«Llama y brea. La piel tan terrible. Los ojos como pozos de negrura».

Una cita del Iviad probablemente no necesite ninguna anotación de referencia, pero esta procede del verso 482, por si quiero localizarla rápidamente.

Shallan despertó en una pequeña habitación blanca.

Se incorporó, sintiéndose extrañamente sana. La esplendente luz del sol iluminaba las finas cortinas blancas de la ventana, atravesando la tela e inundando la habitación. Shallan frunció el ceño, sacudiendo la cabeza embotada. Sentía como si debiera estar ardiendo de pies a cabeza, la piel arrancada. Pero eso era solo un recuerdo. Tenía el corte en el brazo, pero por lo demás se sentía perfectamente bien.

Un sonido de roce. Se volvió para ver a una enfermera que recorría un pasillo blanco: la mujer al parecer la había visto sentarse, y ahora le llevaba la noticia a alguien.

«Estoy en el hospital, me han trasladado a una habitación privada».

Un soldado se asomó a inspeccionarla. Al parecer era una habitación vigilada.

—¿Qué ha pasado? —le preguntó—. Me envenenaron, ¿no? —Sintió un súbito destello de alarma—. ¡Kabsal! ¿Está bien?

El guardia tan solo volvió a su puesto. Shallan empezó a levantarse de la cama, pero él volvió a asomarse y la miró con mala cara. Ella soltó un gritito a su pesar, subió la sábana y se quedó quieta. Todavía llevaba puesta una de las túnicas del hospital, muy parecida a una suave bata de baño.

¿Cuánto tiempo había estado inconsciente? ¿Por qué había…?

«¡El moldeador de almas! Se lo di a Jasnah».

La siguiente media hora fue una de las más terribles de la vida de Shallan. La pasó sufriendo las miradas periódicas del guardia y sintiéndose asqueada. ¿Qué había sucedido?

Por fin, Jasnah apareció al fondo del pasillo. Llevaba un vestido diferente, negro con líneas gris claro. Cruzó la habitación como una flecha y despidió al guardia con una sola palabra al pasar. El hombre se marchó rápidamente, sus botas resonaron en el suelo de piedra mucho más fuerte que las zapatillas de Jasnah.

La princesa entró, y aunque no hizo ninguna acusación, su mirada fue tan hostil que Shallan quiso arrastrarse bajo las sábanas y esconderse. No. Quiso meterse debajo de la cama, hundirse en el mismo suelo y poner piedra entre ella y aquellos ojos.

Se contentó con bajar avergonzada la mirada.

—Fuiste sabia al devolver el moldeador de almas —dijo Jasnah, la voz como el hielo—. Te salvó la vida. Te salvé la vida.

—Gracias —susurró Shallan.

—¿Con quién trabajas? ¿Qué devotario te sobornó para que robaras el fabrial?

—Con ninguno, brillante. Lo robé por propia voluntad.

—Protegerlos no te servirá de nada. Tarde o temprano me dirás la verdad.

—Esta es la verdad —dijo Shallan, alzando la mirada y sintiendo un atisbo de desafío—. Por eso me convertí en tu pupila en primer lugar. Para robar el moldeador de almas.

—Sí ¿pero para quién?

—Para mí. ¿Tan difícil es creer que puedo actuar por mi cuenta? ¿Soy un fracaso tan miserable que la única respuesta racional es asumir que me drogaron o me manipularon?

—No tienes derecho a levantarme la voz, niña —dijo Jasnah fríamente—. Y tienes todos los motivos para recordar cuál es tu sitio.

Shallan volvió a bajar la mirada.

Jasnah guardó silencio durante un rato. Finalmente, suspiró.

—¿En qué estabas pensando, niña?

—Mi padre ha muerto.

—¿Y…?

—No era apreciado, brillante. De hecho, lo odiaban, y mi familia está arruinada. Mis hermanos intentan aguantar fingiendo que vive todavía. Pero… —¿Se atrevería a decirle a Jasnah que su padre poseía un moldeador de almas? Hacerlo no ayudaría a excusar lo que había hecho y podría meter a su familia en más problemas—. Necesitábamos algo. Una ayuda. Un modo de ganar dinero rápidamente, o de crearlo.

Jasnah volvió a guardar silencio. Cuando por fin habló, parecía levemente divertida.

—¿Pensaste que vuestra salvación se encontraba no solo en enfurecer a todo el fervor, sino a Alezkar? ¿Te das cuenta de lo que habría hecho mi hermano si se hubiera enterado de esto?

Shallan apartó la mirada, sintiéndose a la vez estúpida y avergonzada.

Jasnah suspiró.

—A veces olvido lo joven que eres. Puedo ver que el robo pudo parecerte tentador. Pero fue una tontería de todas formas. He dispuesto un pasaje de vuelta a Jah Keved. Te marcharás por la mañana.

—Yo… —Era más de lo que merecía—. Gracias.

—Tu amigo, el fervoroso, está muerto.

Shallan alzó la cabeza, anonadada.

—¿Qué pasó?

—El pan estaba envenenado. Polvo de agotadera. Muy letal, espolvoreado sobre el pan para que pareciera harina. Sospecho que el pan era tratado de forma similar cada vez que venía de visita. Su objetivo era hacerme comer un trozo.

—¡Pero yo comí un montón de ese pan!

—La mermelada tenía el antídoto —dijo Jasnah—. Lo encontramos en varios frascos vacíos que había empleado.

—¡No puede ser!

—He empezado a investigar —dijo Jasnah—. Tendría que haberlo hecho inmediatamente. Nadie recuerda de dónde vino este tal «Kabsal». Aunque hablaba con familiaridad a los otros fervorosos de ti y de mí, ellos solo lo conocían vagamente.

—Entonces él…

—Estaba jugando contigo, niña. Todo el tiempo te estuvo utilizando para llegar hasta mí. Para espiar lo que estaba haciendo, para matarme si podía. —Hablaba tranquilamente, sin ninguna emoción—. Creo que usó mucho más polvo durante este último intento, más que nunca antes, esperando quizá que yo lo aspirara. Se dio cuenta de que sería su última oportunidad. Sin embargo, se volvió contra él, ya que trabajó mucho más rápidamente de lo que esperaba.

Alguien había estado a punto de matarla. No, alguien no: Kabsal. ¡No era extraño que estuviera tan ansioso por hacerle probar la mermelada!

—Estoy muy decepcionada contigo, Shallan —dijo Jasnah—. Ahora comprendo por qué intentaste poner fin a tu propia vida. Fue la culpa.

Ella no había intentado suicidarse. ¿Pero de qué serviría admitirlo? Jasnah se apiadaba de ella; era mejor no darle motivos para lo contrario. ¿Pero qué había de las extrañas cosas que Shallan había visto y experimentado? ¿Podría tener Jasnah una explicación para ellas?

Mirarla, ver la fría cólera oculta bajo su tranquilo aspecto exterior, asustó tanto a Shallan que sus preguntas sobre los cabezas de símbolos y el extraño lugar que había visitado murieron en sus labios. ¿Cómo había pensado Shallan que era valiente? No lo era. Era una idiota. Recordó las veces que la ira de su padre resonaba por toda la casa. La ira más silenciosa y más justificada de Jasnah no era menos aterradora.

—Bueno, tendrás que aprender a vivir con tu culpa —dijo Jasnah—. Tal vez no hubieras podido escapar con mi fabrial, pero has tirado por la borda una carrera muy prometedora. Este estúpido plan manchará tu vida durante décadas. Ninguna mujer te aceptará ahora como pupila. La has tirado por la borda. —Negó con la cabeza, disgustada—. Odio equivocarme.

Con eso, se dio la vuelta para marcharse.

Shallan alzó una mano. «Tengo que pedir disculpas. Tengo que decir algo».

—¿Jasnah?

La mujer no se volvió a mirar, y el guardia no regresó.

Shallan se enroscó bajo las sábanas, con un nudo en el estómago, sintiéndose tan asqueada que, durante un momento, deseó haberse clavado aquel fragmento de cristal un poco más adentro. O tal vez que Jasnah no hubiera sido tan rápida con el moldeador de almas para salvarla.

Lo había perdido todo. No tenía ningún fabrial para proteger a su familia, ni tutora para continuar sus estudios. Ni Kabsal. Nunca lo había tenido.

Sus lágrimas mojaron las sábanas mientras la luz del sol se difuminaba y luego se desvanecía. Nadie vino a ver cómo estaba.

A nadie le importaba.

El camino de los reyes
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