Ningún argumento hace que las cosas que te he escrito aquí sean falsas.
La galería de mapas del rey equilibraba belleza y funcionalidad. La enorme bóveda de piedra moldeada tenía lados lisos que se fundían sin fisuras en el terreno rocoso. Tenía la forma de una larga hogaza de pan de Thaylen, con grandes claraboyas en el techo para permitir que el sol iluminara las bellas formaciones de cortezapizarra.
Dalinar pasó ante una de ellas, los rosas y verdes y azules brillantes creciendo en un retorcido patrón tan alto como sus hombros. Las duras y crujientes plantas no tenían ni tallos ni hojas de verdad, solo tentáculos que se agitaban como cabellos de colores. A excepción de esto, los cortezapizarra parecían más roca que vegetación, Y sin embargo los sabios decían que debía de ser una planta por la forma en que crecía y se extendía hacia la luz.
«Los hombres también hacían eso —pensó—. Antaño».
El alto príncipe Roion estaba de pie delante de uno de los mapas, las manos a la espalda, y sus numerosos ayudantes atascaban el otro lado de la galería. Roion era un hombre alto de piel clara con una barba oscura bien recortada. Empezaba a perder pelo. Como la mayoría de la gente, llevaba una guerrera corta abierta por delante que dejaba al descubierto la camisa. Su tela roja asomaba por el cuello de la chaqueta.
«Tan desaliñado», pensó Dalinar, aunque iba muy a la moda. Dalinar simplemente deseó que la moda actual no fuera, bueno, tan deslucida.
—Brillante señor Dalinar —dijo Roion—. No tengo claro el motivo de este encuentro.
—Acompáñame, Roion —respondió Dalinar, haciendo un gesto con la cabeza.
El otro hombre suspiró, pero acompañó a Dalinar por el pasillo entre los montones de plantas y la pared de mapas. Los ayudantes de Roion los siguieron; incluían a un copero y un escudero.
Cada mapa estaba iluminado por diamantes, los marcos de acero pulido como un espejo. Los mapas estaban hechos a tinta y con mucho detalle en hojas de pergamino inusualmente grandes y sin fisuras. Obviamente, ese pergamino había sido moldeado. Cerca del centro de la sala se encontraba el Primer Mapa, una carta enorme y detallada fija en un marco a la pared. Mostraba todas las Llanuras Quebradas que habían sido exploradas. Los puentes permanentes estaban trazados en rojo, y las mesetas cerca del lado alezi tenían glifopares azules que indicaban qué alto príncipe las controlaba. La sección oriental del mapa era progresivamente menos detallada hasta que las líneas se desvanecían.
En el centro se hallaba la zona en competición, la sección de mesetas donde los abismoides solían acudir para hacer sus crisálidas. Pocos llegaban más cerca, donde se hallaban los puentes permanentes. Si venían, era para cazar, no para pupar.
Controlar las mesetas cercanas seguía siendo importante, ya que un alto príncipe, por acuerdo, no podía cruzar una meseta mantenida por alguno de los otros a menos que tuviera permiso. Eso determinaba quién tenía los mejores caminos hacia las mesetas centrales, y también quién tenía que mantener los puestos de guardia y los puentes permanentes de esa meseta. Los altos príncipes se compraban y vendían las mesetas.
Una segunda hoja de pergamino al lado del Primer Mapa listaba los altos príncipes y el número de gemas corazón que habían ganado. Era algo muy alezi: mantener la motivación dejando claro quién iba ganando y quién se quedaba rezagado.
Los ojos de Roion se dirigieron inmediatamente al nombre de Dalinar en la lista. De todos los altos príncipes, era quien menos gemas corazón había ganado.
Dalinar extendió la mano hacia el Primer Mapa y acarició el pergamino. Las mesetas medianas tenían nombres o números para facilitar la referencia. Entre ellas destacaba una gran meseta que se alzaba desafiante cerca del lado parshendi. La Torre, se llamaba. Una meseta enorme y de forma extraña a la que los abismoides parecían particularmente aficionados para usarlos como lugar donde pupar.
Contemplarla lo hizo vacilar. El tamaño de una meseta en competición determinaba el número de tropas que podías usar en el campo. Los parshendi normalmente llevaban gran número de fuerzas a la Torre y habían rechazado veintisiete veces los asaltos alezi, que nunca habían ganado allí una escaramuza. El propio Dalinar había sido rechazado allí en dos ocasiones.
Estaba demasiado cerca de los parshendi, que siempre podían llegar allí primero y fortificarse, usando la pendiente para ganar un excelente terreno elevado. «Pero si pudiéramos acorralarlos allí —pensó—, con un contingente propio lo suficientemente grande…». Eso podía significar atrapar y matar a un número enorme de soldados parshendi. Tal vez los suficientes para acabar con su capacidad para librar la guerra en las Llanuras.
Era algo a tener en cuenta. Sin embargo, antes de que eso pudiera suceder, Dalinar necesitaría alianzas. Pasó los dedos hacia el oeste.
—El alto príncipe Sadeas lo ha estado haciendo muy bien últimamente —Dalinar dio un golpecito sobre el campamento de Sadeas—. Ha estado comprando mesetas a los otros altos príncipes, lo que hace que cada vez le resulte más fácil llegar primero a los campos de batalla.
—Sí —dijo Roion, frunciendo el ceño—. No hace falta ver ningún mapa para saberlo, Dalinar.
—Míralo con perspectiva. Seis años de lucha continua, y nadie ha visto siquiera el centro de las Llanuras Quebradas.
—Ese no ha sido nunca el tema. Los contenemos, los asediamos, los obligamos a pasar hambre y los obligamos a rendirse. ¿No era ese tu plan?
—Sí, pero nunca imaginé que fuera a llevar tanto tiempo. He estado pensando que tal vez sea el momento de cambiar de táctica.
—¿Por qué? Esta funciona. Apenas pasa una semana sin que haya un par de enfrentamientos con los parshendi. Aunque he de señalar que últimamente no has sido modelo de inspiración en la batalla.
Le indicó con la cabeza a Dalinar su nombre en la hoja más pequeña. Había un puñado de marcas a su lado, señalando las gemas corazón ganadas. Pero muy pocas eran recientes.
—Hay quienes dicen que el Espina Negra ha perdido su ímpetu —dijo Roion. Tuvo cuidado de no insultar a Dalinar, pero se atrevió a llegar más lejos de lo que había hecho nunca antes. La noticia de lo que le había sucedido a Dalinar mientras estaba atrapado en el barracón se había extendido.
Dalinar se obligó a guardar la calma.
—Roion, no podemos continuar tratando esta guerra como a un juego.
—Todas las guerras son juegos. ¡Del tipo más grande, donde las piezas perdidas son vidas de verdad, y las piezas capturadas producen riquezas de verdad! Esta es la vida para la que existen los hombres. Para luchar, para matar, para vencer.
Estaba citando al Hacedor de Soles, el último rey alezi que unió a los altos príncipes. Gavilar reverenció en tiempos su nombre.
—Tal vez —dijo Dalinar—. ¿Pero qué sentido tiene? Luchamos para conseguir hojas esquirladas, y luego usamos esas hojas esquirladas para luchar para conseguir más hojas esquirladas. Es un círculo, y damos vueltas y más vueltas, persiguiéndonos las colas para poder ser mejores persiguiéndonos las colas.
—Luchamos para prepararnos para reclamar el suelo y recuperar lo que es nuestro.
—Los hombres pueden entrenarse sin ir a la guerra, y pueden luchar sin que carezca de sentido. No fue siempre así. Hubo momentos en que nuestras guerras significaron algo.
Roion alzó una ceja.
—Casi me estás haciendo creer en los rumores, Dalinar. Dicen que has perdido el gusto por el combate, que ya no tienes voluntad para luchar —miró de nuevo a Dalinar—. Algunos andan diciendo que es hora de que abdiques en tu hijo.
—Los rumores se equivocan —replicó Dalinar.
—Es…
—Se equivocan —dijo Dalinar, tajante—, si dicen que ya no me importa. —Apoyó de nuevo los dedos en la superficie del mapa, pasándolos por el suave pergamino—. Me importa, Roion. Me importa muchísimo. Esta gente. Mi sobrino. El futuro de esta guerra. Y por eso sugiero un curso de acción agresivo a partir de ahora.
—Bien, supongo que es bueno saberlo.
«Únelos…».
—Quiero que intentes un ataque conjunto conmigo —dijo Dalinar.
—¿Qué?
—Quiero que los dos intentemos coordinar nuestros esfuerzos y ataquemos al mismo tiempo, trabajando juntos.
—¿Por qué querríamos hacer eso?
—Podríamos aumentar nuestras posibilidades de conseguir gemas corazón.
—Si más soldados aumentaran mis posibilidades de ganar, traería más soldados propios —dijo Roion—. Las mesetas son demasiado pequeñas para albergar ejércitos grandes, y la movilidad es más importante que la fuerza de los números.
Era un argumento válido: en las Llanuras, más no significaba necesariamente mejor. La estrechez de espacio y una marcha forzada al campo de batalla cambian la guerra de manera significativa. El número exacto de tropas utilizadas dependía del tamaño de la meseta y la filosofía marcial personal del alto príncipe.
—Trabajar juntos no solo implicaría contar con más tropas en el campo —dijo Dalinar—. El ejército de cada alto príncipe tiene fuerzas diferentes. Yo destaco por mi infantería pesada: tú tienes los mejores arqueros. Los puentes de Sadeas son los más rápidos. Trabajando juntos, podríamos probar nuevas tácticas. Desperdiciamos demasiados esfuerzos llegando a toda prisa a las mesetas. Si no tuviéramos tanta prisa compitiendo unos contra otros, tal vez podríamos rodear la meseta. Podríamos dejar que los parshendi llegaran primero, y luego atacarlos según nuestra táctica, no la suya.
Roion vaciló. Dalinar había pasado días deliberando con sus generales sobre la posibilidad de un ataque conjunto. Parecía que habría claras ventajas, pero no lo sabrían con seguridad hasta que alguien lo probara.
Roion parecía estar considerándolo.
—¿Quién se llevaría la gema corazón?
—Dividiríamos las riquezas a partes iguales —dijo Dalinar.
—¿Y si capturamos una hoja esquirlada?
—El hombre que la gane se la queda, naturalmente.
—Y lo más probable es que seas tú —dijo Roion, frunciendo el ceño—. Ya que tu hijo y tú ya tenéis esquirladas.
Era el gran problema de las espadas y armaduras esquirladas: ganarlas era altamente improbable a menos que ya tuvieras esquirladas. De hecho, tener solo una de las dos cosas a menudo era insuficiente. Sadeas se había enfrentado a portadores de esquirlada parshendi en el campo de batalla, y siempre se había visto obligado a retirarse, no fueran a matarlo.
—Estoy seguro de que podríamos llegar a un acuerdo más equitativo —dijo Dalinar finamente. Si ganara alguna esquirlada más, esperaba poder dársela a Renarin.
—Estoy seguro —dijo Roion, escéptico.
Dalinar inspiró profundamente. Tenía que ser más atrevido.
—¿Y si te las ofrezco?
—¿Disculpa?
—Intentamos un ataque conjunto. Si gano una espada o una armadura, tú te quedas con el primer equipo. Pero yo me quedo con el segundo.
Roion entornó los ojos.
—¿Harías eso?
—Por mi honor, Roion.
—Bueno, nadie dudaría de eso. ¿Pero puedes reprochar a nadie ser cauto?
—¿Por qué?
—Soy un alto príncipe, Dalinar —dijo Roion—. Mi principado es el más pequeño, cierto, pero soy dueño de mis acciones. No me veo subordinado ante alguien más grande.
«Ya eres parte de algo más grande —pensó Dalinar con frustración—. Eso sucedió en el momento en que juraste fidelidad a Gavilar». Roion y los demás se negaban a cumplir sus promesas.
—Nuestro reino puede ser mucho más de lo que es, Roion.
—Quizá. Pero tal vez estoy satisfecho con lo que tengo. Sea como sea, tu propuesta es interesante. Tendré que pensármelo.
—Muy bien —dijo Dalinar, pero sus instintos le decían que Roion rechazaría la oferta. Era demasiado receloso. Los altos príncipes apenas confiaban unos en otros lo suficiente para trabajar juntos cuando no había hojas esquirladas en juego.
—¿Te veré en el banquete esta noche? —preguntó Roion.
—¿Por qué no? —preguntó Dalinar con un suspiro.
—Bueno, los predicetormentas han dicho que podría haber una esta noche…
—Estaré allí —dijo Dalinar simplemente.
—Sí, por supuesto —rio Roion—. No hay motivo para que no estés.
Le sonrió a Dalinar y se retiró. Sus ayudantes lo siguieron.
Dalinar suspiró y se volvió a mirar el Primer Mapa, pensando en la reunión y lo que había significado. Se quedó allí de pie largo rato, contemplando las Llanuras como si fuera un dios desde lo alto. Las mesetas parecían islas cercanas unas a otras, o quizá piezas irregulares colocadas en una enorme vidriera. No por primera vez, Dalinar pensó que debería encontrar algún patrón en las mesetas. Si pudiera ver más, tal vez. ¿Qué significaría si hubiera un orden en los abismos?
Todos los demás estaban dedicados a parecer fuertes, a demostrar su valía. ¿Era de verdad el único que veía lo frívolo que era todo aquello? ¿La fuerza por la fuerza? ¿De qué servía la fuerza a menos que hicieras algo con ella?
«Alezkar fue una luz, una vez —pensó—, eso es lo que dice el libro de Gavilar, eso es lo que me están mostrando las visiones. Nohadon fue rey de Alezkar, hace mucho tiempo. Antes de que los Heraldos se marcharan».
A Dalinar casi le parecía que podía verlo. El secreto. Aquello que había emocionado tanto a Gavilar en los meses anteriores a su muerte. Si Dalinar pudiera llegar un poco más lejos, lo distinguiría. Vería el patrón en las vidas de los hombres. Y finalmente sabría.
Pero eso era lo que llevaba haciendo seis años. Tantear, intentar llegar más lejos, estirarse un poco más. Cuando más lejos intentaba llegar, más lejanas parecían estar aquellas respuestas.
Adolin entró en la galería de mapas. Su padre seguía allí, solo. Dos miembros de la Guardia de Cobalto lo protegían desde lejos. Roion no estaba ya por ninguna parte.
Adolin se acercó lentamente. Su padre tenía aquella expresión ausente en los ojos que tan a menudo mostraba últimamente. Incluso cuando no sufría un ataque, no estaba allí del todo. No como estaba antes.
—¿Padre?
—Hola, Adolin.
—¿Cómo fue la reunión con Roion? —preguntó Adolin, intentando parecer animado.
—Decepcionante. Soy bastante peor diplomático que guerrero.
—La paz no produce beneficios.
—Eso es lo otro que dice todo el mundo. Pero tuvimos paz antes, y parecía que nos iba bien. Mejor, incluso.
—No ha habido paz desde los Salones Tranquilos —dijo Adolin inmediatamente—. «La vida del hombre en Roshar es conflicto».
Era una cita de Las discusiones.
Dalinar se volvió hacia Adolin, divertido.
—¿Citas las escrituras? ¿Tú?
Adolin se encogió de hombros, sintiéndose como un idiota.
—Bueno, Malasha es bastante religiosa, y esta mañana estuve escuchando…
—Espera —dijo Dalinar—. ¿Malasha? ¿Quién es esa?
—La hija del brillante señor Seveks.
—¿Y aquella muchacha, Janala?
Adolin sonrió, pensando en el desastroso paseo del otro día. Varios bellos regalos tenían todavía que reparar aquello. Ella no parecía tan entusiasmada con él ahora que no cortejaba a otra.
—Las cosas se han vuelto rocosas. Malasha parece una perspectiva mejor —cambió rápidamente de tema—. Interpreto que Roion no nos acompañará pronto en ningún ataque.
Dalinar negó con la cabeza.
—Tiene demasiado miedo de que trate de manipularlo para poder apoderarme de sus tierras. Tal vez fue un error abordar primero al príncipe más débil. Prefiere agacharse y capear el temporal conservando lo que tiene, en vez de hacer un gesto arriesgado para conseguir algo mejor.
Dalinar miró el mapa, de nuevo con expresión distante.
—Gavilar soñaba con unificar Alezkar. Una vez pensé que lo había conseguido, a pesar de lo que decía. Cuanto más trabajo con estos hombres, más comprendo que tenía razón. Fracasamos. Derrotamos a estos hombres, pero no llegamos a unificarlos nunca.
—¿Sigues con la idea de abordar a los demás?
—Sí. Solo necesito que uno diga que sí para empezar. ¿A quién crees que deberíamos acudir a continuación?
—No estoy seguro —dijo Adolin—. Pero creo que tendrías que saber algo. Sadeas nos ha pedido permiso para entrar en nuestro campamento. Quiere interrogar a los mozos de cuadra que atendieron el caballo de su majestad durante la caza.
—Su nuevo puesto le da derecho a tener ese tipo de exigencias.
—Padre —dijo Adolin, acercándose y hablando en voz más baja—. Creo que va a actuar contra nosotros. —Dalinar lo miró—. Sé que confías en él —dijo rápidamente—. Y comprendo tus motivos. Pero escúchame. Este movimiento lo pone en una posición ideal para socavar nuestra situación. El rey está tan paranoico que recela incluso de nosotros…, sé que te has dado cuenta. Todo lo que Sadeas necesita es encontrar una «prueba» imaginaria que nos relacione con un intento de asesinar al rey, y podrá volver a Elhokar en nuestra contra.
—Tendremos que correr el riesgo.
Adolin frunció el ceño.
—Pero…
—Confío en Sadeas, hijo. Pero aunque no lo hiciera, no podríamos prohibirle la entrada ni bloquear su investigación. No solo seríamos culpables a los ojos del rey: estaríamos negando también su autoridad. —Sacudió la cabeza—. Si quiero que los altos príncipes me acepten como su líder en la guerra, tengo que estar dispuesto a permitirle a Sadeas su autoridad como alto príncipe de información. No puedo recurrir a las antiguas tradiciones para imponer mi autoridad y negarle a Sadeas el mismo derecho.
—Supongo —admitió Adolin—. Pero podríamos prepararnos. No puedes decirme que no estás un poco preocupado.
Dalinar vaciló.
—Tal vez. Esta maniobra de Sadeas es agresiva. «Sé fuerte. Actúa con honor, y el honor te ayudará». Es el consejo que me han dado.
—¿Dónde?
Dalinar lo miró, y la respuesta quedó clara para Adolin.
—Así que ahora nos jugamos el futuro de nuestra casa con estas visiones.
—Yo no diría eso —replicó Dalinar—. Si Sadeas actúa contra nosotros, no dejaré que nos acorrale. Pero tampoco voy a dar el primer paso contra él.
—Por lo que has visto —dijo Adolin, cada vez más frustrado—. Padre, dijiste que escucharías lo que tuviera que decir sobre las visiones. Bien, por favor, escúchame ahora.
—Este no es el lugar adecuado.
—Siempre tienes una excusa —dijo Adolin—. ¡He intentado abordarte ya cinco veces, y siempre me evitas!
—Tal vez porque sé lo que vas a decir. Y sé que no servirá de nada.
—O tal vez porque no quieres enfrentarte a la verdad.
—Ya es suficiente, Adolin.
—¡No, no lo es! ¡Se burlan de nosotros en todos los campamentos, nuestra autoridad y reputación disminuyen día a día, y tú te niegas a hacer nada sustancial al respecto!
—Adolin. No toleraré que mi hijo…
—¿Pero lo tolerarás por parte de todos los demás? ¿Por qué, padre? Cuando los demás dicen cosas de nosotros, lo permites. ¡Pero cuando Renarin o yo damos el más mínimo paso hacia lo que tú consideras que es inadecuado, somos castigados inmediatamente! ¿Todos los demás pueden decir mentiras, pero yo no puedo decir la verdad? ¿Tan poco significan tus hijos para ti?
Dalinar se quedó inmóvil, como si lo hubieran abofeteado.
—No estás bien, padre —continuó Adolin. Una parte de él se daba cuenta de que había llegado demasiado lejos, de que estaba hablando demasiado alto, pero prosiguió de todas formas—: ¡Tenemos que dejar de andarnos con rodeos! ¡Tienes que dejar de dar explicaciones cada vez más irracionales para explicar tus ataques! Sé que es duro de aceptar, pero a veces la gente envejece. A veces, la mente deja de funcionar bien.
»No sé qué ocurre. Tal vez es que te sientes culpable por la muerte de Gavilar. Ese libro, los Códigos, las visiones…, tal vez no son más que intentos de emprender una huida, de buscar redención, algo. Lo que ves no es real. Tu vida ahora es una racionalización, un modo de intentar pretender que lo que está pasando no está pasando. ¡Pero me iré a la misma Condenación antes de dejar que arrastres a toda nuestra casa sin expresar mi opinión al respecto!
Prácticamente gritó las últimas palabras, que resonaron en la gran cámara, y Adolin advirtió que estaba temblando. Nunca, en todos sus años de vida, le había hablado a su padre de esta forma.
—¿Crees que no he pensado nada sobre estas cosas? —dijo Dalinar, la voz helada, la mirada endurecida—. He repasado cada uno de los puntos que has mencionado una docena de veces.
—Entonces tal vez deberías repasarlos unas cuantas más.
—Debo confiar en mí mismo. Las visiones están intentando mostrarme algo importante. No puedo demostrar ni explicar cómo lo sé. Pero es verdad.
—Pues claro que eso es lo que crees —dijo Adolin, exasperado—. ¿No lo ves? Eso es exactamente lo que quieres sentir. ¡Los hombres siempre ven lo que quieren! Mira al rey. Ve a un asesino en cada sombra, y una correa gastada se convierte en un retorcido plan para quitarle la vida.
Dalinar volvió a guardar silencio.
—¡A veces, las respuestas sencillas son las adecuadas, padre! La cincha del rey simplemente se gastó. Y tú…, tú simplemente ves cosas que no están ahí.
Se miraron a la cara. Adolin aguantó la mirada. No quería.
Dalinar finalmente le dio la espalda.
—Déjame, por favor.
—Muy bien. De acuerdo. Pero quiero que pienses en esto. Quiero que…
—Adolin. Vete.
Adolin apretó los dientes, pero dio media vuelta y se marchó. «Había que decirlo», se dijo mientras abandonaba la galería.
Eso no hizo que se sintiera mejor por haber tenido que ser él quien lo dijera.