«Están en llamas. Arden. Traen la oscuridad cuando vienen, y por eso todo lo que se puede ver es que su piel está en llamas. Arden, arden, arden…»

Recogido en Palishnev, año 1173, segundos antes de la muerte. El sujeto era un aprendiz de panadero.

Shallan recorría presurosa el pasillo con sus color naranja quemado, el techo y la parte superior de las paredes manchados ahora por el paso del humo negro producido por el moldeador de almas de Jasnah. Por fortuna, los cuadros de las paredes no se habían estropeado.

Un grupito de parshmenios llegó portando trapos, cubos y escalerillas para limpiar el hollín. Le hicieron una reverencia al pasar, sin murmurar ninguna palabra. Los parshmenios podían hablar, pero rara vez lo hacían. Muchos parecían mudos. De niña, a ella le parecían hermosos los dibujos de su piel moteada. Eso fue antes de que su padre le prohibiera frecuentarlos.

Volvió su mente a la tarea que la preocupaba. ¿Cómo iba a convencer a Jasnah Kholin, una de las mujeres más poderosas del mundo, para que cambiara de opinión y la aceptara como pupila? La mujer era testaruda: se había pasado años resistiendo los intentos de reconciliación de los devotarios.

Volvió a entrar en la amplia caverna principal, con su alto techo de piedra y sus apurados y bien vestidos ocupantes. Se sentía intimidada, pues aquel breve atisbo de el moldeador de almas la seducía. Su familia, la casa Davar, había prosperado en años recientes y salido de la oscuridad. Esto se había debido principalmente a la habilidad política de su padre: muchos lo odiaban, pero su dureza lo había llevado lejos. Igual que la riqueza producida por el descubrimiento de varios e importantes nuevos depósitos de mármol en tierras Davar.

Shallan nunca receló de los orígenes de la riqueza. Cada vez que la familia agotaba una de sus canteras, su padre salía con su agrimensor y descubría una nueva. Solo después de interrogar al agrimensor descubrieron la verdad Shallan y sus hermanos: su padre, usando su moldeador de almas prohibido, había estado creando nuevos depósitos con ritmo cuidadoso. No lo suficiente para despertar sospechas, solo lo justo para conseguir el dinero necesario para continuar con sus objetivos políticos.

Nadie sabía dónde había conseguido el fabrial, que ella llevaba ahora en una bolsita oculta. No se podía utilizar ya, dañado en la misma noche desastrosa en la que murió su padre. «No pienses en eso», se dijo.

Habían hecho que un joyero reparara el moldeador de almas roto, pero ya no funcionaba. El mayordomo de su casa (uno de los más íntimos confidentes de su padre, un consejero llamado Luesh) había sido entrenado para usar el artilugio, y ya no podía hacerlo funcionar.

Las deudas y promesas de su padre eran escandalosas. Sus opciones quedaron limitadas. La familia tenía algún tiempo, quizás un año, antes de que los pagos no realizados se volvieran imperiosos, y antes de que la ausencia de su padre fuera advertida. Por una vez, las posesiones aisladas y remotas de la familia eran ventaja y proporcionaban un motivo para que las comunicaciones se retrasaran. Sus hermanos se habían puesto en marcha, escribiendo cartas en nombre de su padre, haciendo unas cuantas apariciones y difundiendo rumores de que el brillante señor Davar planeaba algo grande.

Todo para darle a ella tiempo para conseguir llevar a cabo su osado plan. Encontrar a Jasnah Kholin. Convertirse en su pupila. Descubrir dónde guardaba su moldeador de almas. Y luego sustituirlo con el que no funcionaba.

Con el fabrial, podrían crear nuevas canteras y restaurar su riqueza. Podrían crear comida para alimentar a los soldados de su casa. Con suficiente riqueza a la mano para zanjar deudas y hacer sobornos, podrían anunciar la muerte de su padre y no ser destruidos.

Shallan vaciló en el salón principal, considerando su siguiente movimiento. Lo que planeaba hacer era muy arriesgado. Tendría que escapar sin implicarse en el robo. Aunque había pensado mucho en ello, aún no sabía cómo lograrlo. Pero se sabía que Jasnah tenía muchos enemigos. Tenía que haber un modo de achacarles la «rotura» del fabrial.

Ese paso vendría más tarde. Pues ahora Shallan tenía que convencer a Jasnah de que la aceptara como pupila. Todos los demás resultados eran inaceptables.

Nerviosa, Shallan alzó los brazos en el signo de necesidad, la mano segura cubierta cruzando el pecho y tocando el codo de la mano libre, que alzaba con los brazos extendidos. Una mujer se acercó, llevando la camisa blanca de encajes bien almidonada y la falda negra que eran el signo universal de los maestros de sirvientes.

La recia mujer hizo una reverencia.

—¿Brillante?

—El Palaneo —dijo Shallan.

La mujer inclinó la cabeza y condujo a Shallan a las profundidades del largo pasillo. La mayoría de las mujeres de aquí, incluidas las sirvientas, llevaban el pelo recogido, y Shallan se sintió fuera de sitio con el suyo suelto. El intenso color rojo la hacía destacar aún más.

Pronto, el gran pasillo empezó a inclinarse hacia abajo. Pero cuando llegó la media hora todavía podía oír campanas lejanas sonando tras ella. Tal vez por eso a la gente de por aquí le gustaban tanto: incluso en las profundidades del Cónclave se podía oír el mundo exterior.

La criada la condujo hasta un par de grandes puertas de acero. Hizo una reverencia y Shallan la despidió con un ademán.

Shallan no pudo dejar de admirar la belleza de las puertas. Su exterior estaba tallado con un intrincado patrón geométrico de círculos y líneas y glifos. Era una especie de gráfica, la mitad en cada puerta. Por desgracia, no tenía tiempo para estudiar los detalles, así que pasó de largo.

Detrás de las puertas había una sala impresionante. Los lados eran de roca pulida y se extendían hasta las alturas; la tenue iluminación imposibilitaba saber cuánto, pero vio atisbos de luz lejana. Inmersos en las paredes había docenas de pequeños balcones, como los palcos privados de un teatro. En muchos de ellos brillaba una suave luz. Los únicos sonidos eran el paso de las páginas y suaves suspiros. Shallan se llevó al pecho la mano segura, sintiéndose empequeñecida por la magnífica cámara.

—¿Brillante? —dijo un joven maestro de sirvientes, acercándose—. ¿Qué necesitas?

—Una nueva sensación de perspectiva, al parecer —respondió Shallan, ausente—. ¿Cómo…?

—Esta sala se llama el Velo —explicó el sirviente en voz baja—. Es lo que hay antes que el Palaneo mismo. Ambos estaban aquí cuando se fundó la ciudad. Algunos piensan que estas salas fueron talladas por los mismísimos Cantores del Alba.

—¿Dónde están los libros?

—El Palaneo está por aquí.

El sirviente señaló y la guio hasta unas puertas situadas al otro lado de la sala. Tras atravesarlas, entraron en una cámara más pequeña dividida con paredes de grueso cristal. Shallan se acercó a la más cercana y la tocó. La superficie de cristal era áspera como la roca extraída.

—¿Moldeador de almas? —preguntó.

El sirviente asintió. Tras él, otro criado pasó guiando a un fervoroso madrugador. Como todos los fervorosos, este anciano tenía la cabeza afeitada y una larga barba. Su sencilla túnica gris estaba atada por un cinturón marrón. El criado lo condujo hasta una esquina, y Shallan pudo distinguir vagamente sus formas al otro lado, sombras nadando a través del cristal.

Dio un paso adelante, pero el sirviente se aclaró la garganta.

—Necesitaré tu chit de admisión, brillante.

—¿Cuánto cuesta uno? —preguntó Shallan, vacilante.

—Mil broams de zafiro.

—¿Tanto?

—Los muchos hospitales del rey exigen mantenimiento —se disculpó el hombre—. Las únicas cosas que tiene Kharbranth para vender son peces, campanas e información. Las dos primeras cosas no son exclusivas nuestras. Pero la tercera…, bueno, el Palaneo tiene la mejor colección de tomos y pergaminos de Roshar. Más, incluso, que el Santo Enclave de Valath. En el último recuento, había más de setecientos mil textos distintos en nuestro archivo.

Su padre poseía exactamente ochenta y siete libros. Shallan los había leído todos varias veces. ¿Cuánto podía contenerse en setecientos mil libros? El peso de semejante información la aturdía. Anheló poder revisar aquellos estantes ocultos. Podría pasarse meses tan solo leyendo sus títulos.

Pero no. Tal vez cuando se asegurara de que sus hermanos estaban a salvo, cuando las finanzas de su casa quedaran restauradas, podría regresar. Tal vez.

Se sintió como si tuviera hambre y, sin embargo, tuviera que dejar sin comer una caliente tarta de frutas.

—¿Dónde puedo esperar? —preguntó—. Si alguien que conozco está dentro.

—Puedes usar una de las salas de lectura —dijo el criado, relajándose. Tal vez había temido que montara una escena—. No hace falta ningún chit para sentarse en una. Hay porteros parshmenios que te conducirán a los niveles superiores, si eso es lo que deseas.

—Gracias —repuso Shallan, volviendo la espalda al Palaneo. Se sentía de nuevo como una niña, encerrada en su cuarto, sin poder correr por los jardines debido a los miedos paranoicos de su padre—. ¿Tiene ya la brillante Jasnah una sala de lectura?

—Puedo preguntar —dijo el sirviente, conduciéndola de nuevo hacia el Velo con su techo lejano e invisible. Se marchó a consultar con otros, dejando a Shallan ante la puerta del Palaneo.

Podría echar a correr. Colarse…

No. Sus hermanos se burlaban de ella por ser demasiado tímida, pero no fue la timidez lo que la contuvo. Sin duda habría guardias. Irrumpir en el Palaneo no solo sería fútil, sino que estropearía cualquier oportunidad que tuviera de hacer cambiar de opinión a Jasnah.

Hacer cambiar de opinión a Jasnah, demostrar su valía. Solo pensarlo la ponía enferma. Odiaba cualquier tipo de confrontación. Cuando era más joven se había sentido como una delicada pieza de cristal, encerrada en un mueble para ser expuesta pero no tocada nunca. La única hija, el último recuerdo de la amada esposa del brillante señor Davar. Seguía pareciéndole raro tener que ser ella quien se hacía cargos después… Después del incidente… Después…

Los recuerdos la invadieron. Nan Balat herido, su ropa rasgada. Una larga espada plateada en la mano, lo bastante afilada para cortar las piedras como si fueran de agua.

«No. No pienses en el pasado», pensó Shallan, de espaldas a la pared de piedra, cogiendo su mochila.

Buscó solaz en los dibujos, metió los dedos en el zurrón para coger papel y sus lápices. Sin embargo, el criado regresó antes de que pudiera sacarlos.

—La brillante Jasnah Kholin ha pedido en efecto que reserven una sala de lectura para ella. Puedes esperarla allí, si lo deseas.

—Así es —respondió Shallan—. Gracias.

El criado la condujo a un cubículo en sombras, dentro del cual cuatro parshmenios esperan en una recia plataforma de madera. El criado y Shallan subieron a la plataforma y los parshmenios tiraron de unas cuerdas conectadas a una polea y alzaron la plataforma por el hueco de piedra. Las únicas luces eran las esferas colocadas en cada rincón del techo del ascensor. Amatistas, que tenían una suave luz violeta.

Shallan necesitaba un plan. Jasnah Kholin no parecía de las que cambian fácilmente de opinión. Tendría que sorprenderla, impresionarla.

Llegaron a un nivel a unos doce o quince metros del suelo, y el criado indicó a los porteadores que pararan. Shallan siguió al maestro de sirvientes por un oscuro pasillo que se extendía sobre el Velo. Era circular, como un torreón, y tenía un reborde de piedra que llegaba a la altura de la cintura con una barandilla de madera encima. Otras salas ocupadas brillaban con distintos colores por las esferas utilizadas para iluminarlos; la oscuridad del enorme espacio hacía que parecieran flotar en el aire.

Esta sala tenía un largo y curvo escritorio de piedra que se unía directamente al borde del balcón. Había una sola silla y un cuenco de cristal en forma de copa. Shallan le dio las gracias al criado asintiendo con la cabeza, y el criado se retiró. Entonces sacó un puñado de esferas y las colocó en el cuenco, iluminando la pequeña sala.

Suspiró, se sentó en la silla y depositó su zurrón en la mesa. Soltó los lazos del zurrón, entreteniéndose mientras intentaba pensar algo, cualquier cosa que persuadiera a Jasnah.

«Primero necesito despejar mi mente».

Sacó del zurrón un fajo de grueso papel de dibujar, un puñado de lápices de carbón de diferentes anchuras, algunos pinceles y plumas de acero, tinta y acuarelas. Finalmente, sacó la libreta, encuadernada en forma de códice, y que contenía los bocetos naturales que había hecho durante las semanas transcurridas en el Placer del Viento.

Eran cosas sencillas, en realidad, pero para ella valían más que un cofre lleno de esferas. Sacó una hoja del fajo, luego seleccionó un lápiz de punta fina y lo hizo rodar entre sus dedos. Cerró los ojos y fijó una imagen en su mente: Kharbranth tal como lo había memorizado en aquel momento poco después de desembarcar en los muelles. Las olas golpeando los postes de madera, el olor salino del aire, los hombres trepando por los cordajes y llamándose unos a otros llenos de emoción. Y la ciudad misma alzándose sobre la colina, las casas encaramadas unas sobre otras, ni una mota de tierra malgastada. Campanas, lejanas, tintineando suavemente al aire.

Abrió los ojos y empezó a dibujar. Sus dedos se movían por su cuenta, trazando amplias líneas primero. El valle en forma de grieta donde estaba situada la ciudad. El puerto. Aquí, cuadrados representando las casas, allí un trazo para indicar un giro en la gran carretera que conducía al Cónclave. Lentamente, poco a poco, añadió detalles. Sombras como ventanas. Líneas para rellenar las carreteras. Atisbos de personas y carros para indicar el caos de las avenidas.

Había leído cómo trabajaban los escultores. Muchos tomaban un bloque de piedra y marcaban primero una forma vaga. Luego, lo repasaban de nuevo, tallando más detalles con cada pase. Era lo mismo con sus dibujos. Líneas anchas primero, luego algunos detalles, luego más, hasta las líneas más finas. No tenía ninguna formación académica con los lápices: simplemente, hacía lo que le parecía adecuado.

La ciudad tomó forma bajo sus dedos. La fue liberando, línea a línea, trazo a trazo. ¿Qué haría sin esto? La tensión escapó de su cuerpo, como liberado por las yemas de sus dedos hacia el lápiz.

Perdió el sentido del tiempo mientras trabajaba. A veces sentía como si entrara en trance, como si todo lo demás se difuminara. Los dedos casi parecían dibujar por su propia cuenta. Era mucho más fácil pensar mientras dibujaba.

Antes de que pasara demasiado tiempo, había copiado su Memoria en la página. Alzó la hoja, satisfecha, relajada, la mente despejada. La imagen memorizada de Kharbranth desapareció de su cabeza: la había liberado en el boceto. Había también en aquello una sensación de liberación. Como si su ente estuviera en tensión conteniendo recuerdos hasta que pudieran ser utilizados.

Hizo luego a Yalb, de pie, sin camisa, con el chaleco, ordenando al bajo porteador que la había traído hasta el Cónclave. Sonrió mientras trabajaba, recordando la afable voz de Yalb. Ya habría regresado al Placer del Viento. ¿Habían pasado dos horas? Probablemente.

Siempre le entusiasmaba más dibujar personas y animales que dibujar cosas. Había algo energético en poner una criatura viva en una página. Una ciudad era líneas y cuadrados, pero una persona era círculos y curvas. ¿Podría conseguir aquella sonrisa del rostro de Yalb? ¿Podría mostrar su perezosa felicidad, la forma en que flirteaba con una mujer muy por encima de su rango? Y el porteador, con sus finos dedos y sus sandalias, su largo abrigo y sus pantalones anchos. Su extraño lenguaje, sus agudos ojos, su plan para aumentar su estipendio ofreciendo no solo un viaje, sino un recorrido turístico.

Cuando dibujaba, no se sentía como si trabajara solo con carboncillo y papel. Al dibujar un retrato, su medio era el alma misma. Había plantas de las que podía quitarse un trocito (una hoja, o un peciolo), para luego plantarla y cultivar un duplicado. Cuando recopilaba la Memoria de una persona, liberaba un capullo de su alma, y lo cultivaba y lo hacía crecer en la página. Carboncillo para los tendones, pulpa de papel para el hueso, tinta para la sangre, la textura del papel para la piel. Se sumergió en un ritmo, una cadencia, el roce del lápiz como el sonido de la respiración de aquellos que representaba.

Los creacionspren se congregaron en torno a su libreta, mirando su trabajo. Como los otros spren, se decía que siempre estaban cerca, pero a menudo invisibles. A veces los atraías. A veces no. Con el dibujo, la habilidad parecía crear la diferencia.

Los creacionspren eran de tamaño medio, tan altos como uno de sus dedos, y brillaban con una leve luz plateada. Se transformaban continuamente, tomando formas nuevas. Normalmente, las formas eran cosas que habían visto recientemente. Una urna, una persona, una mesa, una rueda, un clavo. Siempre del mismo color plateado, siempre la misma altura diminuta. Imitaban las formas con exactitud, pero las movían de manera extraña. Una mesa rodaba como una rueda, una urna se quebraba y se reparaba sola.

Su dibujo había congregado a una media docena, atraídos por su acto de creación igual que el brillo del fuego atraía a los llamaspren. Había aprendido a ignorarlos. No tenían importancia: si atravesaba uno con una mano, la figura se borraba como arena esparcida y luego se reformaba. Nunca sentía nada cuando los tocaba.

Un rato después, alzó la página, satisfecha. Mostraba a Yalb y al porteador con detalle, con atisbos de la populosa ciudad detrás. Había reflejado bien los ojos. Eso era lo más importante. Cada una de las Diez Esencias tenía un análogo en el cuerpo humano: la sangre para lo líquido, el pelo para la madera, etcétera. Los ojos estaban asociados con el cristal y el vidrio. Las ventanas a la mente y el espíritu de una persona.

Hizo a un lado la página. Algunos hombres coleccionaban trofeos. Otros coleccionaban armas o escudos. Muchos coleccionaban esferas.

Shallan coleccionaba personas. Personas, y criaturas interesantes. Tal vez era debido a que había pasado gran parte de su juventud en una prisión virtual. Había desarrollado la costumbre de memorizar rostros, y de dibujarlos más tarde, después de que su padre la descubriera haciendo bocetos de los jardineros. ¿Su hija? ¿Haciendo dibujos de ojos oscuros? Se enfureció con ella: uno de los pocos momentos en que dirigió su famoso temperamento contra su hija.

Después de eso, ella hizo dibujos de personas solo en privado, usando en cambio los momentos libres para esbozar los insectos, crustáceos y plantas de los jardines de la mansión. A su padre no le importó esto (la zoología y la botánica eran actividades femeninas adecuadas), y eso la animó a elegir la historia natural como Llamada.

Sacó una tercera hoja en blanco. Parecía suplicarle que la rellenara. Una página en blanco no era nada más que potencial, algo sin sentido hasta que fuera utilizada. Como una esfera plenamente infusa guardada dentro de una bolsa que impedía que su luz fuera útil.

«Lléname».

Los creacionspren se congregaron en torno a la página. Se mantuvieron quietos, como curiosos, expectantes. Shallan cerró los ojos e imaginó a Jasnah Kholin de pie ante la puerta bloqueada, el moldeador de almas brillando en su mano. El pasillo estaba en silencio, a excepción de los lloriqueos de una niña. Los ayudantes conteniendo la respiración. Un rey ansioso. Una reverencia callada.

Shallan abrió los ojos y empezó a dibujar con vigor, perdiéndose intencionadamente. Cuando menos estuviera en el ahora y más estuviera en el entonces, mejor sería el boceto. Los otros dos dibujos habían sido de calentamiento: esta era la obra maestra del día. Con el papel sujeto a la mesa, la mano segura agarrada a ella, la mano libre voló por el papel, cambiando de vez en cuando de lápices. Suave carboncillo para la negrura densa y tupida, como el hermoso cabello de Jasnah. Carboncillo duro para los grises claros, como las poderosas ondas de luz que surgían de las gemas del moldeador de almas.

Durante unos instantes, Shallan volvió a aquel pasillo para ver algo que no debería ser: una hereje blandiendo uno de los poderes más sagrados del mundo. El poder del cambio mismo, el poder con el que el Todopoderoso había creado Roshar. Tenía otro nombre, que solo estaba permitido transmitir en los labios de los fervorosos. Elithanathile. El que transforma.

Shallan pudo oler el polvoriento pasillo. Pudo oír a la niña llorando. Pudo sentir su propio corazón latiendo de expectación. La piedra cambiaría pronto. Absorbiendo la luz tormentosa de la gema de Jasnah, renunciaría a su esencia, para convertirse en algo nuevo. El aliento de Shallan quedó contenido en su garganta.

Y entonces el recuerdo se desvaneció, devolviéndola a la silenciosa y tenue sala de lectura. La página contenía ahora una reproducción perfecta de la escena, conseguida con negros y grises. La orgullosa figura de la princesa miraba la piedra caída, exigiéndole que cediera ante su voluntad. Era ella. Shallan supo, con la certeza intuitiva del artista, que esta era una de las mejores obras que había hecho jamás. De un modo muy sencillo, había capturado a Jasnah Kholin, algo que los devotarios no habían conseguido nunca. Eso la llenó de euforia. Aunque esta mujer volviera a rechazarla, no podría cambiar un hecho. Jasnah Kholin se había unido a la colección de Shallan.

Shallan se limpió los dedos en su paño, y luego alzó el papel. Advirtió ausente que ya había atraído a unas dos docenas de creacionspren. Tendría que barnizar la página con savia de pleárbol para fijar el carboncillo y protegerlo de manchas. Tenía un poco en su zurrón. Primero quería estudiar la página y la figura que en ella aparecía. ¿Quién era Jasnah Kholin? Nadie que se dejara intimidar, desde luego. Era una mujer hasta el tuétano, maestra de las artes femeninas, pero en ningún modo delicada.

Una mujer semejante apreciaría la determinación de Shallan. Escucharía otra solicitud de pupilaje, suponiendo que se le presentara de forma adecuada.

Jasnah era también una racionalista, una mujer con la audacia para negar la existencia del mismísimo Todopoderoso basándose en su propio razonamiento. Jasnah apreciaría la fuerza, pero solo si estaba enmarcada por la lógica.

Shallan asintió para sí, sacó una cuarta hoja de papel y un pincel de punta fina, y empezó a sacudir su frasco de tinta antes de abrirlo. Jasnah había exigido pruebas de las habilidades lógicas y escritoras de Shallan. Bien, ¿qué mejor forma de hacerlo que suplicarle a la mujer con palabras?

«Brillante Jasnah Kholin —escribió Shallan, pintando las letras lo más clara y bellamente que pudo. Podría haber usado una caña, pero se usaba el pincel para las obras de arte. Pretendía que esta página lo fuera—. Has rechazado mi petición. Lo acepto. Sin embargo, como sabe cualquiera formado en las peticiones formales, ninguna suposición debería ser tratada como axiomática». El argumento en realidad decía: «Ninguna suposición, excepto la existencia del Todopoderoso mismo, debería ser considerada axiomática». Pero esta forma de expresarlo complacería a Jasnah.

«Una científica debe estar dispuesta a cambiar sus teorías si la experimentación las refuta. Me aferro a la esperanza de que trates las decisiones de una manera similar: como resultados preliminares pendientes de nueva información.

»Por nuestra breve entrevista, puedo ver que aprecias la tenacidad. Me felicitaste por continuar tu búsqueda. Por tanto, presupongo que no considerarás esta carta una rotura del buen gusto. Considéralo como prueba de mi ardor por ser tu pupila, y no como desprecio a tu decisión expresada».

Shallan se llevó el pincel a los labios mientras consideraba su siguiente paso. Los creacionspren se apartaron lentamente, desvaneciéndose. Se decía que eran los logispren, en forma de diminutas nubes de tormenta, los que eran atraídos por los grandes argumentos, pero Shallan no los había visto nunca. Shallan continuó:

«Esperas pruebas de mi valía. Ojalá pudiera demostrar que mi educación es más completa que lo que reveló nuestra entrevista. Por desgracia, no tengo base para semejante argumento. Tengo debilidades en mi comprensión. Eso está claro y no se somete a ninguna disputa razonable.

»Pero las vidas de los hombres y las mujeres son más que acertijos lógicos; el contexto de sus experiencias es valiosísimo para tomar buenas decisiones. Mis estudios de lógica no llegan a tu nivel, pero incluso yo sé que los racionalistas tienen una regla: no se puede aplicar la lógica como un absoluto cuando se refiere a los seres humanos. No somos solo seres de pensamiento.

»Por tanto, el alma de mi presente argumento es dar perspectiva a mi ignorancia. No a modo de excusa, sino de explicación. Expresaste insatisfacción porque alguien como yo hubiera recibido formación tan inadecuada. ¿Qué hay de mi madrastra? ¿Qué hay de mis tutoras? ¿Por qué fue tan pobre mi educación?

»Los hechos son embarazosos. He tenido pocas tutoras y virtualmente ninguna educación. Mi madrastra lo intentó, pero ella tampoco tenía educación alguna. Es un secreto cuidadosamente guardado, pero muchas de las casas rurales veden ignoran la adecuada formación de sus mujeres.

»Tuve tres tutoras distintas cuando era muy joven, pero cada una de ellas se marchó después de unos pocos meses, citando el temperamento de mi padre o su rudeza como motivo. Me quedé sola en mi educación. He aprendido lo que he podido a través de lecturas, llenando los huecos gracias a mi naturaleza curiosa. Pero no seré capaz de igualar el conocimiento de alguien que ha recibido el beneficio de una educación formal…, y cara.

»¿Por qué es este un argumento por el que debas aceptarme? Porque todo lo que he aprendido ha sido a través de un gran esfuerzo personal. Lo que a otras les fue entregado, yo tuve que cazarlo. Creo que, a causa de esto, mi educación (limitada como es) tiene valor y mérito extras. Respeto tus decisiones, pero te pido que lo reconsideres. ¿Qué prefieres tener? ¿Una pupila que sea capaz de repetir las respuestas correctas porque una cara tutora se las hizo saber, o una pupila que tuvo que esforzarse y luchar por todo lo que ha aprendido?

»Te aseguro que una de las dos apreciará tus enseñanzas más que la otra».

Alzó el pincel. Ahora que los consideraba, sus argumentos parecían imperfectos. ¿Exponía su ignorancia, y luego esperaba que Jasnah la aceptara? De todas formas, parecía el paso adecuado, a pesar de que esta carta era una mentira. Un mentira construida de verdades. No había venido a compartir el conocimiento de Jasnah. Había venido como ladrona.

Eso hizo que su consciencia la incordiara, y casi estuvo a punto de alargar la mano y romper la página. Unos pasos en el pasillo la hicieron detenerse. Se puso en pie de un salto, se volvió con la mano segura en el pecho. Buscó palabras para explicar su presencia ante Jasnah Kholin.

Luces y sombras fluctuaban en el pasillo, y luego un figura vacilante se acercó a la salita, con una esfera blanca en la mano para darse luz. No era Jasnah. Era un hombre de poco más de veinte años que llevaba una sencilla túnica gris. Un fervoroso. Shallan se relajó.

El joven reparó en ella. Su rostro era afilado, sus ojos azules agudos. Tenía la barba corta y cuadrada, la cabeza afeitada. Cuando habló, su voz tenía un tono culto.

—Ah, discúlpame, brillante. Creí que esta era la sala de Jasnah Kholin.

—Lo es —respondió Shallan.

—Oh. ¿También la estás esperando?

—Sí.

—¿Te importaría mucho si espero contigo? —tenía un leve acento herdaziano.

—Naturalmente que no, fervoroso —ella asintió respetuosa, y luego recogió sus cosas a toda prisa, preparándole el asiento.

—¡No puedo ocupar tu asiento, brillante! Traeré otro para mí.

Ella alzó una mano para protestar, pero él se había retirado ya. Regresó unos momentos más tarde, trayendo una silla de otra salita. Era alto y delgado y (decidió Shallan con leve incomodidad) bastante guapo. Su padre poseía solo tres fervorosos, todos hombres mayores. Recorrían sus tierras y visitaban las aldeas, atendiendo a la gente, ayudándole a alcanzar Puntos en sus Glorias y Llamadas. Shallan tenía sus rostros en su colección de retratos.

El fervoroso soltó su silla. Vaciló antes de sentarse, mirando la mesa.

—Vaya, vaya —dijo, sorprendido.

Durante un momento, Shallan pensó que estaba leyendo su carta, y ella sintió un irracional arrebato de pánico. El fervoroso, sin embargo, estaba mirando los tres dibujos que había en la cabecera de la mesa, esperando el barniz.

—¿Los has hecho tú, brillante?

—Sí, fervoroso —respondió Shallan, bajando los ojos.

—¡No es necesario ser tan formales! —dijo el fervoroso, inclinándose y ajustándose las lentes mientras estudiaba su trabajo—. Por favor, soy el hermano Kabsal, o solo Kabsal. De verdad, está bien. ¿Y tú eres?

—Shallan Davar.

—¡Por las llaves doradas de Vedeledev, brillante! —dijo el hermano Kabsal, sentándose—. ¿Te enseñó Jasnah Kholin esta habilidad con el lápiz?

—No, fervoroso —contestó ella, todavía de pie.

—Sigues igual de formal —dijo él, sonriendo—. Dime ¿tan intimidador resulto?

—Me han educado para mostrar respeto a los fervorosos.

—Bueno, considero que el respeto es como el abono. Úsalo donde sea necesario, y florecerán las plantas. Extiéndelo demasiado, y las cosas empezarán a oler. —Sus ojos chispearon.

¿Había hablado un fervoroso, un servidor del Todopoderoso, de abono?

—Un fervoroso es representante del mismísimo Todopoderoso —dijo—. Mostrarte falta de respeto sería mostrárselo al Todopoderoso.

—Comprendo. ¿Y es así como responderías si el Todopoderoso se te apareciera aquí? ¿Con toda esta formalidad y reverencia?

Ella vaciló.

—Bueno, no.

—Ah ¿y cómo reaccionarías?

—Sospecho que con gritos de dolor —dijo ella, dejando escapar sus pensamientos demasiado fácilmente—. Ya que está escrito que la gloria del Todopoderoso es tal que todo aquel que lo contemple será reducido inmediatamente a cenizas.

El fervoroso se echó a reír.

—Bien dicho, en efecto. Por favor, siéntate.

Ella así lo hizo, vacilante.

—Sigues pareciendo preocupada —dijo él, alzando el retrato de Jasnah—. ¿Qué debo hacer para que te tranquilices? ¿Me subo a esta mesa y bailo?

Ella parpadeó sorprendida.

—¿Ninguna objeción? —dijo el hermano Kabsal—. Bien, entonces…

Soltó el retrato y empezó a subirse a la silla.

—¡No, por favor! —exclamó Shallan, extendiendo su mano libre.

—¿Estás segura? —Él miró la mesa, calibrándola.

—Sí —dijo Shallan, imaginando al fervoroso tambaleándose y dando un mal paso, y luego cayendo por el balcón y precipitándose varios metros al piso de abajo—. ¡Por favor, prometo no respetarte más!

Él se echó a reír, se bajó de la silla y se sentó. Se inclinó hacia ella, como conspirando.

—La amenaza del baile sobre la mesa funciona casi siempre. Solo he tenido que llegar hasta el final una vez, por una apuesta perdida contra el hermano Lhanin. El maestro fervoroso de nuestro monasterio casi se muere del susto.

Shallan no pudo evitar sonreír.

—Eres fervoroso: las posesiones te están prohibidas. ¿Qué apostaste?

—Dos profundas inhalaciones de la fragancia de una rosa de invierno —dijo el hermano Kabsal— y el calor de la luz del sol sobre la piel —sonrió—. Podemos ser bastante creativos en ocasiones. Años pasados macerándote en un monasterio pueden hacerle eso a un hombre. Estabas a punto de explicarme dónde aprendiste esa habilidad con el lápiz.

—Práctica —dijo Shallan—. Tengo la impresión de que es así como al final aprende todo el mundo.

—Sabias palabras, nuevamente. Empiezo a preguntarme cuál de nosotros es el fervoroso. Pero sin duda tuviste un maestro que te enseñó.

—Dandos el Sagaz.

—Ah, un verdadero maestro de los lápices si alguna vez ha habido uno. No es que dude de tu palabra, brillante, pero me intriga cómo Dandos Heraldin pudo enseñarte arte cuando, la última vez que lo comprobé, sufre de aislamiento terminal y perpetuo. Es decir, está muerto. Desde hace trescientos años.

Shallan se ruborizó.

—Mi padre tenía un libro con sus enseñanzas.

—Aprendiste esto —dijo Kabsal, alzando su dibujo de Jasnah—, de un libro.

—Er… ¿sí?

Él volvió a mirar el dibujo.

—Tengo que leer más.

Shallan no pudo evitar echarse a reír ante la expresión del fervoroso, y ella cogió un recuerdo suyo sentado allí, la admiración y la perplejidad mezclándose en su rostro mientras estudiaba el dibujo y se frotaba la barbilla poblada con un dedo.

Él sonrió agradablemente, y soltó el dibujo.

—¿Tienes barniz?

—Sí —respondió ella, sacándola del zurrón. Estaba guardada en un rociador en forma de pera de los que a menudo se usan para el perfume.

Él aceptó el frasquito y giró el cierre, y luego lo sacudió y probó el barniz en el dorso de su mano. Asintió satisfecho y echó mano al dibujo.

—Una obra como esta no debería correr el riesgo de perderse.

—Puedo barnizarla yo —dijo Shallan—. No hace falta que te molestes.

—No es ninguna molestia. Es un honor. Además, soy fervoroso. No sabemos qué hacer si no estamos ocupados, haciendo cosas que los otros pueden hacer ellos solitos. Es mejor seguirme la corriente.

Empezó a aplicar el barniz, espolvoreando la página con cuidadosos apliques.

Por fortuna, las manos de él eran cuidadosas y aplicó el barniz con regularidad. Obviamente había hecho esto antes.

—¿Eres de Jah Keved, supongo? —preguntó.

—¿Lo dices por el pelo? —dijo ella, llevándose una mano a sus rojos mechones—. ¿O por el acento?

—Por la manera en que tratas a los fervorosos. La Iglesia de Veden es con diferencia la más tradicional. He visitado tu hermoso país en dos ocasiones: mientras vuestra comida le sienta muy bien a mi estómago, la cantidad de reverencias que le hacéis a los fervorosos me incomoda.

—Tal vez tendrías que haber bailado en unas cuantas mesas.

—Lo llegué a pensar —dijo él—, pero los hermanos y hermanas fervorosos de tu país se habrían muerto de vergüenza. Odiaría tener eso sobre mi consciencia. El Todopoderoso no es amable con los que matan a sus sacerdotes.

—Yo pensaba que matar en general está mal —respondió ella, todavía observando cómo aplicaba el barniz. Le resultaba extraño que otra persona trabajara en su obra.

—¿Qué piensa de tu habilidad la brillante Jasnah? —preguntó mientras trabajaba.

—No creo que le importe —respondió Shallan, haciendo una mueca y recordando su conversación con la mujer—. No parece apreciar demasiado las artes visuales.

—Eso he oído decir. Es uno de sus pocos defectos, por desgracia.

—¿Aparte de esa pequeña cuestión de la herejía?

—Ciertamente —dijo Kabsal, sonriendo—. He de admitir que entré aquí esperando indiferencia, no deferencia. ¿Cómo te convertiste en parte de su séquito?

Shallan se sobresaltó, advirtiendo por primera vez que el hermano Kabsal debía de haber pensado que era una de las ayudantes de la brillante dama Kholin. Tal vez una pupila.

—Hermano —dijo para sí.

—¿Hmmm?

—Parece que te he confundido inadvertidamente, hermano Kabsal. No tengo ninguna relación con la brillante Jasnah. No todavía, al menos. Estoy intentando que me acepte como pupila.

—Ah —dijo él, terminando el barnizado.

—Lo siento.

—¿Por qué? No has hecho nada malo. —Sopló el dibujo, y luego lo volvió para que ella lo viera. Estaba perfectamente barnizado, sin ninguna mancha—. ¿Quieres hacerme un favor? —dijo, apartando la página.

—Lo que quieras.

Él alzó una ceja.

—Cualquier cosa razonable —corrigió ella.

—¿Según qué medida?

—Mía, supongo.

—Lástima —dijo él, poniéndose en pie—. Entonces me limitaré. ¿Serías tan amable de hacerle saber a la brillante Jasnah que he venido a verla?

—¿Te conoce?

¿Qué asuntos tenía un fervoroso herdaziano con Jasnah, una atea confirmada?

—Oh, yo no diría eso —replicó él—. Pero espero que haya oído mi nombre, ya que he solicitado una audiencia con ella varias veces.

Shallan asintió y se puso en pie.

—¿Quieres intentar convertirla?

—Es un desafío único. No creo que pudiera vivir conmigo mismo si al menos no intentara persuadirla.

—Y no queremos que seas incapaz de vivir contigo mismo —advirtió Shallan—, ya que la alternativa nos devuelve a tu desagradable costumbre de casi matar fervorosos.

—Exactamente. De todas formas, creo que un mensaje personal por tu parte podría ayudar donde las solicitudes por escrito han sido ignoradas.

—Yo…, lo dudo.

—Bueno, si se niega, eso solo significa que volveré. —Sonrió—. Eso significaría, espero, que volveremos a vernos. Así que lo espero con ansia.

—Yo también. Lamento de nuevo el malentendido.

—¡Brillante! Por favor, no te hagas responsable de mis suposiciones.

Ella sonrió.

—No vacilaría en hacerme responsable de ti en cualquier modo o consideración, hermano Kabsal. Pero sigue pareciéndome mal.

—Pasará —advirtió él, los ojos azules chispeando—. Pero haré cuanto pueda para que te vuelvas a sentir bien. ¿Hay algo que te guste? Aparte de respetar a los fervorosos y hacer dibujos sorprendentes, quiero decir.

—La mermelada.

Él ladeó la cabeza.

—La mermelada…

—Me gusta —dijo ella, encogiéndose de hombros—. Has preguntado qué me gusta. La mermelada.

—Así sea.

Él se retiró al oscuro pasillo, rebuscando en los bolsillos de su túnica la esfera para darse luz. En unos instantes, se marchó.

¿Por qué no había esperado a que regresara Jasnah? Shallan sacudió la cabeza, y luego barnizó sus otros dos dibujos. Acababa de terminar de dejarlos secar y de guardarlos en su zurrón cuando oyó de nuevo pisadas en el pasillo y reconoció la voz de Jasnah.

Shallan recogió apresuradamente sus cosas, dejando la carta sobre la mesa, y luego se fue a esperar a la salita de al lado. Jasnah Kholin entró un momento después, acompañada por un grupito de sirvientes.

No parecía nada contenta.

El camino de los reyes
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