Lopen avisó de que había terminado. Kaladin se agarró a la cuerda con las piernas para sujetarse, y luego usó las manos para tirar, izando el saco lleno de armaduras. Usando la cuerda del extremo corto del nudo, metió su bolsa de esferas dentro del saco, y luego lo ató en un lugar bajo el puente donde, eso esperaba, Lopen y Dabbid pudieran recuperarlo desde arriba.

Miró hacia abajo. El fondo parecía mucho más lejano que desde el puente. Desde esta perspectiva ligeramente distinta, todo cambiaba.

No sintió vértigo por la altura. En cambio, sí que notó un pequeño arrebato de emoción. Algo en él había disfrutado siempre de las alturas. Le parecía natural. Era estar abajo, atrapado en agujeros e incapaz de ver el mundo, lo que resultaba deprimente.

Pensó en su próximo movimiento.

—¿Qué? —preguntó Syl, acercándose a él, de pie en el aire.

—Si dejo aquí la cuerda, alguien podría verla al cruzar el puente.

—Entonces córtala.

Él la miró, alzando una ceja.

—¿Mientras estoy colgando de ella?

—No te pasará nada.

—¡Es una caída de doce metros! Como poco me romperé los huesos.

—No —dijo Syl—. Estoy segura de esto, Kaladin. No pasará nada. Confía en mí.

—¿Que confíe en ti? ¡Syl, tú misma has dicho que tu memoria está fracturada!

—Me insultaste la otra semana —dijo ella, cruzándose de brazos—. Creo que me debes una disculpa.

—¿Tengo que disculparme por cortar una cuerda y caer doce metros?

—No, pide disculpas por no confiar en mí. Ya te lo he dicho. Estoy segura de esto.

Él suspiró y miró de nuevo abajo. Su luz tormentosa se estaba agotando. ¿Qué más podía hacer? Dejar la cuerda sería una locura. ¿Podía hacerle otro nudo, o soltarla desde el fondo?

Si ese tipo de nudo existía, él no sabía cómo hacerlo. Apretó los dientes. Entonces, cuando la última de sus piedras cayó al suelo, inspiró profundamente y sacó el cuchillo que había recogido del parshendi. Se movió con rapidez, antes de tener una oportunidad para considerarlo, y cortó la cuerda y la soltó.

Cayó al momento, una mano sujetando todavía la cuerda cortada, el estómago agitado por la sensación de caída. El puente salió disparado como si se alzara, y la mente llena de pánico de Kaladin inmediatamente volvió a mirar abajo. Esto no era hermoso. Era aterrador. Era horrible. ¡Iba a morir! Iba…

«Tranquilo».

Sus emociones se calmaron en un segundo. De algún modo, supo qué hacer. Se retorció en el aire, soltó la cuerda y golpeó el suelo con ambos pies. Se agazapó, apoyando una mano en la piedra, una descarga de frío lo recorrió. Su luz tormentosa restante escapó en un solo estallido, huyendo de su cuerpo con un anillo de humo luminiscente que se aplastó contra el suelo antes de extenderse y desvanecerse.

Se irguió. Lopen se quedó boquiabierto. Kaladin sintió en las piernas el dolor del golpe, pero era como haber saltado un metro o un metro y medio.

—¡Como diez docenas de truenos en las montañas, gancho! —exclamó Lopen—. ¡Ha sido increíble!

—Gracias —dijo Kaladin. Se llevó una mano a la cabeza, miró las rocas dispersas por la base de la pared, y luego alzó la mirada para ver la armadura atada allá arriba.

—Te lo dije —recordó Syl, posándose en su hombro. Parecía triunfante.

—Lopen —dijo Kaladin—. ¿Crees que podrás recoger esa armadura durante la próxima carrera con el puente?

—Claro. No me verá nadie. Nos ignoran, ignoran a los hombres de los puentes, y especialmente ignoran a los lisiados. Para ellos, soy tan invisible que debería andar atravesando paredes.

Kaladin asintió.

—Cógela. Escóndela. Dámela justo antes del ataque a la última planicie.

—No les va a gustar que hagas una carga acorazado, gancho —dijo Lopen—. No creo que sea distinto de lo que has intentado antes.

—Ya veremos —dijo Kaladin—. Tú hazlo.

El camino de los reyes
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