CAPÍTULO VI.

Sigue la narración de los sucesos anteriores, y de su resultado.

 

El enemigo insistía porfiada y tenazmente, y al paso que podía reforzar los puntos y poner tropa de refresco, los paisanos estaban acosados con tan continua y extraordinaria fatiga. Los franceses bajo la dirección del general Lefebvre, y con buenos jefes, tenían municiones; mis compatriotas carecían de ellas: a los primeros tiros faltaron tacos y metralla. El capitán Cerezo con el mayor riesgo trepó al castillo y regresó a la puerta con un cajón de cartuchos: hombres y mujeres dieron trozos de sus vestiduras, y de proviso partieron de entre la muchedumbre emisarios por todas partes. ¡Qué espectáculo ver a los habitantes entregar hierros, vidrios, sogas, añadiendo gratificaciones para que recompensasen las ímprobas tareas de los defensores! Para formar alguna idea de estos esmeros debe saberse que doña Josefa Vicente, esposa de don Manuel Cerezo, además de remitir con las mujeres de su vecindario vituallas y refrescos, proporcionó ocho arrobas de hierros para metralla; expresando que si era necesario arrancaría las rejas de su casa. Estefanía López, dedicada a la venta de hierros viejos, llevó diez arrobas y cuantos trapos tenía, lo que fue más apreciable en razón de que aprontó su corto capital en obsequio de tan justa defensa: su desinterés fue recompensado en lo posible, gratificándola después con quinientos reales vellón. El cerrajero Ventura Pinos presentó setenta arrobas de metralla; y en seguida asalarió nueve jornaleros y comenzó a trabajar en medio de su avanzada edad, descansando sólo dos horas; de modo que el 16 llevó a las puertas treinta y tres arrobas de cuadrillo, todo de su herrería; continuando en esta forma por muchos días para que no faltase el surtido. De éstos podrían referirse muchos hechos, si no temiese hacer difusa mi narración. El acopio fue tan rápido, que como por encanto llegaban a todos los puntos hombres, mujeres y muchachos a depositar de consuno al pie del cañón sus espuertas, sin temor al hórrido y continuado silbido de la muchedumbre de balas que los enemigos despedían. ¡Puede darse una escena más interesante! ¡No es asombroso sostener una lucha tan desigual en medio de tan terribles apuros! Pues la sostuvieron los zaragozanos con una entereza que no tiene igual en la historia.

Confiado Lefebvre en que por último abrumaría con sus repetidos ataques tan admirables esfuerzos, dispuso el que a un tiempo avanzasen por los tres puntos. Los conductores de las órdenes iban a carrera tendida por aquellas veredas y caminos, trepando los campos en todas direcciones. Las columnas se mueven dispuestas a vencer o morir: la caballería aparece en el puente de la Huerva con ánimo de dar una embestida a los defensores de la puerta de santa Engracia. Algunos en su interior prorrumpieron: He aquí el momento fatal de nuestra ruina; llegó el inevitable plazo, Zaragoza va a ser sacrificada, sus edificios abrasados; mil inocentes víctimas perecerán a los filos de esos invasores. ¿Cómo resistir después de cuatro horas a este torrente de aceros que amenazan nuestros pechos? Tal era el resultado que no podía menos de temer todo el que no estuviese demasiado ofuscado y enardecido.

Crecían las zozobras, porque como las operaciones eran casuales, nadie sabía lo que se proyectaba para salir de tan tremendo apuro. Mas ¿cuál fue la dulce y agradable sorpresa de nuestros defensores al ver llegaba de refuerzo el coronel don Francisco Marcó del Pont, que avisado oportunamente, vino con mil cien hombres entre voluntarios y paisanos conduciendo un violento ataque desde las alturas de san Gregorio? Un grito general acabó de inflamar los ánimos comprimidos: ya nadie dudó de la victoria. Este socorro se debió al celo y previsión del presbítero don Pedro Lasala. Los voluntarios, unos se dirigieron al cuartel de caballería, otros con el capitán de dragones don Serafín Rincón reforzaron la puerta del Carmen. En la de santa Engracia, don Mariano Renovales, auxiliado de los subtenientes don Gaspar Allué y don Mariano Bellido, comenzó a dirigir una porción de intrépidos paisanos; y en esta disposición se trabó de todas partes el choque mas encarnizado y horrible. En el ataque de la izquierda llegaron a entrar por la tercera vez en el cuartel; y mientras que unos sostenían el fuego contra los que avanzaban, otros trucidaban a cuantos se les ponían por delante, consiguiendo tomar dos cañones que habían avanzado para acallar nuestros fuegos. En el del centro llegaron también a las manos; y los que quisieron internarse cayeron exánimes, pagando bien cara su osadía. La multitud de cadáveres esparcidos por aquellos caminos y arboledas imponía a los que iban avanzando; y muchos se parapetaban de los corpulentos arboles para dañar y herir más a su salvo a nuestros campeones. Por último, en el ataque de la derecha fueron acometidos por Renovales y sus paisanos de un modo extraordinario.

La caballería e infantería llevó sobre sí tremendas cargas, que hicieron muchos claros y esparcieron el horror por todas las filas. El teniente de fusileros don José Laviña con los suyos hizo frente a una porción de caballería que quiso sin duda empeñarle, pero se situó por último en la torre de Atares, dejando expedito el camino para que obrase la artillería. Noticioso de que en la hondura del olivar próximo había franceses emboscados, los acometió y persiguió denodadamente. Amedrentados y confundidos en este punto, abandonaron dos piezas de campaña que habían aproximado hacia la puerta; pero sobrecogidos por el camino llamado de la torre de Montemar, no tuvieron otro recurso que una precipitada fuga. El sol iba a ocultarse en el horizonte cuando todavía continuaba la refriega. El enemigo al ver cómo se aumentaban al proviso los pelotones o masas de los defensores, al oír un sordo murmullo entre el estrépito de los cañones y de la fusilería, creyó que tenía contra sí un número extraordinario de gente armada. No puede asegurarse cuál era, aunque algunos lo reputaron en cinco o seis mil hombres; pero su ardimiento y valor equivalía a un duplo, y harto lo conocieron a su pesar las tropas francesas. Cuanto más peleaban, más cólera y furor reinaba entre los paisanos, que no se veían satisfechos de derramar la sangre enemiga. La voz de vamos bien, que discurría por todas partes, era el único aviso oficial que tenían los defensores para cobrar denuedo. Vamos bien; y las mujeres, dando agua y vino, excitaban a todos a que no dejasen un francés vivo. Ánimo, les decían, que el Cielo nos asiste. Al recordar en este instante aquellas escenas y reflexionar el espíritu belicoso de que todos estaban poseídos, la diversidad de lances, y aquel conjunto de casualidades que parecen increíbles, mi admiración y pasmo crece más y más, y no hallo expresiones bastantes para describir los sucesos de este día. La noche se iba aproximando, y las tropas enemigas, desalentadas, no pensaron ya sino en replegarse al abrigo de sus sombras, despidiendo algunas granadas y mixtos sobre el cuartel de caballería. Los cadáveres esparcidos sobre las eras, olivar hondo y camino que va a la puerta del Carmen en derechura, patentizaron su descalabro. Los vencedores vieron ufanos retroceder aquellas huestes que venían con tanta arrogancia; y sobre los umbrales de las puertas yacían yertos los temerarios que osaron embestirlas. Abiertas estaban de par en par; pocos fueron los que treparon por el centro, pero menos aun los que consiguieron salvar la vida para dar una idea a los demás del entusiasmo y valor de los zaragozanos.

Si los patriotas ejecutaron tan singulares proezas, no fue menos de admirar la energía en prepararse por los demás puntos, y la serenidad de los habitantes en aquellas horas tan tristes. En la calle de la Puerta Quemada formaron una valla o parapeto, cerrando las avenidas con cuanto podían haber a las manos, y en la parte exterior colocaron cañones para recibir al enemigo. Estos esfuerzos y trabajos los ejecutaron ancianos y personas que no podían por falta de armas concurrir a la pelea. En el puente de piedra y arrabal estaban vigilantes para evitar una sorpresa; en lo interior de la población, unos por celo, otros por huir del riesgo, trataban de remover de sus estancias a todos los útiles: gritos, algazara, golpes en las puertas, esto es lo que incesantemente se percibía. Las mujeres en muchas casas, y aun los religiosos de algunos conventos, acopiaron ladrillos y piedras por si llegaban a internarse, defenderse y morir matando, haciendo de cada casa un fuerte inexpugnable. Cuando comenzaron a pedir algunos metralla, y para gratificar a los artilleros, todo parecía poco a las matronas zaragozanas; que al oír que las de su sexo penetraban por entre los riesgos y peligros, indicaban en su semblante estar poseídas de una plausible envidia.

¿Y cómo describir el gozo y alegría general cuando al caer la tarde vimos una turba de gente que conducía a la plaza del Pilar algunos caballos y las banderolas de los lanceros? Hemos vencido, exclamaban, y está por nosotros la victoria. Entonces fueron muchos eclesiásticos y sujetos distinguidos a las puertas, llevando víveres y vino a los artilleros y defensores. La abundancia fue tal que nadie echó de menos el rancho; y sobre la sangre humeante, y a presencia de los cuerpos mutilados que ofrecía a la vista aquella vasta campiña, se congratulaban del buen éxito de tamaña y arriesgada empresa. Satisfechos los defensores de que los franceses se habían retirado, comenzaron a respirar el aire grato y halagüeño que inspira el triunfo. Infinitos permanecieron custodiando las puertas, temerosos de que por la noche no intentasen sorprenderlos, porque todavía ignoraban la desastrosa pérdida del enemigo. ¡Cuán erguidos regresaban algunos labradores manifestando los despojos ganados por su valor! Unos llevaban mochilas; otros morriones, sables y alhajas que enseñaban a sus convecinos, los cuales pasmados oían referir en lenguaje rústico las maravillas que se habían ejecutado en las ocho horas tremendas que duró la pelea. Los hijos recibieron con algazara al fatigado padre, que bañado de sudor volvía a calmar las agitaciones de su tierna esposa. Otros iban preguntando por los que no parecían; y cuando supieron habían muerto en defensa de la patria, pasado el desahogo del sentimiento natural, entonaban entusiasmados el himno de la victoria. El esmero en retirar los heridos presentó a la sensibilidad el cuadro mas satisfactorio. El pueblo honrado es el que posee siempre las grandes virtudes, y el honor conduce a la gloria. Por eso se inmortalizaron el 15 de junio los zaragozanos. Guiados de estos mismos principios, algunos vecinos y personas de clase comenzaron a patrullar para que todo siguiese con el mismo orden observado en tantas convulsiones. También procuraron extinguir el fuego que con los mixtos había prendido en el convento inmediato al castillo y cuartel de caballería. Algunos paisanos mandaron iluminar las casas, y todos los habitantes obedecieron con la mayor prontitud.

Esto es lo que aconteció el 15 de junio, día memorable y singular por muchos motivos. Zaragoza abandonada, llena de luto con los desastres de la jornada de Alagón, sin más baluarte que los pechos heroicos de sus ciudadanos, arrolló y confundió unas huestes que tenían asombrada la Europa y hacían vacilar los tronos. ¿Y a qué sazón ocurrió este suceso? Justamente en los momentos y a la misma hora que se celebraba la primera sesión de la junta española en el palacio llamado del Obispo en Bayona. Cuando estaban leyendo los decretos de Napoleón en que proclamaba por rey de las Españas a su hermano José; cuando su presidente, adulando al intrépido guerrero, sentaba enfáticas proposiciones, que la nación ha desmentido, vosotros, zaragozanos, vengabais el insulto y ultraje hecho al nombre español. Cuando en la insigne Zaragoza no se percibía otra voz que la de la lealtad mas pura y del más sólido patriotismo, «¿qué es lo que se proponen, decía aquel, esas gentes mal aconsejadas? ¿que vuelvan a dominarlos los príncipes de la última dinastía? ¿Y qué medios tienen para conseguirlo, habiendo de lidiar con un poder a que no han resistido los imperios...? ¡Qué miras tan lejanas, y qué socorro tan tardío! Entre tanto se obra sin plan, sin concierto y sin objeto. ¿Y cuál ha de ser el resultado? No puede ser otro que la ruina y desolación de los pueblos». Napoleón y muchos de los que usaban este lenguaje no creyeron que un pueblo les respondería de un modo el más heroico y sublime, y que desmentiría sus razonamientos.

Ya se ha visto lo que se proponían las gentes mal aconsejadas: evitar el yugo de la tiranía. Faltaban recursos, pero aquella misma tarde quedó vencido el poder a que no habían resistido los mayores imperios. Sí: se obraba sin plan ni concierto, pero no sin objeto; y aquel desarreglo que a la imaginación aislada lo abismaba todo, es el que ha producido una trasformación mágica; y si se han desolado pueblos enteros, la Europa ha recobrado su libertad, y ha socavado y destruido el trono del hombre mas extraordinario del siglo. Es de notar que el presidente terminó su discurso anunciando que no debía dudarse en que la España volvería a recobrar su antigua gloria: y consistiendo en el sostén de su libertad, se ha realizado aquel vaticinio.

Otra particularidad digna de notarse ocurrió en este día, y fue que el cuerpo de oficiales del segundo batallón de infantería ligera Voluntarios de Aragón escribía a la misma hora que ocurrían estos sucesos en Palma de Mallorca, lleno de entusiasmo patriótico, manifestando no podían sobrellevar aquel estado de inacción, y que deseaban venir a las manos con el enemigo y vengar a la nación de tan inicuos ultrajes, suplicando al general Palafox lo reclamase para pasar a incorporarse con el ejército de su mando.

Terminado que fue el combate se anunció al público en esta forma:

«Aragoneses: Vuestro heroico valor en defensa de la causa mas justa que puede presentar la historia se ha acreditado en el día de ayer con los triunfos que hemos conseguido. El 15 de junio hará conocer a toda Europa vuestras hazañas, y la historia las recordará con admiración. Habéis sido testigos oculares de nuestros triunfos y de la derrota completa de los orgullosos franceses que osaron atacar esta capital. Setecientos muertos, un número considerable de heridos, treinta prisioneros, y muchos desertores que se han pasado a nuestras banderas son el fruto de su temeridad. Hemos tomado seis cañones de batallón, seis banderas y una caja de guerra, varios caballos, fornituras y armas; y no debemos dudar en que el ejército que ha entrado en Aragón expiará sus crímenes y quedará deshecho. Continuad, pues, valerosos aragoneses con el ardor y noble espíritu de que estáis animados. Ved la heroica conducta de las zaragozanas, que inflamadas todas del amor a su patria, su rey y su religión, corren presurosas a prestaros todo género de auxilio. En breve se os agregarán un sinnúmero de tropas veteranas, que envidiosas de vuestras glorias, y deseosos de tener parte en ellas, vienen caminando a marchas dobles.

»Mientras tanto, vosotros todos, clero, comunidades, madres de familia y demás ciudadanos, que ya concurriendo personalmente al combate, ya proveyendo de todo a vuestros conciudadanos, habéis contribuido tan eficazmente a conservar la capital de vuestro reino y la dignidad de la nación, seguid fervorosos vuestras oraciones al Todopoderoso, e interponed la mediación de su augusta y santísima madre del Pilar, nuestra protectora, para que bendiga nuestras armas y afiance nuestras victorias, exterminando del todo al ejército francés.»

¡Con cuanto interés leían los que no presenciaron de cerca la tremenda lucha el esfuerzo heroico de los combatientes! Veían el feliz éxito, le tocaban con las manos, y parecía increíble. ¡Cómo! ¿Es cierto, decían, que esas tropas aguerridas no han podido entrar por las puertas abiertas, y que no han tenido espíritu para superar las débiles tapias que circuyen esta capital? ¿Y no se han internado, teniendo los tres puntos de ataque unos espacios de terreno tan crecidos? ¿Y han muerto setecientos hombres, se han cogido treinta prisioneros, seis cañones de batallón, seis banderolas, una caja, varios caballos, armas y fornituras? Nuestra pérdida, entre unos y otros no llegó a trescientos hombres; advirtiendo que según la relación que se dio el 24 de junio, que puede regir con alguna diferencia, aparecieron en clase de heridos, contusos y quemados el teniente coronel de dragones del Rey don Pedro del Castillo, contuso; el teniente de dicho cuerpo don Jacinto Irisarri, herido; el teniente de paisanos don Mariano Palacios, contuso; el ayudante del tercero de fusileros don Joaquín Montalván, lo mismo; el alférez retirado don Esteban Retamar, muy mal herido; y el oficial paisano don Juan Sandoval, contuso; diez y siete artilleros, tres quemados, uno contuso, y los demás heridos; dos militares del regimiento de Tarragona, siete de Valonas, dos religiosos franciscos y un agustino heridos; quemado un militar de Borbón, cuatro dragones del Rey, cinco voluntarios, y ciento treinta y un paisanos heridos.

Cuanto más se reflexiona sobre los sucesos de este día, tanto más crece el pasmo y la admiración. Alta y extraordinaria idea formaron desde luego en toda la Península a las voces de la fama alígera de la batalla de las Eras, tomando justamente esta denominación por haber sido el ataque acérrimo de la izquierda en las Eras; pero es muy limitada todavía, como las demás narraciones de lo ocurrido en la defensa que hizo la capital, modelo del heroísmo. Hablan en un lenguaje demasiado convincente las ruinas y escombros que existen en los sitios que fueron el teatro de la guerra. He descrito mucha parte de lo que presencié, y encuentro débil mi descripción, porque no es posible presentar tales escenas con su verdadero colorido. Vosotros defensores, de cualquiera clase y estado, que contribuisteis con las armas, y con vuestro celo y auxilios, recibid el justo homenaje que la madre patria y la nación Española tributan en su admiración al arrojo extraordinario y al valor sin ejemplo que mostrasteis en el día 15 de junio. Que los nombres de los que perecieron, y puedan averiguarse, como los de los heridos que llegaron a derramar parte de su sangre, se trasmitan en láminas de bronce a la posteridad.

¿Qué más hicieron los valientes en el paso de Termopilas, qué los romanos, qué las naciones más belicosas? Nada, respecto vuestro valor... ¿Y cuándo, y cómo se ha visto que unos grupos de hombres, de los cuales muchos no conocían el uso ni manejo del arma, mostraran un tesón y energía semejante? ¿Cuándo que las mujeres llegaran hasta el pie del cañón, despreciando la muerte, para llevar municiones y refrescos a los artilleros? El entendimiento vacila, la imaginación se confunde. En este día los habitantes de la capital se excedieron a sí mismos. ¡Ojalá tuviera cien lenguas para ensalzar tantas proezas! pero mis débiles acentos llegarán a la mas remota posteridad, y al recordarlas derramarán lágrimas de placer las generaciones venideras.

Historia de los dos sitios de Zaragoza
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