CAPÍTULO I.
Agitaciones populares.—Palafox llega disfrazado a la torre de Alfranca.—Los zaragozanos proclaman su independencia.—El paisanaje hace preparativos para defenderse.—El real Acuerdo reconoce a don José Palafox y Melci por capitán general de Aragón.—Éste convoca a los ciudadanos mas distinguidos, y nombra una junta militar.
El objeto más noble de la historia es observar y pintar los hombres en las situaciones en que las almas se ven mas violentamente agitadas, y de consiguiente todas sus facultades puestas en movimiento. La revolución de España en 1808 será un cuadro interesante; y los sucesos ocurridos con este motivo en la capital y provincia del Aragón, merecen ser descritos con cierta particularidad. Luego que se supo en Zaragoza la prisión del Príncipe de Asturias, presintieron muchos la horrible tempestad que nos amenazaba; y hasta el habitante pacífico empezó a inflamarse con la energía propia del carácter nacional. En esto, la corte agitada experimentó una conmoción que produjo grandes resultados políticos. Carlos IV tenía dispuesta su salida; pero el pueblo se revistió de entereza, prendió al valido, y todo cambió repentinamente. Sabida la abdicación de Carlos IV en favor de Fernando VII, los cursantes se dirigieron a la universidad, y tomando el cuadro que había en el salón en que se confieren los grados, del retrato de Godoy, lo quemaron en la calle del Coso con extraordinaria algazara. La escena concluyó substituyendo en su lugar un retrato de Fernando VII, que condujeron con el mayor regocijo.
Entretanto la corte sufría nuevas convulsiones. La entrada de las tropas francesas y salida de los soberanos; su arribo a Bayona, todo presentaba a la nación un horizonte oscuro. En seguida ocurrió el suceso, que formará época, del dos de mayo. Al paso que llenó de luto los corazones la precipitación con que Murat sacrificó a sangre fría tanta inocente víctima, fue sobremanera grato ver al pueblo heroico de Madrid hacer el primero frente a la tiranía. Aquella sangre vertida dio un grande impulso al voraz incendio en que luego se vio abrasada toda la península. El 5 de mayo, un bando anunció la disposición de la Junta suprema presidida por el infante don Antonio, encargando la tranquilidad, para que no se repitiesen en las provincias semejantes escenas; y el capitán general Guillelmi procuraba aquietar los ánimos conmovidos. El político formaba planes; el artesano y jornalero redoblaban sus plegarias; el sabio gemía en su retiro.
Algunos valientes comenzaron a tomar ciertas medidas. Don Mariano Cerezo, labrador natural de Zaragoza de la parroquia de San Pablo, y Jorge Ibort, a quien por lo encogido de hombros y baja talla le apellidaban cuello corto, labrador del arrabal de la otra parte del puente, conferenciaban entre sí; y como que tenían sumo ascendiente sobre el paisanaje, caminaban de acuerdo. Los grupos de gente daban idea de que fermentaba el descontento; y luego comenzaron a fijar algunos pasquines que indicaban el modo de pensar del pueblo. Los labradores capataces, especialmente de las parroquias de la Magdalena, San Miguel, San Pablo, y arrabales, como Cerezo, Zamoray, Grasa, Forcés, Ibort y otros, andaban vacilantes entre el conde de Sástago y el ex-ministro don Antonio Cornel. A uno y otro suplicaron tomasen el mando para dirigirlos, pero se excusaron con que era indispensable la intervención de las autoridades, y tratar las cosas en regla. Esto era lo que no querían entender los labradores, pues presentían no era época ni sazón de buscarlas. Los magistrados deseaban que el ayuntamiento fuese el primero en declararse, y éste a su vez quería que aquellos se manifestasen abiertamente. Entretanto, para contemporizar con el general, publicaron algunos bandos, recomendando la tranquilidad pública, y cada uno era una nueva chispa que encendía más la cólera del paisanaje.
Durante estas alternativas recibieron la orden para nombrar los diputados que debían reunirse en Bayona. Se congregó apresuradamente el ayuntamiento, y sus individuos acordaron consultar a sus asesores don Mariano Ligero y don Pedro Silves. Estos opinaron no debía obedecerse ni cooperar a una reunión ilegal y violenta. El conde de Sástago seguía practicando algunas gestiones para ponerse en comunicación con el general Ezpeleta, que lo era de Barcelona, conde de Veire, y con el excelentísimo señor marqués de Valde-Santoro, que estaba en Navarra; cuando la llegada de Palafox hizo repentinamente variar la escena. A pocos días reunió don Rafael Franco como decano, al ayuntamiento para comunicarle tenía aviso de que venían seis mil franceses a Zaragoza, y el ayuntamiento resolvió pedir al general franquease las armas, pero no lo verificó por lo que se va a referir.
Don José Palafox y Melci, hijo menor del marqués de Lazán, exento brigadier, llegó disfrazado a la torre llamada de Alfranca; distante unas dos horas de la capital con algunos compañeros entre ellos el guardia don Fernando Gómez Butrón, huyendo de Bayona. No le fue difícil entablar conferencias con los labradores del arrabal a quienes halló dispuestos, y particularmente a Jorge Ibort,el cual en breve hizo un partido considerable, con lo que Palafox se arriesgó a entrar en Zaragoza y presentarse a Guillelmi, procurando persuadirle que debía armar al pueblo; pero éste le dio a entender, que noticioso Murat de su fuga, tenía dada orden para prenderle, y que así evitara un comprometimiento.
El correo del 24 de mayo corrió el velo a la expectación general. Al ver uniformemente contestada la noticia de haber salido los Príncipes, último resto de la familia real, de Madrid para Bayona, y la nueva renuncia que hacía Fernando VII de la corona a favor de su padre: la voluntad general no vaciló un punto en declararse, y las gentes que estaban de observación vieron el momento favorable para un rompimiento. Nadie se detuvo en combinaciones ni resultados posteriores: el ultraje se presentó a los ojos de cada uno el mas horrible e inaudito: todos clamaron venganza y destrucción. En esta época se hallaba de gobernador y capitán general don Jorge Juan de Guillelmi, y de segundo don Carlos Mori. En Zaragoza no había tropa, y las compañías de fusileros al mando de su coronel don Antonio Torres y comandante don Jerónimo Torres eran los que desempeñaban la guardia de la casa del general en corto número.
Esparcida la nueva por la gaceta y cartas, Carlos González, practicante de cirugía, fue uno de los primeros que fijaron su escarapela roja en el sombrero, cuya operación imitaron muchos que iban prevenidos. En seguida Juan José Núñez comenzó a activar la conmoción, y el primer paso fue dirigirse a la morada del general. La guardia cedió al impulso, y parte suben hasta el aposento de Guillelmi, parte quedan en el Coso, todos gritan a las armas, y en esta efervescencia únicamente tiraron piedras a las vidrieras, y prorrumpieron en algunos dicterios. González fue uno de los que pidió a Guillelmi a nombre del pueblo franquease las armas, pero el general echó mano de las expresiones mas halagüeñas para tranquilizarlos. Los Torres que acudieron al alboroto procuraron calmarlo con el ascendiente que tenían sobre el pueblo, juzgándolo un mero acaloramiento; pero su insistencia les hizo desistir para sacar partido y salvar a Guillelmi, cuya existencia vieron comprometida.
Convienen, pues, en que los sigan al castillo de la Aljafería, edificio hermoso, situado al poniente fuera de la ciudad, y frente a la puerta llamada del Portillo, que tenía un buen foso, cuya latitud por la parte del camino era de cuarenta varas y su altura de once, y por la del río Ebro treinta y dos y seis y media: sobre el lado más inmediato se levantaba como un muro guarnecido de aspilleras y en los ángulos sus rebellines, en lo interior ofrecía hermosas habitaciones y excelentes sitios para almacenes. En ellos se custodiaban una porción de armas; y un tren muy regular de artillería. Guillelmi y los Torres partieron en medio de un grupo de gentes que no cesaban de gritar a las armas, y hostigados de la muchedumbre llegaron inmunes al castillo. Introducida en él una porción considerable de paisanos, quedó en lo exterior un inmenso pueblo.
Cuatro o seis alcaldes de barrio habían concurrido, y viendo que la muchedumbre se incomodaba de aquellas dilaciones, ofrecieron presentarse a Guillelmi. Con efecto, subieron a estrecharle, les contestó con suavidad que había escrito a Murat estaba todo pacífico para que no viniesen tropas, y cuanto creyó oportuno para calmar aquel acaloramiento. Guillelmi se excusaba con que no sabiendo el manejo era inútil armarse, y que él las entregarla a militares pero no a gente inexperta. En esto los alcaldes apremian a los Torres, y viendo que no había medio, Guillelmi les dijo que a petición de los representantes del pueblo les entregaba bajo la debida responsabilidad las llaves del castillo. Hecho esto solicitó retirarse a su casa, pero le contestaron estaba allí más seguro y tranquilo.
La primera gestión fue encargar a don Mariano Cerezo con los jóvenes que tenía a su disposición, la custodia del castillo y redoblar las centinelas de paisanos. A esta sazón ya estaban abiertas las puertas de la armería: había en ella veinte y cinco mil fusiles casi todos servibles, y después de tomar los que quisieron, llevaron varios carros cargados a las casas de los alcaldes y mayordomos de los gremios para que los distribuyesen. Existían además ochenta piezas de artillería, la mayor parte del calibre de a cuatro, dos de a doce, y ocho obuses con el cureñaje correspondiente, aunque de mala calidad, balerío abundante de los mismos calibres, y algunas pocas granadas: el paisanaje montó a brazo siete piezas de artillería, y todo presentaba un cuadro muy interesante. Cada momento iba desarrollándose más y más el entusiasmo patriótico.
Viendo Guillelmi no le permitían salir del castillo, convocó al ayuntamiento, magistrados y demás autoridades. Concurrieron algunos, pero el resultado fue dejar al pueblo que siguiese sus impulsos. Estaban los paisanos haciendo sus guardias, y los capataces dando disposiciones, cuando llegó un parte verbal de uno de los artilleros que había reunido en el edificio de convalecientes por el frente del cuartel su comandante don Rafael Irazábal, sobrino de Guillelmi, diciendo que si no los sacaban de allí los iban a trasladar a Jaca. Dos alcaldes de barrio parten al sitio, y viendo no querían abrirles derriban la puerta, y el paisanaje trasladó a los artilleros a una de las estancias del castillo. A media noche despide Guillelmi nuevos avisos para congregar el Ayuntamiento y Acuerdo. La noche era lóbrega, y el menor rumor ponía en alarma a los paisanos. Algunos regidores se disponían a ir cuando supieron que los magistrados estaban reunidos, y creyeron más oportuno ponerse de acuerdo con ellos.
A pesar de que en la tarde del 24 se repartieron cinco mil fusiles, en aquella noche no ocurrió otra novedad que la de dirigirse algunos a casa de un vinatero francés llamado Santa María, a quien por la mañana se oyó decir públicamente que en breve vería correr por las calles la sangre de los españoles, y que se lavaría con ella las manos. Irritados de esta insolencia los labradores de la parroquia de san Pablo, trataron de hacerle pagar cara su osadía; pero tan pronto como se notó el alboroto, el juez del cuartel don Diego María Vadillos se presentó en la casa, puso centinelas, salvó a los habitantes, y restableció el orden.
Subsistían los magistrados y regidores en el tribunal la mañana del 25 cuando recibieron la renuncia de Guillelmi, y un plan de operaciones que le habían dirigido con amenaza de que el que se opusiese tenía expuesta su cabeza, añadiendo que por sus observaciones no dudaba había alguna mano oculta. El plan se reducía a que no debían nombrarse diputados para Bayona; que se ocupasen los fondos públicos; se interceptasen los correos; se armase al pueblo; se expidiesen comisionados a todas partes; y se crease una junta para la ejecución de estos pormenores.
Amaneció el 25, y ya no se pensó sino en continuar con mayor tesón la obra principiada. Los artilleros trasladados al castillo, y a quienes el vecindario llevó víveres abundantes, comenzaron a dirigir los esfuerzos de los zaragozanos, y lograron montar todas las piezas de artillería, que colocaron a lo ancho del camino. Jorge Ibort partió con su gente a conducir a Palafox y Butrón de la torre de Alfranca. Las autoridades, habiendo dado aviso a la corte de lo ocurrido, por no quedar sin duda en descubierto, estaban paralizadas e ignorantes del rumbo que la conmoción tomaría. En aquella tarde entraron Palafox y Butrón en un coche escoltado de labradores armados con sus trabucos y escopetas. Jorge Ibort arregló la guardia de paisanos en la casa de los marqueses de Lazán.
Entrada la noche procuró Palafox avistarse con Morí que hacía de segundo comandante, y tuvo con éste, Cabarrús y algunos otros varias conferencias. Los jefes de los labradores no tuvieron nada que oponer cuando oyeron el nombre de Palafox. Deseaban un jefe, y éste lleno de ardor juvenil, era el único que podía ponerse al frente de tamaña empresa.
El jueves 26 se reunió el Acuerdo en las casas de la real Audiencia, plaza de la Seo, al que concurrió Mori. Esto llamó la atención del pueblo, y reunido en gran número comenzó a insubordinarse; pero los doctores don Pablo Pascual, don Joaquín Pérez Arrieta, y don José Urcullu que lo observaron subieron, y habiendo obtenido permiso, manifestaron a los señores ministros que la inquietud de los labradores podía ocasionar algún extravío si no se decidían en favor de Palafox. Al momento llegó éste, y don Carlos Mori por su parte cedió una autoridad que no podía sostener. El real Acuerdo convino en apoyar el nombramiento que el pueblo hacía de capitán general en don José Palafox y Melci, a quien acompañó después entre las mayores aclamaciones. La casa llamada del marqués de Lazán es una de las distinguidas, y los padres de Palafox habían merecido por sus prendas y virtudes un concepto ventajosísimo. El ser Palafox hijo de Zaragoza, haber presenciado los primeros pasos de su juventud, su afabilidad y agrado, todo contribuyó a hacer una grande impresión en la muchedumbre, la cual juzgó haber encontrado un numen tutelar que iba a sacarla de sus apuros. El distintivo que tomaron los labradores fue una escarapela encarnada, pero luego la llevaron todos, para lo que bastaron las primeras insinuaciones. El día 26 fue la festividad de la Ascensión, y las gentes tomaron la dirección hacia el castillo. Los paisanos armados custodiaban con entereza y aire marcial los cañones colocados frente al camino de la Muela. El candor del pueblo, su festividad y algazara, suscitaba un enternecimiento agradable al ver aquel esfuerzo de la libertad contra la tiranía: pero mi imaginación se afectó considerando que aquel sitio sería en breve el teatro de la guerra. Creí escuchar el estrépito seco del cañón, los ayes de los moribundos, y ver aquella arena empapada en la sangre de mis hermanos. Mi corazón comprimido no pudo menos de prorrumpir interiormente: ¡cuántos males ocasiona la ambición, y cuántas víctimas sacrifica!
A esta sazón ya habían levantado el grito nacional todas las provincias: fenómeno que perpetuará el lustre de la nación española, pues cada una de por sí siguió el impulso de su lealtad y patriotismo. Terminadas las felicitaciones, conociendo Palafox era preciso que alguno se encargase de organizar la juventud, invitó al coronel retirado don Eugenio Navarro que residía en Borja, pero se excusó con sus años y achaques. También tuvo la tarde del 27 una junta compuesta de todas las autoridades y clases en la casa de su habitación.
Como estos primeros pasos son tan interesantes, me detendré en especificar lo que ocurrió en dicha sesión. Por el ayuntamiento concurrieron los señores regidores Franco y Sardaña; por el tribunal los señores regentes, Piñuela y Quintana; por el cabildo los señores deán, arcipreste Pueyo, y canónigo Arias; por el estado noble los señores Nueros, barón de Castiel, comendador Zamora, y conde de Sobradiel; por el brazo eclesiástico los curas de la Seo y san Felipe; y de los militares el general Cornel, el brigadier don Ramón Acuña, el coronel don Bernardo Acuña, y el teniente coronel Marín. Palafox manifestó le habían compelido a encargarse de una empresa tan ardua, y que contaba con el auxilio de tan celosos patricios. Los concurrentes desde luego se penetraron que la materia era mas militar que política, y dirigiéndose por consiguiente al general don Antonio Cornel, éste expuso que si se trataba de hacer frente en campo abierto era todo perdido, pero que si se pensaba en defender la ciudad debían hacerse las debidas fortificaciones. Otros dijeron que como ciudadanos estaban prontos a sacrificarse, pero que opinaban se debía consultar a la provincia, y que podían llamarse representantes de las ciudades de voto en cortes, cuya especie fue aprobada por todos los vocales. Después de otras discusiones nombraron una junta militar, y por su presidente al señor Cornel, y otra para el arreglo y formación de los tercios, compuesta del teniente de rey Bustamante, del barón de Castiel don Tomás María Bernard, de don Joaquín Pérez Nueros marqués de Fuente Olivar, del capitán don Joaquín Pueyo, y del coronel don Benito Piedrafita.
Como ya no se podía ocultar el movimiento, opinaron los más políticos debía anunciarse con cierta delicadeza, y con efecto el suplemento al diario de 28 de mayo decía: que temerosos de perder su religión y su gobierno los vecinos de Zaragoza se habían armado para mantener la pública tranquilidad y evitar cualquier exceso, atendiendo con el mayor celo a la protección de los desvalidos, y de las familias francesas domiciliadas en estos reinos, y que anhelando todos tener un jefe, centenares de vecinos los más honrados de la ciudad y del arrabal habían ido con las armas en la mano a buscar a Palafox que estaba en unas casas de campo disponiéndose para partir de Aragón: que persistiendo el pueblo en que se le nombrase capitán general, desconfiado de sí mismo no había querido aceptar este cargo; pero que creciendo la vehemencia, y viéndose en el extremo de admitir el mando o perder la vida, se había refugiado al real Acuerdo pidiéndole amparo en tal conflicto; por último que estrechando más y más el empeño, Mori había cedido el mando, y el Acuerdo y Ayuntamiento se habían visto obligados a prestarse a la voluntad pública, y que desde entonces quedaba la ciudad enteramente tranquila. Bajo estos principios el conde Cabarrús arregló la siguiente proclama.
«Aragoneses: El voto general de los zaragozanos ha puesto en mi mano la firme esperanza que anima vuestro noble corazón. A una voz todos me ciñeron la espada que nunca desnudasteis en vano. Debo yo corresponder a su confianza. Pueblos felices, a quienes vuestro entusiasmo solo os hace recomendables aun a vuestros mismos enemigos: vosotros me designáis el sendero de vuestra gloria, yo os conduciré a ella. Si con esto lleno enteramente vuestros deseos; si logro vuestro sosiego; si así os tranquilizo, respirad seguros: continuad en proceder honrados; respetad las propiedades de todos los ciudadanos; no os dejéis llevar alucinados de las primeras impresiones, que jamás fueron hijas del acierto; y observad hasta el fin la honrosa carrera que habéis comenzado. Si Aragón en las actuales circunstancias no consiente otros fueros que los suyos, Aragón sabrá sostenerlos; y esta gloria, que nunca es nueva para sus nobles hijos, se cimenta sólo en la lealtad, patriotismo y obediencia a las leyes. Por tanto, reconocido como jefe militar y político por las autoridades superiores de este reino, y con dictamen de la junta que he creado, mando que se observe lo siguiente:
»1. Que los vecinos de esta ciudad a quienes he encontrado con las armas en la mano, se dividan en compañías de a cien hombres, sujetos con el mayor rigor, y bajo la más estrecha disciplina, a las personas que les nombrare por sus jefes.
»2. Que para verificar dicha división se presenten en el cuartel de Convalecientes el día 29 de los corrientes y sucesivos, desde las siete hasta las once de la mañana, y desde las tres a las seis de la tarde.
»3. Que respecto de que por las repetidas noticias que llegan de los pueblos del reino se sabe están igualmente agitados, los Corregidores de los partidos formen también compañías de a cien hombres, dándome cuenta del número de ellas sin pérdida de tiempo.
»4. Que a este fin, los que quisieren ser incluidos en las mismas, acudan a las cabezas de sus partidos, en las que se presentarán sin excusa inmediatamente cuantos hubiesen servido en las reales banderas, para arreglar dichas compañías, sujetos todos al oficial de mayor graduación, y no habiéndole, a las órdenes de sus Corregidores.
»5. Que a los que se reúnan en las compañías se les socorra por ahora, y hasta nueva providencia con cuatro reales vellón diarios; tomando los Corregidores y Ayuntamientos los caudales necesarios de sus fondos públicos.
»6. Que los Corregidores y Ayuntamientos deputen personas de su satisfacción que anoten claramente las ofertas con que me han brindado varios cuerpos y sujetos particulares de los pueblos; admitiendo las que hicieren los franceses domiciliados en este reino, para acreditar la generosidad con que quieren recomendarse.
»7. Que el principal objeto de estas compañías sea el mantener la felicidad y orden público; y prohíbo cualquiera acción o expresión contraria a éste, bajo el seguro concepto de que si hubiere alguna contravención, que estoy muy lejos de esperar, la castigaré militarmente.
»8. Que obren siempre con sujeción a sus respectivos jefes, y amparen a cualquiera nacional o extranjero que se viere, o temiere ver injustamente atropellado.
»9. Finalmente mando, que siguiendo los magistrados y oficiales públicos en ejercer sus judiciales y respectivas funciones, se considere el reino por ahora en estado y bajo el gobierno puramente militar. Zaragoza 27 de mayo de 1808.=José Revovello de Palafox y Melci.»
Al día siguiente se publicó otra para activar la formación de tercios, que decía:
«Aragoneses. Llegó la época feliz de que con vuestras gloriosas hazañas acreditéis que el espíritu guerrero que heredasteis de vuestros gloriosos progenitores, conozca la Europa entera habéis sabido conservarle. La Religión, el Rey y la Patria gemirían con opresión, si la magnanimidad de vuestros pechos no fuese un muro incontrastable a todo el que atentase contra ella; vuestro General, a quien el celo patriótico que os anima sacó del retiro en que se hallaba restableciendo su salud quebrantada, os conducirá por el sendero del honor y de la gloria: nada importa su vida si con ella redime la gloria de la patria. Sí, valerosos patriotas: arrostremos los peligros, que jamás conocieron los valientes aragoneses cuando aquella peligra; no haya partidos, acudamos indistintamente a las armas, formemos todos un cuerpo; y como hermanos y verdaderos hijos, desde la edad de diez y seis a cuarenta años, sin excepción de clases, espero se presentarán conmigo en el campo del honor; y con este objeto acudamos al sitio que os he señalado, para que con el conocimiento exacto del número con que puede contarse, se formen los tercios, que por mis oficiales se instruyan en las evoluciones precisas a la urgencia de este grave caso, o a mi presencia cuando fuere compatible con otras obligaciones, o la de la persona o personas que yo designare: teniendo presente que del alistamiento que se pone a continuación deberá entenderse por el tiempo que dure la presente necesidad.»
El capitán retirado del regimiento de infantería de Zaragoza don José Obispo ofreció de sus haberes dos pesos a cada soldado cumplido de su regimiento que se le presentase. El 30 de mayo se expidió orden para que todas las justicias formasen matrículas con especificación: que no se permitiese internar, ni salir a nadie en Aragón sin pasaporte; que se ocupase el dinero que se extrajese sin guía; prescribiendo reglas sobre el modo y forma que debería ejecutarse; que se denunciasen los fondos y bienes pertenecientes a franceses, multando al que los ocultase en el duplo; y que se pusiesen asimismo de manifiesto los bienes y efectos de las personas expatriadas. Se dispuso y mandó que nadie diese por el correo aviso de la artillería, pertrechos, armas y gente que se preparaba para la defensa de Zaragoza; que al entregar las cartas se presentase nota de los sujetos a quienes se dirigían; y que en caso de sospecha, o cuando lo dispusiese Palafox, se abriesen, con otras medidas: previniendo que toda culpa en este particular se consideraría como una traición, y castigaría con el mayor rigor. El entusiasmo iba creciendo progresivamente de cada día, y todo estaba en una agitación continua. La efervescencia que reinaba en los ánimos, no dejó ya lugar a la cordura. Cabarrús que observó el incremento, y que un alcalde de barrio había detenido a uno de sus sirvientes, pidió le preparasen un barco, y partió lleno de temores. Las personas que empezaron a prestar sus luces y consejos al joven General, creyeron debía hablarse con soltura, toda vez que se tenían noticias del levantamiento de las demás provincias; y orillando las anteriores reservas salió a luz este manifiesto.
«La Providencia ha conservado en Aragón una cantidad inmensa de fusiles, municiones y artillería de todos calibres, que no han sido vendidos ni entregados con perfidia a los enemigos de nuestro reposo. Vuestro patriotismo, vuestra lealtad y vuestro amor a las sanas costumbres que habéis heredado de nuestros mayores, os decidieron a sacudir la vergonzosa esclavitud que os preparaba la sedición y las falsas promesas del gobierno francés, que reglando su conducta por un maquiavelismo horroroso, sólo aspira a engañaros, como a toda la España, para llenar de oprobio y de vergüenza la nación mas generosa del orbe. Os habéis fiado de mí; y ésta honra, que sin yo merecerla, habéis querido dispensarme, me obliga a descorrer el velo de la iniquidad mas execrable. Mi vida, que sólo puede serme apreciable en cuanto sea capaz de contribuir a vuestra felicidad y a la de mi amada patria, es el menor sacrificio con que pudiera pagaros las pruebas de amor y de confianza que os merezco; no lo dudéis, aragoneses; mi corazón no es capaz de abrigar delitos, ni de confabularse con los que los conciben o protegen. Algunos depositarios de la confianza de la nación Española; los que tienen en sus manos la autoridad suprema, son los primeros a proporcionar vuestra ruina por cuantos medios sugiere la malicia; y a aliarse descaradamente con nuestros enemigos. La sed del oro, y la engañosa idea que acaso han concebido de conservar unos destinos manchados con sus iniquidades, les hace mirar con una fría indiferencia el exterminio de su patria: aunque tengo fundados motivos para creerlo así, omitiré el manifestarlos para excusaros nuevas penas. Tal vez en esta época, sabiendo vuestra resolución, la de los esforzados valencianos vuestros vecinos, y la de todas las provincias de España, que piensan del mismo modo, algunos de sus jefes se habrán decidido por lo justo, y tratado de sacudir el yugo que, valiéndose de su misma iniquidad, se pretendía imponernos. Si yo me engaño en creerlo así, que tiemblen los malvados sólo de pensar que el tiempo puede desenvolver estas verdades.
»No temáis aragoneses: defendemos la causa más justa que jamás pudo presentarse, y somos invencibles. Las tropas enemigas que hay en España, nada son para nuestros esfuerzos; ¡e infelices de ellas si se atreven a repetir en cualquier pueblo español lo que hicieron el dos de mayo en Madrid, sacrificando sin piedad, y llamando sediciosos y asesinos a aquellos mismos de quienes tan solo recibían honras y beneficios que no merecen! Bayona es buen testigo, y sabe originalmente las violencias que después de una serie de perfidias y engaños se han cometido allí: violencias que aparecen de las groseras contradicciones que resultan de las fechas de acusar Carlos IV de conspirador a un ministro, y de confirmar después su nombramiento con el de los demás de la Junta de Gobierno, y de hablar al Rey su hijo de la primera mujer, no habiendo sido casado dos veces: en consecuencia, debo declarar, y declaro lo siguiente:
»1. Que el Emperador, todos los individuos de su familia, y finalmente, todo general y oficial francés, son personalmente responsables de la seguridad del Rey y de sus Hermanos y Tío.
»2. Que en caso de un atentado contra vidas tan preciosas, para que la España no carezca de su Monarca, usará la nación de su derecho electivo a favor del archiduque Carlos, como nieto de Carlos III, siempre que el príncipe de Sicilia, y el infante don Pedro y demás herederos no puedan concurrir.
»3. Que si el ejército francés hiciese el menor robo, saqueo o muerte, ya sea en Madrid, o en otro pueblo de los que ha invadido, se considerará como un delito de alta traición, y no se dará cuartel a ninguno.
»4. Que se repute y tenga por ilegal y nulo, como obra de la violencia, todo lo actuado hasta ahora en Bayona y en Madrid por la fuerza que domina en ambas partes.
»5. Que se tenga igualmente por nulo todo cuanto se hiciere sucesivamente en Bayona; y por rebeldes a la patria cuantos, no habiendo pasado la raya, lo hiciesen después de esta publicación.
»6. Que se admita en Aragón, y trate con la generosidad propia del carácter español, a todos los desertores del ejército francés que se presenten; conduciéndolos desarmados a esta capital, donde se les dará partido entre nuestras tropas.
»7. Que se convide a las demás provincias y reinos de España no invadidos a concurrir a Teruel, u otro paraje adecuado, con sus diputados, para nombrar un Lugarteniente general, a quien obedezcan todos los jefes particulares de los reinos.
»8. Que el manifiesto antecedente se imprima y publique en todo el reino de Aragón para su inteligencia; circulándose además a las capitales y cabezas de partido de todas las provincias y reinos de España. Dado en el cuartel general de Zaragoza a 31 de mayo de 1808.=El gobernador y capitán general del reino de Aragón, Palafox.»