NOTA 15. [INFORMES DE LA DISTRIBUCIÓN DE LAS TROPAS]

Habiendo pedido Palafox noticia de los puntos de que se componía la línea que tenía el comandante Leyva a su cargo, con expresión de los individuos de tropa y paisanos que los defendían, lo ejecutó en esta forma:

Estado de los puntos que se hallan en la línea de mi cargo,

con expresión de los individuos que los guarnecen.

Brecha en la casa de la Morería junto a S. Francisco: 1 cabo, 4 soldados, 5 paisanos. Total: 10.

Brecha del Noviciado, de S. Francisco y jardín de Sástago: 2 sargentos, 2 cabos, 18 soldados, 14 paisanos. Total: 36.

Brecha de casa de Sástago: 1 señor oficial, 1 sargento, 1 cabo, 18 soldados, 12 paisanos. Total: 33.

Batería del Coso, esquina del Trenque: 1 señor oficial, 1 sargento, 2 cabos, 5 soldados, 14 paisanos. Total: 22.

Jardín y torre de Fuentes: 1 señor oficial, 13 paisanos. Total: 13.

Casa de ídem: 1 señor oficial, 1 sargento, 1 cabo, 13 soldados. Total: 15.

Convento de S. Camilo: 11 paisanos. Total: 11.

Casas del rincón de la Morería Cerrada: 11 paisanos. Total: 11.

Batería de la plaza de las Estrévedes: 1 señor oficial, 1 sargento, 4 soldados. Total: 5.

Batería de la entrada de la Albardería: 1 sargento, 1 cabo, 3 soldados. Total: 5.

Convento de Santa Fe: 8 paisanos. Total: 8.

Totales: 5 señores oficiales, 7 sargentos, 8 cabos, 65 soldados, 88 paisanos. Total: 169.

 

Nota. Los individuos de tropa son de los cuerpos siguientes: artillería dos oficiales, tres sargentos, tres cabos y doce soldados. Regimiento del señor infante don Cirios: dos sargentos, dos cabos y diez y ocho soldados. Id. de fusileros del reino dos oficiales, dos sargentos, tres cabos y treinta y cinco soldados. Un oficial retirado.=Cuartel general de Zaragoza 17 de febrero de 1809.=s El comandante de los expresados da parte al excelentísimo señor capitán general no haber ocurrido otra novedad que la de haber sido herido un soldado de fusileros, y haberse muerto a dos franceses en la brecha del Noviciado, e igualmente de haber entrado por la brecha de la casa de la Morería hasta la sacristía de la capilla de la Sangre de Cristo, de donde se han sacado a nuestro Señor en la cama o sepulcro, junto con varios efectos, y reconocido el sitio a donde se hallan los Pasos de Semana Santa, hasta cuyo paraje se rechazó al enemigo. Cuartel general de Zaragoza fecha ut retro. =Excelentísimo señor.=Manuel de Leyva.

NOTA 16. [ÍDEM]

Estado de la fuerza total que en los días 16 y 17 de febrero de 1809 había en los puntos del arrabal, principal o vivac, y guarnición de Zaragoza.

DíasFuerza total—Enfermos—Ocup. mecán.—Comisiones—Fuerza disp.

En 16——20.563——12.740———1.565————2.520———3.818

En 17——20.341——12.460———1.565————2.529———3.879

NOTA 17. [LA CONQUISTA DEL ARRABAL]

La descripción que Daudevard hace en la carta a su amigo Félix... fecha 23 de febrero de su diario histórico, de la conquista del arrabal, es muy detallada y contiene particularidades dignas de saberse:

«Al amanecer, dice, se pusieron !as tropas sobre las armas y se colocaron en las trincheras. El ataque principal debía darse por la izquierda del camino de Barcelona, contra los costados del convento de Jesús. A la derecha del camino se había abierto una ligera zanja, con el fin de aproximarse a un gran reducto que los sitiados hablan construido. Nuestros fuegos se dirigían indistintamente sobre el arrabal para desalojar de él a los habitantes, y hacer callar los de sus baterías. Se asestaron cuatro grandes morteros contra el suntuoso templo de nuestra señora del Pilar, y seis piezas de veinte y cuatro, que hacían fuego sobre la ribera y el puente. Guarnecidos los conductos o zanjas, y todo dispuesto, rompió a la vez el fuego de las baterías y continuó a discreción. Sesenta bocas lanzaban casi a un tiempo sobre los arrabales, aterrando el ánimo de los Españoles, la desolación y la muerte. No es fácil describir con exactitud esta escena. Figúrate estar sentado en un día tempestuoso sobre las nubes que despiden el trueno, y que allí cercano oyes las redobladas sacudidas del rayo; y apenas podrás formar una idea muy débil de aquel horrible y majestuoso estruendo. Ya se percibían los tiros secos de los cañones, ya el sonido agudo de los morteros, ya el silbido de los obuses de la plaza, ya el esparcimiento de la metralla, ya las bombas estallando con un ruido espantoso e incendiando los edificios. La diversidad de los sonidos, la idea de la muerte que cada estrépito excitaba, la densidad del humo, el olor de la pólvora, las llamas de las casas incendiadas, los ayes de los heridos, la vista de los cadáveres; todo formaba en aquellos momentos un espectáculo imponente y terrible. El horror lo aumentaba el silencio que en algunos intérvalos se notaba, y formaba un contrasta con el estrépito, que hacía temblar la tierra. Esta música infernal, pasada la primera sensación, producía en medio del espanto, un no sé qué en los oídos del soldado, que exaltaba su corazón guerrero y acrecentaba su valor. Este fuego duró solo dos horas y media. Comenzaron i avanzar los tiradores, y el fuego enemigo que había obrado con viveza cesó igualmente. Mi batallón debía marchar a las órdenes del capitán Clerge que mandaba los zapadores de nuestro cuerpo. Avanzamos por compañías, y nos apoderamos de un molino que había al extremo izquierdo, aunque con bastante pérdida, por que teníamos que sufrir el fuego de la ribera opuesta, ¡unto í una casa cuyas tapias fue preciso derribar para ir a la inmediata, y de allí pasar a un molino de aceite en el que mu» rieron bastantes españoles, y también de los nuestros39. Sostenidos siempre por la artillería, fuimos avanzando de casa en casa por tinos pasos tan estrechos, que dos fusiles encarados bastaban para contenernos. En prueba de ello voy a referirte un hecho que heló la sangre de mis venas, y te hará ver de lo que depende a las veces nuestra existencia. Habiendo llegado a una puerta estrecha que daba a un corredor, fuimos detenidos por dos españoles que, situados a derecha e izquierda, tiraban oblicuamente cruzando sus fuegos. ¿Qué hombre osado se hubiera atrevido a pasar el primero? Coloqué mis soldados en igual forma, y de una y otra parte se meditaba cómo matar al enemigo. Nos tiroteamos bastante rato inútilmente, cuando apareció Mr. Bonnard, oficial del regimiento, que, habiendo hallado salida por lo alto de la casa, bajó al corredor en que estaban los españoles, los cuales, creyendo que venía más gente, huyeron por el otro extremo. El humo nos impidió ver su fuga, y avanzándose el oficial para incorporarse con nosotros creyendo los soldados sería español, se prepararon para tirarle. Uno de ellos apunta, sale fogón y reconoce al oficial que no había podido ver por el mucho humo. Te aseguro experimenté una conmoción difícil de explicar, y no pude menos de admirar el modo con que se salvó casi milagrosamente, pues aquel soldado habría tirado treinta fusilazos y sólo aquel le falló. Era preciso romper los tabiques y tapias cuando no se hallaba salida, y así fue como salvamos las baterías enemigas y dejamos inutilizada toda su línea de defensa, hasta llegar al convento de san Lázaro, que está a nuestra izquierda junto al puente de piedra. El capitán Clergé lo dirigía todo con una calma que no podía menos de comunicarse a los demás, y es la prueba del verdadero valor. Todo esto lo ejecutaron las tres primeras compañías de mi batallón; luego vino a reforzarnos otra, y después una del veinte y ocho. Resolvimos romper la pared de la iglesia para entrar en ella, y desde la bóveda nos hirieron muchos soldados. Nada hay más peligroso que este modo de hacer la guerra por los edificios. De todos lados nos hacían fuego. Nos tiroteábamos en los aposentos, en las puertas, en las escaleras, y así fuimos recorriendo el convento. Al salir de la iglesia vimos una mujer que con un niño en los brazos bajaba la escalera, y apenas concluyó, cayeron ambos traspasados de las balas que unos y otros tiraban incesantemente. La humanidad nos abandona, querido Félix en semejantes casos. Con el ardor de la lucha, apenas hicimos alto en aquel espectáculo. Al salir del convento hallamos como en otros parajes un cañón de corto calibre en la calle, y lo recogimos. Descubrimos la cabeza del puente y avanzamos seis o siete oficiales. Luego nos siguieron los soldados y comenzamos a atrincherarnos con sacos a tierra, formando una muralla para libertarnos de la metralla que despedían dos piezas colocadas sobre la puerta del Ángel. Desde aquel momento quedamos ya dueños del arrabal. Apenas hallamos gente en las casas: pero divisamos por la ribera una muchedumbre de soldados y paisanos que no habían podido pasar el puente arrojados sobre la derecha por nuestra tropa. De estos rindieron las armas a la primera brigada como tres mil hombres. Una gran porción de mujeres y paisanos pasaros en dos barcas al lado opuesto, en el que había muchos espectadores de nuestro triunfo, y a quienes se tiroteó con viveza. El resultado de esta jornada fue tomar el arrabal, ocupar diez y seis piezas de artillería, y hacer de tres a cuatro mil prisioneros, no obstante habernos figurado que el enemigo haría mas resistencia, pues había tropas formadas en batalla en las plazas y puente para rechazarnos. El terror había llegado a su colmo, bien fuese por los estragos del bombardeo, o por el modo improvisto con que se les atacó. Este suceso fue mas brillante por sus resultados que por las dificultades, porque, aunque no carecía de ellas, se disminuyeron por la pericia con que se tomó destruyendo todos los medios de defensa, y esto sorprendió y confundió al enemigo en términos que, antes de ponerse a la defensa, vio su línea enteramente cortada. Sin duda esperaba un ataque de frente, y entonces hubiese hecho más resistencia. Esta gloria se debe al general Gazan, pues con menos de seiscientos hombres tomó un arrabal defendido por seiscientos y con mucha artillería. Dícese que el mariscal Lannes quería se atacase por columnas, lo que hubiera / dado al enemigo unas ventaja; extraordinarias; y que el general Gazan le repuso lo dejase a su cargo. En estos dos distintos modos de atacar, se percibe la diferencia que hay entre una audacia impetuosa y el valor reflexivo. Nuestra pérdida fue muy considerable, atendido el número, pero corta con respecto a oficiales. Es preciso hacer justicia a nuestros soldados. No se mostraron tan sanguinarios como era de creer, y algunos jefes los reprendieron porque no habían muerto bastantes españoles. En este día presencié un hecho que no se me olvidará jamás. Cuando la metralla y las balas caían como el granizo sobre la explanada inmediata al puente, vimos salir del convento de Altabás a una religiosa anciana, la cual se adelantó hacia nosotros con un crucifijo en la mano. Tendría unos setenta a ochenta años. Su cabeza cubierta de canas, la calma y serenidad que se descubría en su semblante, unido al traje religioso en medio de tanto horror y estrago, formaba un contraste sorprendente. Pedía con ademán interesante, pero tranquilo, se la dejase pasar por el puente. Ni hacía caso de la muerte que la rodeaba por rodas partes, ni la imponía el estrépito, ni la arredraba la vista de los cadáveres. Parecía sostenida por un poder sobrenatural. No puedes concebir la impresión que me hizo esta buena religiosa. La serenidad que se descubría en todos sus ademanes, tenía no sé qué de imponente; y como si estuviese animada de un rayo de la divinidad, producía una santa sorpresa. Esto prueba, mi querido Félix, la fuerza que tiene la religión sobre los que la respetan, sin internarse con una criminal curiosidad a querer profundizar sus misterios. La condujeron a presencia del general, y con esto la libertaron del peligro que la amenazaba. Nos relevaron tropas de refresco, y ya puedes figurarte como dormiría después de tamañas fatigas, teniéndome por afortunado en no haber ido a descansar hasta la resurrección de todos los seres. Por la mañana, cuando iban a continuarse los trabajos, el general Palafox envió un parlamentario para ganar tiempo, pero se desecharon sus proposiciones. El 20 recorrimos el arrabal, y se continuaron los trabajos por la ribera del Ebro. Había dispuestas varias minas para volarlas el día inmediato, lo cual hubiera producido un efecto espantoso: pero felizmente no se realizó, porque la Junta envió a capitular a sus diputados. El mariscal Lannes, que no gustaba de dilaciones, les intimó que, si la ciudad no se rendía a discreción, iba sin demora a asaltarla. Efectivamente, estábamos ya dispuestos, porque, mientras duró el ataque del arrabal,.las tropas de la otra parte habían tomado varias casas hasta las inmediaciones del puente de piedra, de modo que no había que hacer otra cosa sino pasarlo para reunimos; y verificado, era consiguiente apoderarnos de la ciudad. El 21 habemos ocupado las puertas y los puestos de guardia. La guarnición ha desfilado por una de ellas, y dejado las armas delante del ejército. Así es como después de dos meses de sitio, cincuenta y dos días de trinchera abierta delante de la ciudad, diez en los arrabales y veinte y cuatro combates dentro de las casas, se ha rendido al fin esta capital que podía aun habernos entretenido algunos días. Sin embargo, nos ha obligado a permanecer bajo sus muros tanto tiempo como pudiéramos haber estado bajo las fortificaciones de una plaza de primer orden, y sólo se ha sometido en el último apuro. Los habitantes y soldados están medio muertos de fatiga y del peso de las enfermedades. Una epidemia terrible reina en todos los ángulos, y hace perecer diariamente a un gran número; pero no pasemos adelante, y en la inmediata te hablaré del arrabal, de la ciudad y de sos habitantes.»

No es menos curiosa la de fecha del veinte y seis del mismo mes.

«Paredes, dice, salpicadas de balazos, casas arruinadas por las bombas, otras incendiadas, algunas aisladas por haberse librado de la destrucción, cadáveres que infestaban las calles, unos esparcidos por las escaleras y cuevas, y otros sepultados entre las ruinas, obstruido el tránsito por las zanjas y escombros: tal era el aspecto que ofrecía el arrabal cuando regresaron sus moradores. Los que quedaron salvos salieron el 21 de la ciudad para restituirse a sus casas. Parecían sombras lívidas, que volvían de la mansión de los muertos. Una multitud de gentes de ambos sexos y de todas edades fueron a reconocer sus habitaciones. El hijo iba apoyado de la madre, que estaba tan débil como él. Jóvenes muy interesantes excitaban, con su aire lánguido y moribundo, la compasión y el dolor. Éste es el espectáculo que presencié. Bien presto se separó cada uno. Quién buscaba su casa entre una porción de ruinas: quién, arrasados los ojos, contemplaba el sitio que ocupó la suya cubierto de cenizas y despojos: alguno, mas afortunado en medio de la desdicha universal, tenía el consuelo de ver la suya preservada: otro... ¡cómo pintar su desconsuelo! Hallaba bajo vigas o maderos humeantes o piedras hacinadas los cuerpos asesinados de su mujer e hijos. He visto a uno de estos desgraciados al tiempo de entrar en su casa: abierta la puerta, tropieza con el cadáver de su mujer, se detiene, la contempla un momento, y en seguida, la alma atravesada de dolor, la envuelve en su capa, la carga sobre sus hombros, y se dirige suspirando a darle sepultura...»

Continúa la carta hablando de la biblioteca de San Lázaro, y de la entrada del mariscal Lannes.

«Antes de que se verificase, dice, era casi imposible recorrer las calles. Reinaba un aire infecto que nos sofocaba. Muchas de ellas estaban llenas de sacos a tierra, maderas y cañones, cerradas con parapetos y con infinitas zanjas. Por todas partes se veían cadáveres de hombres y de animales. En los pórticos de las iglesias estaban hacinados, cubiertos los cuerpos humanos con una sábana atada a los extremos, para sepultarlos en las cisternas o campos-santos. Todo indicaba que una espantosa epidemia había despoblado la ciudad. Los que se libertaron del bombardeo y de la fiebre, flacos, exangües y a manera de espectros ambulantes, salían afanosos al campo para respirar un aire más puro. Las mujeres no se atrevían a salir. Todos tenían sus puertas cerradas, y sólo las abrían con cierto temor. Los cuarteles estaban tan asquerosos que, no pudiendo alojar en ellos a los soldados, se les puso a vivaquear en las calles y plazas. En medio de tan triste espectáculo, muchos monjes y frailes se paseaban con una tez fresca por las calles. Me han asegurado que no han padecido mucho, porque tenían almacenes y espaciosas huertas para tomar el aire, y sitios seguros para libertarse del bombardeo. Se conoce que están muy irritados de nuestro triunfo, pues de hecho ha sido para ellos un golpe mortífero40. La parte de ciudad que no ha padecido del bombardeo ha servido de asilo a los que se reconcentraron. En los restantes hay barrios enteros arruinados, y para juzgar de la desolación del sitio, no hay sino ver lo que ocupó el tercer cuerpo. Allí no hay sino una montaña de ruinas como si hubiese ocurrido un temblor de tierra.

NOTA18. [SOBRE LA RENDICIÓN]

El general Villava en su folleto, hablando sobre la rendición de Zaragoza, dice lo siguiente:

«Todavía no ha visto España la capitulación de Zaragoza publicada por el gobierno con la formalidad que correspondía. Los generales, jefes y oficiales que defendieron aquella plaza ignoran aun el cuando y como se rindió, pues el 22 de febrero por la tarde salieron en confusión, a consecuencia del oficio que circuló el señor regente de la real audiencia de Aragón don Pedro María Ric, por medio de alguaciles, concebido en estos términos:=El excelentísimo señor general Frere me ha prevenido que se haga saber a todos los oficiales y soldados del ejército español que dentro de veinte y cuatro horas salgan de esta ciudad, en inteligencia de que hallándoseles en ella pasado dicho término sin licencia, serán fusilados.=Lo que participo a V. S. para que disponga su cumplimiento en la parte que le toca. Dios guarde &c. Zaragoza 22 de febrero de 1809.»

La crítica que hace en el mismo este militar sobre el modo con que se procedió a la entrega, y ocurrencias que le precedieron, no podrá menos de reputarse severa, si se reflexiona que todos los pasos y medidas fueron un efecto necesario del estado tan .crítico en que se hallaba la plaza. La Junta oyó a los jefes militares en los momentos de mas confusión y espanto, sin poder usar de los miramientos y atenciones propias solas de tiempos tranquilos.

«El pueblo, dice el señor Caballero, siempre inconstante, censuraba el que se tratase de capitular; y, aunque este partido no era el más numeroso, era el que vociferaba. Algunos de los que capitaneaban las cuadrillas habían formado, el proyecto de apoderarse de la artillería y municiones para compeler a la poca tropa que había disponible a que siguiese su desesperada determinación. Así fue que los individuos de la Junta que habían ido a la Casablanca no se atrevieron a la vuelta a entrar en la ciudad y se retiraron al castillo de la Aljafería, desde donde comunicaron a los demás el resultado de su entrevista. El brigadier Marco del Pont, comandante de la puerta del Portillo, fue el primero en tomar disposiciones para contener cualquiera agitación, que no hubiera dejado de producir funestos resultados, y lo mismo ejecutaron los de la puerta de Sancho y Casa de la Misericordia: por manera, que en la noche del 20 al 21, no solamente fue preciso estar alerta en toda la línea, sino tomar precauciones contra el pueblo insurreccionado.»

En semejante premura y desorden no había más arbitrio que ceder a la orden del mariscal; y como este en la contestación dada a Palafox había dicho concedería un perdón general a los habitantes, y respetaría sus vidas y propiedades: partió de esta base, y así fue que en la gaceta extraordinaria de Zaragoza de 26 de febrero se insertaron los artículos, y no se puso al fin sino la fecha del 20, sin ninguna firma, diciendo antes que, enterada la Junta del lamentable estado de la plaza, y de los estragos a que estaban expuestas una infinidad de personas inocentes de la ciudad, y también sus bienes, había resuelto, con arreglo al uniforme dictamen de los jefes militares de los cuerpos facultativos, y de los mayores generales, procurar lograr, y había conseguido del señor mariscal, con intervención de la ciudad, curas y lamineros de las parroquias, una capitulación por la cual, en nombre del emperador Napoleón y del rey José primero, concedía perdón a todos los habitantes, bajo las condiciones que quedan referidas. A seguida de la fecha se añadió que la Junta había acordado comunicar esta orden a todos los corregidores del reino, para que, circulando las correspondientes a los pueblos de sus respectivos partidos, quedasen enterados de dicha capitulación, y que en su virtud concurriesen a traer víveres a la capital y cualesquiera efectos de comercio, sin riesgo ni recelo de ser incomodados por las tropas francesas; pues el general Lavall, gobernador de la plaza, dispondría lo conveniente para que no se les pusiese el menor óbice; y así en esta forma se circuló con fecha del 22 firmada por el secretario don Miguel Dolz. La Junta conceptuó que, pues se había descendido a designar los once artículos mencionados y a firmarlos, debía considerarse como una capitulación cuyas condiciones dictó el mariscal y fueron admitidas. Sin embargo, éste ofició al gobernador Lavall diciéndole solamente que había concedido perdón a los habitantes de Zaragoza; y así se publicó en la misma gaceta con el fin acaso de desvanecer aquel concepto. En la de Madrid de 24 de febrero se insirió la de Zaragoza, y dos días después en el correo de España, que se publicaba en idioma francés: pero a pocos días se mandó recoger por orden del emperador.

NOTA 19. [ZARAGOZA TRAS LA CAPITULACIÓN]

El mariscal Suchet en sus citadas Memorias hace el detalle de las operaciones del tercero y quinto cuerpo; y después de manifestar su regreso en los primeros de enero a Zaragoza, en donde dice que cada día te desplegaban más y más los extraordinarios esfuerzos de la tenacidad española, continúa en estos términos:

«Palafox había hecho tomar las armas a los más vigorosos e inflamados de la población aragonesa. Encerrada ésta en la capital, luchaba diariamente pie a pie, cuerpo a cuerpo, de casa en casa, de un muro al otro, contra la pericia, la perseverancia, y el valor sin cesar renaciente de nuestros soldados, conducidos por los zapadores e ingenieros mas valerosos y decididos. Deben leerse, en la relación del general Rogniat, los detalles de este sitio memorable, y que no puede compararse con ningún otro. El 18 de febrero la artillería hizo un fuego formidable y diestramente combinado contra el convento de San Lázaro que cubría la entrada del puente. La toma del arrabal con su guarnición, y los progresos hechos dentro de la ciudad por la otra parte, no dejaron ninguna esperanza de ser socorridos a los defensores de Zaragoza. El 21 de febrero pidió la Junta capitulación, y se vio precisada a rendirse a discreción. El mariscal Lannes les hizo prestar de nuevo juramento de fidelidad. No es fácil describir el espectáculo que ofrecía entonces la desgraciada Zaragoza. Los hospitales colmados de heridos y enfermos. Los cementerios no bastaban a contener los muertos. Los cadáveres amortajados tendidos a centenares por los pórticos de las iglesias. Un tifo contagioso había ocasionado los mayores desastres. Se calculó el número de muertos, tanto en la defensa como del contagio, en más de cuarenta mil.»

Sobre los abusos que cometieron los franceses con las tropas prisioneras, refiere el coronel Marín que la escolta encargada de su conducción al mando del general Morlot fusiló en el tránsito que hay desde Zaragoza a Pamplona a más de doscientos cincuenta y cinco, que por su debilidad, como recién salidos de los hospitales, no podían soportar la marcha, y el general Villava lo confirma diciendo que «apenas llegaron nuestras tropas a la Casa Blanca, empezó el robo de caballos y equipajes, y que, habiéndose quejado al comandante general Morlot que las conducía, respondió que eran entregados a discreción, y de consiguiente nada tenían que reclamar. Fusilaban a nuestros soldados que se quedaban atrás por no poder resistir la fatiga de tan violenta marcha, y se pasaba por encima de los cadáveres tendidos en el camino real hasta el número de doscientos setenta desde Zaragoza a Pamplona, sin contar con otros que fusilaron en los campamentos y en las divisiones de los caminos.» El teniente coronel Caballero tuvo que ceñirse, por sus circunstancias, a decir que la capitulación fue observada por el mariscal Lannes con bastante exactitud; que los oficiales franceses apreciaron en lo general los esfuerzos de la guarnición; y que el general Morlot obsequió a algunos jefes con una comida, y dio orden para que les volviesen los caballos que les habían quitado los soldados.

NOTA 20. [MUERTES DE BOGGIERO Y SAS]

Como la desastrosa muerte del P. Basilio y del presbítero Sas ocurrieron en los primeros momentos de la entrada de las tropas francesas, no pudo saberse con certeza el modo con que la ejecutaron. El coronel Marín sienta que los fusilaron sacrílega y atrozmente en el puente de piedra, arrojando sus cadáveres al Ebro, y Daudevard en su carta de 30 de febrero de 1809 refiere: «que al primero le arrancaron violentamente de su convento a media noche, y no se había sabido más de él. Dícese, añade, que le propusieron debía emplear sus talentos al lado del Rey José, y que contestó que su conciencia no se lo permitía, por lo que le mataron a bayonetazos, y le arrojaron desde el puente al Ebro. Efectivamente yo he visto un cuerpo sobre el agua que me aseguraron era el suyo. Ésta fue una venganza tanto más horrorosa, cuanto se había ofrecido por la capitulación respetar indistintamente las personas y sus opiniones.»

El hecho se ejecutó a sazón que fueron pocos los que pudieron presenciarle, y los primeros rumores se fijaron en que había sido a bayonetazos por la soldadesca, y que los habían arrojado al Ebro, lo cual se confirmó más, porque, entrado el día, se divisaron dos cadáveres sobre el agua. El haber dado al P. Basilio y al presbítero Sas la desastrosa muerte que queda referida, fue porque creyó Lannes que Palafox se dirigía en todo por los consejos del primero, y que el segundo era el que con su influencia y valentía sostenía el entusiasmo popular. A este concepto coadyuvaron los espías y los militares, especialmente suizos que se pasaban, y lo confirma Daudevard en su carta de 14 de febrero, pues dice: «Todos los que desertan de la plaza son suizos; apenas se han pasado dos españoles. Ayer llegó a nuestros puestos avanzados una guardia entera de cincuenta hombres con armas, bagajes, y su oficial al frente: nos aseguraron que la ciudad estaba dividida en dos facciones, que los frailes lo dirigían todo, que el general Palafox era un hombre muy amable, querido de los soldados, y que no hacía nada sino por consejo del P. Basilio.»

El teniente coronel Caballero dice en su obrita que «las personas que tenían más influjo con Palafox, eran el P. Basilio, su compañero Butrón, su secretario el coronel Cañedo, el presbítero Sas, el cura de S. Gil, el tío Marín, el botillero Jimeno, el P. Consolación agustino descalzo, y el tío Jorge que siempre estaba en su palacio.»

Igual suerte hubiera probablemente experimentado el doctor don Ignacio de Asso, autor de las Instituciones del derecho civil de Castilla e instruido en literatura, si, más cauto, no se hubiera sustraído a las primeras pesquisas, saliendo de la ciudad al día siguiente de la capitulación, disfrazado, según se dijo, con el traje de labrador, pues como redactor que había sido de la gaceta, el Mariscal Lannes le consideró como uno de los principales agentes que, por medio de sus escritos, procuraba excitar el entusiasmo de los defensores. La glosa que hizo de su intimación fecha 24 de enero de 1809, que se halla inserta en la nota diez que antecede y algunas otras con que se había personalizado, debieron influir para dicha medida, pues a pocos días de haber hecho aquel su entrada, el intendente don Mariano Domínguez practicó de su orden vivas gestiones para conseguir un ejemplar de la gaceta en que se hallaban, y todas fueron inútiles. Lo más particular es que, aunque en distinto sentido, se realizó el pronóstico que hizo en la última, sobre el Ducado, pues antes de cumplirse el plazo41 fue herido de una bala de cañón en una de las acciones de la campaña contra el Austria, y aunque se le hizo la amputación, falleció a muy pocos días. Posteriormente ya se ha visto el fin que han tenido todos los ducados como el de Abrantes, la Albufera, y otros que formó Napoleón para premiar a los generales en la época de sus conquista.

ESTADO APROXIMADO DE LAS FUERZAS DE LOS EJÉRCITOS DEL CENTRO Y DE RESERVA QUE CONCURRIERON A LA BATALLA DE TUDELA EL 23 DE NOVIEMBRE DE 1808

TROPA DEL EJÉRCITO DEL CENTRO. Divisiones 1ª, 2ª, 3ª y 4ª sobre 26.000

TROPAS DEL EJÉRCITO DE RESERVA sobre 17.600

Total fuerza: 43.600

Nota. De los veinte y seis mil hombres del ejercito del centro, los trescientos eran de caballería.

PLANA MAYOR DEL EJÉRCITO DEL CENTRO

General en jefe: El capitán general don Francisco Javier Castaños.

Cuartelmaestre general: El teniente general don Antonio Samper.

Mayor general de infantería.

Mayor general de caballería.

Comandante general de artillería.

Comandante general de ingenieros.

Comandante general de la 1ª división: El teniente general conde de Villariezo.

General de brigada de esta división: Mariscal de campo don Francisco Javier Venegas.

Brigadier, marqués de Atiza.

Comandante general de la 2ª división: El mariscal de campo don Pedro Grimarest.

Idem de la 3ª: El mariscal de campo don Ramón Rangel.

Idem de la 4ª: El teniente general don Manuel de Lapeña.

GENERALES QUE MANDABAN LAS FUERZAS DEL EJÉRCITO DE RESERVA

El teniente general don Juan O-neille.

El mariscal de Campo don Felipe Saint-Marc.

Historia de los dos sitios de Zaragoza
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