CAPÍTULO V.
De cómo el general Palafox salió de Zaragoza.—Estado crítico de la ciudad en la mañana del 15 de junio.—Los franceses atacan las puertas del Portillo, Carmen y santa Engracia, cuyo choque es más conocido por la batalla de las eras.
Llegó el día 15, y a pesar de tanto desastre todos trabajaban con un ardor inconcebible. A las nueve, Palafox, desconfiando del éxito, dirigió un oficio al teniente de rey don Vicente Bustamante encargándole el mando; y en seguida, tremolando un pendón con la efigie de nuestra señora del Pilar, para ver si a la vista de aquella imagen se inflamaban más los zaragozanos; quejándose de la dispersión del día anterior, marchó, manifestando que iba a recorrer los puntos. El marqués de Lazán permaneció hasta las tres de la tarde; y viendo que no podía adquirir ninguna noticia exacta, salió por el camino de Valencia acompañado de don José Obispo. Los regidores celebraban ayuntamiento, y habiendo entrado Bustamante les entera de lo ocurrido, añadiendo sabía iban a llegar los franceses; que él no tenía tropas, ni con qué defenderse, y que en tal apuro meditasen el partido que debería adoptar. Los pocos regidores que asistían, conociendo el peso de aquellas razones, acordaron que aquel asunto debía tratarse en ayuntamiento pleno, y que además era preciso reunir las autoridades, sujetos de distinción, curas párrocos y lumineros. Designaron la hora de las dos de la tarde, y los mismos capitulares quedaron en avistarse y para evitar tergiversaciones, con las personas más distinguidas. Algunos ciudadanos propusieron que los cañones estaban mal distribuidos en el Mercado, plaza del Pilar y otros parajes, y se acordó que varios religiosos, eclesiásticos y regidores hiciesen conocer al paisanaje debían llevarlos a otros puntos. Insinuada la especie, condujeron los tres que había en el Mercado a la puerta del Carmen, el de la calle de Predicadores a la del cuartel de Caballería, y los de la plaza del Pilar a la del Sol, pues la del Portillo, santa Engracia y Ángel estaban ya provistas. Aspillararon las tapias y paredes, y destinaron artilleros, a quienes, después de exhortarlos y gratificarlos, les dieron una pequeña porción de municiones.
Antes de pasar adelante, será oportuno dar alguna idea de las inmediaciones de la capital. La Casa Blanca dista media hora de Zaragoza; desde ella hay un camino real anchuroso, y a la derecha otro más hondo, y resguardado por ambos lados de espesos y dilatados olivares: los dos caminos se reúnen a distancia de unos trescientos pasos de la puerta del Carmen, sita al mediodía, en cuyo punto divisorio existía el convento de capuchinos. A la derecha e izquierda de la puerta del Carmen, saliendo de la ciudad, hay una calle o paseo: la de la derecha forma una línea recta hasta el puente del río Huerva, y la de la izquierda otra igual, en la que, caminando al Poniente, había un convento de trinitarios, y después sigue hasta el castillo o puerta del Portillo, frente a la que se hallaba el convento de agustinos descalzos; todos edificios crecidos. La línea de la puerta del Carmen, a derecha e izquierda, o lo que formaba el muro, eran unas tapias muy bajas del convento del colegio de carmelitas y de las religiosas de la Encarnación, que son los dos primeros que hay entrando por aquel punto en la ciudad; después estaba la torre llamada del Pino, que formando un ángulo regular abrazaba dichas tapias y las que igualaban y unían con la puerta de santa Engracia, todo muy endeble. Por lo que hace al punto de la puerta del Portillo debe observarse que a corta distancia está el castillo, edificio cuadrado de buena estructura, con su gran foso, que posteriormente se ha cegado, y fortines. Al fin de la línea estaba el convento de agustinos; y el camino recto desde la puerta, pasado el castillo, se divide en dos, uno que va en derechura a Alagón y otro a la Muela. A la derecha de la puerta del Portillo, formando la línea del circuito de la ciudad, la iglesia de este nombre; sigue el cuartel de caballería, y luego el edificio de la Misericordia: a la izquierda las tapias de las huertas de los conventos de religiosas de santa Lucía, santa Inés y las Fecetas, que enlazan con la puerta de Sancho, frente al río Ebro, por donde está el camino llamado de san Lamberto, que viene a unirse al mencionado de Alagón, y es mucho más profundo.
Parte de las tropas imperiales venían por el camino de Alagón; pero al llegar a la venta de Cano se dirigieron hacia el de la Muela y casa de paradas de Merenchel. A las nueve de la mañana aparecieron por el cajero del canal ochenta soldados de caballería, y por la parte de las viñas venían haciendo fuego algunas guerrillas. A los primeros les saludaron los cañones situados en la loma, dirigidos por el sargento de artillería Mariano Lozano. A pesar de que la mayor parte de los que ocupaban aquel punto eran paisanos, sostuvieron el fuego largo rato con bastante serenidad; pero observando que avanzaba el enemigo por las viñas, y que las tropas francesas divididas en dos columnas, la una por el cajero, y la otra por el camino de la Muela, escoltadas de la caballería, comenzaban a hacerles fuego con un cañón, clavaron los nuestros y se replegaron a la Casa Blanca. En ésta hacían de jefes los guardias don Juan Escobar y don Juan Aguilar. Junto al embarcadero había dos piezas bajo la dirección del oficial de artillería don Ignacio López, contribuyendo a disponer lo necesario el de ingenieros don José Armendáriz. Luego que don José Obispo llegó con los que le siguieron desde el puente de la Muela, se parapetaron sobre la derecha; y el brigadier don Antonio Torres con todo el batallón de su mando prolongaba la misma línea, ocupando una extensión bastante regular. Apenas divisaron al enemigo, lo recibieron con un vivo fuego de cañón y de fusilería; pero ocurrió la fatalidad de reventarse uno de los dos cañones y quedar el otro inservible por haberse descompuesto la cureña. Bien los reemplazaron, pero el enemigo comenzó a hacer fuego con los suyos, y esto produjo algún desorden. El brigadier Torres reconvino a un paisano para que hiciese su deber, y éste le hirió en un brazo con la bayoneta en términos que tuvo que retirarse. Algunos salieron a tirotearse, y habiendo avanzado más de lo regular Antonio Navarro y Tomás Pérez hacia la altura de santa Bárbara, a su regreso, cuando el enemigo se dirigía a la Casa Blanca, dieron muerte a un oficial, a quien ocuparon una brújula y algunos instrumentos que denotaban ser ingeniero que iba reconociendo el terreno, los que presentaron al teniente rey.
Luego que observó el sargento mayor del tercer tercio don Alonso Escobedo, que había servido en el regimiento de América, que era perdido el punto de la Casa Blanca, por haber visto cruzar el Huerva a los franceses para dirigirse a Torrero, partió a defenderlo, y comenzó a tomar las medidas más activas. Estaban vacilantes los cuatro artilleros y quinientos paisanos que allí había; pero estimulados cobraron ánimo; y viendo situados cuatro cañones en sitio inoportuno, envió dos, que condujeron a brazo a la puerta de santa Engracia, y colocó los otros dos sobre el puente de América. Estando en estas operaciones llegaron don Francisco y don Matías Tabuenca, y echaron.y cargaron dos floretes para volarlo caso necesario. Antes de aproximarse expidieron los franceses avanzadas de infantería y de caballería hacia Torrero, y por todas las demás avenidas. Apenas estuvieron a tiro los que se encaminaron por el cajero del Canal al puente de América, comenzó a obrar la artillería y volvieron grupa, tomando el camino hondo que sale a la falda del monte, desde donde partieron en derechura hacia el puente de la Huerva. Como en éste había también cañones, volvieron en seguida a dar cuenta de sus descubrimientos.
A esta sazón los regidores, magistrados y demás personas distinguidas iban azorados a la sala consistorial, en que habían convenido reunirse para resolver en vista de la exposición del teniente de rey Bustamante lo que debería practicarse. La situación no podía ser más apurada y desastrosa: cincuenta artilleros, pocas municiones, tropa casi ninguna. El enemigo, enseñoreándose por la llanura, desfilaba sus columnas por todas partes, y avanzaba sin oposición; en las calles y plazas no se veían más que gentes mal armadas, paisanos acalorados, que cada uno era un general, soldado, y árbitro de decidir de todo. Así es que hicieron presos a cuantos conceptuaban traidores, cuya suerte cupo al benemérito coronel de ingenieros don Antonio Sangenis porque le vieron hacerse cargo por la mañana de las tapias y terreno que circuye a la capital, privándose de sus luces y talentos tan necesarios, y más en sazón de que no había quien le substituyese. Como quiera, el ayuntamiento iba a comenzar su sesión, cuando de improviso aparecen algunos paisanos enristrando sus trabucos; abren la puerta, y les hacen despejar el sitio, diciendo iban a ocupar los balcones para hacer fuego al enemigo; con esto se retiraron a sus casas, esperando el término de tan singular y extraordinaria escena. El cabildo a la hora acostumbrada comenzó a celebrar sus horas canónicas: pero orillemos las ocurrencias de lo interior para referir los sucesos mas sorprendentes y heroicos que pueden concebirse. Triste cosa es hablar de luchas y combates, de muertes y desolaciones; pero cuando tienen un fin tan glorioso como la del 15 de junio, y se sostienen por evitar el yugo de la tiranía, el corazón que palpitó de cólera en aquellos momentos percibe un dulce placer al recordar las desventuras en que tomó parte, y de que fue testigo.
Esparcido el rumor de que habían ocupado los franceses la Casa Blanca, salieron a cerciorarse cuatrocientos paisanos, los cuales, al llegar al punto divisorio de los dos caminos, encontraron a algunos húsares de caballería. Apenas estuvieron a tiro hicieron fuego a los paisanos, y consiguieron herir al que los dirigía. Para empeñarlos volvieron grupa, y poco cautos siguieron avanzando hasta que una descarga de metralla hizo que unos se dispersaran y otros se retiraran por el camino hondo conteniendo a los que les perseguían. Los patriotas llegaron en retirada a las puertas. Los pocos que había en ellas comenzaron a tomar disposiciones para recibir al enemigo. En la del Carmen cruzaron algunos tablones, y en todas avanzaron las piezas de artillería. Después que tantearon el terreno se dispusieron a la defensa con la mayor entereza. En las tapias propias del edificio de la casa de Misericordia había muchos paisanos; otros estaban amagados en las de aquellas cercanías: por la huerta de Atares, la de la Encarnación, torre de Martínez, del Pino, y toda aquella hilera que va hasta la puerta del Carmen, cuyo convento y colegio, con el del monasterio de santa Engracia y el de las religiosas de la Encarnación, se veían coronados por rejas, ventanas, y hasta en los tejados, de gente armada, y espectadores que no tenían otro objeto que el de ver la pelea. Si se hubiesen ocupado los conventos avanzados de agustinos descalzos, trinitarios y capuchinos que están en la misma línea, podía habérseles hecho un fuego terrible, y aun ellos lo temían, creyendo alguna prevención; pero en cada uno de estos sitios apenas había gente, y los religiosos que los ocupaban, desprevenidos, cerraron sus puertas, esperando el momento de que las quebrantaran los enemigos.
Don Mariano Cerezo, viendo perdida la Casa Blanca, salvó un cajón de cartuchos, y fue a sostener con sus compañías el ventajoso punto del castillo. Don Santiago Sas, en la puerta del Portillo comenzó a excitar a los patriotas: la confusión reinaba por todas partes, pero nada de pusilanimidad. ¿Qué es lo que ocurre?, se preguntaban unos a otros, y los que no estaban en las puertas volaron a las armas; y poseídos de un justo enojo partían a morir en la lid. La torre llamada de Escartín fue el punto de concentración, pues de allí rompió una columna huyendo los fuegos del castillo, dirigiéndose a ocupar el cuartel de caballería, otra hacia la puerta del Carmen, y la tercera, salvando el convento de capuchinos, a situarse en el olivar hondo, inmediato al puente de la Huerva, que da al paseo y puerta de santa Engracia. Tan pronto como se movieron las masas, el pelotón de paisanos se disolvió, partiendo cada cual a las puertas; y tendiéndose delante de las tapias inmediatas a la del Carmen en dos hileras, a derecha e izquierda, comenzaron el fuego a su arbitrio contra las partidas de guerrilla. El fuego de cañón de la puerta del Portillo y de la del cuartel de Caballería anunció muy pronto que aquel punto estaba amenazado. En la del Carmen los artilleros, apremiados por los paisanos, hicieron tronar los suyos.
Ésta fue la señal que alarmó los ciudadanos impertérritos; y muchos, aunque fatigados de la jornada anterior, salieron sin demora al encuentro del enemigo. El teniente de húsares retirado don Luciano de Tornos y Cagigal, a quien arrestaron los paisanos, al oír la conmoción quebranta la puerta, sale ansioso a explorar lo que había, halla un tambor tocando generala, empieza a reunir la gente que iba compareciendo, y con su genio fogoso camina intrépido al combate. Don José Zamoray con algunos compañeros de la parroquia de san Pablo corrió veloz hacia la puerta de santa Engracia, y extrajo dos cañones que había en la torre de Segovia. Don Manuel Cerezo, hermano de don Mariano, reunió otra porción de gente; y así iban formándose las cuadrillas, cediendo a la opinión y al calor de las expresiones con que los mas valientes publicaban en su lenguaje que no habían de entrar los franceses en Zaragoza. No es posible dar una idea cabal de todos los pormenores: lo cierto es que la calle de la puerta del Carmen estaba cubierta de gente, la mayor parte armada; que en aquella masa había mujeres, ancianos y muchachos; que ora se destacaba un pelotón hacia la plaza del Portillo, ora hacia la puerta de santa Engracia; que unos tomaban los heridos sobre sus hombros, y otros, especialmente las mujeres, trepaban hasta el cañón a dar de beber a los artilleros; que el espíritu reinaba en todos los semblantes, y que se miraba a sangre fría y con envidia al ciudadano exánime y moribundo, que conducían al hospital o lo retiraban a que exhalase el último suspiro. En tanto que en un extremo los eclesiásticos consolaban y animaban, en otro se suscitaban contestaciones, porque no les dejaban avanzar a las puertas: un sordo murmullo resonaba a la par del estrépito del cañón y de la fusilería; veamos cuales eran las gestiones del enemigo.
He insinuado que una columna venía por el camino que va desde la torre de Escartín en derechura a atacar, resguardándose del convento de agustinos, la puerta del Portillo. El capitán Cerezo y sus valientes los recibieron con entereza, y la metralla dejó a algunos sin vida. Fuese añagaza o cobardía, volvieron la espalda; los patriotas comenzaron a seguirlos, pero a pocos pasos una descarga reventó el cañón, quedando herido, entre otros, uno de los hijos de Cerezo, y retrocedieron hacia la puerta. Creyendo lograría mejor éxito, el enemigo atacó el cuartel de caballería con el fin de apoyarse. En la primera puerta no había sino un cañón: los franceses con la mayor destreza, orillando la dirección del fuego, consiguieron esparcidos aproximarse; por el pronto había pocos escopeteros; no obstante, caían algunos exánimes en aquella llanura: las voces de que aquel punto corría riesgo hizo acudir a varios defensores; como las tapias de la casa de Misericordia forman una cortina dilatada, y desde trinitarios no les incomodaban, los que lograron arribar a ellas, que fueron pocos, iban avanzando con el objeto de internarse en el cuartel; los cañonazos de una y otra parte resonaban sin interrupción, y un humo denso cubría la atmósfera.
El coronel de caballería don Mariano Renovales, que había llegado el día anterior conduciendo catorce soldados a sus expensas, y reunídose a los patriotas en la Casa Blanca, llegó a la casa de Misericordia, y el teniente Tornos colocó su gente por los corredores del cuartel, donde había otros muchos paisanos que hacían fuego. Cuantos avanzaban, otros tantos servían de blanco a sus acertados y repetidos tiros. En esto algunos franceses, resguardados de las tapias, entraron en las cuadras que hay inmediatas: unos suben las escaleras; otros, confundidos no saben que hacerse; los paisanos dan tras ellos con un furor indecible, y todos por fin pagaron su temeridad con la vida; y los que avanzaban, compelidos a seguir los primeros, creyendo reinaría el terror, hallaron mil fusiles asestados que despedían la muerte, y quedaron exánimes sobre la arena.
La gran columna estaba inmóvil; a lo lejos reflejaban los rayos del sol en las erizadas bayonetas: cuando maniobraban, parecía iban a desprenderse como un torrente; pero los defensores, cuanto más cercana estaba la presa, más se cebaban y complacían. El teniente de dragones del Rey don Manuel Viana, y Cerezo, distribuyeron los paisanos, dirigieron la artillería, y dieron aquellas disposiciones más del caso para sostener la lucha en la puerta del Portillo; y el presbítero Sas con su entereza infundió en todos un valor y tesón de que no cabe dar idea. La columna del centro llegó a trescientos pasos de la puerta del Carmen. Las compañías de cazadores comenzaron a dar carreras: algunos llegaron casi a tocar el cañón, pero allí mismo perecieron. Observando que las guerrillas no arredraban al paisanaje, y que habían perecido algunos en estas tentativas, comenzaron a avanzar. Por el pronto presentaron un fondo respetable: ya que estuvieron próximos se dividieron en hileras, abriéndose al ver el fogonazo con una rapidez increíble. Los heroicos zaragozanos prorrumpían en voces, y se agolpaban por contenerlos.
Según el feroz aspecto de las huestes francesas parecía que iban a decidir el combate. Los que venían a retaguardia, desde la altura de los ribazos comenzaron, para aumentar la confusión, a hacer un fuego horroroso, que por su alta puntería no causaba daño, y venía a estallar sobre la puerta, cuyas piedras en la actualidad subsisten desmoronadas. Los defensores contemplan al enemigo impávidos, y redoblan sus tiros. Viendo que los cañones no podían jugar por falta de artilleros, los paisanos cargaban, atacaban y cebaban: quién pedía el espolete, quién excitaba a hacer fuego, al paso que otros apetecían esperar dispararlos con mas fruto: aquello era un diluvio de balas, las de cañón pasaban silbando sobre las cabezas de aquel inmenso pueblo, que permanecía en el sitio como el guerrero mas experto. Desengañados las franceses retrocedieron, dejando un jefe y un tambor tendidos delante de la puerta de la torre de Atares, a veinte pasos de la del Carmen, y diferentes cadáveres. Viendo algunos de los que había en la puerta de santa Engracia que no atacaba el enemigo, resolvieron ir a la del Carmen por fuera; y los que estaban en ella, sin conocerlos, creyendo venían los franceses, dispararon un cañón que dio la muerte a varios paisanos, cuya desgracia fue sobremanera sensible. A las voces cesó el fuego, y pudieron incorporarse; tal era el desorden que reinaba en aquella tarde lúgubre.
La columna de la derecha del ejército francés vino por la torre de Montemar a situarse en el olivar hondo que hay frente a la del Pino. Con este motivo retiraron los dos cañones del puente y del paseo. El enemigo destacó algunos caballos para explorar, y desde el monasterio les hicieron fuego, con lo que los contuvieron. Como no avanzaban en ninguno de los ataques de derecha, centro e izquierda, juzgó Lefebvre que aquella nube desordenada echaría a correr en el momento que cargase una porción de lanceros. Casualmente a aquella sazón las voces de que quedaba sin gente la puerta de santa Engracia hicieron partir a un número considerable de paisanos, con lo que, divididos los defensores, no pudieron impedir el que algunos franceses ocuparan la puerta, clavasen un cañón y trastornasen las cureñas, y que una porción de caballería entrase y partiese con la velocidad del rayo a galope hacia el punto del cuartel de caballería para apoderarse de aquel sitio. Los jóvenes de algunos tercios comenzaron a perseguirlos, y a lo que llegaron a la plaza del Portillo acometieron a unos por la espalda, a otros por el frente, y a tiros y pedradas les quitaron la vida. Las mujeres mismas cooperaron a la lucha; en cuyo intermedio los demás, aunque cercenados, volvieron a salirse conociendo lo inútil de su tentativa.
Viéndose repelidos los franceses en sus primeros ataques, y admirando el tesón de los zaragozanos, trataron de redoblar sus esfuerzos. Como prácticos volvieron a atacar con los mismos ardides el cuartel de caballería. A esta sazón habían ya conducido a remo los paisanos un segundo cañón que había en el edificio de la Salitrería, y lo colocaron en una de las dos troneras que enfilaban el camino y las eras del Sepulcro, cruzando sus fuegos los de la puerta del Portillo, y la fusilería que obraba desde el convento inmediato a la misma. Comenzó en esto el choque con un ardor extraordinario e inconcebible: los franceses no titubearon en avanzar a pesar de los infinitos que perecían. Audaces consiguieron entrar por la segunda vez en el sitio, y aun llegaron a la puerta que sale al frente de la plaza de toros: allí fue ver arrojos y proezas de paisanos, cuyo nombre por desgracia quedará sepultado en el olvido. Quién lucha brazo a brazo, quién va en seguimiento por los corredores y estancias; unos en acecho, otros frente a frente, no dejaban respirar un momento a los entrometidos. La muerte volaba en torno de las tapias de Zaragoza, y sus valientes habitantes, infatigables en la defensa, hacían temblar las huestes enemigas. No tenían mejor suerte los ataques del centro y de la derecha. En aquel, cuantos se aproximaron, tantos mordieron el polvo; en éste, los que estaban en el camino de la torre de Montemar, y los situados en el olivar, a pesar de sus continuos y repetidos movimientos, del mismo modo sucumbieron. Como la torre del Pino domina al olivar, aunque resguardados de los árboles, les hacían un daño terrible.
En esta perplejidad resuelven, huyendo los fuegos de la torre, presentarse por el paseo de santa Engracia. Los que había situados en las galerías del monasterio empezaron a contenerlos; pero los paisanos, viéndose faltos de artilleros desmayaron, y algunos abandonaron sus fusiles. El labrador Zamoray viendo aquel desarreglo, les habla con firmeza y los conduce a la pelea. Felizmente aparecieron en aquellos momentos críticos unos pocos artilleros, que recién llegados los distribuyeron por las puertas, con lo que los defensores agobiados tomaron bríos.
A este tiempo compareció por los olivares inmediatos al puente de la Huerva el coronel de caballería don Mariano Renovales, quien habiendo salido por la puerta del Ángel, y dirigídose al puente de san José, partió con ciento cincuenta paisanos que se le agregaron voluntariamente, deseosos de imitar su ardor y entusiasmo. Renovales colocó su gente en la esquina de la torre del Pino, y sostuvo por su derecha el fuego contra el enemigo por espacio de dos horas, hasta que viendo podía ser cortado por la caballería que desfilaba por la torre de Montemar se retiró a la puerta de santa Engracia; y desde allí comenzaron a sostener un fuego violento, que incomodó a los franceses en términos que avanzaron un cañón y parte de su caballería. El fuego de éste y la velocidad de los caballos, que rápidamente se arrojaron sobre los pelotones de paisanos, les hizo titubear; pero luego comenzaron a tronar nuestros cañones con tanta oportunidad que dejaron a muchos expirantes o gravemente heridos. Arredrados los franceses con semejante pérdida comenzaron a replegarse, y Renovales con su gente cargó con tal ímpetu, que los desalojó de la torre del arcediano Martínez, haciéndoles cinco prisioneros; y reunido con los de la puerta del Carmen cargaron sobre el flanco derecho de los que acometían, apoyados de dos cañones, y los persiguieron al caer la tarde hasta capuchinos, en cuyo distrito les ocuparon cuatro banderolas, un tambor de orden y cinco piezas de artillería. Al ver que en el único punto que juzgaban debilitado les daban tan tremendas cargas, volvieron por fin a su guarida.
En medio de lo caluroso de la estación, y de la incertidumbre con que todos lidiaban, pues los de una puerta no sabían si los de las otras se defendían, nuestros combatientes, que sólo pensaban en que no había de entrar en Zaragoza el enemigo, se sostenían con el mayor entusiasmo y heroísmo. La situación no podía ser más escabrosa. Cuando más obcecados estaban en contener a los que les acometían, corría la voz de que era preciso reforzar la puerta del Portillo; entonces cada cual seguía su impulso: anunciaban que faltaba gente en la del Carmen, y sucedía lo mismo.