RESUMEN HISTÓRICO DE LA RESISTENCIA DE ALGUNAS PLAZAS FUERTES EN LOS SIGLOS XVI, XVII Y XVIII, Y PARANGÓN DE AQUELLOS SUCESOS CON LOS DE LOS DOS SITIOS DE ZARAGOZA.
INTRODUCCIÓN
Lo primero que enseña al hombre la naturaleza es a observar y comparar. Estos son los dos puntos en que se apoya la inmensa escala de los conocimientos humanos, y el camino más seguro para conocer la verdad disfrazada, y el mérito confundido. Terminada la lectura de esta interesante historia, es consiguiente apoderarse del entendimiento un pasmo respetuoso, más significante que las expresiones de encarecimiento en que podría prorrumpirse. Tal es el efecto que produce siempre todo lo que es extraordinario y sublime. Zaragoza tenía adquirida cierta celebridad de tiempos muy remotos; pero su última, tenaz y heroica resistencia la ha elevado a un punto, que difícilmente se hallará otra ciudad abierta, que en iguales circunstancias haya ejecutado mayores proezas. El primer sitio de que se tiene noticia fue el que por los años de Cristo 542, era 580, pusieron los reyes de Francia Childeberto y Clotario, que entraron repentinamente, y sin que se sepa hubiese motivo o fundamento alguno, con grande ejército por los Pirineos, saqueando y talando toda la provincia Tarraconense que hallaron desprevenida, desde donde se encaminaron a conquistar a Zaragoza. Los historiadores franceses celebran este sitio como una de las acciones más brillantes de aquella campaña, y dicen: «que hallándose los ciudadanos muy apretados, después de mucha oración y ayuno, hicieron por las murallas de la ciudad una procesión de penitencia en que iban delante los hombres vestidos de cilicio, acompañando con devotos cantares las reliquias de san Vicente Mártir, y luego se seguían las mujeres con largas vestiduras negras, tendidos los cabellos, y las cabezas cubiertas de ceniza. Los franceses, que veían desde el campo este devoto espectáculo, pensaron que fuesen obras de brujería o hechizos; pero oyendo después por un campesino que los sitiados imploraban el socorro de su Santo protector, se amedrentaron y levantaron el sitio»22. Por los años de 712 se apoderó también de Zaragoza, después de haber tomado y perdido sucesivamente a Sevilla, y ocupado las ciudades de Mérida y Toledo, Muza Alvacri, hijo de Napiro, virrey de África, que desembarcó en España a mediados de junio de dicho año23.
El segundo sitio se cree lo puso el almirante Armer, morisco poderoso, por los años 754 con un gran número de rebeldes, siendo virrey de España José Alfareo, y habiéndola tomado se proclamó rey; pero reconquistada al siguiente año por el virrey, condujo encadenado a Toledo al usurpador, en donde le hizo sufrir la pena de muerte24. El gran Carlo Magno, apoyado también de un ejército numerosísimo, se hizo reconocer por soberano de Zaragoza, a causa de haberse rebelado de nuevo su gobernador, el de Huesca, y casi todo el Aragón, contra Abderramen, uno de los pocos de la familia de los Omniaditas, que se escaparon del exterminio que mandó hacer en ella el califa Abdallá, refugiándose a España, cuyo suceso ocurrió por los años de 77725.
El rey Ramiro segundo por los años 980, después de haber tomado a Madrid, que entonces se llamaba Magerit, ocupada por los Moros, y dada la célebre batalla cerca de Osma, se dirigió hacia el Aragón, y bajando con estruendo por las orillas del Ebro, puso sus reales bajo los muros de Zaragoza, amenazando muertes y horrores. El virrey de la ciudad llamado Abu-Jahia, viendo la tempestad que le amenazaba, y temiendo por otra parte a algunos de sus pueblos que se le habían levantado, se entregó como feudatario al rey de León con todas las tierras de su jurisdicción y gobierno. Don Ramiro, aceptando la oferta, corrió con el ejército por todos los contornos, domó con su valor a los rebeldes, sosegó las inquietudes de la provincia, y se hizo reconocer de todos por soberano y señor26.
El tercer sitio, más célebre que los anteriores, fue el que el rey don Alonso la puso el año de Cristo 1118, era 1156. Este rey, que ya en 1114 había resuelto hacer la guerra a los Mahometanos y conquistar a Zaragoza, que era la principal ciudad de la Celtiberia, se contentó con apoderarse de Tudela y asegurar esta conquista; pero después en dicho año 18 solicitó auxilio de los franceses, y conseguido, tomó el castillo fuerte de Almudévar que tenían muy bien provisto y guarnecido los Mahometanos, y fue tal el ardimiento de sus tropas, que entraron degollando a cuantos lo defendían. A vista de esto se rindieron los pueblos de Salici, Robres, Gurrea y Zuera, con lo que llegaron a juutarse todas las tropas así del rey como auxiliares a formalizar el sitio de Zaragoza y a estrecharla por todas partes. Las tropas cristianas dieron repetidos asaltos, pero los sitiados se defendieron valerosamente. Esto, y el que debieron faltarle los pagamentos, hizo que algunos franceses se retirasen con sus gentes, sin que nada bastase para detenerlos, juzgando imposible la rendición de la ciudad. Sin embargo, el rey don Alonso continuó el sitio con sus tropas y las de Bearne y Alperche, procurando estrechar más y más la ciudad. Viendo los Mahometanos que se había disminuido el ejército con la retirada de los franceses, solicitaron socorros que les remitieron los de Lérida, Tortosa, Valencia y otras partes de España bajo el mando del general Temin: pero cerciorado el rey don Alonso, después de dejar bastante gente en el sitio, salió con las demás tropas a buscar a los Mahometanos, y los acometió con tanto denuedo, que los derrotó enteramente, quedando muerto el general Temin, y siendo muy pocos los que se salvaron. Lograda esta victoria, y recogido el despojo, que fue muy rico, volvió el rey don Alonso al sitio de Zaragoza, cuyos ciudadanos desfallecieron de ánimo con la noticia de la rota; y habiendo ocupado los arrabales de la izquierda del Ebro, se rindió la ciudad el 18 de diciembre del año 1118.
Pero todos estos sitios no son sino una débil sombra cotejados con los que se han referido; y aunque el genio conocedor no necesita recuerdos históricos para calificar sucesos de tanta valía, no podrá menos de complacerse, como los demás, al contemplar este nuevo cuadro en que se compara la defensa de algunas plazas fuertes en los últimos siglos, y se parangona la del primero con el segundo sitio, para graduar el mérito del jefe que hizo frente a tan ardua empresa, y de los defensores acérrimos que lograron inmortalizarla, ciñendo sus sienes con laureles inmarcesibles.
CAPÍTULO I.
Conquista del fuerte de la Goleta en el reino de Túnez.—Defensa del mismo por los españoles.—Sitios de Ostende, Barcelona, Ceuta y Melilla.
El reinado de Carlos V puede considerarse como el período en que el estado político de la Europa comenzó a tomar una forma enteramente nueva. Las guerras se promovían por lo común entre los países limítrofes, a excepción de aquellas irrupciones que hacen mudar la faz del universo, y de las que, después de los romanos, por lo tocante a España, no tienen lugar en la Historia, como la de los godos, vándalos, árabes y moriscos. Todas las demás desavenencias no producían alteración considerable ni en lo moral ni en lo político. Algunos sucesos de aquellos que suscitan el entusiasmo religioso fueron preludio de grandes mutaciones, y la conquista de la Tierra Santa por la Cruzada hizo dispertar a la Europa del letargo en que yacía. Efectivamente se lograron ventajas considerables, tanto por lo tocante a las costumbres, como en cuanto a entablar nuevas relaciones comerciales, y a ilustrar el sistema político de las naciones; de modo que sobre estas bases pudo desplegarse mas el genio emprendedor de Carlos V. Dotado de talento, y constituido por las circunstancias Señor de vastos dominios, extendió sus miras, y procuró sacar todo el partido que en aquellos .tiempos podía proporcionarle el estado y facultades de mis súbditos. El rey de Francia Francisco I rivalizó sus miras, y contribuyó a mantener el equilibrio. Ello es que las potencias comenzaron en el siglo XV a conocer el influjo de que eran capaces, las relaciones que según entablasen; y la ambición auxiliada descubrió un manantial de males y bienes que sucesivamente han producido los efectos que experimentamos en nuestros días.
El emperador Carlos V salió de Barcelona el 30 de mayo de 1535 con una escuadra de cuatrocientas a quinientas velas y treinta y tres mil hombres de desembarco. Llegó el 16 de junio a la Goleta, plaza de alguna consideración, en las costas de Berbería, inmediata a la entrada del país de Túnez. Barbarroja, prevenido por el émulo rey de Francia, no omitió nada de cuanto creyó necesario para su defensa, inflamó los ánimos de los moriscos, y les hizo tomar las armas como en una causa común. Reunió veinte mil caballos, y un ejército disforme de infantería en Túnez; y aunque no ignoraba la superioridad del ejército imperial por su disciplina, siempre confiaba en el fuerte de la Goleta y en el cuerpo selecto de turcos que tenía disciplinados a la europea. Puso pues de guarnición en el fuerte seis mil de estos al mando de Sinon, judío renegado, el más bravo y experimentado de sus corsarios. El emperador los sitió desde luego por mar y tierra. Como tenía el mando de las aguas estaba su campo surtido con abundancia y lujo. Animadas las tropas con su presencia, y satisfechas de que derramaban su sangre por nuestra religión, se disputaban los puestos y las empresas más peligrosas. Concertaron tres distintos ataques, que desempeñaron a su vez los alemanes, españoles e italianos, conduciéndose todos con el valor y tesón propios de la emulación nacional. Sinon desplegó su energía y los talentos que le habían acarreado la confianza de su señor. La guarnición sostuvo con firmeza los ataques, acreditando la disciplina adquirida; y aunque interrumpieron con salidas a los sitiadores, y los moros molestaban el campo con repetidas incursiones, llegaron por fin a abrir brechas considerables, en tanto que la flota destruía la parte de sus fortificaciones con tanta furia y acierto, que habiéndose dado el ataque, fue tomado el fuerte por asalto a mediados del mes de julio. Sinon huyó con los restos de su guarnición después de una obstinada resistencia por un vacío que dejaron en la bahía de la parte de la ciudad. El emperador con la rendición de la Goleta ocupó la flota de Barbarroja, compuesta según unos de cien naves, y otros de ochenta y siete entre galeras y galeotas con trescientos cañones, la mayor parte de bronce, que se colocaron sobre las murallas, y cuyo número prodigioso para aquel tiempo acreditaba el poderío del corsario. En seguida partió el emperador a Túnez, capital del reino de este nombre, sita en una llanura sobre el lado de la Goleta, en donde había un puerto apreciable y un castillo de consideración.
Barbarroja creyó que teniendo un ejército de cincuenta mil combatientes, no osaría el emperador atacarle en una plaza tau fuerte: pero viendo que, a pesar del calor intolerable que hacía y escasez de agua, avanzaba el ejército; desconfiando de la lealtad de los habitantes, y persuadido de que los moros y árabes no sufrirían las molestias y largas de un sitio, resolvió salir al encuentro al Emperador y decidir su suerte en una batalla. Llegó a darse ésta, y las tropas imperiales, despreciando los trabajos que por falta de agua habían sufrido en su marcha, derrotaron completamente al enemigo: y aunque Barbarroja con admirable presencia de ánimo y exponiéndose a los mayores riesgos procuró rehacerlas, la derrota fue general, y tratando de salvarse en el fuerte, sobrevino que, durante la acción, los cautivos ganaron a sus guardias, y apoderándose de la guarnición turca, ocuparon el fuerte, y el emperador pudo así mas prontamente apoderarse de Túnez. Esta expedición es la más brillante que ocurrió en aquella época, y acarreó mucha gloria al emperador, ya por la generosidad en restituir a Muley Hacen al trono que le había usurpado Barbarroja, como por el aparato con que lo ejecutó y buen éxito que tuvo.
Si un fuerte como la Goleta, defendido con trescientos cañones por seis mil hombres de guarnición, y un ejército de cincuenta mil infantes, y veinte mil caballos, y por la parte del mar con ochenta y siete galeras, no pudo resistir a treinta y tres mil hombres y quinientas naves, y se rindió después de un mes de sitio, ¿con cuánta más probabilidad debía el día 15 de junio de 1808 haber entrado la división del general Lefebvre en Zaragoza? La posición le ofrecía un libre acceso por el punto que hubiese querido elegir: sus muros no eran mas que unas bardas, las puertas de par en par; ¿y su guarnición? ninguna, ¿y defensores? habitantes la mayor parte inexpertos en el manejo del arma. ¿Pues qué hicieron seis mil soldados de infantería, qué la intrépida caballería que atacaron la capital? ¿Dónde los esfuerzos de unas tropas tan aguerridas? Llegaron a los umbrales de la puerta del Portillo, y del Carmen, y no pudieron desbaratar una porción de paisanos que a cuerpo descubierto les pararon frente, al acaso, sin disciplina, y sin embargo los contuvieron, y les hicieron retroceder después de perder mucha gente. No hay que oponer que en campo abierto habrían sido desbaratados los paisanos al primer encuentro, pues el ataque del día 15 debe reputarse como una acción dada sin resguardo ni atrincheramiento. La mayor parte de los defensores estaban tendidos en dos alas a derecha e izquierda de la puerta del Carmen y en la calle de la entrada, y lo mismo sucedió en la del Portillo,algunos se colocaron por los edificios inmediatos, pero el fuego principal de cañón y fusilería lo ejecutaron como en la campaña a cuerpo descubierto. En cuanto a maniobras tenía margen Lefebvre para desplegar sus talentos militares. Por cualquiera de los distintos puntos que hubiese cargado, acometiendo de frente a los pelotones con la caballería era muy factible ocupar alguna de las puertas, y situarse por lo menos en los conventos inmediatos a las mismas ¿En qué pudo estribar el no apoderarse de Zaragoza? Seis mil hombres eran aguerridos, auxiliados de buena caballería, en terreno llano y expedito contra un número de paisanos, armados muchos con picas. Nosotros no teníamos ni tropas auxiliares, ni obras de fortificación, pocos aprestos y municiones; pero todos se propusieron defenderse con tesón, todos peleaban por su independencia.
Desde el 15 de junio hasta el 14 de agosto, que son dos meses, ¿qué salidas formales hicieron los patriotas contra los sitiadores? Ninguna, pues ni había gente para sostener los puntos, ni menos tropa que lo ejecutase. Y en los ataques de los días 1 y 2 de julio, ¿qué reductos, qué fosos tenían que superar? unos míseros parapetos, que ni el nombre merecían de reductos, formados de troncos y ramaje. ¿Y cuando los intentaron asaltar, después de ser reforzados con otro tanto ejército, y haber asestado un número formidable de bombas y granadas sobre la ciudad y puntos defendidos? Los zaragozanos siempre los mismos, su plan se reducía a permanecer de día y de noche en las puertas y cercanías para acudir con prontitud a la lucha. El denuedo y serenidad del que acomete o asalta siempre impone y aun arredra: los labradores y artesanos de la capital veían avanzar las columnas con la misma tranquilidad que el cazador apostado se aproximarse la caza que hace caer a sus pies. En fin, cuando el sitiador asalta la brecha, un terror pánico sobrecoge las guarniciones: el arte de la guerra cree que es el momento de rendirse. Mis compatriotas ven ocupar las puertas; y tendidas las columnas enemigas por las calles en varias direcciones, en lugar de rendirse, arman una sangrienta pelea: cada uno se considera con tanto valor como el que puede tener el ejército enemigo, asalta sin combinación ni espera, persigue buscando la muerte? y vence con sola su entereza: tal es el cuadro que ofrecen las escenas ocurridas el 4 de agosto. Mas adelante las compararemos con las que de esta especie nos ha transmitido la historia, y veremos a quien corresponde la preferencia.
El reinado de Carlos V no presenta objeto más interesante que el referido, pues el sitio que puso a Landrecies, ciudad pequeña, aunque muy fortificada, en la Flandes francesa el año 1543, tuvo que levantarlo a resultas de haber introducido el rey Francisco socorros en la plaza; y este sitio, que atrajo la atención de la Europa, por estar los dos ejércitos mandados por sus respectivos Soberanos, como las ocupaciones que en 1544 hizo de Luxemburgo, y otras plazas de los Países Bajos, no ofrece objetos de comparación para el intento que me he propuesto
Felipe II señaló su reinado con la toma del Peñón de Vélez en 1564, y la batalla de Lepanto en 1561. La defensa que hicieron los españoles en Goleta-viserta, y particularmente en Túnez el año de 1564 merece fijar nuestra atención. En la Goleta resistieron dos asaltos formidables, y en el segundo recargaron los turcos con tanta vehemencia y muchedumbre, que el 25 de agosto la ocuparon pasando la guarnición a cuchillo. Ufano Aluc-Ali con este suceso marchó a sitiar a Túnez. Nuestra guarnición era muy inferior al numeroso ejército enemigo, que constaba de cincuenta mil hombres, y todos los aprestos para un largo sitio: sin embargo sostuvo los recios y repetidos ataques con que la acometieron, causando grande pérdida, y destrozo entre los moros y turcos. Sus numerosas descargas de artillería derribaron los adarves y fortificaciones, tal que los sitiados tenían que defenderse en los aproches a cuerpo descubierto. Viendo el enemigo el tesón y arrogancia con que lo rechazaban, voló el 6 de septiembre un baluarte, que hizo perecer a los que lo defendían, y también a los que lo volaron; en seguida arrimó las escalas para el asalto, pero después de seis horas de insistencia fueron del todo repelidos. A los dos días reventaron otra mina, y repitieron la misma gestión, pero sufrieron una pérdida mas terrible. Estos encuentros asiduos no dejaban de disminuir la guarnición, y así cuando irritados dieron el día 12 el asalto general, la defensa fue sobremanera heroica, pues se sostuvo el combate ocho horas, y no hicieron ningún progreso. La pérdida de los moros y turcos en este día fue considerable, pero su muchedumbre la disimulaba, y en la plaza quedaron reducidos los defensores a sólo seiscientos, de lo cual sabedores, repitieron el día siguiente nuevo asalto, y aquellos valientes todavía resistieron seis horas, hasta que, reducidos a treinta, tomaron la plaza.
La defensa de unos mismos fuertes por tropas de diferentes naciones ofrece un contraste interesante, y hace ver que el valor bien dirigido puede contrarrestar fuerzas muy superiores, pues siendo inferior nuestro ejército con mucho al de Barbarroja, cuando lo defendía, hizo una resistencia tan brillante, que a no haber sido por la muchedumbre de enemigos que acometieron, difícilmente hubiesen conquistado a Túnez. Si excita, pues, la admiración el que al abrigo de fosos, baluartes y empalizadas se sostuviesen unos ataques tan tremendos y furiosos, y tan repetidos asaltos, ¿qué expresiones bastarán a elogiar la defensa que el día 15 de junio hicieron los zaragozanos? ¿Qué imaginación no se complacerá, y llenará de entusiasmo al considerar como después de los desastres de una expedición tan funesta como la salida del 14, hubo tesón y serenidad para hacer frente al ejército francés que llegó vencedor hasta sus mismas puertas? Y esta serenidad y tesón debe reputarse de otra clase superior a la que está apoyada con recursos; porque los labradores y artesanos ¿en qué podían fundarla? Hasta las sogas para tacos, y los clavos para metralla fueron conducidos en lo mas intrincado de la pelea; ignoraban si el ejército era de seis mil o de veinte mil hombres; todo presagiaba una desolación sin igual; y sin embargo,cuando el genio reflexivo no hallaba salida, y se abismaba en un piélago de males y desastres, el ciudadano pacífico sale impávido a batirse, y resiste una y otra acometida, y presenta su pecho al plomo destructor, y ve caer el padre al hijo, el hijo al padre, y ninguno retrocede ni se inmuta. Este es el heroísmo sublime, digno de la admiración y asombro de todo el mundo.
Todavía una observación. Con un valor tan decidido, no pudieron sostenerse nuestras tropas aguerridas en el fuerte de Túnez sino trece o quince días, y los zaragozanos, casi sin recursos, resistieron sesenta. Los primeros fueron atacados en diferentes veces; lo fueron también los segundos, y con la diferencia de que no tenían murallas, adarves, almenas, ni grandes auxilios: búsquense los puntos de comparación, y cada uno suministrará nuevos motivos para confundir al entendimiento humano.
La decadencia de España en los reinados sucesivos de Felipe III y IV y de Carlos II es bien notoria; pero para nuestro plan se nos presenta desde luego el sitio que en 1601 pusieron los españoles a la ciudad de Ostende, una de las del condado de Flandes en los Países Bajos, que, aunque pequeña, es muy fuerte, y tiene un buen puerto. El archiduque Alberto fue el jefe de esta expedición, en la que desplegó todas las fuerzas y recursos imaginables; pero la resistencia de los defensores, que estaban socorridos por Inglaterra y Francia, y aun por los protestantes de Alemania, fue tan obstinada, que no capituló la plaza basta el 20 de septiembre de 1604, esto es, después de tres años, en cuyo intervalo los sitiados perdieron cincuenta mil hombres, y costó a los sitiadores diez millones y ochenta mil hombres. En verdad este es uno de los mas célebres por lo numeroso de los ejércitos, y por la tenacidad de los de Ostende. Luego que subió al trono Carlos II, último rey de la Casa de Austria, intentaron los moros apoderarse el 1 de marzo de 1666, por escalada, de la fortaleza de Larache, antigua y fuerte ciudad de África, que Muley Xec entregó en 1610 a los españoles. La guarnición constaba de doscientos cincuenta hombres, pero tan valerosos, que rechazaron constantemente la muchedumbre morisma, matándoles cuatro mil hombres con un sin número de heridos: nuestra pérdida fue, según los historiadores, de once entre muertos y heridos. Lo particular en este suceso es la diversidad tan extraordinaria entre los que componían la guarnición, y los que la asaltaron; pues aunque la ciudad estuviese fortificada, a poca extensión que tuviera debían ser varios los puntos por donde pudiera asaltarse, y para atender a todos y repeler una insistencia tan obstinada se necesitaba de un valor y energía poco común.
Por esta época gobernaba la Francia el célebre Luis XIV, quien señaló su reinado con la toma de diferentes plazas, so color de que no le hacían justicia en los derechos que pretendía tener la reina de Francia sobre el Brabante y algunos dominios de los Países Bajos. Ello es que tomó a poca costa a Charle-Roy, Berg-Saint, Vinox, Turres, Ath, Fornay, Ovauy, Ourdenad, Alost y Lila, siendo esta plaza la que más le costó, pues desbarató sesenta y dos escuadrones que iban a socorrerla: también conquistó en una sola campaña todo el Franco-Condado, lo que motivó la paz firmada en Aix-la-Chapelle el 2 de mayo de 1668 por no exasperar más a los francos. En la segunda guerra que Luis XIV declaró a la Holanda, y duró seis años, en la primera campaña tomó más de cuarenta plazas y fuertes de las Provincias-Unidas, llegando hasta las puertas de Amsterdam; y últimamente, en la tercera, suscitada con motivo de la célebre liga de Ausburgo, sólo por lo tocante a España, ocupó a Rosas, Palamós, Gerona, Hostalric y Barcelona; y en Flandes a Mons, Dixtnunda, Ath y Namur, cuyo castillo está situado sobre una altura muy escarpada, y rodeado de otros pequeños fuertes. También sitió a Namur el 30 de mayo de 1692, y la tomó el día 5 de junio; sin que el de Orange y el de Baviera pudieran socorrerla, pues lo impidió el mariscal Luxemburgo que cubría el asedio. Entre estos sucesos puede también contarse con el bombardeo que el mariscal Villars hizo sufrir a Bruselas, la mas rica y hermosa ciudad de los Países Bajos, y en donde residen sus gobernadores. Esta guerra terminó por la paz de Nimega, y costó a la Francia ochenta mil hombres y cuatrocientos millones, no valiendo lo que adquirió veinte.
Como la toma de las plazas indicadas en España fue a resultas de haberse perdido la acción dada a primeros de marzo de 1694 sobre las márgenes del río Fet en Cataluña a las inmediaciones de Fabregás, apenas hicieron resistencia; y Gerona, que fue la que más se defendió, no sufrió sino cinco días de sitio. En la única que merece hacerse alto es Barcelona, y ésta podrá servirnos de término comparativo para nuestro objeto.
Barcelona, grande, fuerte, opulenta ciudad, y una de las principales de España, capital de Cataluña, fue sitiada por el ejército francés en el junio de 1697. Defendíala una buena porción de tropas disciplinadas, bajo la dirección del general don Francisco de Velasco, y el marqués de Castacaña, a quienes por sus desavenencias sucedió el conde de la Corzana. El ejército francés constaba de veinte y cuatro mil hombres y cinco mil caballos, a las órdenes de Vandoma. Desde el momento en que los sitiadores comenzaron a formar sus líneas, los sitiados les acometieron en diferentes salidas y encuentros que de todas partes les suscitaban, y en cuyos combates se ocupaban recíprocamente convoyes, utensilios, y perecían muchos de una parte y otra. Nuestro ejército venía a ser de diez y ocho mil hombres, inclusos seis mil italianos. Si grande era el empeño de los sitiados, más lo era todavía el del general sitiador; y así es que, a costa de sangre, logró por fin formar sus baterías, y después de un fuego horroroso, que fue correspondido con la misma energía: abiertas grandes brechas en los muros, las asaltó, y lejos de conmoverse los defensores, dejaron internar a los franceses, y que ocuparan varios sitios de la ciudad, a cuya sazón, para evitar destruyesen del todo sus fortalezas y caserío, y la saquearan, después de haber sostenido en el espacio de cincuenta y seis días cincuenta y dos combates sangrientos, cedieron por último el 6 de agosto, y salieron todavía por la brecha seis mil infantes, mil doscientos caballos, treinta cañones, nueve morteros, y otros efectos, con lo que partieron a Martorell, en donde estaba el resto del ejército. En la plaza ocuparon doscientos cañones y ocho morteros, y la pérdida de Barcelona la atribuyeron a su gobernador político don Francisco de Velasco, que nunca creyó que Vandoma con tan pocas fuerzas emprendiese un sitio tan difícil.
Después de un empeño tan extraordinario, la capital de Cataluña volvió a quedar por los españoles, pues por el tratado de paz entre Francia y España, a resultas de lo convenido en el de Riswick nos restituyeron todo lo conquistado después del tratado de Nimega, y con esto dio fin la tercera guerra que promovió Luis XIV, conocida por el renombre de la célebre liga de Ausburgo, la cual duró desde 1687 hasta 1697; y según el abate Saint-Pierre perdió en ella más de cien mil hombres y cuatrocientos millones: ¡tales son los resultados que sacan de sus miras ambiciosas todos los conquistadores!
El sitio de Barcelona ocupa un lugar distinguido, y en verdad que unos y otros obraron con mucha energía. Fijemos ahora un momento la vista sobre Zaragoza. Esta ciudad casi sin fuerzas ni muros, resistió por espacio de sesenta días con mil flancos equivalentes a las brechas mas crecidas, pues sus débiles tapias podían derruirse sin la mayor violencia. Los habitantes no hicieron salidas formales, porque era de todo punto imposible, pero aunque con desarreglo ejecutaron sus descubiertas en pequeñas partidas, y aun concibieron la idea de atacar al enemigo en sus posiciones. Si los franceses, abiertas brechas, ocuparon una parte del caserío de Barcelona, en Zaragoza lo hicieron de una muy considerable de la ciudad, pelearon por las calles, y fueron arrollados; y a pesar de que con mas fundamento debía esperarse que este pueblo fuese saqueado y reducido a cenizas, nadie chistó, ni se oyó la palabra capitulación. En medio de la analogía, ¡qué diferencia tan enorme entre unos y otros sucesos!
El sitio que veinte mil moros pusieron a Ceuta y Melilla en 1692 fue muy largo y acérrimo. Por el mes de marzo la guarnición de Melilla les destruyó enteramente el ataque más cercano a la plaza, y desde entonces manifestaron querer alzar el sitio, como al fin lo hicieron encaminándose a engrosar el campo de Ceuta. El 10 de enero de 1697 avanzaron con una temeridad extraordinaria hacia las fortalezas, y arrimaron escalas a la muralla de san Pedro y san Pablo, pero tronó la artillería, y desbarató un enjambre de bárbaros. El once repitieron dos ataques, pero viendo experimentaban nuevos destrozos, desistieron del empeño. A pesar de la rigidez de la estación los moros continuaron su sitio, sin que les acobardasen las repetidas lluvias, ni el tremendo fuego que los sitiados les hacían. Volaban con mucha frecuencia los hornillos, y con ellos los enemigos que estaban inmediatos haciendo la guerra subterránea, de manera que algunos cadáveres y miembros mutilados llegaban a caer en los fosos, y aun dentro de la plaza, sin que por esto escarmentasen lo6 sitiadores. Lo restante del año de 97, y parte del 98 continuaron diez mil moros a la vista de la plaza molestándola incesantemente. En medio de los descalabros que sufrían, su insistencia era de cada vez mayor. Todos los días recibían refuerzos, y los socorros para la plaza venían tarde y eran muy débiles. La guarnición estaba vigilante, y no cesaban de volar hornillos, que ocasionando horrenda mortandad, arredraban algún tanto al enemigo. A principios de mayo volvieron seis mil moros a atacar a Melilla con resolución de asaltarla, ganadas que fuesen las obras exteriores. Siete veces comenzaron a subir por las escalas, y otras siete fueron completamente repelidos, dejando el cerco y foso cubierto de una multitud de cadáveres. En el invierno de 1698 fueron reforzados los moros para continuar el sitio de Ceuta, y llegaron seis mil a Oran; pero no lograron sino causar grandes daños, y salir desbaratados sin conseguir su intento, por último abandonaron todas sus empresas.
Así le sucedió a Lefebvre después de apurar todos los medios que la fuerza, los ardides, y el arte de la guerra autorizan : atacó no una, sino muchas veces con osadía y obstinación, fue reforzado con gente y artillería, desarrolló todo su poder, hizo tronar los morteros, y mas de seis mil bombas y granadas se desgajaron sobre nuestras cabezas. Los valientes zaragozanos dejaron exánimes sus columnas, las rechazaron dentro de sus mismas calles, y por último las compelieron a huir precipitadamente. Allí la muchedumbre disciplinada se estrelló contra los muros, fosos y valor de los defensores; aquí la tropa aguerrida sucumbió a una limitada porción de militares y a las cuadrillas de paisanos inexpertos, y no pudo entrar en una ciudad abierta.
CAPÍTULO II.
Descríbense los sitios que, con motivo de la guerra de sucesión, sufrieron las ciudades de Barcelona, Lérida, Tortosa, Alicante, y sus respectivos fuertes.
La muerte de Carlos II ocurrida el primero de noviembre de 1700 originó las disputas que produjeron la guerra de sucesión. El almirante Bing tenía bloqueado a Cádiz en 1704 con una gruesa división de naves de guerra, esperando estallase la sedición, que varios emisarios tenían fraguada, para que se declarase por la Casa de Austria; pero viendo que los facciosos no osaban hacerlo, marchó contra Gibraltar, sabedor de que era muy corta la guarnición, y de que estaba casi indefensa. Con efecto, don Diego de Salinas su gobernador, apenas tenía ochenta infantes, y treinta caballos que corrían la costa. Comenzó Bing el bombardeo con cuatro galeotas a tiempo que sobrevino Roock con el resto de la escuadra. Continuó el fuego por espacio de dos días, y el 3 de agosto saltaron a tierra cuatro mil hombres, y atacaron la plaza con el mayor denuedo; el día siguiente su gobernador capituló y salió con los honores militares. Armstad enarboló sobre los muros la bandera del imperio, pero los ingleses lo resistieron y tomaron posesión a nombre de su reina. Luego la guarnecieron con dos mil hombres, y fortificaron de tal modo, que habiéndola vuelto a sitiar los españoles en 1705, 1708 y 1782, subsiste todavía en poder de la Inglaterra. De estos tres sitios el más célebre fue el último, pues tuvo por espacio de cinco años en expectación a todo el universo. Fatigada nuestra corte del asedio infructuoso de Gibraltar, y con el cual estaba entretenida, resolvió tomarla proyectando un medio extraordinario, que superase su natural escabrosidad, la multitud de bocas de fuego que la circuían, y la destreza y talentos del general Eliot que la custodiaba. Hubo varios proyectos, unos atrevidos hasta tocar en lo ridículo, otros demasiado singulares para darles asenso y acogida; pero por último fue adoptado el del ingeniero Darzon, y el día 13 de septiembre la atacó el duque de Crillon, a quien estaba confiada la empresa; y a pesar de haber tomado todas las medidas, vio desgraciarse el plan más interesante y quedar aniquiladas diez embarcaciones de vela y remo obra maestra de la invención humana, y cuya construcción costó tres millones de pesetas, ascendiendo el valor de la artillería, áncoras, cables, y demás aprestos por lo menos a dos millones y medio. ¡Qué lección ofrecen estos sucesos tan interesante! La ocupación hecha el 4 de agosto costó bien poco, por el abandono en que nuestro gobierno había dejado aquel fuerte, siendo así que la naturaleza lo hace casi inaccesible. Esto fue tan singular como el no apoderarse Lefebvre de Zaragoza.
Los ejércitos del archiduque y los de Felipe V tenían agitada la España. En Barcelona ocurrieron varias conmociones, y el 25 de agosto de 1705 seiscientos miqueletes, gente forajida, proclamaron tumultuariamente al archiduque, y bloquearon la ciudad. Éste desembarcó en la Barceloneta el 28, y Barcelona no podía estar en peor estado para defenderse, pues carecía de armas, víveres, municiones, tropa, y sin esperanza de ser socorrida. En tanto se procuraba agitar al pueblo, que andaba remiso; los aliados ocuparon a Figueras y Gerona: Rosas fue la única que les hizo resistencia. Las bombas que disparaban de la escuadra hacían mucho daño en el caserío, y los cañones llegaron a abrir brecha en la muralla. Armstad sentía la lentitud del sitio, y queriendo apoderarse de Monjuí, lo puso en ejecución la noche del 14 al 15. Supo felizmente por un desertor el santo que el gobernador había dado, y disfrazado de granadero subió con una partida de alemanes la cuesta, y llegó al pie del castillo. Dado el santo, y aclamado Felipe V, les abrieron el rastrillo, y entraron en el foso. Algunos soldados exclamaron imprudentemente viva el rey Carlos, y comenzó a obrar la artillería y fusilería, que los desbarató y ahuyentó precipitadamente. Armstad fue herido entonces, y de resultas de un casco de bomba que cayó después junto a su tienda acabó de perder la vida. Con este motivo el virrey, sabedor del suceso, ejecutó una salida contra los sitiadores, en que mató a muchos, y unos trescientos que avanzaron a todos los hizo prisioneros. Con la muerte de Armstad el conde de Perterboroug, su rival, mudó de intención, y habiendo reputado hasta entonces por temeraria la empresa, comenzó a redoblar más y más sus esfuerzos. Durante el sitio cayó una bomba en un repuesto de pólvora, que hizo volar los edificios del contorno, y un lienzo de la muralla en que murió mucha gente; en seguida dio el asalto, y viéndose el gobernador sin defensores hizo llamada el 9 de octubre, y capituló la entrega de Barcelona con todos los honores de la guerra. El 14 salieron las tropas, y el 23 entró a posesionarse el archiduque.
Felipe V trató muy luego de poner personalmente sitio a Barcelona. Ocupadas las alquerías y puestos útiles entre Monjuí y Barcelona, abrió trinchera desde Orta hasta la marina. El 3 de abril de 1706 el rey se alojó en Sarriá, y el ejército estaba a las órdenes de Tessé. El 4 intentó asaltar a Monjuí, inducido por una falsa relación de que estaba muy mal defendido; pero quinientos ingleses y veinte catalanes, que componían la guarnición, rechazaron las tropas reales con mucha pérdida por subir a cuerpo descubierto. La guarnición de la ciudad compuesta de cuatrocientos hombres, tropa de línea, dos regimientos de dragones y nueve mil catalanes entre miqueletes y paisanos hacían su deber. El 23 abierta la brecha, asaltó el marqués de Aitona las obras exteriores de Monjuí, pasando a cuchillo a los que las defendían. El general inglés Dumegal sostenía con el mayor tesón y ardor el castillo; pero habiendo muerto de una bala de fusil, desmayó la tropa, y se rindió el 25 con trescientos hombres que quedaron prisioneros de guerra. La toma de Monjuí trastornó a Barcelona. Bien hacían por las noches salidas, pero sin utilidad. Estaba por último dispuesto el asalto, mas el mariscal Tessé no daba la orden, y en estas largas llegó el almirante Leack con la escuadra inglesa, mayor que la del conde de Tolosa. Corrió la voz que traía diez mil infantes y dos mil caballos, pero lo que hizo fue sostener la ficción, vistió de soldados a toda la chusma, y la iba desembarcando pausadamente, y de noche volvían a bordo los desembarcados para serlo de nuevo al otro día. El conde de Tolosa tenía orden de no batirse con la escuadra enemiga, si fuese mayor, y con esto y el terror que se apoderó de las tropas que creían los acometían diez mil rebeldes que mandaba el conde de Cifuentes si daban el asalto, levantaron el sitio el 11 a media noche perdiendo los trabajos y ventajas que habían adquirido.
Cuando el archiduque fue contra Barcelona estaba desprovista de todo; lo mismo y mucho peor sucedía con Zaragoza, porque se defendió sin tener un fuerte como Monjuí, ni muros como la capital de Cataluña, ni miqueletes adiestrados en el manejo del arma. Si Barcelona resistió cuarenta días, Zaragoza sesenta: aquella cedió luego que trataron de asaltarla, esta asaltada y ocupada, continuó en pelear y resistirse. Barcelona aterrada y despavorida con la explosión que voló un lienzo de muralla y varios edificios, apenas vio que el enemigo iba a acometer se rinde y capitula: Zaragoza ve volarse el gran repuesto de pólvora que tenía el 27 de julio, y con él muchas familias y gran porción de caserío; y por mas que el enemigo llegó hasta sus débiles baterías, le hace frente y rechaza con pérdida conocida. El sitio que puso Felipe V a Monjuí estando guarnecido, la ciudad con dos regimientos de dragones, cuatrocientos soldados de línea y nueve mil hombres entre miqueletes y paisanos, provista de todo, duró haciendo una defensa acérrima treinta y nueve días, y sin el artificio de Leack hubiese sucumbido. Cada empresa de esta naturaleza nos presta nuevos motivos de asombro y admiración.
En seguida partió el archiduque al reino de Aragón, y de consiguiente a Zaragoza. La poca tropa que había entonces se retiró al castillo, y no tardó a rendirse; los habitantes permanecieron tranquilos. Desgraciada la expedición de Barcelona, Felipe V se replegó; pero reforzado, vino a las manos con el ejército del archiduque el 23 de abril de 1707, 'y dio en las llanuras de Almansa a las inmediaciones de Valencia una célebre batalla que ganó completamente. Las resultas fueron reducir a este reino, aunque Játiva hizo una resistencia extraordinaria. Estando practicable la brecha el 23 de mayo fue asaltada la ciudad, y habiéndose retirado los defensores al castillo, que entonces era uno de los mas fuertes, por fin capituló con pactos ventajosos el día 15 de junio. El 3 de mayo estaba rendido Alcira; pero Alcoy, que no quiso ceder como Játiva, padeció igual destrozo y aniquilamiento. La misma suerte hubiera corrido Zaragoza si, constante en resistirse, no hubiese conseguido el que por último el enemigo abandonase la empresa. Habitantes de Játiva y Alcoy, vuestro tesón en sostener el partido que habíais elegido, os hizo preferir la destrucción de vuestra ciudad y la muerte, a recibir la ley del vencedor. Los zaragozanos por una causa más fundada estuvieron expuestos a perderlo todo, antes que ceder al yugo de la servidumbre; y si sucumbieron fue al peso de unos males insoportables.
Reducido Aragón y Valencia, sitiaron a Lérida, plaza importante, y que la naturaleza hace de difícil acceso. Annstad, sucesor del que falleció en el sitio de Barcelonr, la defendía con dos mil hombres, tropa escogida, y además la fortificó todo lo posible. Los duques de Orleans y Berwick tenían fuerzas de consideración, y por eso los alemanes no quisieron venir a las manos. El 29 de septiembre de 1707 el marqués de Legal abrió trinchera, y el 3 de octubre estaban concluidas las paralelas a solo cuarenta pasos de los muros de la plaza. El 6 ejecutó una salida la guarnición, pero como dijeron que los sitiadores habían ocupado el puente de la ciudad, acudieron allá, y no realizaron el designio de destruir las obras. El fuego de una y otra parte fue muy vivo, y duró hasta el 12, en que quedó abierta brecha en el muro, que era de poca resistencia; asaltaron por la noche, y aunque la guarnición se defendió vigorosamente, cedió por fin a la muchedumbre que ocupó la brecha. Una hora después los atacaron y no pudieron desalojarlos, antes bien fortificados levantaron contra la ciudad una batería. Entonces huyó el paisanaje, y la guarnición entró en la fortaleza. Esperando los sitiados que llegase Galloway con refuerzos, volaron los sitiadores el 25 de octubre una mina que deshizo el bastión de san Andrés, y se alojaron en sus ruinas. Desde la plaza despedían cohetes para que las tropas auxiliares redoblasen sus pasos, pero habiendo derrotado un destacamento que Galloway remitió para cubrir su marcha, conocieron que el socorro era inútil, y no trataron sino de conservar a Tortosa, que se les había encomendado. Estaba dispuesto volar otra mina el 11, pero faltos de agua los sitiados, y con el último riesgo a la vista, capitularon el 14 de noviembre, después de cuarenta y dos días de sitio.
La campaña de 1708 comenzó con el sitio de Tortosa contra la cual marchó Orleans por el mes de junio, haciendo conducir por el río Ebro la artillería, bagajes y municiones. Dos mil infantes y ochocientos caballos españoles al mando de don Francisco Gaetani tomaron desde luego a Falset. Don José Vallejo con su destacamento reconoció el terreno circunvecino, y llegó tan cerca de la plaza que registró hasta las empalizadas y puestos ventajosos que convendría ocupar. Manifestó a Orleans lo bien fortificado que estaba todo, la vigilancia de la guarnición, la dificultad y aspereza de los caminos, que diez mil miqueletes ocupaban los pasos, bosques y desfiladeros, pero nada acobardó a este jefe. El 10 de junio puso en movimiento sus columnas. La mayor partió desde Ginestar para Bitem, lugar que está a una legua de Tortosa, río abajo, mandada por el marqués Avarei; otra, al mando del marqués de Geofreville, pasó mas abajo de Tortosa, y atravesó el Ebro para bloquear aquella parte. Los miqueletes no pudieron estorbar estas marchas. Orleans seguía con el resto del ejército, y el 12 acampó en los sitios mas oportunos. La caballería interceptaba por la llanura de los alfaques los socorros que por mar querían introducir los ingleses. Asfeld estaba con diez mil infantes y dos mil caballos sobre el camino de Valencia. Los sitiados no cesaban de hacer fuego desde la plaza, ejecutando, diferentes salidas para desbaratar los obras a los sitiadores, llegando con intrepidez hasta las mismas baterías; pero a pesar de esto, y aunque derramaron mucha sangre, el 1 de julio quedaron las obras concluidas. El horroroso fuego de los morteros y artillería empezó a causar grande estrago en el caserío, lo cual trastornó a los habitantes. El 6 todo era disparar cohetes, para que Staremberg, que había acampado en los llanos de Tarragona, y estaba junto a Reus para alarmar a los sitiadores, viniese al socorro de la plaza, pero esto sirvió sólo para que acarasen el sitio. El día 9 don Antonio Villaroel atacó con un destacamento la estrada cubierta, que defendieron con bizarría. La acción fue sangrienta por las granadas de mano, piedras, carcaxes, y demás fuegos de betún y resina que llovían de los muros; pero nuestros combatientes avanzaron osados hasta llegar a la bayoneta, de modo que quedó el campo cubierto de cadáveres. Oportunamente les reforzó Orleans, y las tropas se alojaron en la estrada, pero no podían fortificarse, pues no cesaba un punto el terrible fuego de la plaza. En ésto salieron los sitiados en gran número y comenzó la lucha con mas encono, pero hubieron de ceder los sitiadores. Sin embargo la pérdida de los sitiados fue tal, y su estado era tan crítico que, celebrado consejo de guerra, el gobernador conde de Efran, hizo llamada el 10, y capituló el 11 después de treinta días de sitio.
Conquistada Tortosa partió Asfeld, y reforzado con un destacamento que le remitió Orleans puso sitio a Denia a primeros de noviembre de 1708 con un ejército de quince mil hombres. Las líneas y trincheras las formaron fácilmente, porque la plaza no hizo movimiento alguno. Estaba Denia guarnecida con mil y quinientos hombres entre alemanes, ingleses y portugueses. El 9 comenzó el fuego de una y otra parte, y el 12 tenían ya los sitiadores la brecha practicable: dieron el asalto espada en mano y a las dos horas de combate tomaron las obras exteriores. En seguida ocuparon la ciudad y arrabales, y la guarnición huyó al castillo; pero, cortada la comunicación con el mar, el gobernador don Felipe de Valera se rindió a los diez y siete días de sitio.
El primero de diciembre, sin embargo de lo rigurosa de la estación, que en dicho año fue mas extraordinaria, movió Asfeld con todo el ejército para Alicante que dista veinte leguas, las que anduvieron rápidamente, y comenzaron los trabajos con tal actividad que el y quedó abierta la trinchera. Comenzó el fuego de una y otra parte, haciendo el mayor estrago, y los habitantes aterrados se embarcaron en gran número para Mallorca y otras partes, y fue tal la, confusión que el mismo pueblo precisó a su gobernador don Juan Richart a capitular, lo que ejecutó' retirándose al castillo. Este hacía una defensa acérrima, y los sitiadores comenzaron al fin de diciembre a trabajar una mina para volarlo. Costaba mucho cavar la mina, no solo por la dureza de la peña, sino porque era preciso dividirla en varios ramales. Confiaban los sitiados en que el general Stanhope iba a socorrerlos con una escuadra de veinte naves, y efectivamente el 15 de enero de 1709 comparecieron cinco navíos que, puestos a tiro,comenzaron sus descargas contra las baterías de Asfeld mas próximas al mar, pero estas obraron con tal destreza, que echaron uno a fondo, y esto bastó para que desistiesen del empeño.
La mina quedó concluida el 14 de febrero, y la cargaron, según relaciones coetáneas, con seis mil arrobas de pólvora, en cuya operación consumieron dos días. Antes de darla fuego avisaron a la ciudad y guarnición, dándoles a entender el peligro que les amenazaba. Bajaron dos oficiales a cerciorarse, pero ni aun así creyeron que la mina tuviese la profundidad que decían, y que estaría cargada por la boca para intimidarlos. En esta persuasión el gobernador Ricardo Siburk contestó podían volar la mina siempre que quisiesen, y el 19 al amanecer se le dio fuego. No correspondió el resultado a la porción de pólvora introducida, por haberse desventado con la contigüidad de un pozo que había en lo alto, pero sin embargo saltó al aire una porción de monte, se abrió y desgajó la tierra contigua, estremecióse el castillo, retembló la ciudad, y cayó un bastión de la parte de ésta y la casa del gobernador, con otras obras de defensa, quedando sepultados entre las ruinas ciento cincuenta soldados, el gobernador Siburk, cinco capitanes, tres tenientes y el ingeniero mayor. No desmayó la guarnición aunque carecía de todo, y especialmente de agua por haber abierto la explosión las cisternas, y así continuó defendiéndose hasta el 15 de abril que asomó el conde de Stanhope en la playa con veinte y tres navíos de guerra, el cual traía tropa de tierra; pero habiéndose formado la nuestra para recibirle, no se atrevieron a salir, y conociendo era imposible socorrer a la valerosa guarnición del castillo capituló el 18 su entrega, que se efectuó embarcándose el 20 la guarnición, que no ascendía sino a seiscientos hombres.
Durante este sitio, Staremberg quiso reconquistar por sorpresa a Tortosa con un ejército de cinco mil infantes y un gran número de catalanes voluntarios. El 4 acampó junto a una ermita antes del amanecer, y comenzó a tronar su artillería. Al mismo tiempo los alemanes corrieron a romper las puertas con, sus hachas, y lo consiguieron en la de San Juan. Despertó la guarnición, y acudió a la defensa con tanto denuedo, actividad; y energía, que pudieron contenerlos, hasta que ya de día claro les asestaron la artillería, y después de luchar hasta la noche se retiraron auxiliados de la oscuridad.
CAPÍTULO III.
Cotéjase lo ocurrido en los sitios narrados, con los que sostuvo la heroica Zaragoza.
¡Cómo realzan los asedios de estas ciudades los que sufrió Zaragoza! Lérida, plaza respetable por su situación, y en tiempos que estaba menos adelantada la táctica, cede a los esfuerzos de Orleans; y teniendo dos mil hombres de guarnición, obras que la hacían casi inaccesible, y un ejército auxiliar a sus cercanías, se rinde y capitula a los cuarenta y siete días de sitio. Tortosa, aunque de menos consideración, con iguales recursos no pasa de los treinta. Denia defendida por mil y quinientos hombres resiste diez y siete; y si Alicante llegó a los ochenta, comparada su posición, ventajas y medios que tenía para defenderse, todavía debe calcularse su resistencia por más débil, que la que hicieron Tortosa y Lérida. A vista de esto, ¿cómo saciarse en contemplar una y mil veces a la ínclita Zaragoza? ¡Quién no ha de exclamar y repetir, sesenta días resistió en el primer asedio a un ejército que con los diferentes refuerzos que recibió pasaba de diez mil hombres, y casi nadie la auxilió en sus apuros! El día 15 de junio y 4 de agosto sus habitantes ejecutaron en la situación más crítica las proezas que se han referido. Mil bombas estallaron dentro de su recinto, cincuenta cañones tronaban a la vez para derribar sus endebles tapias; los padres de familias, el labrador, el artesano, contuvieron en las puertas los ataques briosos y encarnizados con que acometían las tropas del emperador. Infinitos que, sin la generosidad de sus compatriotas, hubieran perecido, subsistieron contentos, y prefirieron los mayores trabajos a recibir dentro de sus muros al ejército enemigo: la sangre de los ciudadanos vertida el día 4 de agosto, y los asesinatos y violencias lejos de arredrar, exaltan la cólera, y no hay uno que no respire venganza: todos vuelan a encontrar las columnas que, tendidas por la calle del Coso, amenazan destrucción y muerte, todos acometen, todos lidian: no es un ataque combinado, no solo obra la pericia militar: el valor más heroico y extraordinario dirige los pasos de la muchedumbre, cada callees un campo de batalla, y cada casa un castillo: donde quiera se percibe el estrépito de la fusilería, el chasquido de la granada de mano, el silbido de la bala rasa. El combatiente enardecido reta y saja, y enseña el acero teñido en sangre, e incita al pusilánime para que vuele a mezclarse en lo más encarnizado de la lucha. Es menester respirar un momento. La imaginación vehemente que ha presenciado estas escenas, se agita, y conoce que no es posible describirlas con su verdadero colorido.
Ganadas por Felipe V las célebres batallas de Brihuega y Villaviciosa en el diciembre de 1710, marchó Vandoma con diez y nueve mil franceses a poner sitio a Gerona. El 27 quedó abierta la trinchera. La plaza es de consideración, estaba bien fortificada por los ingenieros y guarnecida con dos mil hombres. Sufrían mucho los sitiadores por el rigor del tiempo: veinte días estuvieron los soldados en las trincheras llenas de agua. Los defensores ejecutaron diferentes salidas, y tuvieron algunos encuentros; pero consolidadas las obras, para impedir llegasen socorros de Barcelona, minaron los bastiones de Santa María y Santa Lucía, que volaron el 23 de enero de 1711, y perecieron muchos de los que los custodiaban. En seguida asaltaron, y fueron repelidos los franceses; volvieron a insistir con mayor ahínco, y tuvieron que retroceder de nuevo: la presencia de Noalles los rehízo, y a la tercera vez cargaron con tal denuedo, que huyeron los defensores, y aquellos se apoderaron del bastión, e hicieron algunos prisioneros. Situados en la brecha y bastión, continuó la artillería derruyendo los muros, y dispusieron nuevo asalto para el 25; pero el conde de Tatembac, su gobernador, ofreció entregar la plaza si en el término de seis días no era socorrido. Espirado el plazo, salió el primero de febrero la guarnición después de treinta y cinco días de sitio.
La resistencia de los catalanes es un punto excelente de comparación. Abandonados, tuvieron la arrogancia de querer constituirse en república, y sin acordarse que sesenta años antes prefirieron la Casa de Borbón a la de Austria, ahora sostenían la inversa. Estaba bloqueada Barcelona el 2 de agosto de 1713, y el duque de Populi le intimó la rendición; pero los sediciosos despreciaron la íntima, y enviaron comisionados a Viena para pedir socorros. Viendo cuánto era el empeño que habían tomado, pidió auxilios Felipe V al rey de Francia, quien remitió quince mil hombres al mando del mariscal Berwick que llegó a las vistas de Barcelona el 7 de julio de 1714. El 11 quedó abierta la nueva trinchera, y el 13 comenzó el fuego de la plaza contra los sitiadores. Los sitiados hicieron una .salida con mil quinientos infantes, trescientos caballos, y dos mil paisanos. El combate duró una hora, y sufrieron mucho por ser grande el fuego de mosquetería con que les saludaban desde la trinchera, tal que hubieron de retirarse con pérdida conocida. El 25 al amanecer comenzaron a tronar contra la plaza los cañones y morteros. Mas de sesenta bocas de fuego obraron contra el bastión de oriente, y poco a poco fueron perfeccionando las otras baterías contra los restantes hasta abrir las correspondientes brechas. Al mismo tiempo minaban, contraminaban y ejecutaban diferentes salidas, correspondiendo a los sitiadores desde la plaza con un fuego terrible. El 11 de septiembre manifestaron a los ciudadanos su situación para que evitasen una completa ruina, pero estaban frenéticos, y así los sitiadores atacaron asaltando por la derecha, por el centro y por la izquierda. Los franceses acometieron el bastión de oriente, los españoles los de Santa Clara y Puerta nueva. La defensa fue valerosísima, o por mejor decir desesperada. Los españoles y franceses montaron sobre las brechas con una intrepidez inaudita, y al punto tremolaron sus banderas sobre los baluartes de Puerta nueva y Santa Clara.
En seguida los franceses entraron en la ciudad, y entonces comenzó una nueva lucha. Los defensores habían hecho innumerables fosos y cortaduras, y cada palmo de terreno costaba mucha sangre. A nadie dieron cuartel durante la pelea; y batiéndose acérrimamente, llegaron los franceses hasta la plaza mayor, en donde, creyéndose vencedores, se desordenaron entregándose al pillaje. Aprovechando este momento, cargaron los defensores con tal resolución, que repelieron las tropas hasta la misma brecha. Entonces fue preciso todo el rigor de la disciplina, y reforzar las tropas con un cuerpo de reserva. El impulso con que acometieron los que llegaron de refresco, hizo replegar a los catalanes, y cuando les ocuparon la artillería esparcida por las calles, y la dirigieron contra los mismos, se desanimaron, aunque continuaban la pelea. Los españoles por otro lado tomaron el baluarte de San Pedro que les incomodaba matándoles bastante gente, y dirigieron la artillería contra los pelotones o cuadrillas de paisanos que iban vagando por aquellas cercanías. Villaroel y el cabo de los Conselleres reunieron la gente, y cargaron contra los franceses, que avanzaban con algún desorden, pero ambos jefes fueron gravemente heridos. La muchedumbre desmayó algún tanto, pero en todos los cuarteles sostenían el combate con el mayor empeño, no habiendo ya nadie que no fuese soldado. Las mujeres y niños se habían retirado a los conventos, el paisanaje arrollado ni se defendía ni pedía cuartel; así que, las tropas pasaban a todos a cuchillo. Por último, una porción de personas principales que estaban retiradas en la casa del magistrado de la ciudad enarbolaron bandera blanca, y Berwick hizo suspender tan horrenda carnicería. En esto sonó una voz que decía mata, quema, y todos volvieron a su primitivo furor, y corrieron arroyos de sangre por las calles. Llegada la noche, y después de doce horas de combate, experimentó la ciudad nuevos horrores. Los catalanes no dejaron de disparar sin ser vistos por ventanas, tejados y agujeros prevalidos de la orden que dio Berwick para que no destruyesen ni quemasen el caserío.
Pasadas algunas horas comparecieron ante él mismo los diputados del pueblo, pero con tanta arrogancia que pidieron perdón general, y restitución de sus privilegios; les contestó que no entregándose antes de amanecer serían todos pasados a cuchillo. Enfureció esta respuesta a los rebeldes y renovaron el combate. De todas partes llovían balas que no dejaron de causar daños de consideración. Semejante pertinacia fue causa de mandar que, llegado el día, incendiasen la ciudad. Todo dispuesto, les intimaron la resolución, pero en vano, pues nadie quiso rendirse. Entonces comenzó el incendio, y viendo el peligro en que estaban, alzaron otra vez bandera, y entregaron la ciudad. Berwick les concedió la vida con tal que le entregasen el castillo de Monjuí, y la ciudad de Cardona, como lo verificaron. Tal fue el término de la extraordinaria y valerosa resistencia que hicieron los habitantes de la capital de Cataluña, sufriendo el bloqueo de un año y un sitio terrible de sesenta y tres días.
Así como experimentamos una complacencia y sensación agradable cuando hallamos con un objeto que se asemeja a otro que nos interesa: del mismo modo causa placer poder observar un cuadro que presenta algunos rasgos del heroísmo con que se distinguieron los zaragozanos. Testigo de los desvelos, fatiga y osadía de mis compatriotas, me recreo en observar a los barceloneses, y seguir sus pasos en el largo espacio de tiempo que se defendieron. Veo el espíritu popular exaltado por una mera opinión al mas alto punto: que el clero y estado regular, prevalido de su ascendiente, atizaba el fuego de la discordia: que la muchedumbre, constante en sostener su partido, se defendía con ardor y energía: que no perdonaron ningún medio de cuantos podía sugerirles el entusiasmo de que estaban inflamados: obras de fortificación exteriores e interiores, cortaduras, parapetos, y baterías: salidas en que pelearon con serenidad y firmeza: constancia en resistir un fuego activo, horroroso y continuado por un largo trascurso de tiempo: todo se encuentra en el asedio que sufrió la capital de Cataluña. ¿Y qué diremos de aquella obcecación en los momentos mas críticos, en que todo respiraba desolación y muerte? Tremolaba la bandera en los baluartes, y entrando las columnas por la brecha, y resonando el estampido de la bomba y del, cañón por las calles, en lugar de ocultarse y huir, se precipitan tumultuosamente sobre ellas. Una alarma general difunde el estrago por aquel recinto; la guerra destructora despliega su cohorte funesta: el robo, la violencia, el asesinato corren en triunfo sobre la arena empapada en sangre, y nada les inmuta. La venganza inflama sus miradas y anima sus semblantes, y sin contar con la superioridad, y mayor pericia de los que les acometen, cargan sobre ellos, y consiguen arrollarlos. Este ligero triunfo acaba de ofuscar su enardecimiento. En vano observan que su situación ee ya apurada, que nuevas fuerzas se despliegan dentro de sus muros; pero sin duda esto les complace, porque parece que solo apetecen morir. Si hay quien trata de capitular, una voz desconocida lo frustra, y conduce a los patriotas a la lucha. Las teas encendidas no bastan a calmar sus furores, y solo cuando ven que la llama voraz empieza a destruir los edificios, ceden por último al imperio de la fuerza.
He aquí lo que nos ha trasmitido la historia, pero no es menos lo ocurrido durante el primer asedio de Zaragoza. Y si no ¿donde una escena igual a la del 15 de junio? Si los habitantes de Barcelona pelearon en sus salidas, y cuando vieron asaltadas sus brechas, fue concluidas todas sus obras de defensa, y tomadas bien las medidas. Los zaragozanos, después de los desastres inconcebibles que produjo la desarreglada salida al pueblo de Alagón, cuando los ánimos estaban cubiertos de luto y la mayor parte de los habitantes dispersos, llega un ejército respetable a sus puertas, y sin tener idea de como conducirse, paisanos, mujeres y muchachos arrastran y conducen los cañones a. las puertas, y hasta el trémulo anciano enarbola la mugrienta pica, y desafía a los más valientes. Nadie sabía a las doce como podía humanamente impedirse la entrada a Lefebvre, y nadie se atrevía a decirlo. El pueblo obraba maquinalmente en sus débiles disposiciones. Quería defenderse; ¿pero cómo responder de una voluntad que, aunque exaltada, no presentaba punto de apoyo? ¿dónde los muros, fosos y baluartes que por lo menos contuviesen el primer ímpetu ? Si la artillería enemiga hubiera comenzado a desbaratar los paisanos, ¿cómo rehacerlos? En Barcelona tenían un Villaroel, un consejero y otras cabezas de partido: en Zaragoza un Sas, un Zamoray, un Cerezo y demás que hemos referido llevaron la voz en lo mas rudo del combate. Llegado el momento crítico, rompe el fuego; ¿y quién manejaba los cañones? los artilleros que teníamos eran pocos y estaban distribuidos en diferentes puntos.
Los franceses aparecieron con el mayor denuedo delante de las puertas; ¿y qué se hizo en aquella situación? el artesano y el labrador se convierten de improviso en ayudantes de artilleros: quién maneja la escobilla, quién conduce la metralla, quién ataca con los espeques, unos toman la mecha, otros aproximan el cañón a la puerta, parte se sitúan en el camino, parte por los edificios, la fusilería no cesa un momento. En lo mas empeñado de la acción faltan las municiones, y vuelan por toda la ciudad a pedir metralla y sogas para tacos. Las mujeres y jóvenes de diez a doce años se internan por medio de un diluvio de balas, y con el mayor espíritu llegan al pie del cañón a depositar sus espuertas. En el primer calor hubo hombres y mujeres que rasgaron sus vestiduras para que no cesase el fuego. En Barcelona tuvieron la prevención de reunir y cerrar en los conventos las mujeres y jóvenes de tierna edad: en Zaragoza fueron los primeros que se mezclaron en la lucha. El bello sexo manifestó una entereza espartana, y despreció la muerte. Vimos a las mujeres llegar a dar de beber a los artilleros y defensores, y las vimos avanzar por medio de la muchedumbre y animar a aquellos valientes. Sus voces eran rayos que suscitaban en los pechos vengativos el mas voraz incendio. Cuando llegaron a internarse algunos franceses, a falta de armas, las mujeres disparaban piedras. Los lanceros polacos que quisieron disipar la muchedumbre cayeron expirantes sobre la misma, y los caballos y banderolas ocupados los condujeron las mujeres y muchachos por las calles anunciando el triunfo. ¿Y la disposición de todos los ánimos? defenderse hasta morir. Infinitas familias subieron piedras a sus estancias para descargar su furor. Los sucesos mas brillantes de tres siglos que habemos referido no presentan una escena de esta naturaleza: la historia no conoce un combate de ocho horas en igual posición, y será difícil reunir un conjunto de circunstancias y pormenores mas interesantes.
Sin embargo, esto es lo que sucedió el 15 de junio. ¿Y qué diremos de la entereza de mis compatriotas en los sucesivos? El 16 esperábamos nuevo ataque: a prevención extrajeron los bancos de las iglesias, y con ellos, sacas y muebles, hicieron cerraduras en los puntos que los paisanos creyeron oportunos. Esta particularidad descubre la verdadera situación de los zaragozanos. No tenían ni quien Ies sugiriese especies algún tanto arregladas. El que aquel día hubiere visto la calle del Coso, la del Hospital, y plaza del Carmen casi cubiertas de bancos hacinados, ¿qué podía conceptuar? que el ánimo era defender el terreno a palmos, pero que los medios y disposiciones eran ningunas. Es verdad que, aun cuando alguno hubiera sugerido la especie de cortaduras y parapetos en. forma, ni había lugar de proyectar ni de ejecutar; y así luego que vieron que los franceses seguían acampados, ya se animaron a arrancar árboles, y trazar míseras baterías.
En esto llegaron los días 1 y 2 de julio. Reforzados los franceses atacaron bien satisfechos de que iban a tomar aquellas débiles obras que a su idea forjaron los defensores. Estos no habían recibido mas auxilio que unos cien soldados del regimiento de Extremadura, los dos cañones de grueso calibre, y los dos morteros remitidos de la plaza de Lérida, pero estaban perennes en los puntos. Su fatiga era extraordinaria, pues ni tenían quien los relevase. Sin embargo ¿ donde se habrá visto que las tropas mas disciplinadas recibieran los ataques con igual bizarría? Firmes como rocas en sus puestos, sostienen un fuego graneado que desbarata las filas enemigas. El cañón auxiliado de la fusilería trunca las columnas, como el huracán corta el roble de cien años, y las mas corpulentas encinas. Lefebvre y Verdier tienen por último que ceder y sufrir un nuevo desengaño con demasiada amargura.
Aunque muchas ciudades y plazas han soportado grandes bombardeos, el que resistieron los zaragozanos es un lauro de mas que hermosea sus sienes. Les hará siempre mucho honor la conducta que observaron en los días primeros de agosto, atendiendo unos a la defensa y otros a socorrer a los infelices. El bombardeo era un tronar continuo y horroroso, y las explosiones destruían el caserío de las inmediaciones a la puerta de Santa Engracia donde estaba el hospital general. Este magnífico edificio era el blanco de sus tiros. Atacados los enfermos en el lecho del dolor, fue preciso trasladarlos repentinamente a otro sitio. ¡Qué escena más lastimosa! Las quejas y los ayes se interpolaban con el estrépito de la bomba, que venía a estrellarse a los pies de los que conducían las camillas. No ignoraba Lefebvre que había un hospital; y podía haber tenido presente lo que los españoles y aun generales franceses con motivo menos interesante practicaron haciendo la guerra. Cuando Luis XIV estaba dirigiendo el famoso sitio de Lila, su gobernador el conde de Brouai envió a preguntarle donde tenía su tienda para preservarla del bombardeo. El rey le contestó que por todas partes, y efectivamente recorrió los puestos más arriesgados, y estando en la trinchera murió a sus espaldas un paje suyo. El mismo gobernador, sabedor de que en el campo no había nieve, le remitía una pequeña porción al rey todos los días. Haced que el gobernador, le dijo al que la conducía, me envíe nieve con abundancia. Señor, le respondió el comisionado gravemente, la conserva porque juzga que el sitio será largo, y no quisiera que faltase a V. M.
Mr. Anquetil dice: que sólo los españoles han sabido manifestar una política que no hubiese tenido cabida en la animosidad de sus guerras civiles. El mismo mariscal de Gremont refiere también que en el sitio que puso a Lérida en 1747 el gobernador don Antonio Briz, tan experimentado como valiente y gran político, enviaba desde la plaza todos los días nieve y limonada al príncipe de Condé; y así sucedía, dice, que, después de choques muy empeñados y sangrientos, salían de las fortificaciones los mulos del gobernador cargados de nieve y agua de canela para refrescarnos y aliviarnos de las fatigas del día. El mariscal La-Feullidade tuvo también en el sitio que pusieron los franceses en 1706 a Turín la atención de dirigir al duque de Saboya un enviado, previniéndole iba a comenzar el bombardeo, y que indicara el sitio que quisiera preservar: el duque contexto que podía tirar indistintamente. Si esto lo ejecutaron por mero obsequio los guerreros, ¿cuánto más acreedora era la humanidad afligida a que se hubiese respetado su asilo?
Obstinada fue la defensa de los habitantes de Barcelona cuando tuvieron las tropas francesas dentro de sus muros; pero aquella duró solo un día, porque al siguiente capitularon. Los zaragozanos el 4 de agosto no solo contuvieron al enemigo, sino que lo arrollaron, y ya no salió en diez días de aquellas líneas hasta que por último levantó el sitio- La diversidad es muy considerable; y si entramos a analizar pormenores, ¿qué expresiones serán bastantes a describir las escenas de aquel día? Magullados muchos defensores con las paredes desplomadas, y envueltos otros en polvo, permanecen días y noches enteras en las baterías. Después de asaltadas, luchan con la arma blanca hasta que hacen morder el polvo a los temerarios que les acometen. Reforzados los franceses, ocupan las puertas de Santa Engracia y Carmen, y comienzan a internarse por la ciudad. Palafox parte con su comitiva, se encarga del mando don Antonio Torres, y éste, y don José Obispo casi no hallan un medio adaptable en semejante conflicto. El silencio que reinaba a las doce de la mañana presagiaba la escena mas lúgubre. De improviso se exaltan los ánimos. Sin duda descendió algún genio sobre los habitantes, pues los que huían retroceden, los que se retiraban a sus casas vuelven con mas vigor a buscar al enemigo, ya todo es acción y movimiento; las cuadrillas cogen las avenidas de la calle del Coso, comienza un tiroteo terrible por todas partes, la muerte se ceba en la muchedumbre, y aniquilando ora al soldado, ora al labrador y artesano, multiplica sus víctimas. Zaragoza era un verdadero volcán, pues la atmósfera estaba cubierta de fuego y humo. Mientras reinó el orden en las columnas francesas, pelearon unos y otros a cuerpo descubierto; pero luego que los soldados subieron a las casas, los acometieron por las estancias y dándoles muerte los arrojaron a la calle, y los jóvenes arrastraron los cadáveres con sogas y los precipitaron en las márgenes del Ebro. ¿Qué podrá citarse que uniforme con acciones tan singulares? ¿dónde un encarnizamiento y obstinación más exaltada?
Terminado el día 4 y ocupando las tropas francesas una parte de la ciudad, ¿podía concebir ninguna imaginación que subsistiesen por espacio de diez días? Muchos habitantes huyeron a los arrabales, pero la mayor parte permanecieron en sus casas. El campo de batalla estaba en torno de nuestras habitaciones, formando sus límites las respectivas líneas de casas que ocupábamos y ocupaban los enemigos. ¡Qué riesgo puede darse ya mas inminente! El figurarlo sólo agita y conmueve, pero el sorprenderse hubiera sido viendo el estado interior. Muchos de los paisanos iban al sitio que les acomodaba, y a la hora que les parecía. El tiroteo continuaba siempre por los que tenían mas tesón; pero hubo noche, y aun en el centro del día, momentos en que los puntos estaban desiertos, y la menor sorpresa nos hubiera envuelto en un abismo de desastres. La llegada de los refuerzos restableció algún tanto el orden, pero, no obstante esto, debe reconocerse que la constancia fue admirable, y que el riesgo y situación no podía ser mas terrible.
Los zaragozanos se cubrieron de gloria en el primer asedio, y llegó al mas alto punto 'su entereza y heroísmo. Tales esfuerzos sobrepujan los términos prescritos por la razón, pero los engrandece mas la justa causa que sosteníamos. Derramar la sangre por una opinión, y obcecarse por sostenerla, demuestra carácter: pero luchar resistir una dominación que quiere cimentarse sobre la perfidia, la mala fe y la usurpación, es lo más sublime, lo que no hay expresiones para encarecer, y lo que debe fijar el pasmo y admiración de todos los siglos. La conducta de un pueblo honrado debe servir de modelo a todas las naciones. Siempre que la afeminación reine, preponderará la fuerza, y los hombres verán hollados los vínculos más sagrados de la sociedad, y hallarán que su suerte sería más ventajosa viviendo en las selvas como los brutos. El sabio calculador preveía el mal en toda su extensión: el hombre tímido no contaba sino con una ruina casi inevitable que su temor le hacía más horrorosa; ¿pero si la nación española hubiera partido de estos principios, cual sería su actual estado? Servir uncida al carro de la esclavitud, sujeta a los caprichos del destructor del género humano.
CAPÍTULO IV.
Refiérense los sitios que sostuvieron Cremona, Turín, Tortona; Milán, Tolón, Lila y Tournay contra las tropas del emperador Leopoldo, bajo las órdenes del príncipe Eugenio.
El segundo asedio presenta también un cuadro muy interesante, que debe describirse y cotejarse con separación. Los resúmenes anteriores son extraídos de la época del primer reinado de Felipe V. Sujeta la Cataluña, no se presentan sucesos grandiosos al intento, ni hasta la renuncia que ejecutó el 10 de enero de 1724, ni en la posterior, en que volvió a tomar el cetro hasta su muerte, ocurrida en 9 de julio de 1746.
Justamente por el tiempo que España estaba agitada con las guerras de sucesión, el emperador Leopoldo contrarrestaba el poder del conquistador célebre de aquellos tiempos. Los talentos que empezó a desplegar Francisco de Saboya, conocido por el sobrenombre de príncipe Eugenio que irritado de la mala acogida que le dio la corte de Francia, se refugió a la de Alemania, le acarrearon el mayor crédito. Las diferentes batallas que dio, y plazas que tomó, nos suministran datos comparativos, y mas apreciables por ser de unos tiempos en que la táctica había hecho grandes adelantamientos, y que los historiadores nos han dejado relaciones mas circunstanciadas.
Aunque Leopoldo murió el 6 de mayo de 1705, su hijo primogénito continuó con el mayor tesón, y en uno y otro reinado sobresalió el príncipe. Luego que este penetró en la Italia por las gargantas del Tirol con su ejército de treinta mil hombres, y amplias facultades para obrar con absoluta independencia, forzado el punto de Carpi después de un combate sangriento que duró cinco horas, las tropas alemanas se situaron entre el Adige y y Adda, penetrando en seguida a Bresara, y haciendo retirar al mariscal Catinat hasta mas allá del río Oglio. En esto vino Villeroi a reemplazar a Catinat en el mando, y el príncipe Eugenio lo batió precisándolo a abandonar casi el ducado de Mantua; terminando la campaña con la toma de Miranda, la que se rindió el 22 de diciembre de 1701. Al año siguiente, en el centro del invierno, resolvió tomar a Cremona. Esta es una ciudad antigua de Italia en el ducado de Mantua, murada, y con un buen castillo, sita en una llanura cerca del río Po sobre el sitio en que el Adda se une con dicho río por el canal Oglio que llena de agua sus fosos, cuyo cerco es de cinco millas. Conociendo las dificultades que ofrecía, quiso tentar una sorpresa. Ganó la confianza de algunos particulares, y especialmente la del señor Cassolí, cura de la parroquial de nuestra señora de la Neuve, quien ideó el que por una alcantarilla entrasen las tropas por la noche, y sucedió todo como podía apetecerse en la del primero de febrero de 1702. Al amanecer encontraron al enemigo dentro de sus calles; éste había hecho ya prisionero al gobernador, comenzaron las escaramuzas, y se hubiera hecho dueño de Cremona, si la casualidad de ser tan pronto descubierto, y el valor de las tropas que la defendían no le hubieran precisado a retroceder. Posteriormente se le rindió y capituló en 1707.
Entre los diferentes sitios que ha sufrido Turín, una de las más hermosas ciudades de Italia, .capital del Piamonte, es el que le pusieron los franceses en 1706, bajo las órdenes del duque de Orleans. El de Saboya salió de Turín para proporcionar su reunión con las tropas auxiliares, que debían concurrir al levantamiento del sitio, y arengó a los habitantes, encargándoles tuviesen el mismo celo, firmeza, valor y coraje que los barceloneses habían manifestado, y de que acababan de dar las más gloriosas pruebas. Yo sé, les dijo, que los piamonteses y alemanes jamás han cedido en valentía a los catalanes; y concluyó ofreciendo vendrían muy en breve socorros que precisarían a los franceses a retirarse tan vergonzosamente como lo habían hecho hacía poco, abandonando la conquista de Barcelona. El conde de Thaun quedó encargado de la defensa de Turín. El ejército sitiador constaba de ochenta mil hombres, y sus morteros y cañones en número considerable hacían un fuego horrible. La llegada del ejército auxiliar a las órdenes del príncipe Eugenio se anunció al conde de Thaun desde el monte Supergue con varias señales y fuegos en la noche del 6 al 7 de septiembre. Aunque en la plaza había tropas, Thaun previno al paisanaje que al toque de la campana de la gran torre estuviesen prontos para acudir a sostener los puntos. Llegado el día 7, apenas oyeron unos cañonazos, que Thaun conocía bien lo que significaban, hizo sonar la campana; los paisanos volaron a los puntos, y los doce batallones de línea salieron por la puerta Suriné. No quedaron en las casas mas que viejos y niños. Los unos subían a los campanarios, los otros sobre los torreones y muros: hasta los techos estaban cubiertos de una multitud de gentes, que formaban un anfiteatro mucho mas agradable a la vista que el combate que iban a presenciar. Este se trabó con el mayor empeño, y el príncipe Eugenio atacó con treinta mil hombres a ochenta mil dentro de sus líneas. Entretanto duraba la pelea, las baterías continuaban batiendo en brecha a la ciudadela,,y los morteros no cesaban de despedir bombas sobre la ciudad, haciendo el fuego algunos estragos sobre los que, por curiosidad, ocupaban las murallas. El enemigo dio fuego a varios almacenes de pólvora que comenzaron a estallar con horrendo estrépito: el que tenían en la iglesia de Podestra se cebó a las seis de la tarde con tal violencia que retemblaron todos los edificios de Turín. La acción fue empeñada y sangrienta, pero los aliados consiguieron la mas completa victoria, con cuyo motivo los franceses tuvieron que abandonar el campo y levantar el sitio. La ciudad quedó libre después de tres meses de cerco, y de haberse disparado sobre ella mas de cuarenta mil cañonazos y veinte mil bombas.
Conseguido este triunfo, el príncipe Eugenio trató de tomar la ciudadela de Tortona en el Milanés, a la cual se había retirado con su guarnición el gobernador don Francisco Ramírez; pero recibió un aviso del príncipe Anhalt, que acababa de sitiar a Alejandría en el ducado de Milán, en que le comunicaba que, de resultas de una bomba, se había volado el almacén de pólvora, haciendo retemblar la ciudad, echando a tierra dos conventos, sepultando mas de dos mil personas entre las ruinas y que estaban todos consternados y en el mayor apuro. Abandonó pues a Tortona, y habiendo llegado, activó el sitio en términos que la rindió después de tres días.
En el siguiente año emprendió el sitio de la ciudadela de Milán, una de las poblaciones crecidas de Italia, siendo admirables algunos de sus edificios, y sobre todo la célebre biblioteca ambrosiana, que constaba de ciento cuarenta mil manuscritos y sesenta mil volúmenes. Abierta la trinchera, el 22 de febrero asestaron contra ella dos baterías, la una de veinte y cuatro piezas y la otra de diez y seis. Esta comenzó a batir los muros en brecha. La guarnición hizo por la noche una salida, pero fue rechazada por la tropa que defendía la trinchera con pérdida conocida. El primero de marzo recibieron los aliados las municiones y artillería que esperaban; bien presto se abrió brecha en la muralla, y la guarnición hizo todavía una salida, en que sufrió igual descalabro que en la anterior, con lo que los sitiadores dieron un asalto al camino cubierto: la lucha duró una hora y fue bastante sangrienta, y por último tomaron el punto los sitiadores. En este estado tuvo aviso el príncipe Eugenio de haberse rendido la ciudad de Módena, y desconfiando los franceses de poder sostenerse con siete u ocho mil hombres que tenían en Mantua y otras pocas plazas, resolvieron retirarse, y entabladas conferencias, convinieron en dejar las de la Lombardía, por lo que evacuaron a Milán el 5 de marzo con arreglo al artículo quinto de dicho tratado.
Inmediatamente sitió el príncipe a Tolón, ciudad opulenta y crecida de la Provenza en Francia, con excelente ciudadela y gran arsenal, y un puerto defendido por varios fuertes, como que es uno de los mejores y mas famosos de la Europa. Las tropas combinadas al intento condujeron para emprender el sitio cien piezas de artillería, mas de setenta y dos mil balas, cuarenta morteros y treinta y cinco mil bombas. A vista de tal empeño comenzó a despertarse el valor de los franceses amortiguado con las vergonzosas derrotas que habían sufrido. Hasta el ia de agosto de 1707 hicieron vigorosas y continuadas salidas que todo lo arrollaban; tan presto clavaban el cañón, tan presto destrozaban las cureñas, y siempre hacían todo el daño posible. El 15 recobraron la altura de Santa Catalina, y por último del 21 al 22 tuvieron los aliados que levantar el sitio.
El de Lila, capital de la Flandes francesa, después del de Ostende de que habemos hablado, es uno de los mas célebres por lo largo, por la mucha gente que pereció de una y otra parte, y por las personas distinguidas que concurrieron. Los aliados sitiaron a Lila después del levantamiento del de Tolon. El convoy que llevaron bajo una escolta numerosa consistía en sesenta gruesos morteros, cerca de cien piezas de batir, tres mil carros con pólvora, balas, granadas, y otras menudencias de guerra en número prodigioso. El 26 de agosto, con motivo de la festividad de San Luis, los sitiados hicieron salva triple, y en la noche del 27 ejecutaron la segunda salida. El 3 de septiembre cayó una bomba sobre varios carros de pólvora que incendió y estalló, lo que causó la muerte a varios de los conductores y soldados que los escoltaban. En este mismo día concluyeron todas las baterías, y comenzaron a obrar contra la plaza ciento veinte bocas de fuego, y ochenta morteros grandes y pequeños. El 27, entre siete y ocho de la tarde, comenzó el ataque a presencia del duque de Malboroug. Los sitiadores de Lila fueron rechazados varias veces, y otras tantas volvieron al combate. En fin, después de perder mucha gente, ocuparon parte de la tenaza. Apenas entraron, cuando los sitiados volaron una mina que sepultó a los trabajadores y a muchos soldados en sus escombros. Todavía libertaron a algunos desgraciados que conservaban un resto de vida, aunque dislocados y negros de la pólvora y del humo. La plaza estaba escasa de municiones, y para introducirlas, el caballero Luxemburgo eligió dos mil y quinientos soldados de a caballo de lo mas selecto de varios regimientos y en especial de carabineros,dragones y de distinguidos»Estos últimos llevaban un saco de pólvora a la grupa de sesenta libras, y los dragones y carabineros tres fusiles cada uno, y muchas piedras de fusil. Un oficial que hablaba el holandés contestó al quién vive, y con este artificio logró avanzar hasta la trinchera, en que el oficial de guardia preguntó mas exactamente. Después de varias contestaciones, pasaron desfilando con la mayor prontitud. Lo habían ejecutado más de la mitad, cuando un oficial francés viendo que su caballería se extraviaba dio una voz imprudentemente que hizo sospechar al capitán, y mandó detener a los que quedaban, y no queriendo hacerlo, les hicieron fuego. Este prendió en los sacos de pólvora, con lo que jinetes y caballos fueron abrasados. Los que habían pasado la trinchera, entraron en la plaza, los restantes tomaron el camino de Douai. Era imposible de todo punto comunicarse con los de la plaza, y sin embargo un capitán de Beauwin ofreció al duque de Borgoña llevaría una carta al mariscal Bouslens. Dubois, que así se llamaba, tenía el proyecto de entrar en Lila nadando por el río Deule. Antes de llegar era necesario pasar siete canales a nado, pero no le espantaron tales obstáculos. No le aventajaba nadie en nadar, y se prometía un buen éxito. Pareció bien al duque la especie, y sin demora Dubois marcha hacia el primer canal, se desnuda, oculta sus vestidos en la espesura, y se precipita en el agua. Pasa fácilmente hasta el sexto, pero conforme avanzaba crecían las dificultades. Era preciso nadar entre dos aguas para no ser visto ni oído de los centinelas situados en aquellos puntos. Como quiera, después de muchas fatigas, entró en la ciudad. El mariscal le dio vestidos, y le enseñó el estado de la plaza, para que pudiera asegurar al duque como testigo, ocular de su buen estado. También le dio un billete donde decía el mariscal a S. A. que, en el caso de hacerse dueños de Lila los aliados, sería el 8 o 10 de octubre. «Podéis manifestarle, dijo, que después de cuarenta días que la trinchera está abierta, los enemigos no son dueños de ninguna obra, que los habitantes y la guarnición están poseídos de un mismo espíritu, y que se defenderán con tesón.»
El mariscal Bouflers incomodaba incesantemente a los sitiadores, inventando todos los días algún nuevo artificio; pero estos por último dirigieron sus baterías al camino cubierto. Cincuenta bocas de fuego tiraron por espacio de veinte y cuatro horas con tanta violencia contra la cortina, que consiguieron abrir una brecha practicable. Los puentes y galerías comenzadas sobre el foso quedaron concluidas el día 22. Reflexionando entonces el mariscal de Bouflers sobre las fatales consecuencias que acarrea un asalto, para evitarlas pidió capitulación. Dados los rehenes, convinieron en todos los artículos, excepto el que proponía de que la ciudadela no sería atacada por el lado de la ciudad, y que habría suspensión de armas. Eugenio rehusó asentir a semejante artículo, ofreciólo de palabra, y el mariscal se dio por satisfecho. Algunos generales manifestaron que el ataque por el lado de la campiña era mas arduo, pero Eugenio les contestó que él sabría conciliar el interés de la causa común con su palabra, lo que hizo guardar a todos un profundo silencio, y abandonarle a su prudencia. Después de haber entregado el mariscal de Bouflers la ciudad de Lila al príncipe Eugenio, se -retiró con el resto de la guarnición a la ciudadela, y expirada que fue en el 29 de octubre la tregua establecida entre los sitiadores y sitiados, para tratar de dicha capitulación; estando todo prevenido para sitiar la ciudadela, comenzaron a abrir la trinchera aquel mismo día. El 9 de noviembre hicieron los sitiados una salida, en que lograron destruir una parte pequeña de los trabajos, pero por fin fueron rechazados. En esto el elector de Baviera comenzó a sitiar a Bruselas para indemnizar a la Francia de la pérdida de Lila, pero los aliados le hicieron levantar el sitio. A su regreso, el príncipe Eugenio que dejóla dirección del de Lila al príncipe Alejandro Witemberg, halló novedades de consideración, pues el mariscal Bouflers, aprovechándose de la ausencia, hizo una salida en que arrojó a los sitiadores del primer camino cubierto y demás puestos que poseían; pero el príncipe Eugenio después de arengar a sus soldados les hizo atacar, y recobró a la vez cuanto les habían tomado.
A poco tiempo intimó la rendición al mariscal, advirtiéndole que el ejército francés había levantado el sitio de Bruselas, y que no tenía que esperar socorros, pero le contestó había otras obras que defender, y que estaba comprometido a verificarlo. Con esto asaltaron el segundo camino cubierto, y tomaron los aliados los ángulos salientes. Luego fueron avanzando a la zapa, ya porque el terreno estaba contraminado, ya porque el príncipe Eugenio quería economizar la pólvora, como que fijó el número determinado de tiros que diariamente debía disparar la artillería. Habiendo recibido el mariscal carta del rey y del duque de Borgoña, juntó consejo de guerra; le manifestó su contenido; y teniendo presentes las órdenes del soberano, en que le permitía para no arriesgar eu persona y la guarnición, que entregase la ciudadela aun cuando no hubiese abierta brecha en las murallas, y también las gracias ofrecidas por el príncipe, hizo llamada el 8 de diciembre a las ocho, y capituló después de haber defendido cuatro meses, tanto la ciudad como la ciudadela, saliendo la guarnición con todos los honores militares. Así terminó este famoso sitio, que llenó de gloria al príncipe Eugenio. Desde un principio opinó el duque de Vandoma que, sin perder tiempo, debía buscarse i los aliados en la llanura de Lila para batirse. Si hubiesen seguido su dictamen, quizás les hubieran impedido fortificarse y cubrirse con sus atrincheramientos. Dirigido el ejército por Vandoma, la empresa hubiera tomado otro rumbo. No parece creíble hubiesen conquistado una plaza como Lila, teniendo para libertarla un ejército de cien mil hombres.
El sitio que en el año siguiente de 1709 pusieron los aliados a la ciudad de Tournai en la Flandes de los Países Bajos austriacos, merece un lugar también en este resumen. Estaba encargada su defensa al marqués de Serville, pero desde el principio faltaron ya artículos de lá mayor importancia. La guarnición, que constaba de cuatro mil hombres, apenas tenía trigo para un mes, y todo el tesoro ascendía a cincuenta mil escudos, de modo que el marqués tuvo que hacer de su bajilla de plata, y de la de los particulares, moneda para pagar las tropas. Dispuesto por el príncipe Eugenio y el duque de Malboroug el plan, construyeron puentes sobre el río Esaut, que pasa por medio de Tournai, y comenzó el sitio con el mayor tesón. El 7 de julio quedó abierta la trinchera y el 13 estaban ya las baterías en aptitud de obrar, y comenzaron a batir los frentes de la plaza. A favor de sus fuegos el general Fagel adelantó los trabajos hasta el borde del foso, que comenzó a cubrir, y habiéndose avanzado con igualdad por los otros puntos, el marqués de Serville a los tres ataques puso bandera blanca el 28 entre siete y ocho de la tarde. En la capitulación convinieron en una tregua de dos días para retirarse la guarnición a la ciudadela. Abierta delante de ésta la trinchera, y no habiendo podido arreglarse sobre ciertos puntos, comenzó el sitio con el mayor entusiasmo, y jamás se había visto salir tanto fuego de debajo de tierra. Todo estaba minado y contraminado, y cuando creían unos y otros estar mas seguros, regularmente se hallaban mas cerca del precipicio. Los sitiadores socavaban un sin número de subterráneos para descubrir y desbaratar las minas, pero siempre quedaban muchas a los sitiados para causar las mas espantosas explosiones. En el término de veinte y seis días hicieron jugar treinta y ocho. En el ataque del conde de Lotun veíanse volar por el aire centenares de hombres que caían hechos piezas; a veces se encontraban los minadores de ambos ejércitos y luchaban con tanto furor como en la brecha. La falta y escasez de víveres por último precisó al gobernador a hacer llamada el 31 de agosto, y el a de septiembre capitularon quedando la guarnición prisionera de guerra.
Si comparamos las expediciones militares del siglo XVIII con las del XVII y aun con las del XVI, desde luego hallaremos cierta la proposición indicada al principio, de que el reinado de Carlos V dio un impulso político a las naciones, que hizo progresar la táctica al tono elevado en que la vemos en nuestros días. ¡Qué diferencia entre los sitios de Turín, Tolón, Lila y Tournai, con los de Tortosa, Lérida, Gerona y Alicante! Los ejércitos de una y otra parte mucho más numerosos en los primeros; los recursos y medios del arte en igual proporción. Con todo, si analizamos circunstancias y tiempos, tal vez encontraremos algunos de estos últimos mas dignos de elogio, y sus defensas más vigorosas y sostenidas. El cotejo por menor haría demasiado difusa esta narración, y así nos contraeremos al segundo asedio que sufrió Zaragoza.
CAPÍTULO V.
Comparaciones de los sucesos mas notables, acaecidos en las plazas mencionadas, con los del segundo sitio de Zaragoza.
Mi imaginación recuerda con placer el ahínco con que comenzó a fortificarse la capital. La actividad de los fundadores de Cartago, es débil contrapuesta al calor con que mis compatriotas emprendieron las más arduas tareas. Había en casi todos los puntos un enjambre de trabajadores de todas clases. De un día a otro perdíamos de vista la campiña, y como por encanto aparecía formado acá un reducto, mas allá un trozo de muro, acullá una batería. Las ciudades de que hemos hablado tenían sus muros, su ciudadela, sus fortificaciones. Zaragoza, que nunca había sido sino un pueblo abierto, de repente se trasforma en plaza. Ni lo particular de su posición, ni lo dilatado del distrito contiene a los habitantes. En medio de lo arduo de la empresa, y que era de temer fuese embestida antes de terminarse las obras, nadie titubeó en ejecutar lo proyectado. Grandes, pequeños, mozos, ancianos, todos vuelan a tomar parte en las fatigas, y así fortificaron, en lo que permitía, a Zaragoza. Esto solo era bastante para atraerse los mayores elogios. ¿Dónde hallaremos que el espíritu popular haya llevado su tesón hasta un extremo tan plausible? ¿Trasformar una ciudad en fuerte, y crear casi en horas baluartes, fosos, empalizadas y baterías? Y no es exageración, pues en el espacio de dos meses y medio ejecutaron las diferentes y extraordinarias obras que habemos descrito. Cada paso, cada observación es una maravilla. Sin caudales ni recursos, los zaragozanos lo encuentran todo dentro de sí mismos; su celo halla salida a los obstáculos mas arduos, y que a primera vista parecían imposibles. ¡Precioso entusiasmo, que me hace concebir de lo que serían capaces los hombres poseídos de un ardor tan sublime!
Considerando que el enemigo escarmentado cargaría con mas fuerzas, y redoblaría sus impulsos, procuraron en igual proporción acrecentar los medios de defensa. En el primer asedio todo fue escasez, en el segundo proporcionaron tropas y todo género de municiones. Los zaragozanos se creían invencibles. Cuando llegaron los franceses el 30 de noviembre a hacer un reconocimiento, no pudieron menos de admirar la transformación, y para entablar la conquista comenzaron a hacer grandes acopios, llevando a Alagón convoyes tan considerables, como los que previnieron los aliados para los sidos de Tolón y de Lila. La iglesia sirvió a los franceses de almacén, y aunque muy capaz, la colmaron con las bombas, granadas y balas, que en número asombroso condujeron de Pamplona a Tudela, y de allí por el canal, como también un formidable tren de artillería. No se ocultó la necesidad y aun urgencia de impedir se realizasen aquellos funestos acopios, pero también debieron ocurrir dificultades, pues se dio por dos veces orden para una salida, y no llegó a efectuarse, porque la desconfianza y el temor prevalecieron al único medio de cortar el mal en su origen.
En las ciudades y ciudadelas de que hemos hablado no atacaban formalmente hasta que estaba la brecha abierta: la primera gestión del ejército francés el 21 de diciembre fue la de asaltar las débiles baterías de la línea del arrabal del otro lado del puente. ¿Y en qué plaza se ha visto obrar con más aparato y cautela? Diez mil hombres ocuparon aquella mañana a Torrero y el edificio de la Casa Blanca. Dueños de aquella línea, pudieron asaltar los reductos y muro, único obstáculo que tenían que superar; sin embargo, río hicieron otro que amenazar para tener ocupada nuestra gente, facilitar el asalto y ocupar los arrabales, para lo que destinaron mas de siete mil hombres. No tenían que temer a los ejércitos exteriores, pues no había un soldado que pudiese auxiliarnos: el reducto de los tejares no era mas que una tapia formada con los ladrillos de la misma fábrica, colocados uno sobre otro, y muchos trozos enlazados con barro, que era la única argamasa y yeso con que hicieron las obras, y además no tenían foso. El del macelo eclesiástico lo formaron con tepes y una cortadura semejante a una acequia de riego que podía saltarse con suma facilidad. El superar estos pequeños obstáculos era menos empresa que internarse por una brecha. Así lo presumieron las columnas que atacaron. ¿Pero cual fue el resultado de su arrojo? Rendir mal su grado la cerviz a aquellos endebles parapetos. La grosura y solidez de los muros son nada, cuando no los sostiene el valor; pero con este, los miserables terraplenes contienen y confunden a las huestes mas aguerridas. ¿Y qué diremos de la disposición interna! Esto no es posible describirse. Había valor, pero faltaba en los defensores aquel enlace que, dirigido por un resorte, sostiene el equilibrio en las máquinas complicadas. Los respectivos jefes acudían a lo del momento, y dentro de su recinto, pero sin aquella seguridad que da la disciplina, y es el alma de las operaciones militares. ¡Qué defecto tan sustancial! ¡Cuántos males pudo originar en tinos momentos tan críticos! La retirada que hicieron por dicha razón las tropas que guarnecían el convento de Jesús, pudo ser bastante a desgraciar la empresa. Si en aquel entonces por un azar impensado los franceses llegan a saber lo que ocurría, posesionados del convento, indudablemente ocupan aquella tarde los arrabales. A pesar pues de este desorden, las columnas sucumben; la buena dirección del célebre Velasco hace que la metralla deje exánimes a sus pies a los que venían con aire de triunfo. A las dos horas de combate se veían los cadáveres esparcidos por los campos, tinta la tierra y el verde de los ribazos con la sangre que salía de sus heridas. La muerte volaba por las filas, sembrando el horror y estrago entre los combatientes: unas columnas reemplazaban a otras, y todas volvían desmembradas y dislocadas con la mayor confusión. La serenidad de los defensores y su valor, contuvieron unas fuerzas que, según el vigor que mostraron y su insistencia, hubiesen conquistado el fuerte más inaccesible.
¿Qué expresiones pueden ser suficientes a elogiar la defensa del día 21? Si había tropa, si teníamos reductos, también las fuerzas que atacaron eran de mucha consideración. De diez y seis a veinte mil hombres que nos cercaban, era para imponer, a no estar inflamados del ardor y entusiasmo que dominaba a los zaragozanos. La extensión de esta capital y las obras, necesitaban bastante guarnición. Si el enemigo al mismo tiempo asalta el: reducto del Pilar y fuerte de san José, figurando otros ataques por los extremos, nos hubiese expuesto a perder acaso uno u otro, y tal vez nuestra suerte se hubiera decidido: pero su inacción dio tiempo para abocar lo mas selecto a los arrabales, y completar el triunfo.
Amortiguado el orgullo francés, ya no pensó sino en apurar los recursos del arte, y el famoso Lacoste que anunció venía a reducir la capital a cenizas, comenzó a desplegar sus planes destructores. Más de cien piezas de artillería, cuarenta morteros, treinta y siete mil bombas y granadas, con un número crecido de balas, destinaron contra Zaragoza. Aparato bélico que no tiene igual, o por mejor decir, que se le aproxime hasta las campañas de mediados del siglo anterior. ¿Contra qué fuerte, el mas escarpado e inexpugnable, se han hecho jamás semejantes preparativos? Ya habernos visto lo que la historia presenta de mas asombroso en las últimas centurias; vuélvase pues la vista sobre Zaragoza, el blanco del furor enemigo, y sépase que recibió sobre sí las treinta y cinco mil bombas, y que sus débiles muros fueron desbaratados con las innumerables balas que le dirigieron. Muchas quedaron engastadas en ellos, y ni el tronar continuo de los cañones y morteros, ni las explosiones y voladuras, ni los ataques, ni el ocupar el enemigo una parte considerable de la ciudad, arredró el ánimo de los zaragozanos.
La defensa particular que hizo la guarnición del convento de San José merece equipararse a la de una verdadera fortaleza. Es verdad que, en lo que permitía, estaba fortificado, pero nunca podía ser más que un caserío, a cuyo alrededor abrieron a pico un foso de diez y ocho palmos de profundidad, y otros tantos de anchura con su empalizada al pie del glacis, y un camino cubierto que se prolongaba por dos grandes comunicaciones a derecha e izquierda del río Huerva, el cual, discurriendo por una hondonada, acababa de consolidar la fortificación. En las tapias formaron troneras para cañones y fusilería, con unos pequeños rebellines; pero todo esto ¿qué era para contener el impulso de un ejército de diez mil hombres por aquella parte? Sin embargo, observando por sus tentativas, que si se empeñaban en asaltarlo iban a perder mucha gente, para economizarla, desarrollaron todo su aparato militar, y creyeron necesario derribar enteramente el edificio. Volaban por el aire con horrible estrépito los trozos de las paredes y de las desgajadas bombas. El humo y polvo marcaban a lo lejos el sitio del convento; parecía en todo a la boca de un volcán que despide llamas, envueltas de un craso vapor. Yo contemplaba aquel punto sobremanera agitado. Veía el riesgo que amenazaba a aquellos valientes, y me los figuraba abrumados con el diluvio de bombas, granadas y balas que de todas las baterías les despedían. Luchando entre la esperanza y el temor, me irritaba al contemplar los medios que el arte ha inventado para inutilizar los esfuerzos que nacen de la resolución, y constituyen el verdadero valor. De este modo, prorrumpía en mi interior, puede conquistar el mas pusilánime; ¿qué hacer contra un globo que preñado de la muerte viene a estallar a los pies del soldado impávido, que prefiere el perecer antes que abandonar el sitio? Miembros mutilados, cadáveres medio cubiertos con los escombros se presentaban a mi imaginación; y al ver que el caserío iba gradualmente desmoronándose, concebí que era preciso sucumbiese; Guando el enemigo entró, no halló sino un grande hacinamiento de ruinas, y así fue que no pudo apoyarse para continuar sus operaciones. Los medios de que se valieron los franceses para tomar el convento de San José son iguales a los que se han usado para la conquista de las plazas de primer orden: paralelas, trincheras, caminos cubiertos, baterías, cañones, morteros, todo lo pusieron en acción. ¿Y cuándo, y por dónde lo asaltan? después que la guarnición sostuvo los aproches a cuerpo descubierto, y todo era una brecha, pues ni la cortina, ni los baluartes, ni las empalizadas subsistían. ¿Y qué suceso hay equivalente a esta defensa? Sólo la ruina de Játiva, y la destrucción de la antigua Sagunto. Los franceses en sus periódicos presentaron la toma del fuerte de San José como un suceso extraordinario, y según los colores con que lo describieron, debería reputarse como un castillo obra de moriscos. Pueblos, venid a contemplar un momento las venerables ruinas de aquel edificio, y aprended a sostener vuestra independencia. Confundíos registrando las paredes que subsisten para dar una idea de lo que aconteció el día 11, memorable en nuestros fastos, por la resistencia gloriosa que hicieron las tropas que lo guarnecían.
El tesón con que defendieron el reducto del Pilar es otro trofeo que inmortaliza a los zaragozanos. Estrechados los que ocupaban aquel recinto con las explosiones de bombas y con las balas que, cruzando los fuegos, les dirigían de todas partes, desmoronado el muro, y abierta brecha practicable, la cierran y continúan rechazando siempre al enemigo. En medio del riesgo, y cuando observan arruinadas las obras, levantan a su espalda otras nuevas. Ven que no pueden sostenerse, vuelan el puente, se pertrechan en la tenaza, y los franceses tienen que dar nuevos ataques para ocupar el que era objeto de sus desvelos y fatigas. ¡Qué sorpresa para el ingeniero Lacoste al ver paralizados sus planes!
El tiempo, la insistencia, y los recursos del arte superan por fin los obstáculos, y una plaza sitiada que no es socorrida, cede a la fuerza y prepotencia del sitiador. Por estos principios, a pesar de una defensa tan obstinada, los franceses iban progresando, y llegaron a tiro de pistola del muro y débiles edificios que forman el circuito de la capital. Abren por fin sus brechas, y entran el 27 en el molino de aceite por una parte, y ocupan la puerta de Santa Engracia y muro exterior, con inclusión del convento de Trinitarios por otra; pero para esto ¿qué fue necesario? Poner en movimiento todas sus fuerzas, atacar con brío por todos los puntos, y perder lo mas selecto del ejército. En cualquiera otra ciudad y plaza hubiera continuado la defensa algunas horas, capitulando por último: mas los zaragozanos comenzaron entonces a defenderse, si cabe, con mas entereza. ¿Cómo describir las escenas de este día? ¿En dónde ha ocurrido que, después de introducirse el enemigo por una brecha, tenga que abandonarla, y que se le persiga por los claustros de un convento, y que dentro de una iglesia se hayan batido paisanos y soldados, teniendo estos por último que hacerse fuertes en el campanario? Pues el primer día de febrero ocurrió todo en el convento de San Agustín. La historia no ofrece un suceso semejante. Como quiera, el ensayo del convento les surtió tan mal,que,aun ocupando el molino de aceite, no desistieron hasta que lograron desbaratar el convento de las Mónicas, sito entre ambos edificios; pero ¿ y cuándo consiguieron posesionarse de este punto? Aquí mi admiración es tan grande, que no sé como expresarla.
Rechazados los franceses en la calle de la Puerta Quemada y demás puntos, quedaron situados el 27 en el molino de aceite. Contiguo estaba el convento de las Mónicas, que lo guarnecían los Voluntarios de Huesca, llamados de Perena. En él habían abierto brecha, o por mejor decir, derruido la cortina del muro, y luego estaba la otra apertura por la sacristía de San Agustín, de modo que tenían fácil acceso en aquel trozo de lienzo, que viene a formar una como curva de cuatrocientos palmos por tres diferentes puntos. Dueños del molino, parecía expedito subir a una plazuela desde la cual, con andar doscientos pasos, estaba flanqueado el convento de las Mónicas, pero sin duda esta gestión no era conforme a reglas, u ofrecía algún obstáculo. Trataron pues primero de hacer la misma operación que con el convento de San José: asestaron la mayor parte de las baterías, y poco a poco fueron desmoronando techos, paredes, y convirtiéndolo todo en un monte de escombros. Aun en este estado continuaron defendiéndose los de Perena, y a cuerpo descubierto rechazaron por tres veces a los que, por medio de escalas trataron de asaltarlo. Me confundo cuando considero en la serenidad y espíritu de aquellos valientes. En vano me afano en buscar objetos de comparación, no los encuentro, y me aflige no poder eternizar sus nombres. Habitantes de la ciudad de Huesca y de los pueblos de su corregimiento, sabed que vuestros hijos bisoños resistieron a las tropas más aguerridas, y que no abandonaron jamás el sitio: y tú, enérgico Perena, que rápidamente los disciplinaste, comunicándoles tu entusiasmo y energía, recibe esta memoria como un obsequio de nuestra gratitud. Últimamente, Voluntarios de Aragón, que sostuvisteis el mismo punto, bajo las órdenes del impertérrito Villacampa, ocupad en estos recuerdos el debido lugar, para que la posteridad os tribute el más justo reconocimiento.
Habiendo perdido mucha gente en sus tentativas y asaltos, y cuando ya no podían defenderse aquellas ruinas, después del ataque del día primero de febrero en que pelearon valerosamente dentro de las mismas calles, lograron únicamente apoderarse de los conventos, y parte de ciudad que designa el plano, desde la Puerta Quemada hasta la del Sol. Al mismo tiempo ocuparon también por la parte de Santa Engracia una gran porción de caserío. En este estado, ¿qué pueblo, qué guarnición hubiese insistido? Ninguno. La prudencia, que dicta evitar mayores males, les hubiera excitado a pedir una capitulación. Nadie suscitó semejante especie: nuevas cortaduras en las calles, nuevos parapetos: los que defendían el jardín botánico y toda aquella línea a las órdenes del general Saint-Marc, impedían absolutamente el que progresaran los que poseían la puerta de Santa Engracia y batería de los Mártires para enlazarse con los que habían entrado por el molino. En los arrabales de las Tenerías los refrenaban por la parte opuesta, y donde quiera hallaban oposición. A vista de una tenacidad semejante recurrieron a la guerra subterránea. Los edificios comenzaron a desaparecer; inopinadamente sobrevenía la explosión que, cubriendo de humo y polvo la atmósfera, esparcía las vigas por el aire, y a veces los miembros mutilados de los defensores: a continuación comparecían con tambor batiente los enemigos sobre las ruinas; cada voladura era presagio de un ataque, pero nadie se arredraba; los que las superaban sucumbían sobre las mismas.
¿Cómo presentar estos cuadros en su verdadero punto de vista? Por todos los ángulos de la capital resonaba el estrépito guerrero, y el fuego redoblado de la artillería. Las explosiones eran continuadas, los víveres escaseaban, y la epidemia tenía postrados y abatidos a la mayor parte de los moradores. La variedad del clima y falta de alimentos comenzó desde los principios a hacer estragos en las tropas valencianas y murcianas, y de estas pasó rápidamente a las demás. En varios conventos yacían postrados por los salones, faltos de lecho, aquellos infelices, y muchos que, a pesar de su indisposición, salían por las calles, parecían cadáveres ambulantes. Fue preciso establecer un hospital para cada cuerpo, y con este motivo casi cincuenta edificios crecidos estaban colmados de enfermos. En el convento de San Ildefonso ocupaban sus dilatados claustros y la misma iglesia, esparcidos en varias hileras, sin que pudiesen los sirvientes prestarles los debidos auxilios. La enfermedad iba cebándose en las tropas y paisanos, de tal modo, que parecía un contagio. Tendidas por los subterráneos las familias mas bien acomodadas, ni tenían médicos que las visitasen, ni quien les suministrara las correspondientes medicinas. La clase de labradores y artesanos sufría a proporción mayores escaseces, y tal vez en un mismo día eran acosados el padre y el hijo de la enfermedad; y cuando estos necesitaban más ser socorridos por su esposa y madre, quedaba ésta sin tener quien a su vez la socorriese. Por los portales que hay en la gran plaza del Mercado estaban esparcidos una multitud de enfermos que, al ver amenazadas sus casas, huían el furor del bombardeo. Allí veíamos a muchos expirantes, expuestos a la inclemencia de la estación, y sin más recursos que un desaliñado y triste lecho. En medio de estos conflictos, concurría no obstante el paisanaje a los ataques al toque de generala, y cuantas veces fue emplazado a pretexto de que venían las tropas auxiliares. Si la combinación hubiese sido tan fundada como cuando el conde de Thaun hizo salir a los paisanos a sostener los puntos de Turín mientras peleaban los doce batallones que tenía la plaza de guarnición, al tiempo de acometer el ejército aliado, sin duda el éxito hubiera sido igual, y los franceses habrían entonces levantado el sitio; pero los paisanos que fueron desbaratados entre Magallón y Leciñena no eran las tropas disciplinadas que mandaba el príncipe Eugenio. Entretanto admiremos el heroísmo y magnanimidad de los zaragozanos. Cuando todo era desolación, no titubearon en abandonar a sus esposas e hijos moribundos, por volar a la defensa y sacrificar sus vidas. ¡Cuantas veces les oímos exclamar que no sentían batirse, sino la situación tremenda de no poder alimentar a su familia! Los que no perecían del contagio expiraban sofocados por las explosiones, y sin embargo del número de tropas que contenía Zaragoza, por último tuvieron que hacer las guardias más avanzadas los labradores, comerciantes, hacendados y artesanos. Nadie podía dedicarse a explayar el ánimo del pariente o amigo. Cada uno sufría calamidades que abrumaban su espíritu, sin poder curarse de las de los demás. Por las calles no andaban sino gentes que en sus semblantes indicaban bien la opresión de su corazón: camillas de heridos que clamaban con agudos ayes: otros envueltos en sangre y polvo que acababan de entresacar de las ruinas: carros que conducían los cadáveres, y todo esto unido a las voces de los que iban inflamando los ánimos, para que concurriesen a sostener los puntos invadidos: los ecos de las campanas, el toque de las cajas, y los estrépitos continuos de las bombas y voladuras, formaban un contraste el más espantoso y horrible. Los males iban de aumento, la muerte arrebataba centenares de víctimas, y el estado de la población era ya tan crítico, que ni había quien los condujese para darles sepultura. Llenas las cisternas de las iglesias, estaban hacinados los cadáveres unos sobre otros, y el abandono llegó a tal extremo que los perros ensangrentaban sus hambrientas fauces en los cuerpos como lo pudieran hacer con los brutos. Al recordar estos desastres se turba la respiración, y desfallece el espíritu.
Estaba decretada la extinción y aniquilamiento de Zaragoza. Más de cuarenta minas iban a echar por tierra las dos terceras partes de la ciudad: las baterías que acababan de construir a la izquierda del Ebro, cruzaban los fuegos con los de la parte opuesta, sin que quedara el menor efugio. No es fácil concebir nuestra situación: a cada instante era menester tocar generala, pues los franceses amenazaban, y temíamos con fundamento se difundiesen como un torrente por las calles, y comenzaran un degüello y saqueo el mas terrible. La falta de víveres y la enfermedad iban entorpeciendo todas las operaciones, y aunque siempre concurrían algunos a batirse, no era posible atender a todos los puntos que corrían peligro. Ocupado el arrabal de la otra parte del puente, era expedito el comunicarse con los que estaban hacia la puerta del Sol, y no había medio de impedirlo: los jefes, al mismo tiempo que no podían creer lo que estaban viendo, seguían esperando el último golpe de la catástrofe, cuando la indisposición de Palafox tomó incremento, y fue preciso que cediese el mando. Entonces los ciudadanos designados en la narración, conocieron era indispensable evitar la total ruina de Zaragoza.
Difícilmente podrá presentarse otro modelo tan acabado. Cuanto más se quiere cotejar, tanto más admira un conjunto de pormenores todos interesantes, todos asombrosos. Aquí es preciso prescindir de si Zaragoza debió o no defenderse y considerarse como punto militar, y también de examinar qué ventajas o desventajas pudo producir al interés y causa general de la nación. Estos extremos merecen una análisis particular: por ahora es un hecho que los zaragozanos se defendieron, y que lo ejecutaron con un valor y tesón que les ha acarreado una gloria inmortal y sublime.
CAPÍTULO VI.
Compáranse los acontecimientos del primer sitio con los del segundo, para fijar la preferencia.
Habiendo hecho la comparación de ambos asedios con los mas célebres de los que han sufrido las ciudades y placar mas distinguidas, es muy obvio ejecutarla de uno y otro entre si. La diferencia de que todo faltaba en el primero resalta de un modo luminoso, y aunque entonces no eran los franceses sino diez o doce mil hombres, debió considerarse como un ejército mas que suficiente para ocupar las puertas de la capital. Ni fosos, ni cortaduras, ni murallas, ni baterías, ni ejércitos, nada de esto había, y con todo hicieron frente y contuvieron a las tropas, y obligaron a Lefebvre a que levantase el sitio. Es verdad que sin el ejército auxiliar de Valencia, y acaso sin la rendición de Dupont, hubiese sido forzoso capitular; pero el sufrir diez días al enemigo ocupando un recinto tan considerable, ¿no es lo más brillante y heroico que puede concebirse? El combate del 4 de agosto es de aquellas cosas extraordinarias que acontecen de tarde en tarde. ¡Qué diferencia entre el estado de mis compatriotas en aquel día lúgubre, y en el que estuvieron los barceloneses y los habitantes de Cremona! La insistencia solo con que los mejicanos atacaron a Cortés, cuando después de derrotar a Pánfilo de Narváez, regresó a Méjico: es la que más se aproxima por el resultado, y casi todo el conjunto de circunstancias que jugaron en aquel célebre suceso. Sabedor Cortés de que Pánfilo de Narváez venía con un ejército a quitarle el mando, y apoderarse de sus conquistas, por orden de su rival Velázquez, dejó a Alvarado en Méjico con ciento cincuenta hombres para que se sostuviesen hasta su regreso, y conservasen aquella vasta población, y a Motezuma que retenían en su poder. Ocultó el motivo de su partida, y los mejicanos conceptuaron que aquel era el momento de sacudir el yugo. La pericia de Cortés hizo que Narváez fuese en breve derrotado; pero entretanto, exasperado el pueblo con la conducta de Alvarado, desplegó toda su energía. Le acometieron en sus mismos cuarteles, abrasaron los almacenes, y pusieron a los españoles en un conflicto. Parte Cortés veloz en su socorro, y logra reunirse con sus compañeros. Al tiempo de dirigirse un cuerpo considerable de españoles hacia la gran plaza, los atacaron con el mayor furor. La muchedumbre y carga que dieron los indios les hizo retroceder. Engreídos con este suceso, y satisfechos de que sus opresores no eran invencibles, al día siguiente volvieron con todo el aparato militar a perseguirlos en su mismo cuartel. La multitud era para imponer y aun arredrar; por más que perecían a las descargas de la metralla, nuevos combatientes les reemplazaban. Cortés, a pesar de. sus esfuerzos, su capacidad, y lo aguerrido de sus soldados, conoció que aquel tesón podía serle funesto. Para salir del paso, escogitó que Motezuma procurase persuadir al pueblo. Este por el pronto le escuchó, pero al último volvió a enconarse, y en su primer acceso, una de las,infinitas flechas y piedras que despidieron hirió al infeliz monarca, que exaltada su imaginación al considerar el abatimiento en que se hallaba, prefirió a todo la muerte. Esta novedad hizo que Cortés resolviese su retirada, pero los mejicanos le empeñaron en nuevos combates. Apoderado de una gran torre del templo, que dominaba al cuartel de los españoles, situaron en ella a sus principales guerreros; para desalojarlos fue necesario mucho valor, y que Cortés se pusiese al frente de sus soldados. La escena fue muy reñida y sangrienta. Admirados los indios de aquel arrojo, obra del último esfuerzo que hicieron los españoles, mudaron de plan, y en vez de continuar los ataques, comenzaron a atrincherarse por las calles, y rompieron los diques y calzadas para cortarles la comunicación con el continente, y sitiar por hambre al enemigo que no podían vencer por medio de la fuerza. Resueltos por último a partir, se vieron en su marcha hostigados y perseguidos, logrando salvarse, después de perder Cortés la mitad de su gente.
La superioridad de las tropas de Lefebvre sobre los grupos de paisanos que le hicieron frente el 15 de junio y 4 de agosto, tiene cierta analogía con la pericia de los soldados de Cortés y la ignorancia que tenían los indios del arte de hacer la guerra; y aunque aquellos manejaron el fusil y cañón, lo que les igualaba en clase de armas, cosa que no sucedió entre los españoles e indios, sin embargo, el número era inferior, y además los mejicanos tenían ciertos jefes y aun táctica a su manera; mas los labradores, artesanos y demás clases que concurrieron a la defensa no obraban por otros principios que los de oponerse a que se posesionaran los franceses de la capital. Los destrozos que hacía la metralla en los indios no los sentían en razón de la multitud de combatientes, pero la forma de luchar aparece una misma: se atrincheraban por las calles, quemaban, talaban, y cortaban los puntos de comunicación, y tanto hicieron que precisaron a Cortés a que abandonase a Méjico. Mis compatriotas conocían bien el torrente de fuerza que descargaba sobre ellos, y la superioridad de ésta con los recursos del arte. Resistieron los males que les ocasionó un bombardeo y cañoneo tan horrendo a las puertas y baterías en donde perecieron muchos, pero por último se fortificaron en las calles, lucharon con desesperación, y como podían lidiar los indios, pues unos y otros lo ejecutaban por igual causa, y arribaron a que los franceses levantaran el sitio. Los mejicanos trataban de resistir la opresión. Es menester confesar que los españoles invadieron un territorio que estaba sujeto a un monarca, y que se regía por sus ritos y costumbres. La idea de que iban a hacerlos más felices, puede servir para cohonestar el derecho de conquista, pero no para persuadir a los que estaban bien con su sistema, su libertad, e independencia. Los indios reputaban su religión y leyes las mejores del mundo, y vieron querían quitárselas. El hombre en general ama las cosas por hábito, no por elección: para ellos, pues, era una violencia quererles usurpar unos derechos zanjados por la serie no interrumpida del tiempo. En los zaragozanos militaban motivos de igual naturaleza, pero dentro de su clase mas dignos de sostenerse por todo título. Concibió Napoleón un plan favorito que halagaba su extraordinaria ambición, y quiso persuadir que era el único capaz de hacer felices a las naciones. Para realizarlo, puso en acción los medios mas violentos, y entró usurpando y trastornando; y al ver que el pundonor español le resistía, desplegó todos sus furores, y difundió la mas funesta desolación para conseguir sus intentos.
En esta analogía hay que hacer ciertas observaciones. La invasión de los españoles en el nuevo mundo fue manifestando desde luego el objeto y derecho que en cierto modo les daba el haberse abierto al través de los mares un paso desconocido. Sus talentos y valor les facilitaron el descubrimiento, y éste no deja de ser un título algún tanto más decoroso que el de los cartagineses para apoderarse de la España. Si Cortés ganó y aseguró con cautela a Motezuma, fue por lo menos dentro de su capital, y en situación que el monarca conoció la necesidad de prestarse a tener aquella condescendencia; porque, supuesta la entrada por vía de conquista en la capital, y después de haber sujetado a varios pueblos, conociendo además la superioridad que aquel puñado de hombres tenía sobre la inmensa muchedumbre de sus súbditos, era como forzoso adoptar aquel plan preferible al de envolverse en los desastres de una guerra intestina. Cortés se portó con toda la finura y política que el monarca podía apetecer; y si, cuando regresó después de vencer a Narváez, desvanecido e irritado de la rebeldía de los mejicanos, olvidó la prudencia y moderación que le eran peculiares, no usó tampoco ninguna bajeza ni felonía. Si en la comparecencia sobre las costas aparentaron apetecían la amistad de los pueblos que iban a visitar o conquistar, esto no es tan repugnante y odioso como volverse contra una nación que acababa de dar las pruebas mas eficaces de adhesión, haciendo en pro de su aliado los mayores sacrificios. Cotéjese pues la conducta de Cortés y de los españoles en el descubrimiento del nuevo mundo, con la de Napoleón y sus tropas para apoderarse de la monarquía española. No solo se vendieron por amigos como los cartagineses, sino que hallaron la mejor correspondencia y armonía. Hay una gran diversidad entre aspirar a ganar la confianza, aunque sea con la mas doble y perversa intención, y viendo que no puede conseguirse, descubrir los verdaderos fines: a obtener desde luego la intimidad que se apetece, recibir las garantías y pruebas de la buena fe, y pagar con la mas completa perfidia, intentando abrogarse el disponer de la vida, propiedades, usos y derechos de los que apellidaba sus amigos. Tal ha sido la conducta de Napoleón, que no tiene igual en la historia, por que, después de poner a su disposición los españoles tropas, plazas y dinero, arrastró con promesas falsas al Soberano y Real familia, los condujo con doblez a su casa, para violentarlos a que cediesen la monarquía, y atropello no solo los vínculos de la amistad, sino los mas sagrados derechos.
En el segundo asedio estaba Zaragoza fortificada y guarnecida. El ejército que la sitió en proporción con los medios de defensa : pero se puede y debe considerar como muy superior para una ciudad, pues no teniendo que contrarrestar ni temer ejército exterior, debió apoderarse de ella sin tanto aparato ni rodeos. No obstante la resistencia del día 21, la del 27, y especialmente la de los primeros días de febrero son sobremanera plausibles.
El día 21 no pelearon los patriotas como el 15 de junio a cuerpo descubierto, pero sostuvieron un ataque combinado de fuerzas muy respetables en una línea de alguna extensión, y sin mas resguardo que baterías de tepes y ladrillos. Si teníamos gente, la mayor parte era bisoña, y aun parapetada, no podía equipararse al numeroso ejército sitiador; sobre todo no había enlace en algunas operaciones, y al paso que los franceses pesaban sus planes, los paisanos en general no hacían sino acudir a donde los rumores indicaban mayor peligro, y esto con azoramiento y premura. Sin embargo, es preferible la resistencia del 15 de junio, pues en este, de sorpresa, después de una salida la mas aciaga y sin recursos, desbarataron al ejército enemigo. La defensa del convento de San José es en verdad brillante pero, en medio de las proezas que hizo aquella guarnición, ¿cómo igualarse a la que hicieron los labradores y artesanos en los célebres ataques del primero y 2 de julio? Los que ocuparon a San José eran militares, tenían un jefe, un foso regular, empalizadas, en fin estaban fortificados, y sabían que defendían un solo punto que, resguardado por la espalda con el Huerva y los caseríos inmediatos, les proporcionaba en un apuro una retirada; ¿y cuál era el estado de los defensores de Zaragoza en aquellos días? Unas miserables baterías compuestas con sacos y troncos esparcidos en una línea extensa que no podían guarnecer, y los dejaba muy expuestos a ser flanqueados y sorprendidos. Sabían que los franceses recibían refuerzos, y aunque no tenían seguridad de si les vendrían igualmente, firmes en sus puntos, y sin contar con los riesgos ni la dirección que podía adoptar el enemigo, le esperan y rechazan con denuedo, serenidad y valentía. Ni la hora de las cuatro de la mañana, ni los horrores del bombardeo hicieron impresión en sus ánimos; tan presto como aparecieron las columnas, las saludaron con un fuego graneado de fusilería, y los cañones empezaron a obrar con estrépito. En vano avanzan hasta superar los parapetos, despreciando las balas y metralla: una mano robusta los recibe, y los deja allí mismo expirantes sobre la arena. La discordancia de un suceso a otro es perceptible, y no puede vacilarse en dar la preferencia a la defensa que el primero, y especialmente el a de julio hicieron mis compatriotas.
Por último, el 4 de agosto no tiene igual en el segundo asedio, pues aunque el 27 de enero entraron y pelearon en las calles, sin embargo hay diferencia en las circunstancias y pormenores que la misma narración indica. La lucha principal el 27 fue en la calle de la Puerta Quemada y distrito que había entre los edificios y muro nuevamente fabricado, inclusa la entrada de la Puerta del Carmen. La línea de la Quemada y jardín botánico estaba confiada al general Saint Marc, y la guarnecía una porción de tropa escogida. Es verdad que el paisanaje tomó una parte más activa, y que unos y otros se batieron con denuedo; pero el retroceso de los franceses fue militar, porque vieron que no les convenía internarse dejando los puntos inmediatos guarnecidos; y como los que los atacaban no progresaban ni llegaron a ocuparlos, se situaron en las casas más inmediatas al molino de aceite para sostenerse en él, y tener siempre expedito aquel camino. El 4 de agosto no había puntos guarnecidos, ni obras, ni medios. Los franceses se extendieron a placer por la calle del Coso, que viene a dividir la parte mas considerable de la ciudad, y se comunicaron con la del Azoque, y calle del Carmen, de modo que tres gruesas columnas derramadas por aquel distrito, amenazaban dar la ley a los defensores, que hasta entonces les habían resistido. Los habitantes acababan de sufrir un bombardeo el mas furibundo, y mucha parte habían abandonado la ciudad, retirándose a los pueblos inmediatos, y en especial a los arrabales. Reflexiónese esta situación: la salida de Palafox era un motivo para desanimar al paisanaje, pero este que obraba por otros principios, solo cuidó del riesgo que tenía que superar, viendo al enemigo enseñoreándose en su entrada, y publicando su triunfo.
Los zaragozanos juraron en su interior morir a la vista de sus patrios lares, de sus esposas e hijos, y rendir su último aliento en el suelo que les vio nacer; y esta resolución unánime fue la que, exaltando su cólera, los alarmó, como si una mano oculta hubiese enroscado las sierpes de Medusa sobre sus cabezas enfurecidas. Una gritería general es el preludio de las mas sangrientas escenas; todos pelean, todos se arrojan intrépidos sobre el enemigo. En aquella tarde vimos al artesano y labrador arrastrar los cañones, atacarlos, y hacer todas las funciones de artilleros. Por medio de un diluvio de balas conducían las mujeres el tizón para suplir la falta de mecha, y trasladaban de en medio de la corriente las municiones que abandonaba el enemigo. Unos subían por las casas persiguiendo a los que se entretenían en el pillaje, y huían el furor del pueblo; otros por las bocas-calles no dejaban salir ni a sus compañeros, ni a los franceses: los muchachos volaban donde quiera que había un cadáver francés, y con la misma algazara y bullicio que ejecutaban sus juegos juveniles, los liaban con sogas y cuerdas, y los trasportaban arrastrando por las calles hasta las inmediaciones del Ebro. Nada de esto ocurrió en el choque del 27. La defensa y resistencia fue uniforme, y aunque aislada, es bastante a merecerlos mayores elogios; pero, comparada con la del día 4, es necesario reconocer que si aquella es gloriosa,esta es heroica en el mas alto punto. Los combates ocurridos posteriormente son brillantes, y dieron nuevos laureles a las glorias adquiridas por mis compatriotas, y el haber resistido 24 días teniendo al enemigo dentro de la ciudad en el segundo asedio, y 10 en el primero es tan sublime, tan singular, que no hay expresiones para admirarlo como es debido. Este último extremo es, en mi concepto, casi tan interesante en el primero como en el segundo sitio. En ambos, con proporción a las fuerzas, ocupaban un distrito considerable. En el primero estuvimos dos días sin más que los defensores del día 4: reforzados con las tropas los puntos, hicieron proezas; y aunque el riesgo era inminente y estábamos expuestos a ser sorprendidos, sin embargo aquel ver desplomarse inopinadamente los edificios, y magullar a los que los ocupaban en su caída: los repetidos ataques que se suscitaban: el tronar continuo de los morteros, y sobre todo los centenares de víctimas que sucumbían al hambre y al contagio, son particularidades que realzan mucho el haber continuado en esta espantosa situación por espacio de tantos días sin percibirse una voz que propusiese capitulación.
Si examinamos separadamente cada asedio, veremos que ambos son interesantes y gloriosos para los zaragozanos, que ambos prueban una constancia y tesón inaudito pero si comparamos luego las escenas y pormenores de uno y otro, es menester dar la preferencia al primero; y reconocer que la historia no presenta un conjunto de acciones más extraordinarias ni más singulares. Cada sitio ofrece alguna particularidad de las que han acontecido en esta capital, pero ella solo es la que ha reunido todo lo mas sorprendente que puede apetecerse. Vosotros españoles y comarcanos, que al oír lo que la fama publicaba, y el estrépito continuado del bombardeo, estabais agitados por nuestra suerte, venid a recorrer los sitios que fueron el teatro de las escenas descritas. De antemano veo vuestra sorpresa. «¿Dónde están, preguntáis, aquellos paseos deliciosos y amenos que ofrecían a la vista una primavera eterna? ¿Qué se han hecho los caseríos campestres que hermoseaban las inmediaciones de la capital? ¡Éstas no son las entradas de Zaragoza! El monumento de la Cruz del Coso, el convento de San Francisco, el Hospital general ¿dónde están? ¿dónde otros magníficos y suntuosos edificios? Esto es un desierto, y la vista no descubre sino escombros y ruinas.» Mirad en torno, y ved si puede concebirse lo que habemos referido. Esas paredes salpicadas de balazos, esos palacios con los artesones medio pendientes, el pórtico aislado, las vigas amenazando un desprendimiento repentino, todo os dará una idea, aunque obscura, de los esfuerzos y tenacidad con que se defendieron mis compatriotas.
Pero el ver la capital era el día mismo de la capitulación. Entonces, que estaban humeando los edificios, las calles parapetadas con diferentes cortaduras, cubiertas de hediondez, tendidos por ellas y en los pórticos los cadáveres, unos desnudos, otros con su traje acostumbrado; pálidos y moribundos los que conservaban un resto de vida, pintada en los semblantes la confusión y abatimiento: entonces, cuando la vista de los franceses fue un veneno mas destructor que el contagio, y se redoblaron las enfermedades, porque se comprimieron mas los espíritus, y cuando el soldado licencioso tomaba de grado o por fuerza lo que le acomodaba, y los comisionados iban recorriéndolo todo, y haciendo astillas cuantos fusiles y pertrechos militares aparecían abandonados por las calles y casas; entonces si que la idea hubiera sido más exacta, y vuestra admiración y asombro el más profundo. ¿Cómo es posible, hubierais prorrumpido, que una ciudad abierta, y unos habitantes en la situación escabrosa en que estaba la España, hayan podido obrar semejantes prodigios?
PUES TODO HA SIDO OBRA DE LOS ZARAGOZANOS, POR SOSTENER LOS DERECHOS DEL TRONO Y SU PRECIOSA INDEPENDENCIA.