«Aunque muchos deseaban que Uriziru fuera construida en Alezela, obviamente no podía ser. Y por eso pedimos que se emplazara al oeste, en el lugar más cercano al Honor».

Quizá la fuente original más antigua que sobrevive donde se menciona la ciudad, citado en El Vavibrar, verso 1.804. Qué no daría yo por poder traducir el Canto al amanecer.

La fuerza de la muralla de la tormenta casi lo dejó inconsciente, pero el súbito frío le devolvió la lucidez.

Durante un momento, Kaladin no pudo sentir nada más que aquella frialdad. Las continuas andanadas de aire lo apretaban contra la pared del barracón. Rocas y trozos de ramas golpeaban contra la piedra a su alrededor; estaba ya demasiado aturdido para saber cuántas arañaban o lastimaban su piel.

Lo soportó, anonadado, los ojos cerrados y la respiración contenida. Entonces la muralla pasó, aplastándolo todo a su paso. La siguiente ráfaga de viento vino del lado: el aire se removía y revolvía desde todas las direcciones ahora. Lo azotó de costado, su espalda rozó contra la piedra y lo alzó al aire. El viento se estabilizó, soplando de nuevo desde el este. Kaladin colgó en la oscuridad, y sus pies se sacudieron contra la cuerda. Lleno de pánico, advirtió que ahora ondeaba al viento como una cometa, atado a la anilla del tejado inclinado del barracón.

Solo esa cuerda impedía que saliera volando con los otros escombros para ser zarandeado y sacudido antes de que la tormenta cruzara todo Roshar. Durante esos pocos segundos, no pudo pensar. Solo pudo sentir el pánico y el frío, uno brotando ardiente de su pecho, el otro intentando congelarlo de la piel hacia adentro. Gritó, agarrándose a su única esfera como si fuera una cuerda de seguridad. El grito fue un error, ya que dejó que la frialdad le entrara por la boca. Como un espíritu que le metiera un brazo por la garganta.

El viento era como un maelström, caótico, moviéndose en distintas direcciones. Una ráfaga lo alcanzó, luego pasó de largo y cayó al techo del barracón con un golpe. Casi inmediatamente, los terribles vientos trataron de elevarlo de nuevo, golpeando su piel con oleadas de agua helada. Los truenos resonaban, era el latido del corazón de la bestia que lo había engullido. Los relámpagos hendían la oscuridad como dientes blancos en la noche. El ulular del viento era tan fuerte que casi ahogaba los sonidos de los truenos.

—¡Agárrate al tejado, Kaladin!

La voz de Syl. Tan débil, tan pequeña. ¿Cómo podía oírla?

Aturdido, se dio cuenta de que yacía boca abajo en el tejado inclinado. No era tan empinado para ser arrojado de allí, y el viento generalmente lo empujaba hacia atrás. Hizo lo que Syl decía y se agarró al borde del tejado con dedos helados y resbaladizos. Entonces yació boca abajo, la cabeza entre los brazos. Todavía tenía la esfera en la mano, apretujada contra el tejado de piedra. Sus dedos empezaron a resbalar. El viento soplaba con fuerza, intentando empujarlo hacia el oeste. Si se soltaba, acabaría de nuevo colgando en el aire. Su asidero de cuerda no era lo bastante largo para llegar al otro lado del afilado tejado, donde estaría al socaire.

Una roca golpeó el tejado a su lado: no pudo oír el impacto ni verlo en la oscuridad de la tempestad, pero sí sintió temblar el edificio. La roca rodó y cayó al suelo. La tormenta no tenía tanta fuerza, pero ocasionales ráfagas podían levantar y arrojar objetos grandes a docenas de metros.

Sus dedos siguieron resbalando.

—La anilla —susurró Syl.

La anilla. La cuerda ataba sus piernas a una anilla de acero del lateral del tejado, detrás de él. Kaladin se soltó, y se agarró a la anilla cuando el viento lo empujó atrás. Se aferró con fuerza. La cuerda continuaba atada a sus tobillos. Pensó en soltarla un instante, pero no se atrevía a desprenderla de la anilla. Se aferró a ella, como un estandarte ondeando al viento, sujetándose con las dos manos, la esfera dentro de una de ellas y apretujada contra el acero.

Cada momento era una lucha. El viento lo azotaba a derecha e izquierda. No podía saber cuánto duraba; el tiempo no tenía significado en este lugar de furia y sueño terrible dentro de su cabeza, lleno de vientos negros y vivos. Gritos en el aire, brillantes y blancos, el destello del relámpago que revelaba un mundo terrible y retorcido de caos y terror. Los mismos edificios parecían volar de lado, el mundo entero combado, retorcido por el terrible poder de la tormenta.

En los breves momentos de luz en los que se atrevía a mirar, le pareció ver a Syl enfrente, de cara al viento, las diminutas manos hacia adelante. Como si intentara retener la tormenta y dividir los vientos, como una piedra divide las aguas de un veloz arroyo.

El frío del agua de la lluvia entumeció los cortes y las magulladuras. Pero también entumeció sus dedos. No los sintió deslizarse. Lo siguiente que advirtió fue que estaba de nuevo sacudiéndose en el aire, arrojado al lado, golpeado contra el techo del barracón.

Golpeó con fuerza. Su visión se llenó de luces chispeantes que se unieron antes de fundirse en la negrura.

No inconsciencia: negrura.

Kaladin parpadeó. Todo estaba quieto, y todo era puramente oscuro. «Estoy muerto», pensó inmediatamente. ¿Pero por qué seguía sintiendo el húmedo tejado de piedra? Sacudió la cabeza, expulsando el agua de la lluvia de su rostro. No había relámpagos, ni viento, ni lluvia. El silencio era innatural.

Se incorporó tambaleante, y consiguió ponerse en pie sobre la pendiente del tejado. La piedra resbalaba bajo sus pies. No podía sentir sus heridas. El dolor no estaba allí.

Abrió la boca para gritar en la oscuridad, pero dudó. No había que romper ese silencio. El aire mismo parecía pesar menos, igual que él. Casi se sentía capaz de flotar.

En esa oscuridad, un rostro enorme apareció frente al suyo. Un rostro de negrura, pero levemente visible en la oscuridad. Era ancho, como una nube colosal, y se extendía a ambos lados, aunque de algún modo podía verlo. Inhumano. Sonriente.

Kaladin sintió un escalofrío, una bola de hielo que corría por su espalda y por todo su cuerpo. La esfera cobró de pronto vida en su mano, brillando con resplandor de zafiro. Iluminó el tejado de piedra, haciendo que su puño ardiera de fuego azul. Tenía la camisa hecha jirones, la piel lacerada. Se miró sorprendido y luego quiso ver de nuevo aquel rostro.

Había desaparecido. Solo había oscuridad.

Los relámpagos restallaron, y los dolores de Kaladin regresaron. Jadeó, cayó de rodillas ante la lluvia y el viento. Resbaló, la cara contra el tejado.

¿Qué había visto? ¿Había tenido una visión? ¿Un delirio? Sus fuerzas se le escapaban, sus pensamientos volvían a empantanarse. Los vientos no eran ya tan fuertes, pero la lluvia seguía siendo helada. Aletargado, confuso, casi abrumado de dolor, alzó la mano y miró la esfera. Brillaba. Estaba manchada con su sangre y brillaba.

Le dolía todo el cuerpo y sus fuerzas flaqueaban. Cerró los ojos y sintió que lo envolvía una segunda negrura. La negrura del desvanecimiento.

Roca fue el primero en llegar a la puerta cuando la alta tormenta remitió. Teft lo siguió más despacio, gruñendo para sí. Le dolían las rodillas. Siempre le dolían las rodillas cerca de una tormenta. Su abuelo se quejaba de lo mismo en sus últimos años, y Teft lo llamaba quejica. Ahora se sentía igual.

«Condenadas tormentas», pensó, saliendo con cautela. Todavía llovía, naturalmente. Eran los últimos conatos de lluvia que seguían a una alta tormenta, los coletazos. Unos cuantos lluviaspren ocupaban los charcos, como velas azules, y unos vientospren bailaban con los vientos de la tormenta. La lluvia era fría y al atravesar los charcos se le empaparon las sandalias y los pies se le helaron. Odiaba estar mojado. Pero claro, odiaba un montón de cosas.

Durante un tiempo, la vida fue positiva. Ahora no.

«¿Cómo ha salido todo mal tan rápidamente?»., pensó, cruzando los brazos, caminando despacio y mirándose los pies. Algunos soldados habían salido de sus barracones y, con sus capotes, observaban desde cerca. Probablemente se aseguraban de que nadie hubiera salido para liberar a Kaladin antes. Sin embargo, no intentaron detener a Roca. La tormenta había pasado.

Roca rodeó corriendo el edificio. Otros hombres del puente salieron del barracón mientras Teft lo seguía. Tormenta de comecuernos, corría como un gigantesco chull. Creía de verdad. Pensaba que iba a encontrar vivo a aquel necio jefe del puente. Probablemente creía que iba a encontrarlo tomándose una agradable taza de té, relajándose a la sombra con el mismísimo Padre Tormenta.

«¿Y tú no lo crees? —se preguntó Teft, todavía con la cabeza gacha—. Si no lo crees ¿por qué lo sigues? Pero si creyeras, mirarías. No te estarías mirando los pies. Levantarías la cabeza y mirarías».

¿Podía un hombre creer y no creer al mismo tiempo? Teft se detuvo junto a Roca y, sacando fuerzas de flaqueza, alzó la cabeza para mirar la pared del barracón.

Allí vio lo que esperaba y lo que temía. El cadáver parecía un colgajo de carne de un matadero, despellejado y sangrante. ¿Era eso una persona? La piel de Kaladin estaba lacerada en un centenar de sitios, ríos de sangre mezclados con agua de lluvia corrían por el lado del edificio. El cuerpo del muchacho todavía colgaba por los tobillos. Su camisa había desaparecido; sus pantalones estaban rasgados. Irónicamente, su cara estaba ahora más despejada que cuando lo dejaron, lavada por la tormenta.

Teft había visto a suficientes muertos en el campo de batalla para saber lo que estaba mirando. «Pobre muchacho —pensó, sacudiendo la cabeza mientras el resto del Puente Cuatro se congregaba en torno a Roca y él, silenciosos, horrorizados—. Casi me hiciste creer en ti».

Kaladin abrió los ojos.

Los hombres reunidos se quedaron boquiabiertos, algunos maldijeron y cayeron al suelo, salpicando en los charcos. Kaladin tomó aire, tembloroso, los ojos mirando a lo lejos, intensos y desenfocados. Exhaló, escupiendo saliva ensangrentada. Su mano, que colgaba bajo él, se abrió.

Algo cayó al suelo. La esfera que le había dado Teft. Salpicó en un charco y se detuvo allí. Estaba opaca, sin luz tormentosa.

«En nombre de Kelek, ¿qué?»., pensó Teft, arrodillándose. Si dejabas una esfera a la tormenta, recogía luz tormentosa. En la mano de Kaladin, esta tendría que haber sido plenamente infundida. ¿Qué había salido mal?

¡Umalakai’ki! —exclamó Roca, señalando—. Kama mohoray namavau

Se detuvo, advirtiendo que estaba hablando en el idioma equivocado.

—¡Que alguien me ayude a bajarlo! ¡Está todavía vivo! ¡Necesitamos una escalera y un cuchillo! ¡Rápido!

Los hombres del puente se dispersaron. Los soldados se acercaron, murmurando, pero no los detuvieron. El propio Sadeas había declarado que el Padre Tormenta decidiría el destino de Kaladin. Todo el mundo sabía que eso significaba la muerte.

Excepto…

Teft se quedó allí de pie, sujetando la esfera opaca. «Una esfera vacía después de una tormenta —pensó—. Y un hombre que sigue vivo cuando debería estar muerto. Dos cosas imposibles».

Juntas, hablaban de algo que debería de ser aún más imposible.

—¿Dónde está esa escalera? —gritó Teft, casi sin darse cuenta—. ¡Malditos seáis todos, deprisa, deprisa! Tenemos que vendarlo. ¡Que alguien traiga ese ungüento que él pone siempre en las heridas!

Miró de nuevo a Kaladin, y luego habló en voz mucho más baja:

—Y tú será mejor que sobrevivas, hijo. Porque quiero respuestas.

El camino de los reyes
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