«¡Victoria! ¡Nos hallamos en la cima de la montaña! ¡Los dispersamos ante nosotros! ¡Sus casas se convierten en nuestras moradas, sus tierras son ahora nuestras granjas! Y ellos arderán, como nosotros lo hicimos una vez, en un lugar que es vacío y triste».

Recogido en Ishashan, año 1172, 18 segundos antes de la muerte. El sujeto era una solterona ojos claros del octavo dahn.

Los temores de Shallan quedaron confirmados cuando Jasnah la miró directamente, y luego bajó la mano segura en un gesto de frustración.

—Así que estás aquí.

Shallan se estremeció.

—¿Los sirvientes te lo han dicho, entonces?

—¿Crees que no iban a dejar a alguien entrar en mi salita y no advertirme?

Tras Jasnah, un pequeño grupo de parshmenios esperaba en el pasillo, cada uno de ellos portando un montón de libros.

—Brillante Kholin —dijo Shallan—. Yo solo…

—Ya he desperdiciado suficiente tiempo contigo —dijo Jasnah, los ojos llenos de furia—. Te retirarás, joven Davar. Y no volveré a verte de nuevo durante mi estancia aquí. ¿Comprendido?

Las esperanzas de Shallan se desmoronaron. Se arrugó. Jasnah Kholin hablaba con gravedad. No se la desobedecía. Solo había que mirar a aquellos ojos para entenderlo.

—Lamento haberte molestado —susurró Shallan. Recogió su zurrón y se marchó con toda la dignidad de la que fue capaz. Apenas pudo controlar las lágrimas de vergüenza y decepción que brotaban de sus ojos mientras recorría el pasillo, sintiéndose como una auténtica idiota.

Llegó al hueco de los porteros, aunque ya habían bajado después de subir a Jasnah. No tiró de la campana para llamarlos. En cambio, apoyó la espalda en la pared y se sentó en el suelo, las rodillas contra el pecho, el zurrón en su regazo. Se abrazó las piernas, la mano libre agarrando la mano segura a través del tejido del puño, respirando levemente.

Las personas furiosas la inquietaban. No podía dejar de pensar en su padre, en uno de sus arrebatos, no podía dejar de oír gritos, chillidos y gemidos. ¿Era débil porque la confrontación la inquietaba de esa manera? Le parecía que sí.

«Muchacha necia e idiota —pensó, mientras unos cuantos dolorspren salían de la pared cerca de su cabeza—. ¿Qué te hizo pensar que podías hacer esto? Solo has puesto el pie fuera de los terrenos de tu familia media docena de veces durante tu vida. ¡Idiota, idiota, idiota!».

Había persuadido a sus hermanos para que confiaran en ella, para que pusieran sus esperanzas en su ridículo plan. ¿Y qué había hecho ahora? Malgastado seis meses durante los cuales sus enemigos se acercaban cada vez más.

—¿Brillante Davar? —preguntó una voz vacilante.

Shallan alzó la cabeza, advirtiendo que estaba tan envuelta en su tristeza que no había visto acercarse al sirviente. Era un hombre joven que llevaba un uniforme todo negro, sin ningún emblema en el pecho. No era un maestro de sirvientes, sino tal vez uno en proceso de formación.

—A la brillante Kholin le gustaría hablar contigo. —El joven indicó el pasillo.

«¿Para ridiculizarme aún más?»., pensó Shallan con una mueca. Pero una alta dama como Jasnah conseguía lo que quería. Shallan se obligó a dejar de temblar, luego se levantó. Al menos había podido controlar las lágrimas: no había estropeado su maquillaje. Siguió al sirviente hasta la salita iluminada, el zurrón agarrado ante ella como un escudo en un campo de batalla.

Jasnah Kholin estaba sentada en la silla que antes había utilizado ella, con montones de libros sobre la mesa. Se frotaba la frente con la mano libre. El moldeador de almas descansaba contra el dorso de su mano, el cuarzo oscuro y agrietado. Aunque parecía fatigada, su postura era perfecta, su fino vestido de seda le cubría los pies, la mano segura sobre el regazo.

Jasnah miró a Shallan, bajando la mano libre.

—No debería de haberte tratado con tanta ira, joven Davar —dijo con voz cansada—. Estabas simplemente mostrando insistencia, una tendencia que normalmente animo. Tormentas encendidas, a menudo soy culpable de testarudez yo también. A veces nos resulta difícil aceptar en los demás lo que guardamos para nosotros. Mi única excusa puede ser que he experimentado una inusitada cantidad de tensión últimamente.

Shallan asintió agradecida, aunque se sentía completamente incómoda.

Jasnah volvió a mirar a través del balcón la oscura extensión del Velo.

—Sé lo que dice la gente de mí. Espero no ser tan dura como algunos creen, aunque una mujer puede tener fama de cosas mucho peores que la severidad. Puede venir bien.

Shallan tuvo que obligarse a no mostrar su nerviosismo. ¿Debería retirarse?

Jasnah sacudió la cabeza para sí, aunque Shallan no pudo imaginar qué pensamientos habían causado aquel gesto inconsciente. Finalmente, se volvió hacia Shallan e indicó el gran cuenco en forma de copa de la mesa. Contenía una docena de esferas suyas.

Shallan se llevó sorprendida la mano libre a los labios. Se había olvidado por completo del dinero. Hizo una reverencia de agradecimiento a Jasnah, y luego recogió rápidamente las esferas.

—Brillante, antes de que se me olvide, debo mencionar que un fervoroso, el hermano Kabsal, vino a verte mientras yo esperaba aquí. Me pidió que te transmitiera su deseo de hablar contigo.

—No me extraña —dijo Jasnah—. Pareces sorprendida por las esferas, joven Davar. Di por hecho que estabas esperando fuera para recuperarlas. ¿No es por eso por lo que estabas tan cerca?

—No, brillante. Tan solo estaba apaciguando mi nerviosismo.

—Ah.

Shallan se mordió los labios. La princesa parecía haber superado su enfado original.

—Brillante —dijo Shallan, temblando ante su descaro— ¿qué te pareció mi carta?

—¿Tu carta?

—Yo… —Shallan miró la mesa—. Bajo ese montón de libros, brillante.

Un sirviente retiró rápidamente el montón de libros; el parshmenio debía de haberlos colocado encima del papel sin darse cuenta. Jasnah cogió la carta, alzando una ceja, y Shallan abrió rápidamente su zurrón y guardó las esferas en su monedero. Luego se maldijo a sí misma por ser tan rápida, ya que ahora no tenía nada que hacer sino permanecer allí de pie y esperar a que Jasnah terminara de leer.

—¿Esto es verdad? —preguntó Jasnah, alzando la cabeza—. ¿Eres autodidacta?

—Sí, brillante.

—Eso es notable.

—Gracias, brillante.

—Y esta carta fue una maniobra astuta. Asumiste correctamente que responderé a una petición por escrito. Esto me demuestra tu habilidad con las palabras, y la retórica de la carta prueba que puedes pensar de manera lógica y presentar un buen argumento.

—Gracias, brillante —dijo Shallan, sintiendo otro arrebato de esperanza, mezclado con fatiga. Sus emociones se habían sacudido de un lado a otro como una cuerda usada en un juego de fuerza.

—Deberías haberme dejado la nota y marcharte antes de que yo regresara.

—Pero entonces la nota se habría perdido bajo ese montón de libros.

Jasnah la miró alzando una ceja, como para demostrar que no le gustaba que la corrigieran.

—Muy bien. El contexto de la vida de una persona es importante. Tus circunstancias no excusan tu falta de educación en historia y filosofía, pero un poco de indulgencia es aplicable en este caso. Permitiré que solicites ser mi pupila más adelante, un privilegio que nunca he concedido antes a ninguna aspirante. Cuando tengas base suficiente en esos dos temas, vuelve de nuevo a verme. Si has mejorado de manera adecuada, te aceptaré.

Las emociones de Shallan se vinieron abajo. El ofrecimiento de Jasnah era amable, pero harían falta años de estudio para conseguir lo que pedía. La casa Davar habría caído para entonces, las tierras de su familia habrían sido divididas entre sus acreedores, y sus hermanos y ella misma habrían sido despojados de sus títulos y quizás incluso vendidos como esclavos.

—Gracias, brillante —dijo Shallan, inclinando la cabeza.

Jasnah asintió, como considerando cerrado el tema. Shallan se retiró y caminó en silencio por el pasillo y tiró de la cuerda para llamar a los porteadores.

Jasnah solo había prometido aceptar una petición futura. Para la mayoría, eso habría sido una gran victoria. Ser educada por Jasnah Kholin, considerada por muchos la mejor erudita viva, le habría asegurado un futuro brillante. Shallan se habría casado extremadamente bien, quizá con el hijo de un alto príncipe, y habría encontrado nuevos círculos sociales abiertos. De hecho, si hubiera tenido tiempo para formarse bajo la tutela de Jasnah, el puro prestigio de una afiliación con los Kholin tal vez habría sido suficiente para salvar su casa.

Si acaso…

Shallan salió del Cónclave: no había puertas delante, solo columnas emplazadas ante la boca abierta. Le sorprendió descubrir lo oscuro que estaba fuera. Bajó los grandes peldaños, y luego siguió un pequeño sendero lateral más cultivado donde no podría verla nadie. Pequeños estantes de cortezapizarra ornamental habían sido plantados por este camino, y varias especies habían extendido sus tentáculos como abanicos para agitarlos a la brisa de la noche. Unos cuantos perezosos vidaspren, como motas de brillante polvo verde, revoloteaban de una hoja a la siguiente.

Shallan se apoyó contra la planta parecida a una roca, y los tentáculos se retiraron y escondieron. Desde este punto de observación, podía contemplar Kharbranth, las luces brillando bajo ella como una cascada de fuego que cayera por la superficie del acantilado. La otra única opción que les quedaba a sus hermanos y a ella era huir. Abandonar las posesiones familiares y buscar asilo. ¿Pero adónde? ¿Había antiguos aliados a los que su padre no hubiera alienado?

Estaba la cuestión de la extraña colección de mapas que habían encontrado en su estudio. ¿Qué significaban? Él apenas hablaba de sus planes con sus hijos. Ni siquiera los consejeros de su padre sabían gran cosa. Helaran, su hermano mayor, sabía más, pero había desaparecido hacía más de un año, y su padre lo declaró muerto.

Como siempre, pensar en su padre la hizo sentirse enferma, y el dolor empezó a constreñir su pecho. Se llevó la mano libre a la cabeza, abrumada de repente por el peso de la situación de la Casa Davar, su parte en él, y el secreto que ahora portaba, oculto a diez latidos de distancia.

—¡Hola, joven señora! —llamó una voz. Shallan se volvió y se sorprendió al ver a Yalb de pie en un saliente rocoso a poca distancia de la entrada del Cónclave. Un grupo de hombres con uniforme de guardia estaba sentado en la roca a su alrededor.

—¿Yalb? —dijo ella, aturdida. Tendría que haber regresado a su barco hacía horas. Corrió a acercarse al pequeño macizo rocoso—. ¿Por qué sigues todavía aquí?

—Oh —respondió él, sonriendo—. Me puse a jugar a kabers con estos agradables caballeros de la guardia de la ciudad. Pensé que los agentes de la ley difícilmente irían a hacerme trampas, así que nos pusimos a jugar mientras esperábamos.

—Pero no tenías por qué esperar.

—Tampoco tenía por qué ganarle ochenta chips a estos amigos —rio Yalb—. ¡Pero hice ambas cosas!

Los hombres sentados a su alrededor no parecían tan entusiasmados. Sus uniformes eran tabardos naranja atados por el centro con fajines blancos.

—Bueno, supongo que debería conducirte de vuelta al barco —dijo Yalb, recogiendo algo reacio la pila que tenía amontonada a los pies. Brillaban con diversidad de tonos. Su luz era escasa (cada una era solo un chip), pero era una ganancia impresionante.

Shallan dio un paso atrás mientras Yalb saltaba de la roca. Sus compañeros protestaron por su partida, pero él señaló a la muchacha.

—¿Pretendéis que deje que una mujer ojos claros de su estatura vuelva caminando sola al barco? ¡Os tenía por hombres de honor!

Ese argumento acalló sus protestas.

Yalb se rio para sus adentros, le hizo una reverencia a Shallan y la guio camino abajo. Sus ojos chispeaban.

—Padre Tormenta, sí que es divertido ganarles a esos agentes de la ley. Cuando esto se sepa, tendré bebida gratis en todos los muelles.

—No deberías jugar —dijo Shallan—. No deberías intentar adivinar el futuro. No te di esa esfera para que pudieras malgastarla con esas prácticas.

Yalb se echó a reír.

—No es jugar si sabes que vas a ganar, joven señora.

—¿Hiciste trampas? —susurró ella, horrorizada. Miró hacia los guardias, que habían continuado su juego, iluminados por las esferas en las piedras que tenían delante.

—¡No tan fuerte! —dijo Yalb en voz baja. Sin embargo, parecía muy satisfecho consigo mismo—. Hacerle trampas a cuatro guardias, eso sí que es arte. ¡Casi no puedo creerme que lo haya logrado!

—Me decepcionas. Esta conducta no es adecuada.

—Lo es si tu profesión es la de marinero, joven señora. —Se encogió de hombros—. Es lo que esperaban de mí. Me vigilaron como si fueran cuidadores de anguilas aéreas venenosas, eso dijeron. El juego no estaba en las cartas: estaba en intentar conseguir que no me pillaran. ¡Creo que no habría conseguido escapar con la piel intacta si no hubieras llegado!

Eso no parecía preocuparle mucho.

El camino hasta los muelles no estaba tan concurrido como antes, pero seguía habiendo un sorprendente número de gente. La calle estaba iluminada por lámparas de aceite (las esferas habrían acabado en la bolsa de alguien), pero mucha gente llevaba linternas de esferas que proyectaban un arco iris de luces de colores en el camino. Las personas casi parecían spren, cada una de un tono diferente, moviéndose a un lado o a otro.

—Bien, joven señora —dijo Yalb, guiándola con cuidado a través del tráfico—. ¿De verdad quieres volver? Solo he dicho lo que he dicho para poder escabullirme de la partida.

—Sí, quiero volver, por favor.

—¿Y tu princesa?

Shallan hizo una mueca.

—La reunión no fue…, fructífera.

—¿No te aceptó? ¿Qué pasa con ella?

—Competencia crónica, supongo. Ha tenido tanto éxito en la vida que tiene expectativas poco realistas de los demás.

Yalb frunció el ceño, guiando a Shallan alrededor de un grupo de borrachos que festejaban en el camino. ¿No era un poco temprano para este tipo de cosas? Yalb se adelantó unos pasos, se dio la vuelta y siguió caminando de espaldas, mirándola.

—Eso no tiene sentido, joven señora. ¿Qué podría querer más sino tú?

—Mucho más, al parecer.

—¡Pero si eres perfecta! Perdona mi atrevimiento.

—Estás caminando de espaldas.

—Perdona mi torpeza, entonces. Se te ve bien desde cualquier lado, joven señora, eso tengo que reconocerlo.

Ella sonrió. Los marineros de Tozbek tenían una opinión demasiado elevada de ella.

—Serías una pupila ideal —continuó Yalb—. Agradable, bonita, refinada y demás. No me gusta mucho tu opinión del juego, pero era de esperar. No sería adecuado que una mujer decorosa no lo reprendiera a uno por jugar. Sería como si el sol se negara a salir o que el mar se volviera blanco.

—O que Jasnah Kholin sonriera.

—¡Exactamente! Sea como sea, eres perfecta.

—Eres muy amable al decirlo.

—Bueno, es verdad —dijo él, poniendo los brazos en jarras y deteniéndose—. ¿Así que ya está? ¿Vas a renunciar?

Ella le dirigió una mirada de perplejidad. Estaba allí de pie en el camino abarrotado, iluminado desde arriba por una linterna que brillaba en amarillo anaranjado, las manos en las caderas, las blancas cejas thayleñas cayendo a los lados de su cara, el pecho desnudo bajo el chaleco abierto. No era una postura que ningún ciudadano, no importaba lo alto de su rango, hubiera adoptado jamás en la mansión de su padre.

—Intenté persuadirla —dijo Shallan, ruborizándose—. Fui a verla por segunda vez, y me rechazó de nuevo.

—Dos veces, ¿eh? En las cartas, siempre tienes una tercera mano. Gana con más frecuencia.

Shallan frunció el ceño.

—En realidad eso no es cierto. Las leyes de la probabilidad y la estadística…

—No sé mucho de malditas matemáticas —dijo Yalb, cruzándose de brazos—. Pero sí conozco las Pasiones. Ganas cuando más lo necesitas, ¿sabes?

Las Pasiones. Supersticiones paganas. Naturalmente, Jasnah había considerado los glifos como otra superstición, así que tal vez todo era cuestión de perspectiva.

Intentarlo una tercera vez…, Shallan se estremeció al pensar en la ira de Jasnah si volvía a molestarla de nuevo. Sin duda retiraría su ofrecimiento de que viniera a estudiar con ella en el futuro.

Pero Shallan nunca llegaría a aceptar ese ofrecimiento. Era como una esfera de cristal sin ninguna gema en el centro. Bella, pero sin valor. ¿No era mejor correr un último riesgo para conseguir el puesto que necesitaba…, ahora?

No funcionaría. Jasnah había dejado claro que Shallan no tenía educación suficiente.

Educación suficiente…

Una idea chispeó en su cabeza. Se llevó la mano segura al pecho, de pie en el camino, y consideró la audacia de aquella propuesta. Lo más probable era que la expulsaran de la ciudad por orden de Jasnah.

Sin embargo, si regresaba a casa sin intentar usar de todos los recursos ¿podría mirar a sus hermanos a la cara? Dependían de ella. Por una vez en la vida, alguien necesitaba a Shallan. Esa responsabilidad la entusiasmaba. Y la aterrorizaba.

—Necesito un mercader de libros —dijo, la voz temblando levemente.

Yalb la miró alzando una ceja.

—Un mercader de…

—La tercera mano gana casi siempre. ¿Crees que puedes encontrarme un mercader de libros que esté abierto a estas horas?

—Kharbranth es un puerto importante, joven señora —dijo él con una risotada—. Las tiendas abren hasta tarde. Espera aquí.

Se perdió entre la multitud, dejándola con una ansiosa protesta en los labios.

Shallan suspiró, y luego se sentó en una postura recatada en la base de piedra del poste de una linterna. Debería estar a salvo. Vio a otras mujeres ojos claros pasar por la calle, aunque a menudo iban en palanquín o en aquellos pequeños vehículos de los que tiraban a mano. Incluso vio algún ocasional carruaje regio, aunque solo los muy ricos podían permitirse tener caballos.

Unos minutos más tarde, Yalb surgió de la multitud como por ensalmo y le indicó que lo siguiera. Ella se puso en pie y se dirigió rápidamente hacia él.

—¿No deberíamos procurarnos un porteador? —preguntó mientras él la conducía a una gran calle que corría en lateral por la colina de la ciudad. Pisó con cuidado: su falda era tan larga que le preocupaba rasgar el dobladillo contra la piedra. La tira inferior estaba diseñada para ser reemplazada fácilmente, pero Shallan apenas podía permitirse malgastar esferas en esas cosas.

—No —respondió Yalb—. Está aquí mismo.

Señaló una calle que cruzaba donde había una fila de tiendas en la empinada pendiente, cada una con un cartel colgando delante con el glifopar que significaba «libro», unos glifos que normalmente tenían forma de libro. Los sirvientes analfabetos que pudieran ser enviados a estas tiendas tenían que ser capaces de reconocerlas.

—Los mercaderes del mismo tipo tienden a estar juntos —dijo Yalb, frotándose la barbilla—. A mí me parece una tontería, pero supongo que los mercaderes son como los peces. Donde encuentras uno, encuentras a los demás.

—Lo mismo podría decirse de las ideas —respondió Shallan, contando. Seis tiendas diferentes. Todas iluminadas con luz tormentosa en los escaparates, fría y regular.

—La tercera de la izquierda —señaló Yalb—. El nombre del mercader es Artmyrn. Mis fuentes dicen que es el mejor.

Era un nombre thayleño. Probablemente Yalb había preguntado a otros compatriotas, y ellos le habían indicado este sitio.

Shallan asintió mientras subían la empinada calle de piedra en dirección a la tienda. Yalb no entró con ella: muchos hombres, lo había advertido, se sentían incómodos con los libros y la lectura, incluso aquellos que no eran vorin.

Atravesó la puerta de recia madera con dos paneles de cristal, y entró en una cálida habitación, sin saber qué esperar. Nunca había entrado en ninguna tienda para comprar nada: o bien enviaba a sus criados, o los mercaderes venían a verla.

La habitación parecía muy acogedora, con grandes y cómodos sillones junto a una chimenea. Los llamaspren danzaban en los leños ardientes, y el suelo era de madera. Madera absolutamente lisa: probablemente la habían moldeado a partir de la piedra de abajo. Lujoso, en efecto.

Al fondo de la habitación había una mujer tras un mostrador. Llevaba una falda bordada y una blusa, en vez de la havah de una sola pieza que vestía Shallan. Era ojos oscuros, pero claramente adinerada. En los reinos vorin, probablemente sería del primer o segundo nahn. Los thayleños tenían su propio sistema de rangos. Al menos no eran completamente paganos: respetaban el color de ojos, y la mujer tenía puesto un guante en la mano segura.

No había muchos libros en el lugar. Unos cuantos en el mostrador, uno en un estante entre las sillas. Un reloj sonaba en la pared, su parte inferior con una docena de tintineantes campanas de plata. Parecía más el hogar de una persona que una tienda.

La mujer colocó un marcador en su libro y le sonrió a Shallan. Era una sonrisa ansiosa, casi depredadora.

—Por favor, brillante —dijo, indicando las sillas. La mujer había rizado sus largas y blancas cejas thayleñas de modo que colgaban a los lados de su rostro como si fueran tirabuzones.

Shallan se sentó vacilante mientras la mujer hacía sonar una campanita bajo el mostrador. Al punto, un hombre grueso entró en la habitación vestido con un chaleco que parecía a punto de estallar por la tensión de contener su masa corporal. Su pelo era gris, y mantenía las cejas peinadas hacia atrás, sobre las orejas.

—Ah —dijo, dando una palmada con sus manos enormes—, querida joven. ¿Vienes al mercado por una bonita novela? ¿Algo entretenido para pasar las crueles horas mientras estás separada de un amor perdido? ¿O tal vez un libro de geografía, con detalles de lugares exóticos?

Tenía un leve tono condescendiente y hablaba en su nativo veden.

—Yo…, no, gracias. Necesito un extenso grupo de libros de historia y tres de filosofía. —Trató de recordar los nombres que había citado Jasnah—. Algo de Placini, Gabrathin, Yustara, Manaline, o Shauka-hija-Hasweth.

—Pesadas lecturas para alguien tan joven —dijo el hombre, asintiéndole a la mujer, que probablemente era su esposa. Ella se metió en la habitación del fondo. La usaría para leer, aunque él supiera hacerlo no querría ofender a los clientes haciéndolo en su presencia. Manejaría el dinero: el comercio era un arte masculino en la mayoría de las situaciones.

—Bueno, ¿cómo es que una joven flor como tú se molesta con esos temas? —dijo el mercader, sentándose frente a ella—. ¿No puedo interesarte en una novela romántica? Son mi especialidad, ya ves. Las jóvenes de toda la ciudad acuden a mí, y siempre les ofrezco lo mejor.

Su tono la irritó. Ya era bastante molesto saber que era una niña protegida. ¿De verdad era necesario recordárselo?

—Una novela romántica —dijo, apretando el zurrón contra su pecho—. Sí, tal vez estaría bien. ¿Tienes por casualidad un ejemplar de Más cerca de la llama?

El mercader parpadeó. Más cerca de la llama estaba escrito desde el punto de vista de un hombre que se volvía loco lentamente después de ver a sus hijos morir de hambre.

—¿Estás segura de que quieres algo tan, ejem…, ambicioso? —preguntó el hombre.

—¿Es la ambición un atributo inadecuado para una joven?

—Bueno, no, supongo que no. —Sonrió de nuevo, la gruesa sonrisa dentuda de un mercader que intenta tranquilizar a alguien—. Puedo ver que eres una mujer de gusto refinado.

—Lo soy —dijo Shallan con voz firme, aunque su corazón martilleaba. ¿Es que iba a ponerse a discutir con todos los que conociera?—. Me gustan mis comidas preparadas con mucho cuidado, ya que mi paladar es muy delicado.

—Perdón. Quería decir que tienes un gusto exquisito con los libros.

—La verdad es que nunca me he comido ninguno.

—Brillante, creo que te estás burlando de mí.

—No, en realidad ni siquiera he empezado.

—Yo…

—Aunque haces bien al comparar la mente y el estómago.

—Pero…

—Demasiadas veces nos esforzamos mucho con lo que ingerimos por la boca, y mucho menos con lo que entra por nuestros ojos y oídos. ¿No te parece?

Él asintió, quizá porque no se fiaba de que lo dejara hablar sin interrumpirlo. En el fondo de su mente, Shallan sabía que se estaba permitiendo llegar demasiado lejos, que estaba tensa y frustrada tras sus encuentros con Jasnah.

No le importó en ese momento.

—Refinada —dijo, saboreando la palabra—. No estoy segura de estar de acuerdo. En el contexto, quieres decir que tengo prejuicios en contra de algo. Que soy exclusiva. ¿Puede una persona permitirse ser exclusiva con lo que ingiere? ¿Ya hablemos de comida o de pensamientos?

—Supongo que sí —dijo el mercader—. ¿No es eso lo que has dicho?

—He dicho que deberíamos pensar en lo que leemos o comemos. No que debiéramos ser exclusivos. Dime, ¿qué crees que le sucedería a una persona que solo comiera dulces?

—Lo sé bien —contestó el mercader—. Tengo una cuñada que periódicamente sufre problemas de estómago por eso.

—¿Ves? Es demasiado discriminadora. El cuerpo necesita muchas comidas diferentes para mantenerse sano. Y la mente necesita muchas ideas distintas para mantenerse aguda. ¿No estás de acuerdo? Si yo leyera solamente esos tontos romances que presumes que pueden manejar mi ambición, mi mente enfermaría igual que el estómago de tu cuñada. Sí, creo que la metáfora es sólida. Eres muy sagaz, maese Artmyrn.

Él recuperó la sonrisa.

—Naturalmente —advirtió ella, sonriendo también—, que te hablen en tono paternalista trastorna la mente y el estómago. Muy amable por tu parte dar una lección dolorosa para acompañar tu brillante metáfora. ¿Tratas a todos tus clientes de esta forma?

—Brillante… Creo que te pierdes en el sarcasmo.

—Curioso. Yo creía que iba de cabeza, gritando con toda la fuerza de mis pulmones.

Él se ruborizó y se puso en pie.

—Voy a ayudar a mi esposa.

Se retiró rápidamente.

Ella permaneció sentada, y advirtió que estaba molesta consigo misma por dejar que su frustración estallara. Era aquello contra lo que la habían advertido sus amas. Una joven tenía que cuidar sus palabras. La lengua desatada de su padre le había ganado a su casa una reputación lamentable: ¿insistiría ella en lo mismo?

Se calmó, disfrutando del calor de la chimenea y contemplando el baile de los fuegospren hasta que el mercader y su esposa regresaron trayendo varios montones de libros. El mercader volvió a sentarse, su esposa acercó un taburete, colocó los tomos en el suelo y luego los fue mostrando uno a uno mientras su marido hablaba.

—De historia tenemos dos opciones —dijo el mercader, desaparecida la condescendencia…, y la amabilidad—. Tiempos y tránsito, de Rencalt, es un repaso en un solo volumen de la historia roshariana desde la Hierocracia.

Su esposa alzó un libro rojo, encuadernado en tela.

—Le dije a mi esposa que probablemente te sentirías insultada por una opción tan poco profunda, pero ella insistió.

—Gracias —dijo Shallan—. No me siento insultada, pero necesito algo más detallado.

—Entonces tal vez te sirva Eternathis —respondió el mercader mientras su esposa alzaba un conjunto gris azulado de cuatro volúmenes—. Es una obra filosófica que examina el mismo período concentrándose solo en las relaciones de los cinco reinos vorin. Como puedes ver, el tratamiento es exhaustivo.

Los cuatro volúmenes eran gruesos. ¿Los «cinco» reinos vorin? Shallan creía que eran cuatro. Jah Keved, Alezkar, Kharbranth y Natanatan. Unidos por la religión, fueron fuertes aliados durante los años que siguieron a la Traición. ¿Qué era el quinto reino?

Los volúmenes la intrigaron.

—Me los llevaré.

—Excelente —dijo el mercader, y un poco de brillo volvió a sus ojos—. De las obras filosóficas que citaste, no tenemos nada de Yustara. Tenemos obras de Placini y Manaline: ambas son colecciones de extractos de sus escritos más famosos. He hecho que me lean el libro de Placini. Es bastante bueno.

Shallan asintió.

—En cuanto a Gabrathin, tenemos cuatro volúmenes distintos. ¡Sí que era prolífica! Oh, y tenemos un solo libro de Shauka-hija-Hasweth. —La esposa alzó un fino volumen verde—. He de admitir que nunca he hecho que me lean ninguna de sus obras. No pensaba que hubiera ninguna filósofa shin de importancia.

Shallan miró los cuatro libros de Gabrathin. No tenía ni idea de cuál debería llevarse, así que evitó la cuestión, señalando las dos colecciones que había mencionado primero y el volumen único de Shauka-hija-Hasweth. ¿Una filósofa de la lejana Shin, donde la gente vivía en el barro y adoraba las rocas? El hombre que había matado al padre de Jasnah casi seis años antes, provocando la guerra contra los parshendi en Natanatan, era shin. El asesino de blanco, lo llamaban.

—Me llevaré esos tres, junto con las historias.

—¡Excelente! —repitió el mercader—. Por comprar tantos, te haré un buen descuento. Digamos ¿diez broams de esmeraldas?

Shallan estuvo a punto de atragantarse. Un broam de esmeralda era la denominación más alta de esfera y valía mil chips de diamante. ¡Diez era varias veces más de lo que había costado su viaje a Kharbranth!

Abrió su zurrón y miró en su monedero. Le quedaban unos ocho broams de esmeraldas. Obviamente, tendría que llevarse menos libros, ¿pero cuáles?

De repente, la puerta se abrió de golpe. Shallan dio un respingo y se sorprendió al ver a Yalb allí de pie, con la gorra en las manos, nervioso. Corrió hacia ella y clavó una rodilla en tierra. Ella se quedó demasiado aturdida para decir nada. ¿Por qué estaba tan preocupado?

—Brillante —dijo, inclinando la cabeza—. Mi amo me ordena que regreses. Ha reconsiderado su ofrecimiento. En efecto, podemos aceptar el precio que ofreciste.

Shallan abrió la boca, pero estaba estupefacta.

Yalb miró al mercader.

—Brillante, no le compres nada a este hombre. Es un mentiroso y un tramposo. Mi amo te enviará libros mucho mejores a mejor precio.

—¿Pero qué es esto? —dijo Artmyrn, poniéndose en pie—. ¿Cómo te atreves? ¿Quién es tu amo?

—Barmest —dijo Yalb, a la defensiva.

—Esa rata. ¿Envía a un sirviente a mi establecimiento para intentar robarme a mi cliente? ¡Escandaloso!

—¡Vino a nuestra tienda primero! —dijo Yalb.

Shallan recuperó finalmente el entendimiento. «¡Padre Tormenta! ¡Sí que es todo un actor!».

—Tuviste tu oportunidad —le dijo a Yalb—. Corre y dile a tu amo que me niego a ser manipulada. Visitaré todas las librerías de la ciudad si es necesario, hasta que encuentre a alguien razonable.

—Artmyrn no es razonable —dijo Yalb, escupiendo a un lado. Los ojos del mercader se abrieron como platos, llenos de ira.

—Ya veremos —dijo Shallan.

—Brillante —repuso Artmyrn, la cara roja—. ¡No creerás estas acusaciones!

—¿Y cuánto ibas a cobrarle? —preguntó Yalb.

—Diez broams de esmeraldas —dijo Shallan—. Por esos siete libros.

Yalb se echó a reír.

—¿Y no te levantaste y saliste por la puerta? ¡Prácticamente le tiraste de las orejas a mi amo, y te ofreció un trato mejor que eso! Por favor, brillante, vuelve conmigo. Estamos dispuestos a…

—Diez era solo una cifra de partida. No esperaba que la ofreciera —Artmyrn miró a Shallan—. Naturalmente, ocho…

Yalb volvió a reírse.

—Estoy seguro de que tenemos esos mismos libros, brillante. Apuesto a que mi amo te los ofrece por dos.

Artmyrn se puso aún más colorado, murmurando.

—¡Brillante, no irás a favorecer a alguien tan indigno como para enviar a un criado a la casa de otro mercader para que le robe sus clientes!

—Tal vez debería —dijo Shallan—. Al menos no ha insultado mi inteligencia.

La esposa de Artmyrn miró con mala cara a su marido, y el hombre se puso todavía más colorado.

—Dos esmeraldas, tres zafiros. Es lo más que puedo rebajar. Si los quieres más barato, cómpraselos a ese sinvergüenza de Barmest. Seguro que a los libros les faltan páginas.

Shallan vaciló, miró a Yalb. Él estaba metido en su papel, la cabeza inclinada, rezongando. Lo miró a los ojos y él se encogió levemente de hombros.

—Lo aceptaré —le dijo a Artmyrn, provocando un gemido por parte de Yalb, que se marchó con una maldición de la esposa del mercader. Shallan se puso en pie y contó las esferas. Sacó de su monedero los broams de esmeraldas.

Poco después, salió de la tienda con una pesada bolsa de lona. Recorrió la calle vacía y encontró a Yalb holgazaneando junto a una farola. Le sonrió mientras le cogía la bolsa.

—¿Cómo sabes cuál es el precio justo de un libro? —preguntó ella.

—¿Precio justo? —dijo él, echándose la bolsa al hombro—. ¿Para un libro? No tengo ni idea. Tan solo pensé que intentaría cobrarte lo máximo que pudiera. Por eso pregunté quién era su mayor rival y volví para ayudarte a que fuera más razonable.

—¿Tan obvio era que me iba a dejar engañar? —preguntó ella, ruborizada, mientras los dos salían de la calleja.

Yalb se echó a reír.

—Un poquito. Engañar a hombres como él es casi tan divertido como engañar a los guardias. Probablemente podrías haber conseguido un precio aún mejor si te hubieras marchado conmigo y luego hubieras vuelto para darle otra oportunidad.

—Eso parece complicado.

—Los mercaderes son como mercenarios, decía siempre mi abuela. La única diferencia es que los mercaderes te arrancan la cabeza y luego pretenden ser tus amigos.

Esto lo decía un hombre que acababa de pasarse la tarde engañando a las cartas a un grupo de guardias.

—Bueno, te estoy muy agradecida.

—No es nada. Fue divertido, aunque no puedo creer que pagaras esa cantidad. Es solo un puñado de madera. Podría encontrar unas cuantas tablas y hacerle unas marcas divertidas. ¿Me pagarías esferas puras también por eso?

—No puedo ofrecer eso —dijo ella, rebuscando en su zurrón. Sacó el dibujo que había hecho de Yalb y el porteador—. Pero, por favor, acepta esto con mi agradecimiento.

Yalb cogió el dibujo y se colocó bajo una linterna cercana para verlo. Se echó a reír, ladeando la cabeza, sonriente de oreja a oreja.

—¡Padre Tormenta! ¿Pero qué es esto? Parece que me estoy mirando en una placa pulida, vaya que sí. ¡No puedo aceptar esto, brillante!

—Por favor. Insisto.

Sin embargo, parpadeó, tomando un recuerdo de él allí de pie, una mano en la barbilla mientras estudiaba el dibujo de sí mismo. Lo volvería a dibujar más tarde. Después de lo que había hecho por ella, lo quería en su colección. Yalb metió con cuidado el dibujo entre las páginas de un libro, y luego se echó la bolsa al hombro y continuaron caminando. Salieron a la calle principal. Nomon (la luna media) había empezado a salir, bañando la ciudad de una suave luz azul. Estar despierta hasta tan tarde había sido un raro privilegio para ella en la casa de su padre, pero en la ciudad la gente apenas parecía reparar en la hora. Qué lugar tan extraño era esta ciudad.

—¿Volvemos al barco? —preguntó Yalb.

—No —dijo Shallan, inspirando profundamente—. Vayamos al Cónclave.

Él alzó una ceja, pero la condujo de regreso. Una vez allí, se despidió de Yalb, recordándole que se llevara su dibujo. Él así lo hizo, deseándole suerte antes de marcharse a toda prisa, quizá preocupado por encontrarse con los guardias a los que había engañado antes.

Shallan hizo que un sirviente llevara sus libros, y recorrió el pasillo de vuelta al Velo. Tras atravesar las ornadas puertas de hierro, llamó la atención de un maestro de sirvientes.

—¿Sí, brillante? —preguntó el hombre. La mayoría de los reservados de lectura estaban ahora apagados, y pacientes criados devolvían los libros a lugar seguro más allá de las paredes de cristal.

Sacudiéndose la fatiga, Shallan contó las filas. Todavía había luz en la salita de Jasnah.

—Me gustaría usar aquella sala de allí —dijo, señalando el balcón de al lado.

—¿Tienes un chit de admisión?

—Me temo que no.

—Entonces tendrás que alquilar el espacio si deseas usarlo regularmente. Dos marcocielos.

Con un respingo por el precio, Shallan rebuscó las esferas adecuadas y pagó. Sus monederos parecían deprimentemente más vacíos. Dejó que los porteros parshmenios la izaran hasta el nivel superior, y luego se acercó en silencio a la salita. Allí, usó todas las esferas restantes para llenar la enorme lámpara en forma de copa. Para conseguir suficiente luz, se vio obligada a usar esferas de los nueve colores y los tres tamaños, así que la iluminación era difusa y variada.

Shallan se asomó al balcón para ver el de al lado. Jasnah estaba sentada estudiando, ajena a la hora, su cuenco lleno hasta arriba de puros broams de diamantes. Eran lo mejor para iluminar, pero menos útiles para moldear almas, así que no eran tan valiosos.

Shallan dio media vuelta. Había un lugar en el mismo filo de la mesa donde podía sentarse sin que la viera Jasnah, así que lo ocupó. Tal vez debería de haber elegido un reservado en otro nivel, pero quería vigilar a la mujer. Era de esperar que Jasnah se pasara semanas estudiando ahí. Tiempo suficiente para que Shallan se dedicara a memorizar ferozmente. Su habilidad para memorizar imágenes y escenas no funcionaba tan bien con los textos, pero podía aprender listas y hechos a un ritmo que resultaba notable para sus tutoras.

Se sentó, sacó los libros y los ordenó. Se frotó los ojos. Era muy tarde, pero no tenía tiempo que perder. Jasnah había dicho que podía hacerle otra solicitud cuando los huecos de su conocimiento estuvieran llenos. Bien, Shallan pretendía rellenarlos en tiempo récord, y luego volver a presentarse. Lo haría cuando Jasnah estuviera preparada para marcharse de Kharbranth.

Era un gesto desesperado, tan frágil que podría fracasar con cualquier circunstancia. Tras inspirar profundamente, Shallan abrió el primero de los libros de historia.

—Nunca voy a librarme de ti, ¿no? —preguntó una suave voz femenina.

Shallan se puso en pie de un salto y estuvo a punto de derribar sus libros cuando dio media vuelta hacia la puerta. Jasnah Kholin estaba allí, el vestido azul oscuro bordado de plata, su brillo de seda reflejando la luz de las esferas de Shallan. El moldeador de almas estaba cubierta por un guante negro sin dedos para bloquear las brillantes gemas.

—Brillante —dijo Shallan, levantándose y haciendo una torpe reverencia a toda prisa—. No pretendía molestarte. Yo…

Jasnah la hizo callar con un gesto. Se hizo a un lado mientras un parshmenio entraba en la salita, portando una silla. La colocó junto a la mesa de Shallan, y Jasnah se acercó y se sentó.

Shallan trató de juzgar el estado de ánimo de Jasnah, pero las emociones de la otra mujer eran imposibles de descifrar.

—Sinceramente, no quería molestarte.

—Soborné a los sirvientes para que me avisaran si regresabas al Velo —dijo Jasnah como quien no quiere la cosa, cogiendo uno de los tomos de Shallan y leyendo el titulo—. No quería que volvieran a interrumpirme.

—Yo… —Shallan agachó la cabeza, ruborizándose profundamente.

—No te molestes en pedir disculpas —dijo Jasnah. Parecía cansada, más cansada de lo que se sentía Shallan. Repasó los libros—. Una buena selección. Elegiste bien.

—No fue decisión mía. Es lo que tenía el mercader.

—¿Pretendías estudiar su contenido rápidamente? —musitó Jasnah—. ¿Para tratar de impresionarme una última vez antes de que me marche de Kharbranth?

Shallan vaciló, y luego asintió.

—Un plan astuto. Tendría que haber puesto una restricción temporal a tu nueva solicitud —miró a Shallan, valorándola—. Eres muy decidida. Eso es bueno. Y sé por qué deseas tan desesperadamente ser mi pupila.

Shallan se sobresaltó. ¿Lo sabía?

—Tu casa tiene muchos enemigos —continuó Jasnah—, y tu padre no se deja ver. Será difícil que te cases bien sin una alianza táctica estable.

Shallan se relajó, aunque trató de que no se le notara.

—Déjame ver tu zurrón.

Shallan frunció el ceño, resistiendo la urgencia de apretarlo contra su pecho.

—¿Brillante?

Jasnah extendió la mano.

—¿Recuerdas lo que dije sobre repetirme?

Reacia, Shallan lo entregó. Jasnah sacó con cuidado su contenido, alineando los pinceles, lápices, plumas, frascos de barniz, tinta, y disolvente. Colocó en fila los fajos de papel, los cuadernos y los dibujos terminados. Luego sacó los monederos de Shallan, advirtiendo que estaban vacíos. Miró la lámpara y contó su contenido. Alzó una ceja.

A continuación, empezó a repasar los dibujos. Primero, las hojas sueltas; se entretuvo con el que había hecho de ella. Shallan observó el rostro de la mujer. ¿Estaba complacida? ¿Sorprendida? ¿Insatisfecha por el tiempo que había pasado haciendo bocetos de marineros y criadas?

Por fin, Jasnah pasó al cuaderno de bocetos lleno de los dibujos de plantas y animales que Shallan había observado durante su viaje. Jasnah pasó más tiempo con esto, leyendo cada anotación.

—¿Por qué has hecho estos bocetos? —preguntó al final.

—¿Por qué, brillante? Bueno, porque quise.

Hizo una mueca. ¿Tendría que haber dicho algo profundo en cambio?

Jasnah asintió lentamente. Entonces se puso en pie.

—Tengo habitaciones en el Cónclave, concedidas por el rey. Recoge tus cosas y ve allí. Pareces agotada.

—¿Brillante? —preguntó Shallan, levantándose, sintiendo un escalofrío de excitación.

Jasnah se detuvo en la puerta.

—En nuestro primer encuentro, te tomé por una oportunista rural que buscaba solo aprovechar mi nombre para conseguir riquezas.

—¿Has cambiado de opinión?

—No —dijo Jasnah—, indudablemente hay algo de eso en ti. Pero cada uno de nosotros es muchas personas diferentes, y se puede saber mucho de una persona por lo que lleva consigo. Si ese cuaderno es alguna indicación, buscas el saber en tu tiempo libre por su propio bien. Eso es positivo. Es, quizás, el mejor argumento que podías hacer a tu favor.

»Si no puedo librarme de ti, entonces tal vez pueda darte algún uso. Ve y duerme. Mañana empezaremos temprano, y dividirás tu tiempo entre tu educación y en ayudarme con mis estudios.

Con esas palabras, Jasnah se retiró.

Shallan se quedó allí sentada, asombrada, cansada y parpadeando. Sacó una hoja de papel y escribió una rápida plegaria de agradecimiento, que quemaría más tarde. Luego recogió a toda prisa sus libros y fue a buscar a un criado para que fuera al Placer del Viento a recoger su baúl.

Había sido un día muy, muy largo. Pero había ganado. El primer paso se había completado.

Ahora empezaba su verdadera tarea.

El camino de los reyes
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