«La muerte es mi vida, la fuerza se convierte en mi debilidad, el viaje ha terminado».

Fechado Betabanes, 1173, 95 segundos antes de la muerte. Sujeto: una erudita de cierta fama menor. Muestra recogida de segunda mano. Considerada cuestionable.

—Por eso, padre —dijo Adolin—, no puedes de ninguna manera abdicar en mí, no importa lo que descubramos con las visiones.

—¿Ah, sí? —preguntó Dalinar, sonriendo para sí.

—Sí.

—Muy bien, me has convencido.

Adolin se detuvo en seco en el pasillo. Los dos iban camino de los aposentos de Dalinar, que se volvió y miró al joven.

—¿De veras? —preguntó Adolin—. Quiero decir, ¿de verdad he ganado una discusión contigo?

—Sí —contestó Dalinar—. Tus argumentos son válidos. —No añadió que él había tomado ya la decisión por su cuenta—. Pase lo que pase, me quedaré. No puedo dejar esta lucha ahora.

Adolin sonrió de oreja a oreja.

—Pero —Dalinar alzó un dedo— tengo un requerimiento. Dejaré escrita una orden, de la que dará fe la más alta de mis escribas y de la que Elhokar será testigo, que te dará derecho a deponerme, si pierdo el equilibrio mental. No dejaremos que los otros campamentos lo sepan, pero no me arriesgaré a volverme tan loco que sea imposible quitarme de en medio.

—Muy bien —dijo Adolin, acercándose a su padre. Estaban solos en el pasillo—. Puedo aceptar eso. Suponiendo que no se lo digas a Sadeas. Sigo sin fiarme de él.

—No te pido que confíes en él —respondió Dalinar, empujando la puerta de sus aposentos—. Solo necesitas creer que es capaz de cambiar. Sadeas fue una vez un amigo, y creo que puede volver a serlo.

Las frías piedras de la cámara del moldeador de almas parecían contener el frío de la primavera. El clima continuaba sin pasar al verano, pero al menos no lo había hecho tampoco al invierno. Elthebar prometía que no lo haría, pero claro, las promesas de los predicetormentas estaban siempre llenas de advertencias. La voluntad del Todopoderoso era misteriosa, y no se podía confiar siempre en las señales.

Dalinar aceptaba ahora a los predicetormentas, aunque cuando se hicieron populares por primera vez, rechazó su ayuda. Ningún hombre debería intentar conocer el futuro, una prerrogativa reservada al Todopoderoso. Y Dalinar se preguntaba cómo podían hacer sus investigaciones los predicetormentas sin leer. Ellos sostenían que no lo hacían, pero él había visto sus libros llenos de glifos. Glifos. No estaban hechos para ser utilizados en los libros: eran dibujos. Un hombre que no hubiera visto uno antes podía comprender lo que significaba, basándose en su forma. Eso hacía que interpretar los glifos fuera distinto a leer.

Los predicetormentas hacían un montón de cosas que incomodaban a la gente. Pero eran tan útiles… Saber cuándo podía golpear una alta tormenta, bueno, era una ventaja demasiado tentadora. Aunque los predicetormentas se equivocaban a menudo, también acertaban.

Renarin estaba arrodillado junto al hogar, inspeccionando el fabrial que habían instalado allí para calentar la habitación. Navani ya había llegado. Estaba sentada ante el elevado escritorio, garabateando una carta; saludó distraída con la pluma cuando Dalinar entró. Llevaba el fabrial que él le había visto lucir en el banquete semanas antes: el artilugio de múltiples patas estaba sujeto a su hombro, abrochado a la tela de su vestido violeta.

—No sé, padre —dijo Adolin, cerrando la puerta. Al parecer seguía pensando en Sadeas—. No me importa si está escuchando El camino de los reyes. Lo está haciendo para que tú prestes menos atención a los ataques a las mesetas y así sus empleados pueden sacar mejor tajada de su porción de las gemas corazón. Te está manipulando.

Dalinar se encogió de hombros.

—Las gemas corazón son secundarias, hijo. Si puedo volver a fraguar una alianza con él, merece la pena casi a cualquier precio. En cierto modo, soy yo quien lo está manipulando a él.

Adolin suspiró.

—Muy bien. Pero sigo echándome la mano a la faltriquera cuando está cerca.

—Intenta no insultarlo —dijo Dalinar—. Oh, y otra cosa: me gustaría que tuvieras cuidado con la guardia del rey. Si sabemos con certeza de soldados que me son leales, ponlos a cargo de la vigilancia de los aposentos de Elhokar. Sus palabras sobre una conspiración me tienen preocupado.

—¿No les darás crédito? —dijo Adolin.

—Algo extraño sucedió con su armadura. Todo este asunto apesta como a limo de crem. Tal vez resulte ser nada. Por ahora, sígueme la corriente.

—He de hacer notar —dijo Navani— que nunca me hizo mucha gracia Sadeas cuando tú, Gavilar y él erais amigos —terminó la carta con una floritura.

—No está detrás de los ataques al rey.

—¿Cómo puedes estar seguro? —preguntó Navani.

—Porque no es su forma de actuar. Sadeas nunca quiso el título de rey. Ser alto príncipe le da poderes de sobra, pero deja que otro se lleve la responsabilidad de los problemas a gran escala. —Dalinar sacudió la cabeza—. Nunca intentó arrebatarle el trono a Gavilar, y su situación es mejor con Elhokar.

—Porque mi hijo es débil —dijo Navani. No era una acusación.

—No es débil —replicó Dalinar—. Es inexperto. Pero sí, eso hace que la situación sea ideal para Sadeas. Está diciendo la verdad: pidió ser alto príncipe de información porque quiere descubrir a toda costa quién trata de matar a Elhokar.

—Mashala —dijo Renarin, usando el término formal que significaba «tía»—. Ese fabrial que llevas al hombro ¿qué hace?

Navani miró el artilugio con una sonrisa taimada. Dalinar se dio cuenta de que estaba esperando que se lo preguntaran. Se sentó; pronto llegaría la alta tormenta.

—Oh, ¿esto? Es una especie de dolorial. Trae, déjame que te lo enseñe. —Extendió la mano segura y pulsó un cierre que soltó las patas como garras. Lo mostró en la mano—. ¿Te duele algo, querido? ¿Un dedo del pie lastimado, quizás, o un arañazo?

Renarin negó con la cabeza.

—Me lastimé un músculo de la mano antes, durante las prácticas de duelo —dijo Adolin—. No es grave, pero molesta.

—Ven aquí —dijo Navani. Dalinar sonrió afectuosamente: Navani se mostraba siempre más genuina cuando jugaba con fabriales nuevos. Era una de las pocas ocasiones en que podía vérsela sin pretensiones. No era Navani la madre del rey, ni Navani la intrigante política. Era Navani la ingeniera entusiasmada.

—La comunidad de artifabrianas está haciendo cosas sorprendentes —dijo ella mientras Adolin extendía la mano—. Estoy particularmente orgullosa de este artilugio, ya que participé en su construcción.

Lo sujetó a la mano de Adolin, envolviendo las patas alrededor de la palma y colocándolas en su sitio.

Adolin alzó la mano y la volvió.

—El dolor ha desaparecido.

—Pero todavía puedes sentir, ¿correcto? —dijo Navani, satisfecha.

Adolin se palpó la palma con los dedos de la otra mano.

—No siento ningún tipo de entumecimiento.

Renarin observaba con agudo interés, los ojos a cubierto tras las gafas, curiosos, intensos. Si pudiera dejarse persuadir para convertirse en fervoroso. Entonces podría ser ingeniero, si quisiera. Y sin embargo se negaba. Sus motivos siempre le parecían pobres excusas a Dalinar.

—Es un poco aparatoso —advirtió Dalinar.

—Bueno, es solo un prototipo —dijo Navani, a la defensiva—. Estuve trabajando hacia atrás a partir de una de esas espantosas creaciones de Largasombra, y no tuve la posibilidad de afinar la forma. Creo que tiene mucho potencial. Imagina unos pocos artilugios de estos en un campo de batalla para mitigar el dolor de los heridos. Imagínatelo en manos de un cirujano, que no tendría que preocuparse por el dolor de sus pacientes mientras los opera.

Adolin asintió. Dalinar tuvo que admitir que parecía un aparato útil. Navani sonrió.

—Vivimos tiempos especiales: estamos aprendiendo todo tipo de cosas sobre los fabriales. Este, por ejemplo, es un fabrial reductor: disminuye algo, en este caso el dolor. No hace que la herida mejore, pero podría ser un paso en esa dirección. Sea como fuere, es un tipo completamente distinto a los fabriales parejos como las vinculacañas. Si pudierais ver los planes que tenemos para el futuro…

—¿Como cuáles? —preguntó Adolin.

—Ya los descubrirás —dijo Navani, sonriendo misteriosamente. Retiró el fabrial de la mano del joven.

—¿Hojas esquirladas? —Adolin parecía entusiasmado.

—Bueno, no —respondió Navani—. El diseño y el funcionamiento de las hojas y las armaduras esquirladas son completamente diferentes a todo lo que hemos descubierto. Lo más que se ha acercado nadie son esos escudos de Jah Keved. Pero, por lo que puedo decir, usan un principio de diseño completamente distinto a las armaduras esquirladas normales. Los antiguos debían de tener una maravillosa comprensión de la ingeniería.

—No —dijo Dalinar—. Los he visto, Navani. Son…, bueno, son antiguos. Su tecnología es primitiva.

—¿Y las Ciudades del Amanecer? —preguntó Navani, escéptica—. ¿Los fabriales?

Dalinar negó con la cabeza.

—No he visto nada de eso. Hay hojas esquirladas en las visiones, pero parecen fuera de lugar. Tal vez las dieron directamente los Heraldos, como dicen las leyendas.

—Tal vez —dijo Navani—. ¿Por qué no…?

Dalinar parpadeó. No había oído acercarse a la alta tormenta.

Ahora estaba en una gran habitación abierta con enormes columnas laterales que parecían esculpidas en suave arenisca, con lados granulosos y sin adornos. El techo estaba muy alto, tallado en la roca con patrones geométricos que parecían ligeramente familiares. Círculos conectados por líneas, extendiéndose hacia fuera unas de otras…

—No sé qué hacer, viejo amigo —dijo una voz a su lado. Dalinar se volvió para ver a un joven vestido con regia túnica blanca y dorada, caminando con las manos unidas delante, ocultas por voluminosas mangas. Tenía el pelo oscuro recogido en una trenza y una barba corta terminada en punta. En el pelo llevaba trenzados hilos de oro que se unían en su cabeza para formar un símbolo dorado. El símbolo de los Caballeros Radiantes.

—Dicen que es siempre igual —dijo el hombre—. Nunca estamos preparados para las Desolaciones. Deberíamos ser mejores resistiendo, pero siempre damos un paso más hacia la destrucción. —Se volvió hacia Dalinar, como si esperara una respuesta.

Dalinar bajó la cabeza. También él vestía una ornamentada túnica, aunque no tan lujosa. ¿Dónde estaba? ¿En qué época? Tenía que buscar pistas para que Navani las investigara y para que Jasnah las utilizara para demostrar, o rebatir, estos sueños.

—No sé qué decir —respondió Dalinar. Si quería información, tenía que actuar de modo más natural que en sus visiones anteriores.

El hombre de aspecto regio suspiró.

—Esperaba que pudieras compartir conmigo tu sabiduría, Karm.

Continuaron caminando hacia un lado de la habitación, acercándose al sitio donde la pared se abría a un enorme balcón con balaustrada de piedra. Se asomaba al cielo de la tarde; el sol poniente manchaba el aire de un rojo sucio y sofocante.

—Nuestra propia naturaleza nos destruye —dijo el hombre regio, la voz suave, aunque su rostro mostraba que estaba muy furioso—. Alakavish era un potenciador. Tendría que haberlo sabido. Y sin embargo, el lazo nahel no le dio más sabiduría que a un hombre corriente. Ay, no todos los spren son tan perspicaces como los honorspren.

—Estoy de acuerdo —dijo Dalinar.

El otro hombre pareció aliviado.

—Me preocupaba que mis condiciones te parecieran demasiado atrevidas. Tus propios absorbedores fueron… Pero no, no deberíamos mirar atrás.

«¿Qué es un potenciador?». Dalinar quiso gritar la pregunta en voz alta, pero no podía. No sin parecer completamente fuera de sitio.

«Tal vez…».

—¿Qué piensas que debería hacerse con estos potenciadores? —preguntó con cuidado.

—No sé si puedo obligarlos a hacer nada.

Sus pisadas resonaban en la sala vacía. ¿No había guardias, ni ayudantes?

—Su poder…, bueno, Alakavish demuestra la atracción que los potenciadores sienten hacia la gente corriente. Si hubiera algún modo de animarlos… —El hombre se detuvo y se volvió hacia Dalinar—. Tienen que ser mejores, viejo amigo. Todos tenemos que serlo. La responsabilidad de lo que nos ha sido entregado, ya sea la corona o el lazo nahel…, tiene que hacernos mejores.

Parecía esperar algo de Dalinar. ¿Pero qué?

—Puedo leer tu desacuerdo en tu rostro —dijo el hombre regio—. No importa, Karm. Me doy cuenta de que mis pensamientos en este tema no son convencionales. Tal vez los demás tengáis razón, tal vez nuestras habilidades sean prueba de una elección divina. Pero si es verdad ¿no deberíamos ser más cautelosos en nuestras acciones?

Dalinar frunció el ceño. Eso le sonaba familiar. El hombre regio suspiró y se acercó al borde de balcón. Dalinar se reunió con él. La perspectiva finalmente le permitió contemplar el paisaje que se extendía ante ellos.

Había miles de cadáveres.

Dalinar se quedó boquiabierto. La muerte llenaba las calles de la ciudad más allá, una ciudad que Dalinar reconoció vagamente. «Kholinar. Mi patria». Se encontraba con el hombre regio en lo alto de una torre baja, construida en piedra. Parecía alzarse donde un día estaría el palacio.

La ciudad era inconfundible, con sus formaciones rocosas en forma de pico que se alzaban al aire como aletas enormes. Las hojas del viento, las llamaban. Pero estaban menos desgastadas de cómo las conocía, y la ciudad alrededor era muy distinta. Construida con cuadradas estructuras de piedra, muchas ya habían sido derribadas. La destrucción se extendía hasta lo lejos, cubriendo las aceras de las primitivas calles. ¿Había sido arrasada la ciudad por un terremoto?

No, esos cadáveres habían caído en batalla. Dalinar podía oler el hedor de la sangre, las vísceras, el humo. Los cuerpos yacían dispersos, muchos cerca del murete que rodeaba la fortaleza. La muralla estaba derruida en algunos puntos, aplastada. Y había rocas de extraña forma mezcladas entre los cadáveres. Piedras talladas como…

«Sangre de mis padres. Eso no son piedras. Son criaturas», pensó Dalinar, aferrándose a la balaustrada de piedra. Eran criaturas enormes, de cinco o seis veces el tamaño de una persona, la piel sin brillo y gris como el granito. Tenían miembros largos y cuerpos esqueléticos, las patas delanteras (¿o eran brazos?) encajados en anchos hombros. Las caras eran finas, estrechas. Con forma de flecha.

—¿Qué ha pasado aquí? —preguntó Dalinar—. ¡Es terrible!

—Me pregunto lo mismo. ¿Cómo pudimos dejar que sucediera esto? Las Desolaciones tienen bien puesto su nombre. He oído el recuento inicial. Once años de guerra, y nueve de cada diez personas a quienes una vez goberné han muerto. ¿Tenemos ya reinos que dirigir? Sur ha desaparecido, estoy seguro. Tarma, Eiliz, no es probable que sobrevivan. Han tenido demasiadas bajas.

Dalinar nunca había oído hablar de esos lugares.

El hombre cerró el puño y golpeó suavemente la balaustrada. A lo lejos había hogueras: habían empezado a quemar los cadáveres.

—Los demás quieren echarle la culpa a Alakavish. Y es cierto, si no nos hubiera llevado a la guerra antes de la Desolación, tal vez no habríamos resultado tan afectados. Pero Alakavish fue un síntoma de una enfermedad mayor. Cuando regresen los Heraldos ¿qué encontrarán? ¿Un pueblo que los ha vuelto a olvidar? ¿Un mundo roto por la guerra y las disputas? Si continuamos como hasta ahora, entonces tal vez merezcamos perder.

Dalinar sintió un escalofrío. Había pensado que esta visión debía venir antes que la anterior, pero las visiones anteriores no fueron cronológicas. Todavía no había visto a ningún Caballero Radiante, pero tal vez no fuera porque se habían desbandado. Tal vez no existían todavía. Y quizás había un motivo para que las palabras de este hombre sonaran tan familiares. ¿Podía ser? ¿Podía estar realmente junto al mismo hombre cuyas palabras había escuchado una y otra vez?

—Hay honor en perder —dijo Dalinar con cuidado, usando palabras repetidas varias veces en El camino de los reyes.

—Si esa pérdida significa aprendizaje. —Sonrió el hombre—. ¿Usando mis propios dichos contra mí, Karm?

Dalinar se quedó sin aliento. El hombre en persona. Nohadon. El gran rey. Era real. O lo había sido. Este hombre era más joven de como lo imaginaba, pero aquel porte humilde aunque regio…, sí, era él.

—Estoy pensando en renunciar a mi trono —dijo Nohadon en voz baja.

—¡No! —Dalinar dio un paso hacia él—. No debes hacer eso.

—No puedo dirigirlos —dijo el hombre—. No si mi liderazgo los conduce a esto.

—Nohadon.

El hombre se volvió hacia él, frunciendo el ceño.

—¿Qué?

Dalinar vaciló. ¿Podía estar equivocado sobre la identidad de este hombre? Pero no. El nombre Nohadon era más que un título. Mucha gente famosa había recibido nombres sagrados de la Iglesia, antes de que fuera desmantelada. Incluso era probable que Bajerden no fuera su nombre real: eso se había perdido en el tiempo.

—No es nada —dijo Dalinar—. No puedes renunciar a tu trono. El pueblo necesita un líder.

—Tienen líderes —respondió Nohadon—. Hay príncipes, reyes, moldeadores de almas, potenciadores. Nunca faltan hombres y mujeres que quieran ser líderes.

—Cierto, pero faltan quienes sean buenos en ello.

Nohadon se apoyó en la barandilla. Contempló a los caídos, con una expresión de profundo pesar y preocupación en el rostro. Era tan extraño verlo así. Era tan joven. Dalinar nunca había imaginado en él tanta inseguridad, tanto tormento.

—Conozco esa sensación —dijo en voz baja—. La incertidumbre, la vergüenza, la confusión.

—Lees en mí demasiado bien, viejo amigo.

—Conozco esas emociones porque las he sentido. Yo…, nunca supuse que las sentirías también.

—Entonces me corrijo. Tal vez no me conozcas demasiado bien.

Dalinar guardó silencio.

—¿Qué hago entonces? —preguntó Nohadon.

—¿Me lo preguntas a mí?

—Eres mi consejero, ¿no? Bueno, agradecería recibir algún consejo.

—Yo… No puedes renunciar a tu trono.

—¿Y qué debería hacer con él? —Nohadon dio media vuelta y caminó por el largo balcón. Parecía extenderse por todo este nivel. Dalinar lo siguió, pasando ante lugares donde la piedra estaba desgarrada, la balaustrada rota.

—Ya no tengo fe en la gente, viejo amigo —dijo Nohadon—. Pon a dos hombres juntos, y encontrarán algo de lo que discutir. Reúnelos en grupos, y un grupo hallará motivos para atacar al otro. Ahora esto. ¿Cómo los protejo? ¿Cómo impido que esto vuelva a suceder?

—Dicta un libro —dijo Dalinar ansiosamente—. ¡Un gran libro para dar esperanza a la gente, para explicar tu filosofía del liderazgo y cómo debería vivirse la vida!

—¿Un libro? Yo. ¿Escribir un libro?

—¿Por qué no?

—Porque es una idea fantásticamente estúpida. —Dalinar se quedó boquiabierto—. El mundo que conocemos casi ha sido destruido —dijo Nohadon—. ¡Apenas existe una familia que no haya perdido a la mitad de sus miembros! Nuestros mejores hombres son cadáveres en ese campo, y no tenemos comida para durar más de dos o tres meses como mucho. ¿Y voy a pasarme el tiempo escribiendo un libro? ¿Quién lo escribiría por mí? Todos mis hombres de letras fueron ejecutados cuando Yelignar irrumpió en la cancillería. Tú eres el único hombre de letras que conozco que sigue vivo.

¿Un «hombre» de letras? Sí que era una época extraña.

—Podría escribirlo yo, entonces.

—¿Con un brazo? ¿Has aprendido a escribir con la mano izquierda, entonces?

Dalinar se miró. Tenía los dos brazos, aunque al parecer el hombre al que Nohadon veía le faltaba el derecho.

—No, tenemos que reconstruir —dijo Nohadon—. Tan solo desearía que hubiera un modo de convencer a los reyes, a los que siguen con vida, de que no busquen sacar ventaja unos de otros —Nohadon dio un golpecito en el balcón—. Así que esta es mi decisión. Renunciar, o hacer lo que es necesario. Este no es momento para escribir. Es momento para la acción. Y luego, por desgracia, para la espada.

«¿La espada? ¿Por tu parte, Nohadon?».

No sucedería. El hombre se convertiría en un gran filósofo; enseñaría la paz y el respeto a los demás, y no obligaría a los hombres a hacer lo que se le antojara. Los guiaría para que actuaran con honor.

Nohadon se volvió hacia Dalinar.

—Te pido disculpas, Karm. No debería, después de inquirirlas, rechazar tus sugerencias. Estoy inquieto, como imagino que lo estamos todos. En ocasiones, me parece que ser humano es querer lo que no podemos tener. Para algunos, es el poder. Para otros, es la paz.

Nohadon dio media vuelta y continuó su paseo por el balcón. Aunque su paso era lento, su postura indicaba que deseaba estar solo. Dalinar lo dejó marchar.

—Llega a convertirse en uno de los escritores más influyentes que ha conocido Roshar —dijo Dalinar.

Silencio, a excepción de los gritos de la gente que trabajaba abajo, reuniendo cadáveres.

—Sé que estás ahí.

Silencio.

—¿Qué decide? —preguntó Dalinar—. ¿Los une, como quería?

La voz que a menudo hablaba en sus visiones no vino. Dalinar no recibió ninguna respuesta a sus preguntas. Suspiró y se volvió a contemplar los campos de muertos.

—Al menos tienes razón en una cosa, Nohadon. Ser humano es querer lo que no podemos tener.

El paisaje se oscureció, el sol se puso. Aquella oscuridad lo envolvió, y cerró los ojos. Cuando los abrió, estaba de vuelta en sus aposentos, de pie con las manos en el respaldo de una silla. Se volvió hacia Adolin y Renarin, que estaban cerca, ansiosos, preparados para sujetarlo si se ponía violento.

—Bueno —dijo Dalinar—, eso no ha tenido ningún significado. No he aprendido nada. ¡Maldición! Qué pobre trabajo estoy haciendo de…

—Dalinar —dijo Navani, cortante, todavía escribiendo con una caña sobre un papel—. Lo último que dijiste antes de que terminara la visión. ¿Qué fue?

Dalinar frunció el ceño.

—Lo último…

—Sí —dijo Navani, urgente—. Las últimas palabras que pronunciaste.

—Estaba citando al hombre con quien estuve hablando. «Ser humano es querer lo que no podemos tener». ¿Por qué?

Ella lo ignoró y siguió escribiendo furiosamente. Cuando terminó, se levantó de la alta silla y corrió hacia la estantería.

—¿Tienes un ejemplar de…? Sí, eso me había parecido. Estos son los libros de Jasnah ¿verdad?

—Sí —contestó Dalinar—. Quería que cuidara de ellos hasta su regreso.

Navani sacó un volumen de la estantería.

—La Analéctica de Corvana.

Depositó el libro sobre el escritorio y empezó a pasar páginas.

Dalinar se acercó a ella, aunque, naturalmente, no podía sacarle sentido a las páginas.

—¿Qué importa?

—Aquí —dijo Navani. Miró a Dalinar—. Cuando tienes esas visiones tuyas, sabes que hablas.

—Galimatías. Sí, mis hijos me lo han dicho.

Anak malah kaf, del makian habin yah —dijo Navani—. ¿Te suena familiar?

Dalinar negó con la cabeza, aturdido.

—Se parece mucho a lo que estaba diciendo padre —repuso Renarin—. Cuando tenía la visión.

—No «mucho», Renarin —dijo Navani, pagada de sí misma—. Es exactamente la misma frase. Es lo último que dijiste antes de salir de tu trance. Anoté lo mejor que pude todo lo que has farfullado hoy.

—¿Con qué propósito?

—Porque pensé que podría ser útil. Y lo fue. La misma frase aparece en la Analéctica, casi exactamente.

—¿Qué? —preguntó Dalinar, incrédulo—. ¿Cómo?

—Es un verso de una canción. Un cántico de los vanrial, una orden de artistas que viven en las laderas del Monte del Silencio en Jah Keved. Año tras año, siglo tras siglo, han cantado estas mismas palabras…, canciones que sostienen que fueron escritas en el Cántico del amanecer por los Heraldos mismos. Tienen las palabras de esas canciones, escritas en una antigua letra. Pero el significado se ha perdido. Ahora son solo sonidos. Algunos eruditos creen que la letra, y las canciones mismas, pueden ser realmente el Cántico del amanecer.

—Y yo…

—Acabas de pronunciar un verso de una de ellas —dijo Navani—. Aparte de eso, si la frase que me has dicho es correcta, la has…, traducido. ¡Esto podría demostrar la Hipótesis Vanrial! Una frase no es mucho, pero podría darnos la clave para traducir la letra entera. Lleva rondándome tiempo, mientras escucho estas visiones. Pensaba que las cosas que decías tenían demasiado orden para ser un galimatías. —Miró a Dalinar, sonriendo encantada—. Dalinar, puede que hayas desentrañado uno de los más acuciantes y antiguos misterios de todos los tiempos.

—Espera —dijo Adolin—. ¿Qué estás diciendo?

—Lo que estoy diciendo, sobrino —dijo Navani, mirándolo directamente—, es que tenemos tu prueba.

—Pero… —dijo Adolin—. Quiero decir, podría haber oído esa frase…

—¿Y extrapolado un idioma entero a partir de ella? —dijo Navani, alzando una hoja llena de texto escrito—. Esto no es ningún galimatías, pero no es una lengua que la gente hable ahora. Sospecho que es lo que parece, el Cántico del amanecer. Así que a menos que se te ocurra otra explicación de cómo ha aprendido tu padre una lengua muerta, Adolin, las visiones son ciertamente reales.

La habitación quedó en silencio. La propia Navani parecía aturdida por lo que acababa de decir.

—Ahora, Dalinar —dijo—. Quiero que describas esta visión lo más exactamente posible. Necesito las palabras exactas que pronunciaste, si puedes recordarlas. Cada fragmento que recopilemos ayudará a mis eruditas a investigar…

El camino de los reyes
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