CAPÍTULO XX.
Choques en las calles y casas.—Atrocidades del enemigo.—Proezas de los defensores.
La calle del Coso es una de las más anchurosas y dilatadas: forma una curva con diferentes bocacalles a derecha e izquierda; y la de san Gil va recta hasta la puerta del Ángel. Frente a la calle de santa Engracia está la de la puerta de Cineja, delante de la cual existía un monumento de piedra con su columnata, dedicado a la memoria de los mártires. El enemigo, lleno de orgullo, comenzó a obrar según su plan, dirigiendo una columna hacia la plaza de la Magdalena para ocupar la puerta del Sol e introducir por ella la caballería; otra a la plazuela de las Estrévedes, con el objeto de darse la mano con los que subían por la calle del Azoque, y reunidos, ocupar la puerta de san Ildefonso. Parte de la primera enfiló por el arco de Cineja, creyéndola equivocadamente la de san Gil; pero viendo que no iba recta, desistieron; y fuera de algunos que entraron a robar y asesinar por las casas, los demás siguieron las otras direcciones. Por el pronto no se oía sino el ruido de las cajas, los pasos de las tropas, y las voces de los jefes que las animaban, diciéndoles: Zaragoza es nuestra. Además de ir en líneas acechando para ver si les hacían fuego, procuraban ganar las bocacalles, pues en su tránsito, algunos paisanos que iban asestando de paso sus tiros, dejaban a varios yertos en su carrera.
Los vigías de la torre de la Magdalena el doctor don Miguel Pérez y Otal, presbítero, y don Juan Martínez de Nardués apenas divisan la columna que venía por el Coso, bajan, y con las ocho ordenanzas que tenían para dar los partes, destacan una a la puerta del Sol y otra a las Tenerías. Había en la plazuela una porción de paisanos acalorados que no sabían qué rumbo tomar; y ya por fin resolvieron aproximarse a un arco que en lo antiguo era una de las puertas de la ciudad, titulada de Valencia, con ánimo de salir a la plaza. Así lo hicieron, y resguardados de una almena del antiguo muro, ocuparon unos portales angostos, y desde ellos hicieron una descarga, a la que contestaron los franceses, pero sin causarles el menor daño; y lo mismo ejecutaron a la vez otros que estaban en la esquina del hospital de Huérfanos. Efectivamente, fray Ignacio Santa Romana, del convento de agustinos calzados, con algunos labradores dirigió sus certeros tiros contra el jefe y tambor, y logró derribarlos: a breve rato notaron que también salían tiros de la calle de san Lorenzo; y habiendo dispuesto quedasen unos pocos para contener, abocaron los demás a los que ocupaban el arco, porque aunque la dirección del enemigo era hacia la puerta del Sol, podían hacerles fuego de frente con mejor éxito. El capitán don Alberto Langles estaba de comandante en la puerta del Sol, y el de igual graduación don Pablo Casamayor. Una porción de granaderos franceses comenzó a hacer un fuego vivo bajo el arco de Suelves, y se les correspondió con algún cañonazo.
En esto llegó el capitán comandante de las baterías de aquellas inmediaciones don Marcos María Simonó, y lleno de valor y ardimiento, con una bayoneta en la mano subió sobre un banco que servía de parapeto, para observar; y aunque le asestaron una multitud de tiros, salió ileso; y encarándose a seguida a los pocos que le rodeaban, comenzó a reprenderles su falta de energía, y que era preciso acometerlos de frente y con vigor si querían libertar la patria, y salvar con ella sus familias. Animado de un espíritu belicoso, les ofreció arrojar los franceses de la ciudad si querían seguirle. Era grande aun el aturdimiento que había causado la sorpresa de ver tendidas por las calles las huestes francesas: la mayor parte estaba indecisa. Simonó, lleno de inquietud, vio que algunos soldados salían de una casa inmediata a la del arco, y tuvo la ocurrencia de exclamar: que huyen los enemigos. Estas voces fueron un rayo luminoso que vivificó el ánimo de nuestros defensores. Comienzan a salir los vecinos de sus casas, otros de las calles, y en breve se reúnen una porción de valientes. Langles pone a las órdenes de Simonó varios fusileros y extranjeros, dirigidos por el teniente don Ambrosio Ruste: ordénase que unos vayan por la subida de la Trinidad a ocupar y sostener el arco de Valencia; y luego un grito de viva el Rey fue la alarma, a la cual todos partieron con inaudita velocidad, conduciendo un cañón. Como a este mismo tiempo ocurrió la muerte del jefe y tambor, viendo Simonó que comenzaban a no saber qué hacerse los franceses, y que unos estaban guarecidos en la aguardentería que había junto al arco, y otros por las casas, mandó tocar una caja de guerra, lo que sobrecogió al enemigo y animó de tal modo a los combatientes, que comenzó un fuego terrible. Al ver los franceses que la metralla y fusilería les fatigaba por todas partes, y que de frente, por la espalda y costados iban apareciendo escopeteros, hacían inútiles esfuerzos para rechazarlos.
La escena iba mudando de aspecto insensiblemente, porque en la hora y media de combate que se trabó, y sostuvo en la plaza de la Magdalena con un encarnizamiento sin igual, muchos de los que estaban en la plaza de la Seo cobraron ánimo, y excitados por el brigadier don Antonio Torres, se acuadrillaron; y unos partieron sin demora al sitio de la pelea; otros, siguiendo las órdenes de Torres y de su segundo el coronel Obispo, fueron ocupando todas las avenidas de la calle del Coso, formando en muchas de ellas trincheras con colchones, sacas, bancos y muebles. Renovales mandó colocar una pieza cerca de la puerta del Sol, por lo que pudiera ocurrir, y sostener las medidas tomadas por el comandante del molino don Francisco Milagro, que, entre otras, una fue extraer un cañón de la batería baja, frente a san José, para colocarlo en las avenidas de las calles inmediatas, para lo cual tuvo que derribar paredes y hacer una galería cubierta. También dispuso que el subteniente don Francisco Salvador, que sostuvo el campo santo de san Miguel con el tercio de Tauste, llevase un cañón de los del molino a la puerta de Cineja, lo que no se verificó porque Torres y Obispo creyeron haría mejor servicio en la calle de san Gil, donde lo colocaron. Cada habitante era ya un león feroz; y todos formaron la resolución de morir matando. El arribo de Simonó con el cañón y más de trescientos combatientes entusiasmó a los que había esparcidos por aquellas inmediaciones: apenas comenzó a obrar la artillería y fusilería, los franceses procuraron parapetarse en la calle del Coso; pero los defensores los acometieron, saltando la valla con arma blanca; y al ver su arrojo, retrocedieron a refugiarse entre las ruinas ocasionadas por la explosión del 27 de junio. Mas, ¿cuál fue su sorpresa al ver que perecían infinitos? La intrepidez de los patriotas fue tal, que considerando podían hacer fuego con ventaja desde los medio derruidos corredores del Seminario, subieron a ellos, apoyándose los unos sobre los hombros de los otros; de modo que apenas habían principiado a amagarse contra las piedras y masas desmoronadas, cuando una multitud de tiros les causó una mortandad espantosa, porque no sólo tenían que sufrir el fuego superior de esta altura, sino el que se les hacía de frente y por la espalda con otro cañón situado a la entrada de la calle de la Parra.
A esta sazón caminaba ya hacia aquel punto tropa de refresco. Simonó formó inmediatamente a los patriotas en batalla delante de las ruinas, colocando el cañón en el centro, y apostó una partida considerable en la calle de los Graneros y horno del Seminario Sacerdotal. La columna francesa llegó a situarse muy cerca de las ruinas; y cuando creyó que iba a superar aquel paso, improvisamente se vio entre tres fuegos, porque el labrador de la parroquia de la Magdalena Vicente Codé y otros, que a falta de artilleros servían un cañón que había en la embocadura de la calle de la Parra, aunque con pocas municiones y un tizón por bota-fuego, lo dispararon por retaguardia. Contestó por el frente el de Simonó, siguió la fusilería, y en breve rato los desbarataron, haciéndoles muchos muertos y considerable número de heridos. Apenas los vio Simonó desordenados, se arrojó sobre ellos con toda su gente, e hicieron una carnicería.
Entre tanto el capitán Renovales, con más de cien labradores de la parroquia de san Miguel que había reunido, procuró situarse y hacerse fuerte en la calle de la Cadena. Seguía la cruenta lucha, y oían tronar de nuevo el cañón situado en la calle de la Parra. Codé y compañeros tuvieron el arrojo de avanzarlo hasta la calle del Coso, y dispararlo con la metralla y bala con que estaba cargado contra los que avanzaban de refuerzo. Esta nueva columna sufrió diferentes descargas de los que ocupaban las calles de tránsito, denominadas de la Parra, la Imprenta, Rufas, Urreas; de santa Catalina, y Zurradores, a la izquierda, subiendo hacia el hospital; y de las de la Hiedra, Verónica, san Cristóbal, del Refugio y san Gil, a la derecha; pero como iban en hileras, y a distancias, apenas se les hacía daño. También contestaban echando los fusiles sobre el brazo, pero sin dirección, y sólo para contener. Disparado el cañón de la calle de la Parra, volvieron a cargarle a metralla; pero al ir a darle fuego vieron que estaba muy próximo el enemigo; y así, los cuatro paisanos que allí había se retiraron por la misma calle; y Codé se puso agazapado debajo del cañón. Pasaron, los franceses, y a su tiempo Codé y compañeros lo retiraron a brazo con una cuerda que proporcionó una vecina a don Pedro Cortés, para situarlo en su lugar a la entrada de la calle; y dándole fuego les hicieron bastante daño.
Simonó hizo otra descarga de frente, que repitió apoyado de la fusilería; y confundidos de verse entre dos fuegos, volvieron la espalda; y entonces los nuestros comenzaron a hostigarlos de frente y por los costados, y los persiguieron hasta la calle de Villalobos, en que tuvieron que detenerse para hacer cara a un nuevo refuerzo. Entonces volvió a tomar cuerpo la lucha, y ejecutaron proezas singulares los defensores. El enemigo, que tan pronto veía acrecentarse los pelotones por el frente, como por la espalda y sus costados, perdió el tino, y no sabía qué hacer en un combate tan extraordinario. En medio de aquella confusión ocuparon los franceses el cañón de la calle de la Parra, y lo volvieron para enfilar los fuegos contra la casa de Camporreal, e impedir que atacasen por aquella parte una gran porción de defensores que había en la plaza de san Miguel; pero a poco rato lo reconquistaron los patriotas. Allí estaba el jefe Arnedo, don Pedro Cortés, el alcalde de barrio don Antonio. Abad, y otros valientes. Para conseguir su intento, luego que obraba el cañón iban saliendo y ocupando por cada lado los umbrales de las puertas; ya que avanzaron cuatro casas, dieron muerte a dos artilleros; y luego aparecieron de golpe los que estaban en la plaza, con lo que concluyeron de matar a unos y ahuyentar a otros.
Luego que lo cogieron con un cajón de municiones que vieron abandonado mas allá de la casa de Tallaque, comenzaron los paisanos a maniobrar y ejecutar sus descargas con mucho fruto, pues los que todavía andaban errantes, ya por las ruinas, ya hacia la cruz del Coso, fueron casi todos víctimas. Estaba aquel trecho cubierto de cadáveres, presentando un cuadro horroroso; pero el entusiasmo patriótico era tal, que una porción de jóvenes se arrojaron en medio del fuego a liarlos, y los llevaron arrastrando hasta la orilla del Ebro. Por último, después de tantas horas de combate, arrollaron a los franceses, en términos que fueron muy pocos los que pudieron salvarse en el convento de san Francisco.
Así iban las cosas por la derecha de los que atacaban, al paso que por la izquierda, esto es, por la calle del Coso, que va a salir a la plazuela de las Estrévedes, y la del Azoque, apenas había comenzado la refriega. La columna que enfiló por la calle de las Rosas, y la que subió hacia el palacio de los Gigantes, no hallando oposición, se entregaron al saqueo. La tesorería estaba frente al convento de san Francisco; y fue desde luego ocupada, arrebatando los caudales que el más acendrado patriotismo había aprontado para sostener las extraordinarias urgencias de aquella época. Las religiosas de santa Rosa y las Recogidas se vieron rodeadas de franceses, que las hicieron entregar el dinero y alhajas; y después las trasladaron a las casas de don Mariano Sardaña y convento de descalzas. En todo aquel distrito reinaba el mayor desorden; y no se distinguían sino los golpes desaforados de la soldadesca para derribar las puertas, y los moribundos ayes de las tristes víctimas que degollaban con una barbaridad inaudita.
He insinuado que el subteniente de la segunda compañía de escopeteros de la parroquia de san Pablo don Francisco Ipas había ido a las once con veinte y cuatro o treinta hombres a reforzar el punto de la torre del Pino, y que habiéndole quedado seis, se retiró, haciendo fuego a los que salían por la portería del convento del Carmen, huyendo los tiros que la artillería colocada por el comandante Hernández desde la esquina del convento de la Encarnación enfilaba hacia la plaza, impidiéndoles trepar adelante. Sin embargo, como luego avanzaron por la calle de santa Engracia, pudieron comunicarse; y estaban próximos a santa Fe a sazón que Ipas y sus compañeros, viéndose apurados, entraron en una casa, la que a poco rato ocuparon los franceses, matando a cuantos encontraron en ella; y viéndose perdidos, saltaron de un tejado a otro con riesgo, y se encaminaron a la calle de la Dama: cuando bajaron, viendo no avanzaban, ofuscados con el robo, comenzaron a dirigirles desde la plazuela de las Estrévedes algunos tiros. El enemigo miraba con indiferencia aquellos esfuerzos de los patriotas; pero éstos, aprovechándose de su confianza, se renacieron poco a poco.
Uno de los primeros que comparecieron a contener y refrenar el ímpetu enemigo fue Martín Abanto, albéitar, que con seis compañeros comenzó el tiroteo desde la plazuela, y lo sostuvo hora y media, hasta que una herida que recibió en la cabeza le obligó a retirarse; pero hecha la primera cura volvió con mayor entusiasmo a la pelea. Pero quien consumó la obra fue el benemérito don Santiago Sas, presbítero, hijo de tan inmortal ciudad, el que apenas supo habían entrado los franceses, partió a la puerta del Portillo, y tomando la gente de sus compañías, lleno de valor, después de colocarla en los puntos que juzgó a propósito para asegurar la retirada, mandó le siguiesen los más esforzados. Por el pronto sorprendieron en una casa seis u ocho franceses, y arrojándose a ellos, los asesinaron. Este espíritu causó tal espanto en el que pudo salvarse, que al ver iban de casa en casa derribando tabiques, matando a cuantos encontraban, y arrojándolos a seguida por las ventanas, se atolondraron, y no sabían ya qué hacerse. El artesano Matías Carrica cuando iba replegándose el enemigo entró en la del número cuatro de la calle Malempedrada, a una con sus compañeros, a pesar del fuego; y habiendo dado muerte a un francés que encontró registrándola, halló un hombre y cuatro mujeres muertas, y consiguió salvar la vida a un muchacho de siete años; a cuya sazón, viendo se aproximaban en bastante número, se replegó al cuartel de Fusileros; y en estos encuentros le mataron a Ildefonso la Huerta y José Serrano, y le hirieron a Mariano Fletas. Todas estas proezas se comenzaron a ejecutar por la manzana de casas que hay frente al convento de santa Fe: y habiendo llegado al cuartel, Obispo, su ayudante Montalván, y Sas a la cabeza de sus valientes, acometieron por tres veces, hasta que consiguió Sas entrar por una puerta excusada: mataron trece franceses y ahuyentaron a los demás, logrando tabicar la puerta de la calle; de modo que no es posible dar idea de las acciones heroicas y extraordinarias ejecutadas por este esforzado campeón y sus compañeros.
La resistencia que se les opuso en la plaza de la Magdalena, y confianza con que se entregaron al saqueo, dio tiempo para formar una línea de defensa en las calles inmediatas a la del Coso, imposibilitando subsistiesen por las casas de la misma, que abandonaron al ver el arrojo con que dentro de ellas les acometían los habitantes de esta capital. Don Francisco Salvador ocupó con su gente el arco de Cineja, y lo defendió, permaneciendo tres días herido, hasta que lo relevaron; siendo notable la energía con que sostuvo el fuego de cañón el sargento Fernández. En la subida de la Verónica, don Vicente María Marraco, con veinte o treinta paisanos, no consintió entrase por ella el enemigo. Conociéndose que en la de la Parra no se necesitaba tanta gente, propusieron a don Pedro Cortés partiese con una porción a ocupar otra. A seguida eligió veinte de su confianza, y se situó en la que hay paralela a la de la Parra, llamada de las Urreas; y desde su entrada comenzaron a hacer fuego a los franceses que iban vagueando por el Coso; pero observando podía dirigirse el enemigo por otra calle recta que desde la de Zurradores sigue paralela a la del Coso, lo que si ejecutaban podían verse cortados, dejaron que los que ocupaban las bocacalles de enfrente continuasen la defensa, y fueron a contener a los que efectivamente habían tomado aquella dirección. El enemigo, viendo hallaba una resistencia temeraria por todas partes, y multiplicado el número de paisanos, se abandonó enteramente al pillaje; y así esta capital ofrecía en la tarde del día 4 una escena la más nueva, y también la más horrorosa que puede presentar la historia.
Como a media tarde, iban ya de retirada los que bajaron a la plaza de la Magdalena; y los que subían por el Coso y calle de santa Fe para reunirse en la plazuela de las Estrévedes, fueron también rechazados. Enardecidos ya los paisanos, iban a pelotones de una parte a otra, dirigidos por aquellos capataces de más espíritu, sin dejarlos respirar. Por el pronto el enemigo trató de hacer fuego con un cañón desde la cruz del Coso; pero como no dominaba las casas de la izquierda, viéndose apurado, tomó el partido de colocarlo en el patio de la casa de Lloret, que era donde estaba la tesorería, y cargándolo dentro del umbral, lo extraían a mano para descargarlo; operación que repitieron varias veces; pero observados por Manuel Fandos, aparejador del canal, uno de los esforzados, fue con algunos de sus compañeros a sorprenderlos. En medio de las balas que cruzaban de una parte a otra, logró introducirse, y dando muerte a los que hacían fuego con el cañón, lo arrebataron; y con una mula que tomaron y quedó herida, auxiliados de otros paisanos, lo retiraron a la casa llamada de Zapater, distante unos cincuenta pasos; no habiendo resultado de esta acción arriesgadísima sino un paisano herido, que murió al día siguiente. Éstas y otras infinitas acciones de aquella tarde espantosa no dejaban de imponer a los franceses, que desde la torre del convento de san Francisco estaban observando todos los movimientos.
Luego que exploraron a placer este grande edificio, cruzaron por dentro, a la casa del conde de Sástago, y desde allí salieron unos cincuenta al jardín de la del conde de Fuentes. El coronel don Benito Piedrafita desde su alojamiento, que estaba en la calle de la Morería cerrada, y al que había ido desde la puerta del Carmen para tomar algún alimento, observó no había nadie que defendiese aquellas avenidas, y acompañado de su asistente, desde la penúltima casa de la acera que dominaba el palacio del conde, dejó muerto de un tiro a un oficial francés; y habiendo reunido cinco hombres por el pronto, se situó en una de las puertas del jardín, desde donde sostuvo un vivo fuego, que impedía la retirada a los que habían entrado; y habiendo ido a buscar auxilio, lo proporcionó el memorable Sas, dándole cincuenta hombres de sus compañías, con los que no sólo desalojó a los franceses, sino que aseguró aquel punto; pues habiendo aspillerado la casa de los Agonizantes, dispuso que cuatro hombres hiciesen fuego continuo a los que asomaban por el patio de san Francisco y galería de san Diego: en este punto hirieron los franceses en un muslo al comerciante don Felipe San Clemente.
El entusiasmo y valentía de los patriotas iba subiendo de punto. Zaragoza parecía un volcán en el estrépito, en las convulsiones, y en los encuentros rápidos con que donde quiera se luchaba y acometía. Todo era singular y extraordinario: unos por las casas, otros por las calles: en un extremo avanzando, en otro huyendo; cada cual sin orden, formación ni táctica, tenía que hacer frente donde quiera le acometía el riesgo: franceses y españoles andaban mezclados y revueltos: rara cosa se hacía por consejo u orden; y todo lo gobernaba el acaso. Guiados del impulso de vencer o morir, se arrojaban los defensores de Zaragoza con el mayor ardor en medio de los peligros. Si el enemigo asaltaba una casa, derribando alguna entrada por la calle del Coso, allí estaban luego los patriotas, que ejecutando lo mismo con las puertas de la espalda, o entrando por las casas inmediatas, los cogían entre sus manos, clavándoles el acero en el pecho: así sucedió en el Coliseo, en donde, crujiendo una puerta a pistoletazos, subieron, y los persiguieron, haciéndoles abandonar el sitio. También se introdujeron unos treinta por el paso de Torresecas, los que subieron a la casa; pero el monje del monasterio de Piedra fray José Garin, al frente de una porción de paisanos los hizo huir. Apenas entraron en la casa del procurador don Manuel Aguilar, a quien dieron muerte, cuando el capitán Martínez con cuatro o seis paisanos consiguió prender al polaco matador, a quien se formó causa, y murió ahorcado después de levantado el sitio. En casa de don Pedro Jiménez Bagüés, a quien asesinaron, los sacaron a más de paso, y descarriados, se iban refugiando de los blindajes: los pocos que entraron en casa del conde de Fuentes fueron acometidos; y desde el umbral trabaron con los de las escaleras un tiroteo, del que perecieron cuatro paisanos; pero por último, subieron y los lanzaron, haciéndoles algunos de menos.
Viendo ardía la casa de Sástago, y conociendo Piedrafita no podía apagarse porque arrojaban el combustible desde un patio inmediato, mandó derribar un tabique para atacarlos con tres hombres que tenía; y tan presto como oyeron los golpes huyeron, y ocuparon los nuestros el edificio. Por la calle de santa Rosa intentaron un nuevo ataque; pero se les contuvo, pues era tal la concurrencia de defensores, que se les hacía un fuego infernal. En la plazuela de las Estrévedes, con un cañón que llevaron a brazo los patriotas desde la plaza del Pilar, enfilaban los fuegos, unas veces contra la cruz del Coso, y otras contra la derecha, según les convenía. En esta plazuela se incendió la casa del comerciante Padules, y el humo, las llamas y gritería acrecentaban los horrores de aquella espantosa escena.
¡Qué de acciones valientes se ejecutaron en este día memorable! ¡Qué lástima no poderlas trasmitir todas a la posteridad! Vosotros, edificios y calles de Zaragoza, vosotros fuisteis testigos de la lucha más extraordinaria que ofrecen los anales de la historia. Delante de las puertas cada defensor vendió cara su vida; y si sucumbió a la superioridad de fuerzas, fue después de haber sacrificado al filo de su acero muchas víctimas. En las calles quedó refrenado el torrente devastador de las huestes apellidadas invencibles. Siete horas duró este horrendo combate; y en él se vio lo que puede el valor cuando lidia el hombre por un objeto loable y justo. Superada la primera sorpresa, no hubo varón, ni mujer, joven, ni anciano que no hiciese un empeño en defenderse hasta el último apuro. En las calles fronterizas hacinaron los muebles; y mientras seguía la lucha en el Coso, iban fortificando los portales de la plaza del Mercado para hacer una defensa mas acérrima todavía. Los habitantes de aquel distrito formaron desaliñadamente un parapeto, dejando los pasos necesarios para comunicarse.
La condesa de Bureta, prima del general Palafox, poseída de un ardor varonil, reconvenía a los que se retiraban sobrecogidos con las expresiones más vivas para que volviesen a sus puntos. Luego que supo la aproximación del enemigo a las casas de su habitación, hizo cerrar la entrada de la calle, preparándose con un fusil, dando ánimo, y excitando a los demás a que ejecutasen lo mismo. Ocupada con su familia, ya en suministrar socorros a los patriotas, que, desfallecidos, apenas habían tenido lugar para tomar algún ligero refresco, ya en dar disposiciones para oponer todos los diques y obstáculos posibles al enemigo, manifestó bien el empeño que había formado de que los zaragozanos venciesen a toda costa, o pereciesen, renovando las escenas heroicas de Numancia y Sagunto.
Llegó por fin la noche a dar treguas a tamañas catástrofes. Desesperado el enemigo de semejante oposición, al considerar tanto estrago y carnicería, trató de guarecerse en el hospital y san Francisco, formando su línea desde este convento al de san Diego, y de allí al de santa Rosa, ocupando el terreno que indica el plano. A poco rato de oscurecido comenzaron a hacernos un fuego de obús y mortero espantoso. Calmó el choque, pero no las fatigas. El enemigo arrojó con artificio al foso del castillo un pliego con sobre para el gobernador de Zaragoza. Al momento fue presentado al brigadier Torres; éste lo hizo traducir, y viendo que su contexto se reducía a querer persuadirle que la ciudad estaba en el caso de capitular, y que si no entrarían, usando de los derechos que les daba la guerra, mandó contestarles con el cañón. Cuando volvió al castillo el enviado, ya habían anticipado la orden, porque vieron aproximarse fuerza por el camino de la Muela, y les hicieron una descarga.
La mayor parte de los patriotas en el día cuatro no pudieron tomar el menor refrigerio; y cuando llegó la noche tuvo que suplir el esmero de los habitantes, que franquearon con la mayor generosidad lo que tenían. El día 3 a las nueve y tres cuartos de la noche no había en los graneros sino treinta y seis cahíces y cuatro fanegas de trigo, reducido a harina, y ésta procedente de la requisición que el día anterior se hizo por el vecindario, a virtud de un bando que intimaba sería castigado como traidor a la patria el que se opusiera al registro y no manifestase la que tuviese. También se prohibió a las corporaciones y particulares amasar pan, añadiendo se había mandado a los horneros lo hiciesen para la tropa y pueblo de inferior calidad al que se vendía; y que esto sería pasajero, atendidas las disposiciones adoptadas para que entrasen comestibles y harinas con abundancia.
El brigadier Torres en el primer momento de desahogo, si puede decirse que lo tuvo, tomó la pluma y escribió al capitán general Palafox lo siguiente:
«Excelentísimo señor:=Luego que los enemigos pasaron a la cruz del Coso y la tropa se retiró al arrabal, pasé en casa de V. E., y hallé que no estaba, ni sus señores hermanos: en consecuencia, me hice cargo del mando interinamente: reuní la tropa y oficiales que pude en el arrabal, con la que pasé a la ciudad, y tomé las providencias que juzgué oportunas para evitar se extendiesen por la plaza; y después de un fuego que ha sido continuo y muy sostenido, se han rechazado hasta el Coso; y tengo tomadas todas las bocacalles desde la plazuela de la Magdalena hasta el convento del Carmen. Es imponderable el valor de la tropa y oficiales. Los franceses han cometido un sin número de atrocidades, que no son para el apuro en que me hallo el contarlas, y sí que me veo sin el precioso género que a V. E. le consta. Los mayores generales e ingenieros sólo se han separado de mí cuando les daba una comisión particular. Todos los puntos están tomados, excepto la puerta de santa Engracia: los enemigos están quietos; pero no es regular suceda esto por la mañana; y mi situación es la más crítica que ha tenido ningún militar, por lo que juzgo que V. E. no la perderá de vista; por lo que espero que V. E., o uno de sus señores hermanos, se presente en la plaza por la mañana del 5 con refuerzo y auxilios de boca, pues ni yo, ni nadie podrá libertar a esta plaza del comprometimiento en que V. E. la ha dejado con unos enemigos tan feroces.=Dios guarde a V. E. muchos años. Zaragoza 4 de agosto, a las diez de la noche, de 1808.=Antonio de Torres.= Excelentísimo señor capitán general de este ejército.»
Es imponderable, dice el oficio, el valor de la tropa y oficiales, y no se puede negar que pelearon con la mayor bizarría; pero el brigadier Torres fue buen testigo de los heroicos esfuerzos que hicieron los patriotas. Obraron con valor y denuedo la tropa y oficiales que permanecieron el día 4 en Zaragoza; pero también los labradores, en especial de las parroquias de san Pablo, san Miguel y la Magdalena, como expresó otro militar muy benemérito, se hicieron dignos de los elogios que se tributan a las tropas más bizarras, y sellaron su reputación a costa de mucha sangre. Sépase, pues, que los oficiales y soldados que tuvieron el honor de encontrarse en el combate de aquel día, juntamente con la multitud de paisanos que de todos los ángulos de la ciudad salieron a batirse cuerpo a cuerpo con el enemigo, se cubrieron unos y otros de gloria y laureles inmarcesibles. El espíritu que animaba a los padres de familia a defender la vida de sus mujeres e hijos pudo solo inspirar acciones que los egoístas apellidarán temerarias, y que el hombre amante de su libertad clasificará de heroicas y dignas de eterna nombradía.
Pero, volviendo a la narración, no puede negarse era grande el compromiso y apuro en que se veía este campeón la noche del día 4 de agosto. Efectivamente, había muy poca pólvora, pues la fabricada a mano, tendida como estaba para secarse, la trasladaron a las once de la mañana a las baterías. En lo mas apurado del choque fue preciso tomarla de los cuatro tiros con que estaba dotada la batería de san Lázaro, y de repente tuvieron algunos religiosos del convento que hacer cartuchos; y así se fueron recogiendo pequeñas porciones para sostenerse. Por eso expresa el brigadier Torres en su oficio carecer del precioso género; y esto fue una de las cosas que más afligió generalmente; no obstante, para que no se trasluciera, Torres, con voces perceptibles daba órdenes para trasladar cajones de cartuchos, destinándolos a esta parte y a la otra, mandando tiroteasen por los puntos. Así se ejecutó; y los patriotas continuaron en prepararse para sostener nuevas refriegas.
Cuantas veces contemplo en este día, cuantas recuerdo la serenidad con que de todas partes los defensores perseguían a los franceses, y la confianza en que estaba la muchedumbre dispuesta a perder hasta la última gota de sangre, mi admiración crece, y la imaginación se ofusca. ¡Qué ardor, qué arrogancia la del paisanaje! Aquel distribuirse los sitios, los destinos; unos caminando a galope de una parte a otra, tomando las disposiciones más oportunas; otros haciendo de artilleros, cuando sólo habían manejado el formón y la esteva; algunos situándose con lanzas y picas en las calles inmediatas a la pelea; las mujeres llevando el tizón para bota-fuego; los muchachos arrastrando con sogas los cadáveres; los habitantes preparándose con piedras y ladrillos; el anciano animando a los combatientes, y todos buscando donde saciar su cólera, son cosas, que a no haberlas presenciado, y tener en su confirmación las ruinas y muestras indudables que dan una idea la más grande que pudiera apetecerse, parecerían increíbles.
Vosotros, héroes zaragozanos, que con un valor a toda prueba supisteis confundir el orgullo de las tropas más aguerridas, recibid el parabién de todas las naciones, y de aquellos que con entereza de ánimo saben apreciar los esfuerzos de los buenos para confundir a los tiranos y a cuantos apoyan sus perfidias. Y tú, impertérrito Sas, víctima desgraciada, gloríate de haber contribuido con tu valor, y el de tus compañías, a que el enemigo no se posesionase de tu patria en aquel día fúnebre. Loor eterno a los valientes Torres, Obispo, Simonó, Renovales, Santa Romana, Sangenis, y a los ingenieros de su mando Beyán, Quiroga, Gregorio, Navarro, Tena, Román, Cortines, Armendáriz, y demás de quienes queda hecha mención, tanto militares como paisanos, y que las generaciones venideras profieran tales nombres con entusiasmo y respeto, pues ni es posible enumerarlos a todos, ni han llegado a nuestra noticia los nombres de varios, que han quedado sepultados en lastimoso olvido.
Tampoco puede decirse con seguridad el número de tropas francesas que llegaron a entrar en Zaragoza, que muchos afirman pasaban de tres mil hombres, la mayor parte granaderos de la guardia imperial; ni la pérdida y descalabro que experimentaron, en lo que también varían, pues unos la fijan en dos mil, y otros, en dos mil y quinientos, entre muertos y heridos. Lo que puede asegurarse es que la mañana del día 4 de agosto perecieron bastantes patriotas, y que en la refriega acérrima de por la tarde fue triplicada la de los franceses a la nuestra, y de tanta consideración, que los arredró extraordinariamente.
En la batería que de orden de Torres y Obispo se formó frente a la iglesia de san Gil, murieron, aquella noche el sargento de Guardias graduado de capitán don Vicente Izquierdo, el capitán de Extremadura don José Tirado, el teniente del mismo cuerpo don Andrés Amaya; y quedaron heridos dos oficiales y el sargento de Guardias graduado de teniente don Luis de la Vega, que hacía de comandante de la artillería, con otros de que no se ha tenido noticia.