«Sostengo en mis manos al niño de pecho, un cuchillo en su garganta, y sé que todos los que viven desean que deje cortar la hoja. Derramar su sangre sobre el suelo, sobre mis manos, y ganar con eso más aliento que absorber».
Fechado Shashanan, 1173, 23 segundos antes de la muerte. Sujeto: un joven ojos oscuros de dieciséis años. El ejemplo es peculiar.
—¡Y todo el mundo se quebró! —chilló Mapas, la espalda arqueada, los ojos muy abiertos, manchas de saliva roja en las mejillas—. Las rocas temblaron con sus pasos, y las piedras se alzaron hacia los cielos. ¡Morimos! ¡Morimos!
Sufrió un último espasmo, y la luz desapareció de sus ojos. Kaladin se echó atrás, la sangre escarlata pegajosa en sus manos, la daga que había utilizado como cuchillo quirúrgico resbaló de sus dedos y golpeó suavemente contra la piedra. El afable hombre yacía muerto sobre el pedregal de una meseta, una herida de flecha en su pecho abierta al aire, dividiendo la marca de nacimiento que decía que se parecía a Alezkar.
«Se los está llevando —pensó Kaladin—. Uno a uno. Los abre, los desangra. No somos más que bolsas que contienen sangre. Entonces morimos y corre sobre las piedras como las riadas de una alta tormenta».
«Hasta que solo quede yo. Siempre quedo yo».
Una capa de piel, una capa de grasa, una capa de músculo, una capa de hueso. Eso eran los hombres.
La batalla continuaba al otro lado del abismo. Bien podría haber sido en otro reino, por la atención que nadie prestaba a los hombres de los puentes. Morir morir morir, y luego quitarte de en medio.
Los miembros del Puente Cuatro formaban un solemne círculo alrededor de Kaladin.
—¿Qué es lo que dijo al final? —preguntó Cikatriz—. ¿Las rocas temblaron?
—No fue nada —dijo el fornido Yake—. Solo delirios de moribundo. Pasa a veces.
—Más frecuentemente en los últimos tiempos, parece —dijo Teft. Se sujetaba un brazo donde había vendado rápidamente una herida de flecha. Las muertes de Mapas y de Arik los dejaban ahora solo con veintiséis miembros. Apenas era suficiente para cargar un puente. Su gran peso era notable, y tenían problemas para seguir el ritmo de las otras cuadrillas. Unas cuantas pérdidas más y tendrían serios problemas.
«Tendría que haber sido más rápido», pensó Kaladin, mirando a Mapas allí abierto, sus entrañas expuestas al sol para secarse. La flecha le había perforado un pulmón y se había alojado en su espina dorsal. ¿Podría haberlo salvado Lirin? Si Kaladin hubiera estudiado en Kharbranth como quería su padre, ¿habría aprendido lo bastante, habría sabido lo suficiente para impedir muertes como esta?
«Esto pasa a veces, hijo…».
Kaladin se llevó a la cara una mano ensangrentada para sujetarse la cabeza, consumido por los recuerdos. Una chica joven, una cabeza abierta, una pierna rota, un padre furioso.
Desesperación, odio, pérdida, frustración, horror. ¿Cómo podía nadie vivir así? ¿Ser cirujano, vivir sabiendo que serías demasiado débil para salvar a alguien? Cuando otros hombres fallaban, un campo de cosechas tenía gusanos. Cuando fallaba un cirujano, moría alguien.
«Tienes que aprender cuándo preocuparte…».
Como si pudiera elegir. Apartarlo, como se apaga una linterna. Kaladin se inclinaba bajo el peso. «Tendría que haberlo salvado, tendría que haberlo salvado, tendría que haberlo salvado».
Mapas, Dunny, Amark, Goshelk, Dallet, Nalma. Tien.
—Kaladin —oyó que decía la voz de Syl—. Sé fuerte.
—Si fuera fuerte, vivirían.
—Los otros hombres siguen necesitándote. Se lo prometiste, Kaladin. Hiciste un juramento.
Kaladin alzó la cabeza. Los hombres del puente parecían ansiosos y preocupados. Solo había ocho; Kaladin había enviado a los demás a buscar a hombres caídos de otras cuadrillas. Al principio encontraron a tres con heridas menores que Cikatriz podía cuidar. No había llegado ningún mensajero a buscarlo. O bien las cuadrillas no tenían más heridos, o esos heridos no podían ya recibir ninguna ayuda.
Tal vez debería haber ido a mirar, por si acaso. Pero, aturdido como estaba, no podía enfrentarse a otro moribundo a quien no pudiera salvar. Se puso en pie y se apartó del cadáver. Se acercó al abismo y se obligó a adoptar la vieja pose que le había enseñado Tukk.
Las piernas separadas, las manos a la espalda, los antebrazos sujetos. La espalda recta, mirando al frente. La familiaridad le dio fuerzas.
«Te equivocaste, padre —pensó—. Dijiste que aprendería a tratar con las muertes. Y sin embargo aquí estoy. Años después. El mismo problema».
Los hombres del puente lo rodearon. Lopen se acercó con un odre de agua. Kaladin vaciló, luego lo aceptó y se lavó la cara y las manos. El agua cálida corrió por su piel, y luego trajo una agradecida frescura al evaporarse. Dejó escapar un profundo suspiro y asintió dando las gracias al bajo herdaziano.
Lopen alzó una ceja, y luego indicó la bolsa atada a su cintura. Había recuperado la nueva bolsa de esferas que habían clavado al puente con una flecha. Era la cuarta vez que lo hacían, y las habían recuperado todas sin incidentes.
—¿Tuviste algún problema?
—No, gancho —dijo Lopen, sonriendo de oreja a oreja—. Fácil como engañar a un comecuernos.
—Lo he oído —rezongó Roca, que estaba de pie en posición de descanso a poca distancia.
—¿Y la cuerda? —preguntó Kaladin.
—La dejé caer por el otro lado —respondió Lopen—. Pero no até el extremo a nada. Como dijiste.
—Bien —dijo Kaladin. Una cuerda colgando del puente habría sido demasiado obvia. Si Hashal o Gaz sospecharan lo que Kaladin estaba planeando…
«¿Y dónde está Gaz? —se preguntó—, ¿por qué no vino en esta carga?».
Lopen le entregó la bolsa de esferas, como si estuviera ansioso por librarse de la responsabilidad. Kaladin la aceptó y se la guardó en el bolsillo del pantalón.
Lopen se retiró, y Kaladin volvió a asumir su pose de descanso. La meseta al otro lado del abismo era larga y estrecha, con empinadas pendientes en los lados. Igual que en las últimas batallas, Dalinar Kholin ayudaba a las fuerzas de Sadeas. Siempre llegaba tarde. Tal vez le echaba la culpa a sus lentos puentes tirados por chulls. Muy conveniente. Sus hombres a menudo disfrutaban del lujo de cruzar sin el acoso de las flechas.
Sadeas y Dalinar ganaban más batallas de esta forma. No es que a los hombres de los puentes les importara.
Mucha gente moría al otro lado del abismo, pero Kaladin no sentía nada por ellos. No tenía ninguna ansiedad por curarlos, ningún deseo de ayudar. Kaladin podía darle a Kav las gracias por eso, por haberlo entrenado para pensar en términos de «ellos» y «nosotros». En cierto modo, Kaladin había aprendido lo que decía su padre. Erróneamente, pero era algo. Protegernos a «nosotros», destruirlos a «ellos». Un soldado tenía que pensar así. Por eso Kaladin odiaba a los parshendi. Eran el enemigo. Si no hubiera aprendido a dividir así su mente, la guerra lo habría destruido.
Tal vez lo había hecho de todas formas.
Mientras contemplaba la batalla, se concentró en una cosa en particular para distraerse. ¿Cómo trataban los parshendi a sus muertos? Sus acciones parecían irregulares. Los soldados parshendi rara vez molestaban a los muertos después de que cayeran; daban rodeos al atacar para evitar los cadáveres. Y cuando los alezi marchaban sobre los muertos parshendi, creaban momentos de terrible conflicto.
¿Se daban cuenta los alezi? Probablemente, no. Pero él notaba que los parshendi reverenciaban a sus muertos, hasta el punto de que ponían en peligro sus vidas para preservar los cuerpos de los caídos. Kaladin podría usar eso. Lo usaría. De algún modo.
Los alezi acabaron por ganar la batalla. Poco después, Kaladin y su cuadrilla regresaban por la llanura, cargando su puente, con tres heridos atados a lo alto. Solo habían encontrado a esos tres, y en su interior una parte de Kaladin se sentía enferma mientras advertía que otra se alegraba. Ya había rescatado a unos quince hombres de otras cuadrillas, y eso estaba mermando sus recursos para alimentarlos, incluso con el dinero de las bolsas. Su barracón estaba repleto de heridos.
El Puente Cuatro llegó a un abismo, y Kaladin se dispuso a bajar su carga. Ya sabía el proceso de memoria. Bajar el puente, desatar rápidamente a los heridos, empujar el puente sobre el abismo. Kaladin comprobó a los tres heridos. Todos los hombres que rescataba de esta forma parecían divertidos por lo que hacía, aunque llevaba ya semanas en ello. Una vez satisfecho porque estaban bien, se dispuso a adoptar su pose de descanso mientras los soldados cruzaban.
El Puente Cuatro lo rodeó. Cada vez más, se ganaban miradas ceñudas de los soldados que cruzaban, tanto ojos claros como ojos oscuros.
—¿Por qué hacen eso? —preguntó Moash en voz baja mientras un soldado les arrojaba una fruta podrida cuando pasaban. Moash se apartó la pegajosa fruta roja de la cara, suspiró y volvió a adoptar su posición. Kaladin nunca les había pedido que lo imitaran, pero lo hacían siempre.
—Cuando luchaba en el ejército de Amaram —dijo Kaladin—, soñaba con unirme a las tropas de las Llanuras Quebradas. Todo el mundo sabía que los soldados que se quedaban en Alezkar eran los despojos. Imaginábamos a los soldados de verdad que luchaban en la gloriosa guerra para vengarnos de aquellos que habían matado a nuestro rey. Esos soldados tratarían a sus camaradas con justicia. Su disciplina sería firme. Todos serían expertos con la lanza, y no romperían filas en el campo de batalla.
A su lado, Teft bufó en silencio.
Kaladin se volvió hacia Moash.
—¿Por qué nos tratan así, Moash? Porque saben que deberían ser mejores de lo que son. Porque ven disciplina en nosotros, y eso los avergüenza. En vez de mejorar, toman el camino más fácil y se burlan de nosotros.
—Los soldados de Dalinar Kholin no actúan así —dijo Cikatriz desde detrás de Kaladin—. Sus hombres marchan en filas rectas. Hay orden en su campamento. Si están de guardia, no dejan sus guerreras desabrochadas ni holgazanean.
«¿Es que nunca dejaré de oír hablar de ese Dalinar Kholin de la tormenta?»., pensó Kaladin.
Hablaban así de Amaram. Qué fácil era ignorar un corazón ennegrecido si lo revestías con un uniforme planchado y una reputación de honestidad.
Varias horas más tarde, el sudoroso y agotado grupo de hombres subió la pendiente hasta el aserradero. Soltaron el puente en su lugar de atraque. Se estaba haciendo tarde; Kaladin tendría que comprar comida inmediatamente si querían tener suministros para el guiso de la noche. Se frotó las manos en su toalla mientras los miembros del Puente Cuatro se alineaban.
—Podéis retiraros el resto de la tarde —dijo—. Tenemos servicio de abismo mañana temprano. Las prácticas con el puente tendrán que pasar a la tarde.
Los hombres asintieron, y entonces Moash alzó una mano. Como un solo hombre, los hombres del puente levantaron sus manos y las cruzaron, las muñecas juntas, los puños cerrados. Tenía el aspecto de haber sido ensayado. Después de eso, se marcharon corriendo.
Mientras se guardaba la toalla en el cinturón, Kaladin alzó una ceja. Teft se quedó rezagado, sonriente.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Kaladin.
—Los hombres querían un saludo —respondió Teft—. No podemos usar el saludo militar normal…, no con los lanceros pensando que ya nos lo tenemos demasiado creído. Así que les enseñé el saludo de mi antiguo pelotón.
—¿Cuándo?
—Esta mañana. Cuando tú estabas recibiendo las órdenes del día de parte de Hashal.
Kaladin sonrió. Era extraño que todavía fuera capaz de hacerlo. Cerca, las otras quince cuadrillas que habían corrido hoy soltaron sus puentes, uno a uno. ¿El Puente Cuatro había sido alguna vez como ellos, con aquellas barbas hirsutas y esas expresiones acosadas? No hablaban entre ellos. Algunos miraron a Kaladin al pasar, pero bajaron la cabeza al ver que los estaba mirando. Habían dejado de tratar al Puente Cuatro con el desprecio de antes. Curiosamente, ahora parecían considerar a la cuadrilla de Kaladin como hacía todo el mundo en el campamento: como gente superior. Se apresuraron para evitar que los mirara.
«Pobres necios agotados», pensó Kaladin. ¿Podría persuadir a Hashal para que le dejara aceptar unos cuantos en el Puente Cuatro? Le vendría bien utilizar a nuevos hombres, y ver aquellas figuras encogidas le encogía el corazón.
—Conozco esa mirada, muchacho —dijo Teft—. ¿Por qué siempre tienes que ayudar a todo el mundo?
—Bah —dijo Kaladin—. Ni siquiera puedo proteger el Puente Cuatro. Trae, deja que te mire ese brazo.
—No es nada.
Kaladin le agarró el brazo de todas formas y retiró el vendaje manchado de sangre reseca. El corte era largo, pero poco profundo.
—Necesitamos antiséptico —dijo Kaladin, advirtiendo unos cuantos putrispren rojos reptando sobre la herida—. Probablemente debería coserlo.
—¡No es nada!
—Me da igual —dijo Kaladin, indicando a Teft que lo siguiera mientras se acercaba a uno de los barriles de lluvia que había en el aserradero. La herida era lo bastante poco profunda para que mañana, durante el servicio en el abismo, Teft pudiera mostrar a los demás a practicar golpes y paradas con la lanza. Pero eso no era ninguna excusa para dejar que se infectara.
En el barril, Kaladin lavó la herida, y luego llamó a Lopen, que estaba a la sombra tras el barracón, para que trajera su equipo médico. El herdaziano le dirigió de nuevo aquel saludo, aunque lo hizo con un solo brazo, y se marchó corriendo en busca del equipo.
—Bien, muchacho —dijo Teft—. ¿Cómo te sientes? ¿Alguna experiencia extraña últimamente?
Kaladin frunció el ceño y lo miró.
—¡Tormenta, Teft! Es la quinta vez en dos días que me preguntas lo mismo. ¿Adónde quieres ir a parar?
—¡No es nada, no es nada!
—Es algo. ¿Qué estás buscando, Teft? Yo…
—Gancho —dijo Lopen, acercándose con la mochila del equipo médico al hombro—. Aquí tienes.
Kaladin lo miró y aceptó reacio la mochila. Abrió los cordones.
—Tendremos que…
Un rápido movimiento por parte de Teft. Como si descargara un puñetazo.
Kaladin se movió por reflejo, inspirando profundamente y moviéndose a una pose defensiva, los brazos en alto, un puño cerrado, el otro atrás para bloquear.
Algo brotó en el interior de Kaladin. Como un profundo aliento inspirado, como un licor ardiente inyectado directamente en su sangre. Una poderosa oleada corrió por su cuerpo. Energía, fuerza, consciencia. Era como la alerta natural del cuerpo al peligro, solo que cien veces más intenso.
Kaladin detuvo el puño de Teft, moviéndose cegadoramente rápido. Teft se quedó inmóvil.
—¿Qué haces? —preguntó Kaladin.
Teft sonreía. Dio un paso atrás y liberó el puño.
—¡Kelek! —dijo, sacudiendo la mano—. Vaya fuerza que tienes.
—¿Por qué has intentado golpearme?
—Quería ver una cosa. Verás, tienes esa bolsa de esferas que te ha dado Lopen, y tu propia bolsa con lo que hemos recogido últimamente. Más luz tormentosa de la que probablemente has llevado jamás encima, al menos recientemente.
—¿Y qué tiene eso que ver con nada? —preguntó Kaladin. ¿Qué era ese calor en su interior, ese fuego en sus venas?
—Gancho —dijo Lopen con voz asombrada—. Estás brillando.
Kaladin frunció el ceño. «¿Qué está di…?».
Y entonces lo advirtió. Era muy leve, pero estaba allí, hilillos de humo luminiscente que brotaban de su piel. Como vapor surgiendo de un cuenco de agua caliente en una fría noche de invierno.
Temblando, Kaladin dejó la mochila médica en el amplio borde del barril de agua. Sintió un momento de frialdad en la piel. ¿Qué era eso? Aturdido, alzó la otra mano y contempló los hilillos de luz que brotaban de allí.
—¿Qué me has hecho? —preguntó Kaladin, mirando a Teft. —El otro hombre sonreía todavía—. ¡Respóndeme! —dijo, dando un paso adelante y agarrándolo por la pechera. «¡Padre Tormenta, sí que me siento fuerte!».
—No he hecho nada, muchacho —respondió Teft—. Llevas así algún tiempo. Te vi filtrando luz tormentosa cuando estuviste enfermo.
Luz tormentosa. Kaladin soltó rápidamente a Teft y sacó la bolsita de esferas que guardaba en el bolsillo. La soltó y la abrió.
El interior estaba oscuro. Las cinco gemas se habían agotado. La luz blanca que brotaba de la piel de Kaladin iluminaba el interior de la bolsa.
—Eso sí que es curioso —dijo Lopen a un lado. Kaladin se volvió y encontró al herdaziano agachado y mirando la mochila médica. ¿Por qué era eso tan importante?
Entonces lo vio. Creía haber dejado la mochila en el borde del barril, pero en su prisa la había dejado en un lado. La mochila estaba pegada a la madera, colgando como de un gancho invisible. Filtrando levemente luz, igual que Kaladin. Mientras miraban, la luz se desvaneció, y la mochila se soltó y cayó al suelo.
Kaladin se llevó una mano a la frente, pasando la mirada del sorprendido Lopen al curioso Teft. Acto seguido miró frenético alrededor. No había nadie más; a la luz del sol, los vapores era demasiado débiles para poder verlos desde lejos.
«Padre Tormenta…, qué…, cómo…».
Vio una forma familiar en lo alto. Syl se movía como una hoja soplada por el viento, a un lado y a otro, caprichosamente, ligera.
«¡Es cosa de ella! —pensó Kaladin—. ¿Qué me ha hecho?».
Se apartó de Lopen y Teft y corrió hacia Syl. Sus piernas lo impulsaron con demasiada velocidad.
—¡Syl! —gritó, deteniéndose bajo ella.
Syl se detuvo y flotó encima de él, cambiando de forma a joven de pie en el aire.
—¿Sí?
Kaladin miró alrededor.
—Ven conmigo —dijo, corriendo hacia uno de los callejones entre los barracones. Se apretó contra una pared, a la sombra, inspirando y espirando. Aquí no podía verlo nadie.
Syl flotaba ante él, las manos a la espalda, mirándolo con atención.
—Estás brillando.
—¿Qué me has hecho?
Ella ladeó la cabeza y luego se encogió de hombros.
—Syl… —dijo él, amenazante, aunque no estaba seguro de qué daño podía hacerle a un spren.
—No lo sé, Kaladin —respondió ella con sinceridad, sentándose, las piernas colgando por el borde de una plataforma invisible—. Yo puedo…, yo solo puedo recordar levemente cosas que antes conocía bien. Este mundo, relacionarme con los hombres…
—Pero hiciste algo.
—Hemos hecho algo. No fui yo. No fuiste tú. Pero juntos… —Volvió a encogerse de hombros.
—Eso no sirve de mucha ayuda.
Ella hizo una mueca.
—Lo sé. Lo siento.
Kaladin alzó una mano. A la sombra, la luz que brotaba de él resultaba más evidente. Si alguien pasaba por allí…
—¿Cómo me libro de esto?
—¿Por qué quieres librarte de nada?
—Bueno, porque…, yo… Porque sí.
Syl no respondió.
A Kaladin entonces se le ocurrió algo. Algo, quizá, que tendría que haber preguntado hacía mucho.
—No eres un vientospren ¿verdad?
Ella vaciló, pero luego negó con la cabeza.
—No.
—¿Qué eres, entonces?
—No lo sé. Uno…, cosas.
Une cosas. Cuando gastaba bromas, hacía que las cosas se pegaran entre sí. Zapatos pegados al suelo que hacían tropezar a los hombres. Personas que echaban mano a sus chaquetas colgadas y no podían soltarlas. Kaladin extendió una mano y cogió una piedra del suelo. Era tan grande como su palma, desgastada por los vientos y la lluvia de las altas tormentas. La puso contra la pared del barracón y deseó que su luz pasara a la piedra.
Sintió un escalofrío. La roca empezó a llenarse de vapores luminiscentes. Cuando Kaladin retiró la mano, la piedra permaneció donde estaba, aferrada al lado del edificio.
Kaladin se acercó y observó. Le pareció que podía distinguir diminutos spren, azul oscuro y con forma de pequeñas manchas de tinta, apilados alrededor del lugar donde la piedra conectaba con la pared.
—Unespren —dijo Syl, caminando junto a su cabeza. Seguía de pie en el aire.
—Sujetan la piedra en su sitio.
—Tal vez. O tal vez se sienten atraídos por lo que has hecho al poner la piedra ahí.
—No es así como funciona, ¿no?
—¿Causan los putrispren la enfermedad, o se sienten atraídos por ella? —preguntó ella, abstraída.
—Todo el mundo sabe que la causan.
—¿Y los vientospren causan el viento? ¿Los lluviaspren causan la lluvia? ¿Los llamaspren causan el fuego?
Él vaciló. No, no lo hacían. ¿No?
—Esto no tiene sentido. Tengo que averiguar cómo librarme de esta luz, no estudiarla.
—¿Y por qué tienes que librarte de ella? —repitió Syl—. Kaladin, has oído las historias. Hombres que caminaban por las paredes, hombres que unían a ellos las tormentas. Corredores del Viento. ¿Por qué querrías deshacerte de algo así?
Kaladin se esforzó por definirlo. La curación, la forma en que nunca resultaba herido, correr delante del puente… Sí, sabía que algo extraño estaba pasando. ¿Por qué lo asustaba tanto? ¿Era porque temía quedarse apartado, como estaba siempre su padre como cirujano de Piedralar? ¿O se trataba de algo más grande?
—Estoy haciendo lo que hacían los Radiantes —dijo él.
—Es lo que acabo de decir.
—Me estaba preguntando si tengo mala suerte, o si me he topado con algo parecido a la Antigua Magia. ¡Tal vez eso lo explique! El Todopoderoso maldijo a los Radiantes Perdidos por traicionar a la humanidad. ¿Y si yo también estoy maldito, por lo que estoy haciendo?
—Kaladin, no estás maldito.
—Acabas de decir que no sabes lo que está pasando.
Caminó de un lado a otro del callejón. En la pared, la piedra finalmente se soltó y cayó al suelo.
—¿Puedes decir, con toda certeza, que lo que estoy haciendo puede no haber atraído la mala suerte sobre mí? ¿Sabes lo suficiente para negarlo por completo, Syl?
Ella permaneció de pie en el aire, cruzada de brazos, sin decir nada.
—Esta…, cosa —dijo Kaladin, señalando la piedra—. No es natural. Los Radiantes traicionaron a la humanidad. Sus poderes los dejaron, y fueron maldecidos. Todo el mundo conoce las leyendas. —Se miró las manos, todavía brillantes, aunque más débilmente que antes—. Sea lo que sea que hayamos hecho, sea lo que sea que me haya pasado, de algún modo he atraído sobre mí la misma maldición. Por eso todos los que están a mi alrededor mueren cuando intento ayudarlos.
—¿Y crees que eso es una maldición?
—Yo… Bueno, tú has dicho que eres parte de ella, y…
Syl avanzó, señalándolo, una mujer diminuta y airada flotando en el aire.
—¿Así que crees que yo he causado todo esto? ¿Tus fracasos? ¿Las muertes?
Kaladin no respondió. Casi de inmediato advirtió que el silencio podía ser la peor respuesta. Syl, sorprendentemente humana en sus emociones, giró en el aire con expresión herida y se marchó, formando un lazo de luz.
«Estoy exagerando», se dijo. Estaba muy perturbado. Se apoyó contra la pared, la mano en la cabeza. Antes de tener tiempo de poner en orden sus pensamientos, unas sombras oscurecieron la entrada al callejón. Teft y Lopen.
—¡Rocas parlantes! —dijo Lopen—. Sí que brillas en la oscuridad, gancho.
Teft agarró a Kaladin por el hombro.
—No se lo va a decir a nadie, muchacho. Me aseguraré de ello.
—Sí, gancho. Juro que no diré nada. Puedes confiar en los herdazianos.
Kaladin los miró a los dos, abrumado. Pasó junto a ellos, salió del callejón y cruzó el patio, huyendo de sus miradas curiosas.
Para cuando anocheció, la luz había dejado de fluir del cuerpo de Kaladin. Se había difuminado como un fuego apagado, y solo tardó unos minutos en desvanecerse.
Kaladin caminaba hacia el sur por el borde de las Llanuras Quebradas, en esa zona de transición entre los campamentos y las Llanuras mismas. En algunas zonas, como el punto de encuentro cerca del aserradero de Sadeas, había una suave pendiente. En otros había un leve risco, de unos tres metros de alto. Pasaba por uno de ellos ahora, las rocas a la derecha, las Llanuras despejadas a la izquierda.
Huecos, grietas y hendiduras salpicaban la roca. Algunas secciones en sombras ocultaban todavía charcos de agua de las últimas altas tormentas. Las criaturas todavía correteaban sobre las rocas, aunque el frío aire nocturno pronto las llevaría a ocultarse. Pasó junto a un lugar picoteado de pequeños agujeros llenos de agua; cremlinos de muchas patas y diminutas pinzas, sus cuerpos alargados recubiertos por un caparazón, lamían y se alimentaban en los bordes. Un pequeño tentáculo se disparó, agarrando algo dentro del agujero. Posiblemente una lapa.
La hierba crecía a este lado del risco, y las hojas asomaban de sus agujeros. Puñados de dedosdemusgo brotaban como flores entre el verde. Sus brillantes zarcillos rosas y púrpuras parecían tentáculos que se agitaban al viento. Cuando Kaladin pasó, la tímida hierba se retiró, pero los dedosdemusgo eran más osados. Solo se metían dentro de sus conchas si golpeaba la roca cerca de ellos.
Sobre él, en el risco, unos cuantos guardias vigilaban las Llanuras Quebradas. Esta zona no pertenecía a ningún alto príncipe concreto, y los guardias ignoraron a Kaladin. Solo lo detendrían si intentaba salir de los campamentos por el sur o por el norte.
Ninguno de los hombres del puente lo siguió. No estaba seguro de qué les habría contado Teft. Tal vez les había dicho que estaba afectado por la muerte de Mapas.
Era extraño estar solo. Desde que Amaram lo traicionó y lo convirtió en esclavo, siempre había estado en compañía de otros. Esclavos con quienes había hecho planes. Hombres de los puentes con los que había trabajado. Soldados que lo custodiaban, amos de esclavos que le daban palizas, amigos que dependían de él. La última vez que estuvo solo fue aquella noche en que permaneció atado para que lo matara la alta tormenta.
«No. No estaba solo aquella noche. Syl estaba allí». Bajó la cabeza y dejó atrás las pequeñas grietas en el terreno a su izquierda. Esas líneas acababan en los abismos a medida que se dirigían hacia el este.
¿Qué le estaba pasando? No eran delirios suyos. Teft y Lopen lo habían visto también. De hecho, Teft parecía esperarlo.
Kaladin debería de haber muerto durante aquella alta tormenta. Y sin embargo estaba consciente y caminando poco después. Sus costillas debían de estar todavía heridas, pero no le dolían desde hacía semanas. Sus esferas, y las de los otros hombres del puente que estaban cerca de él, agotaban continuamente su luz tormentosa.
¿Lo había cambiado la alta tormenta? Pero no, había descubierto esferas agotadas antes de que lo colgaran para morir. Y Syl…, había admitido su responsabilidad en algunas cosas que habían sucedido. Esto venía sucediendo desde hacía mucho tiempo.
Se detuvo a descansar junto a una formación rocosa, haciendo que la hierba se encogiera. Miró hacia el este, más allá de las Llanuras Quebradas. Su hogar. Su sepulcro. Esta vida aquí lo estaba destrozando. Los hombres del puente se miraban en él, lo consideraban su líder, su salvador. Pero Kaladin sentía grietas interiores, como las grietas de la piedra en las lindes de las Llanuras.
Esas grietas se estaban agrandando. Seguía haciéndose promesas a sí mismo, como el hombre que corre una larga distancia sin que le quede ya energía. Solo un poco más lejos. Corre hasta la siguiente colina. Entonces podrás detenerte. Diminutas fracturas, fisuras en la piedra.
«He hecho bien en venir aquí —pensó—. Somos iguales tú y yo. Soy como tú». ¿Qué es lo que habría quebrado las Llanuras en primer lugar? ¿Algún tipo de peso grande?
Una melodía empezó a sonar en la distancia, transmitiéndose por las Llanuras. Kaladin dio un respingo al escucharla. Era tan inesperada, tan fuera de lugar, que resultaba inquietante a pesar de su suavidad.
Los sonidos llegaban de las Llanuras. Vacilante, pero incapaz de resistirse, Kaladin echó a andar. Hacia el este, hacia la plana roca batida por los vientos. Los sonidos se fueron haciendo más fuertes a medida que caminaba, pero seguían siendo fantasmales, elusivos. Una flauta, aunque de tono más bajo que la mayoría que había oído.
Al acercarse, olió a humo. Un fuego ardía allí. Una hoguera diminuta.
Kaladin se acercó al borde de esa península, un abismo que crecía de las grietas hasta perderse en la oscuridad. En la misma punta de la península, rodeado en tres lados por un abismo, Kaladin encontró a un hombre sentado en un peñasco, vestido con un uniforme negro de ojos claros. Delante de él ardía un pequeño fuego en la concha de un rocabrote. El hombre tenía el pelo corto y negro, el rostro anguloso. A la cintura llevaba una fina espada en una vaina negra.
Los ojos del hombre eran azul claro. Kaladin nunca había visto a un hombre ojos claros tocar la flauta. ¿No consideraban la música una empresa femenina? Los hombres ojos claros cantaban, pero no tocaban instrumentos a menos que fueran fervorosos.
Este hombre tenía gran talento. La melodía que tocaba era extraña, casi irreal, como algo surgido de otro lugar y otro tiempo. Hacía eco en el abismo y volvía; casi parecía que el hombre estuviera tocando un dueto consigo mismo.
Kaladin se detuvo a corta distancia, advirtiendo que lo último que quería era tratar con un brillante señor, sobre todo con uno tan excéntrico como para vestir de negro y perderse en las Llanuras Quebradas para practicar la flauta. Kaladin dio media vuelta para marcharse.
La música cesó. Kaladin se detuvo.
—Siempre me preocupa que se me olvide tocarla —dijo una suave voz a sus espaldas—. Es una tontería, lo sé, considerando el tiempo que llevo practicando. Pero hoy en día apenas le presto la atención que se merece.
Kaladin se volvió hacia el desconocido. Su flauta estaba tallada en madera oscura, casi negra. El instrumento parecía demasiado ordinario para pertenecer a un ojos claros, pero el hombre lo sostenía en las manos con reverencia.
—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó Kaladin.
—Estoy sentado. De vez en cuando toco.
—Quiero decir ¿por qué estás aquí?
—¿Por qué estoy aquí? —preguntó el hombre, bajando la flauta, echándose atrás y relajándose—. ¿Por qué estamos todos aquí? Es una pregunta bastante profunda para un primer encuentro, hombre del puente. Generalmente prefiero las presentaciones antes de la teología. Y el almuerzo, también, si puedo encontrarlo. Tal vez una buena siesta. De hecho, cualquier cosa debería venir antes que la teología. Pero sobre todo las presentaciones.
—Muy bien —dijo Kaladin—. ¿Y tú…?
—Estoy sentado. Y ocasionalmente juego…, con las mentes de los hombres de los puentes.
Kaladin se ruborizó y dio media vuelta para marcharse. Que el necio ojos claros dijera, e hiciera, lo que quisiese. Kaladin tenía que pensar en las decisiones difíciles que debía tomar.
—Bueno, pues buen viaje —dijo el ojos claros desde atrás—. Me alegro de que te vayas. No te querría demasiado cerca. Estoy muy apegado a mi luz tormentosa.
Kaladin se detuvo. Entonces giró sobre sus talones.
—¿Qué?
—Mis esferas —dijo el extraño hombre, alzando lo que parecía ser un broam de esmeralda plenamente infuso—. Todo el mundo sabe que los hombres de los puentes son ladrones, o al menos mendigos.
Naturalmente. Se refería a las esferas. No sabía de la…, aflicción de Kaladin. ¿No? Los ojos del hombre chispearon como si acabara de gastar una gran broma.
—No te sientas insultado porque te llamen ladrón —dijo el hombre, alzando un dedo. Kaladin frunció el ceño. ¿Dónde había ido a parar la esfera? La tenía en esa mano—. Lo decía como un cumplido.
—¿Un cumplido? ¿Llamar ladrón a alguien?
—Por supuesto. Yo mismo soy un ladrón.
—¿Ah, sí? ¿Y qué robas?
—Orgullo —respondió el hombre, inclinándose hacia delante—. Y ocasionalmente aburrimiento, si puedo enorgullecerme de ello. Soy el sagaz del rey. O lo era hasta hace poco. Creo que probablemente pronto perderé el título.
—¿El qué del rey?
—Sagaz. Mi trabajo es ser ingenioso.
—Decir cosas confusas no es lo mismo que ser ingenioso.
—Ah —dijo el hombre, los ojos chispeando—. Ya demuestras más sabiduría que muchos de los que he conocido últimamente. ¿Qué es ser ingenioso, entonces?
—Decir cosas inteligentes.
—¿Y qué es la inteligencia?
—Yo… —¿Por qué estaba teniendo esta conversación?—. Supongo que la capacidad de decir y hacer las cosas adecuadas en el momento adecuado.
El sagaz del rey ladeó la cabeza, luego sonrió. Finalmente, le tendió la mano a Kaladin.
—¿Y cuál es tu nombre, mi reflexivo hombre del puente?
Kaladin, vacilante, alzó su propia mano.
—Kaladin. ¿Y el tuyo?
—Tengo muchos. —El hombre le estrechó la mano—. Empecé la vida como una idea, un concepto, palabras en una página. Es otra cosa que robé. A mí mismo. En otra ocasión, me pusieron el nombre de una piedra.
—Uno bonito, espero.
—Precioso. Y un nombre que ha perdido por completo valor por haberlo llevado yo.
—Bueno, ¿cómo te llaman ahora?
—Muchas cosas, y solo algunas de ellas agradables. Casi todas ciertas, por desgracia. Tú, sin embargo, puedes llamarme Hoid.
—¿Tu nombre?
—No. El nombre de alguien a quien debería haber amado. Una vez más, es algo que robé. Es lo que hacemos los ladrones.
Miró hacia el este, sobre las Llanuras que oscurecían rápidamente. El pequeño fuego que ardía junto al peñasco de Hoid proyectaba una luz furtiva, roja por las brasas titilantes.
—Bueno, ha sido un placer conocerte —dijo Kaladin—. Seguiré mi camino…
—No antes de que te dé algo. —Hoid recogió su flauta—. Espera, por favor.
Kaladin suspiró. Tenía la sensación de que este extraño hombre no iba a dejarlo escapar hasta que hubiera terminado.
—Es una flauta de caminante —dijo Hoid, contemplando la madera oscura—. La utilizan los cuentacuentos, y las tocan mientras cuentan una historia.
—Quieres decir para acompañar a un cuentacuentos. Alguien más la toca mientras él habla.
—De hecho, quería decir lo que he dicho.
—¿Cómo puede un hombre contar una historia mientras toca la flauta?
Hoid alzó una ceja, luego se llevó la flauta a los labios. La tocaba de forma diferente a las flautas que Kaladin había visto: en vez de sostenerla delante, la tocaba de lado. Probó unas cuantas notas. Tenían el mismo tono melancólico que Kaladin había oído antes.
—Esta historia es sobre Derethil y el Vela Errante.
Empezó a tocar. Las notas eran más rápidas, más afiladas, que las que había tocado antes. Casi parecían atropellarse unas encima de otras, surgiendo de la flauta como niños que corren por ser el primero. Eran hermosas y nítidas, subían y bajaban en la escala, intrincadas como una alfombra tejida.
Kaladin se sintió transfigurado. La tonada era potente, casi exigente. Como si cada nota fuera un gancho tendido para aferrarse a su carne y atraerlo.
Hoid se detuvo bruscamente, pero las notas continuaron resonando en el abismo, volviendo mientras hablaba.
—Derethil es bien conocido en algunas tierras, aunque lo he oído mencionar menos aquí en el este. Fue rey durante los días de sombras, la época antes de la memoria. Un hombre poderoso. Comandante de miles, líder de decenas de miles. Alto, regio, bendito con piel clara y ojos aún más claros. Un hombre a envidiar.
Justo cuando los ecos empezaron a apagarse abajo, Hoid empezó a tocar de nuevo, recogiendo el ritmo. Pareció continuar justo donde el eco de las notas se hacía más suave, como si nunca hubiera habido una pausa en la música. Las notas se volvieron más suaves, sugiriendo a un rey que caminara por la corte con sus ayudantes. Mientras Hoid tocaba, los ojos cerrados, se inclinó hacia el fuego. El aire que soplaba en la flauta avivó el humo, agitándolo.
La música se hizo más suave. El humo giró, y a Kaladin le pareció que podía distinguir el rostro de un hombre en los patrones del humo, un hombre de barbilla puntiaguda y altos pómulos. No estaba realmente allí, por supuesto. Era solo imaginación. La sobrecogedora canción y el humo al girar parecían animar su imaginación.
—Derethil combatió a los Portadores del Vacío durante los días de los Heraldos y los Radiantes —dijo Hoid, los ojos todavía cerrados, la flauta bajo sus labios, la canción resonando en el abismo como si acompañara sus palabras—. Cuando por fin hubo paz, descubrió que no estaba contento. Sus ojos siempre se volvían al oeste, hacia el gran mar abierto. Mandó construir el barco más hermoso que los hombres habían conocido jamás, un majestuoso bajel que haría lo que ninguno se había atrevido a hacer jamás: surcar los mares durante una alta tormenta.
Los ecos se apagaron, y Hoid empezó a tocar de nuevo, como alternándose con un compañero invisible. El humo giraba, alzándose en el aire, retorciéndose en el viento del aliento de Hoid. Y Kaladin casi pensó que podía ver un enorme barco en un astillero, con una vela tan grande como un edificio, asegurada a una quilla como una flecha. La melodía se volvió rápida y entrecortada, como para imitar los sonidos de los martillos resonando y las sierras deslizándose.
—El objetivo de Derethil —dijo Hoid tras detenerse— era buscar el origen de los Portadores del Vacío, el lugar donde habían sido engendrados. Muchos lo llamaron necio, pero no pudieron disuadirlo. Llamó al navío Vela Errante y reunió una tripulación de los más valientes marineros. Luego, un día que se avecinaba una alta tormenta, el barco zarpó. Enfiló hacia el océano, la vela desplegada, como brazos abiertos a los vientos…
Hoid se llevó la flauta a los labios en un segundo y agitó el fuego lanzando con el pie un trozo de concha de rocabrote. Chispas llameantes se alzaron al aire y el humo aumentó, girando mientras Hoid bajaba la cabeza y apuntaba al humo con los agujeros de la flauta. La canción se volvió violenta, tempestuosa, las notas caían inesperadamente y trepidaban con rápidas ondulaciones. Las escalas llegaron a lo más agudo, donde se extendieron en el aire.
Y Kaladin lo vio en su mente. El enorme barco empequeñecido de pronto ante el espantoso poder de la alta tormenta. Sacudido, lanzado al mar infinito. ¿Qué deseaba o esperaba encontrar Derethil? Una alta tormenta en tierra era ya terrible. ¿Pero en el mar?
Los sonidos rebotaron en las paredes de abajo. Kaladin se encogió, contemplando el humo que giraba y las llamas que se alzaban. Veía el diminuto navío capturado y atrapado dentro de un furioso remolino.
Al cabo de un rato, la música de Hoid se hizo más lenta, y los violentos ecos se difuminaron, dejando lugar a una canción mucho más suave. Como olas lamiendo.
—El Vela Errante casi fue destruido al encallar, pero Derethil y la mayoría de sus marineros sobrevivieron. Se encontraron en un anillo de pequeñas islas que rodeaban un enorme remolino, donde, se dice, se vacía el océano. Derethil y sus hombres fueron recibidos por un extraño pueblo de largos cuerpos flexibles que llevaban ropas de un solo color y conchas en el pelo como no hay ninguna otra en Roshar.
»Este pueblo recogió a los supervivientes, les dio de comer, y los cuidó hasta que recuperaron la salud. Durante sus semanas de convalecencia, Derethil estudió a esas extrañas gentes, que se llamaban a sí mismas los uvara, el pueblo del Gran Abismo. Llevaban vidas curiosas. Contrariamente a los demás pueblos de Roshar, que pelean continuamente, los uvara siempre parecían ponerse de acuerdo. Desde la infancia, no había preguntas. Todos cumplían con su deber.
Hoid comenzó a tocar de nuevo, dejando que el humo se alzara libremente. A Kaladin le pareció ver en él gente, industriosa, siempre trabajando. Un edificio se alzaba entre ellos con una figura en una ventana, Derethil, mirando. La música era calmada, curiosa.
—Un día —dijo Hoid—, mientras Derethil y sus hombres entrenaban para recuperar fuerzas, una joven criada les trajo unos refrescos. Tropezó con una piedra irregular, dejó caer las copas al suelo y las rompió. En un abrir y cerrar de ojos, los otros uvara se lanzaron sobre la desdichada muchacha y la mataron de una forma brutal. Derethil y sus hombres se quedaron tan anonadados que cuando fueron capaces de reaccionar la muchacha ya estaba muerta. Furioso, Derethil exigió saber la causa de tan injustificado asesinato. Una de las otras nativas le explicó: «Nuestro emperador no tolera el fracaso».
La música empezó de nuevo, lastimera, y Kaladin se estremeció. Fue testigo de cómo la chica era apedreada hasta la muerte, y la orgullosa forma de Derethil alzándose sobre su cuerpo caído.
Kaladin conocía esa pena. La pena del fracaso, de dejar que alguien muriera cuando él debería haber podido hacer algo. Tanta gente que amaba había muerto…
Ahora tenía un motivo para eso. Había atraído la ira de los Heraldos y el Todopoderoso. Tenía que ser eso, ¿no?
Sabía que debería volver al Puente Cuatro. Pero no podía moverse. Se aferró a las palabras del Cuentacuentos.
—A medida que Derethil empezó a prestar más atención —dijo Hoid, su música resonando suavemente para acompañarlo—, vio otros asesinatos. Estos uvara, el pueblo del Gran Abismo, practicaban una crueldad sorprendente. Si uno de sus miembros hacía algo mal, algo ligeramente inconveniente o desfavorable, los demás lo mataban. Cada vez que Derethil preguntaba, su cuidadora le daba la misma respuesta: «Nuestro emperador no tolera el fracaso».
El eco de la música se desvanecía, pero una vez más Hoid alzó su flauta justo cuando ya era demasiado débil para oírla. La melodía se volvió solemne. Y sin embargo estaba cargada de misterio, ocasionalmente de rápidos estallidos que apuntaban a secretos.
Kaladin frunció el ceño mientras veía el humo girar, formando lo que parecía ser una torre. Alta, fina, con una estructura abierta en la cúspide.
—El emperador, descubrió Derethil, residía en la torre de la costa oriental de la isla más grande de los uvara.
Kaladin sintió un escalofrío. Las imágenes en el humo eran solo producto de su mente que se iban añadiendo a la historia, ¿no?
¿Había visto de verdad una torre antes de que Hoid la mencionara?
—Derethil decidió que tenía que enfrentarse al cruel emperador. ¿Qué clase de monstruo exigiría que un pueblo tan claramente pacífico matara con tanta frecuencia y de manera tan terrible? Derethil reunió a sus marineros, un grupo heroico, y se armaron. Los uvara no trataron de detenerlos, aunque vieron con temor que unos extranjeros asaltaran la torre del emperador.
Hoid guardó silencio, y no volvió a su flauta. Dejó que la música resonara en el abismo. Pareció extenderse esta vez. Largas, siniestras notas.
—Derethil y sus hombres salieron de la torre poco después, llevando un cadáver reseco ataviado con hermosas túnicas y joyas. «¿Es este vuestro emperador? —preguntó Derethil—. Lo encontramos en la habitación más alta, solo». Parecía que el hombre llevaba años muerto, pero nadie se había atrevido a entrar en su torre. Le tenían demasiado miedo.
»Cuando le mostró el cadáver a los uvara, estos empezaron a gemir y a llorar. La isla entera se hundió en el caos, ya que los uvara empezaron a quemar casas, a alborotar las calles o a caer de rodillas atormentados. Sorprendidos y confusos, Derethil y sus hombres corrieron hacia los astilleros uvara, donde estaban reparando el Vela Errante. Su guía y cuidadora se reunió con ellos, y les suplicó poder acompañarlos en su huida. Así fue como Nafti se unió a la tripulación.
»Derethil y sus hombres zarparon, y aunque los vientos eran suaves, consiguieron rodear el remolino, usando el impulso para escapar de las islas. Mucho después de partir, pudieron ver el humo alzándose en aquellas tierras ostensiblemente pacíficas. Se reunieron a contemplarlo en la cubierta, y Derethil le preguntó a Nafti el motivo de aquellas terribles algaradas.
Hoid guardó silencio, dejando que sus palabras se alzaran con el extraño humo, perdidas en la noche.
—¿Y bien? —preguntó Kaladin—. ¿Cuál fue su respuesta?
—Envolviéndose en una manta y contemplando con ojos doloridos sus tierras, ella respondió: «¿No lo ves, Viajero? Si el emperador está muerto, y lleva muerto todos estos años, entonces los asesinatos que cometimos no son responsabilidad suya. Es nuestra responsabilidad».
Kaladin se echó hacia atrás. El tono burlesco y juguetón que Hoid había empleado antes había desaparecido. No más bromas. No más palabras capciosas con intención de confundir. Esta historia había surgido de dentro de su corazón, y Kaladin descubrió que no podía hablar. Tan solo se quedó allí sentado, pensando en aquella isla y las terribles cosas que se habían hecho.
—Creo… —respondió por fin, lamiéndose los labios resecos—, creo que eso es inteligencia. —Hoid alzó una ceja—. Poder recordar una historia como esa —dijo Kaladin—, y contarla con tanto cuidado.
—Cuidado con lo que dices —respondió Hoid, sonriendo—, si lo que necesitas para describir la inteligencia es una buena historia, entonces me quedaré sin trabajo.
—¿No has dicho que te habías quedado sin trabajo?
—Cierto. El rey se ha quedado sin sagaz. Me pregunto qué será de él.
—Um… ¿Estará «desagazado»?
—Le diré que lo has dicho tú —advirtió Hoid, los ojos chispeando—. Pero creo que es inadecuado. Puedes tener un sagaz, pero no un desagaz. ¿Qué es la sagacidad?
—No lo sé. ¿Una especie de spren en tu cabeza, tal vez, que te hace pensar?
Hoid ladeó la cabeza, luego se echó a reír.
—Bueno, supongo que es una explicación tan buena como cualquier otra.
Se levantó y se puso a sacudirse los oscuros pantalones.
—¿Es verdad esa historia? —preguntó Kaladin, levantándose también.
—Tal vez.
—¿Pero cómo podemos saberlo? ¿Regresaron Derethil y sus hombres?
—Algunas historias dicen que sí.
—¿Pero cómo pudieron hacerlo? Las altas tormentas solo soplan en una dirección.
—Entonces supongo que la historia es mentira.
—No he dicho eso.
—No, lo he dicho yo. Afortunadamente, es el mejor tipo de mentira.
—¿Y qué tipo es ese?
—Bueno, el tipo de las que yo cuento, por supuesto.
Hoid se echó a reír, apagó el fuego a patadas, aplastando las últimas brasas con el talón. No parecía que hubiera suficiente combustible para crear el humo que Kaladin había visto.
—¿Qué le has echado al fuego? —preguntó Kaladin—. Para hacer ese humo especial.
—Nada. Era un fuego corriente.
—Pero vi…
—Lo que viste te pertenece a ti. Una historia no vive hasta que es imaginada en la mente de alguien.
—¿Qué significa la historia, entonces? —preguntó Kaladin.
—Significa lo que tú quieras que signifique —dijo Hoid—. El propósito del cuentacuentos no es decirte cómo pensar, sino plantearte dudas que te hagan reflexionar. Demasiado a menudo, lo olvidamos.
Kaladin frunció el ceño y miró al oeste, hacia los campamentos. Ahora estaban iluminados con esferas, linternas y velas.
—Significa aceptar la responsabilidad —dijo—. Los uvara eran felices matando y asesinando, mientras pudieran echarle la culpa al emperador. No mostraron pesar hasta que descubrieron que no había nadie que aceptara la responsabilidad.
—Esa es una interpretación —dijo Hoid—. Bastante buena, por cierto. ¿De qué no quieres aceptar tú la responsabilidad?
Kaladin se sobresaltó.
—¿Qué?
—La gente ve en las historias lo que anda buscando, mi joven amigo. —Hoid buscó detrás de su peñasco, sacó una mochila y se la echó al hombro—. No tengo respuestas para ti. La mayor parte de los días, siento que nunca he tenido ninguna respuesta. Vine a tu tierra buscando a un antiguo conocido, pero en cambio acabo ocultándome de él casi todo el tiempo.
—Has dicho…, sobre la responsabilidad y yo…
—Solo un comentario tonto, nada más. —Le puso una mano en el hombro—. Mis comentarios son a menudo tontos. Nunca puedo conseguir que hagan nada sólido. Si así fuera podría conseguir que mis palabras cargaran piedras. Eso sería digno de ver. —Tendió la flauta de madera oscura—. Toma. La he llevado más tiempo del que podrías creer, si fuera a decirte la verdad. Quédatela.
—¡Pero si no sé cómo tocarla!
—Entonces aprende —dijo Hoid, apretando la flauta en la mano de Kaladin—. Cuando puedas hacer que la música te responda, entonces la habrás dominado. —Se dispuso a marcharse—. Y ten cuidado con ese maldito aprendiz mío. Tendría que haberme hecho saber que sigue vivo todavía. Tal vez temía que viniera a rescatarlo de nuevo.
—¿Aprendiz?
—Dile que lo gradúo —dijo Hoid, sin dejar de caminar—. Ahora es un cantamundos pleno. No dejes que lo maten. He pasado mucho tiempo intentando meter algo de sentido en ese cerebro suyo.
«Sigzil», pensó Kaladin.
—Le daré la flauta —exclamó.
—No, nada de eso —dijo Hoid, volviéndose y caminando de espaldas mientras se alejaba—. Es un regalo para ti, Kaladin Bendito por la Tormenta. ¡Espero que puedas tocarla conmigo la próxima vez que nos veamos!
Y con eso el cuentacuentos dio media vuelta y echó a correr en dirección a los campamentos. No obstante, no entró en ellos. Su figura en sombras se encaminó al sur, como si pretendiera dejarlos atrás. ¿Adónde se dirigía?
Kaladin miró la flauta en sus manos. Era más pesada de lo que esperaba. ¿Qué clase de madera era esa? La acarició, pensando.
—No me gusta —dijo Syl de pronto, desde atrás—. Es extraño.
Kaladin se volvió y la encontró en el peñasco, sentada en el sitio donde estaba Hoid un momento antes.
—¡Syl! ¿Cuánto tiempo llevas aquí?
Ella se encogió de hombros.
—Estabas contemplando la historia. No quise interrumpir. —Estaba sentada con las manos sobre el regazo, con aspecto incómodo.
—Syl…
—Estoy detrás de lo que te está pasando —dijo ella, en voz baja—. Lo estoy haciendo. —Kaladin frunció el ceño y avanzó un paso—. Somos los dos —agregó ella—. Pero sin mí, nada cambiaría en ti. Estoy…, tomando algo de ti. Y te doy algo a cambio. Así es como solía funcionar, aunque no recuerdo cómo ni cuándo. Solo sé que era.
—Yo…
—Calla. Estoy hablando yo.
—Lo siento.
—Estoy dispuesta a pararlo, si quieres —dijo—. Pero yo volvería a ser lo que era antes. Eso me da miedo. Flotar con el viento, sin recordar nunca nada más que unos minutos. Puedo pensar de nuevo por este lazo que hay entre nosotros, por eso puedo recordar qué y quién soy. Si lo terminamos, perderé eso.
Miró a Kaladin, apesadumbrada.
Él miró aquellos ojos y suspiró profundamente.
—Vamos —dijo, volviéndose y bajando la península.
Ella echó a volar y se convirtió en un lazo de luz que flotaba perezosamente en el aire junto a su cabeza. Pronto llegaron al lugar bajo el risco que conducía a los campamentos. Kaladin se volvió hacia el norte, hacia el campamento de Sadeas. Los cremlinos se habían retirado a sus grietas y madrigueras, pero muchas de las plantas todavía continuaban dejando que sus hojas flotaran con el frío viento. Cuando pasó, la hierba se retiró, como la piel de alguna negra bestia de la noche, iluminada por Salas.
«Qué responsabilidad estás evitando…».
No estaba evitando ninguna responsabilidad. ¡Aceptaba demasiada! Lirin lo decía constantemente, y lo castigaba por sentirse culpable por las muertes que no podía impedir.
Aunque había una cosa a la que se aferraba. Una excusa, tal vez, como el emperador muerto. Era el alma del despojo. La apatía. La creencia de que nada era culpa suya, la creencia de que no podía cambiar nada. Si un hombre estaba maldito, o si creía que no tenía que preocuparse, entonces no tenía que sentirse dolorido cuando fracasaba. Esos fracasos no podían impedirse. Alguien o algo los había ordenado.
—Si no estoy maldito —dijo en voz baja—, ¿entonces por qué vivo cuando los demás mueren?
—Por nosotros dos —respondió Syl—. Por este lazo. Te hace más fuerte, Kaladin.
—¿Entonces por qué no puede hacerme lo bastante fuerte para ayudar a los demás?
—No lo sé. Tal vez pueda.
«Si me libro de esto, volveré a ser normal. ¿Pero para qué? ¿Para que pueda morir con los otros?»
Continuó caminando en la oscuridad, pasando bajo luces que creaban vagas y débiles sombras en las piedras de delante. Los tentáculos de los dedosdemusgo, en manojillos. Sus sombras parecían brazos.
Pensaba a menudo en salvar a los hombres del puente. Y sin embargo, al reflexionar sobre ello, se dio cuenta de que a menudo pensaba en salvarlos en términos de salvarse a sí mismo. Se decía que no quería dejarlos morir porque sabía qué le sucedería si lo hacían. Cuando perdía hombres, el despojo amenazaba con hacerse con el mando debido a lo mucho que Kaladin odiaba fracasar.
¿Era eso? ¿Era eso por lo que buscaba motivos por los que podría estar maldito? ¿Para justificar su fracaso? Kaladin empezó a caminar más rápidamente.
Estaba haciendo algo bueno al ayudar a los hombres del puente, pero también estaba haciendo algo egoísta. Los poderes lo habían trastornado por la responsabilidad que representaban.
Inició un pequeño trote. Poco después, estaba corriendo.
Pero si no era cosa de él, si no estaba ayudando a los hombres del puente porque odiaba el fracaso, o porque temía el dolor de verlos morir, entonces era cosa de ellos. De las afables pullas de Roca, la intensidad de Moash, de la severidad de Teft o la silenciosa dependencia de Peet. ¿Qué haría para defenderlos? ¿Renunciar a sus ilusiones? ¿A sus pretextos?
¿Aprovechar las oportunidades que pudiera, no importaba cómo lo cambiaran? ¿No importaba cómo lo trastornaran, o las cargas que representaban?
Subió corriendo la cuesta hasta el aserradero.
El Puente Cuatro estaba disfrutando de su guiso nocturno, entre charlas y risas. Los casi veinte hombres heridos de las otras cuadrillas comían agradecidos. Era gratificante lo rápido que habían perdido sus expresiones vacías y habían empezado a reír con los otros hombres.
El olor del aromático guiso del comecuernos flotaba en el aire. Kaladin redujo su carrera y se detuvo junto a los hombres. Varios parecieron preocuparse al verle, sudoroso y jadeante. Syl se posó en su hombro.
Kaladin buscó a Teft. Estaba sentado solo bajo los aleros del barracón, contemplando la roca que tenía delante. No había reparado en Kaladin todavía. Kaladin indicó a los demás que continuaran y se acercó a Teft. Se agachó junto al hombre.
Teft alzó la cabeza, sorprendido.
—¿Kaladin?
—¿Qué sabes? —preguntó Kaladin en voz baja—. ¿Y cómo lo sabes?
—Yo… —contestó Teft—. Cuando era joven, mi familia pertenecía a una secta que esperaba el regreso de los Radiantes. Lo dejé cuando era solo un chaval. Me pareció una tontería.
Se estaba guardando cosas. Kaladin lo notaba en la vacilación de su voz.
«Responsabilidad».
—¿Cuánto sabes de lo que puedo hacer?
—No mucho. Solo leyendas e historias. Nadie sabe realmente lo que podían hacer los Radiantes, muchacho.
Kaladin lo miró a los ojos y luego sonrió.
—Bueno, vamos a averiguarlo.