CAPÍTULO XII.

Arriba el general Palafox la noche del 30 de junio.—Ataque extraordinario en la mañana del 1 de julio.—Gestiones que hizo antes el general para reunir tropas.—Prisioneros que remitió la villa de Ejea.

 

La puerta de Sancho está a corta distancia de la del Portillo; luego, a la entrada del camino hondo que iba a san Lamberto, costeando el río Ebro, había un molino harinero, el que estaba guarnecido como obra avanzada. Cortado el puente, la acequia molinar servía de foso; y en la misma puerta colocaron a barbeta los cañones, pues no hubo Jugar para hacer otras obras. El enemigo, prevalido de la hondura, y de los árboles que había por aquellos campos, no cesaba de promover continuas escaramuzas. Nuestros defensores, parte en la batería, parte ocupando la línea de tapias de la izquierda de los conventos de religiosas Fecetas y de santa Inés, que lindan con la puerta del Portillo, no perdían ocasión de incomodarles; y la porción de fusileros y soldados bisoños del tercio de Tauste, auxiliados de los paisanos que concurrían, eligiendo los sitios que les acomodaban, hacían un servicio sobremanera útil. Este punto, que constituía nuestra derecha, y la izquierda del enemigo, fue atacado silenciosamente antes de rayar el alba a las tres y cuarto de la mañana. Los franceses venían por el camino que va a la puerta en derechura, y al mismo tiempo otra porción iba por las tapias a atacar nuestra izquierda. Prevalidos de la oscuridad llegaron a tiro de pistola de la batería, y a enfilar la línea de tapias, en la que algunos fueron heridos. Los valientes que observaban de cerca los rumores, comenzaron un fuego de artillería y fusilería desde las trincheras, que hizo medir a muchos el suelo mal su grado. El enemigo atacó lo primero la puerta de Sancho para ver si podía sorprender aquel punto; pero luego que vio la destroza que le ocasionaban, que fue de consideración, por lo avanzados que les sobrecogió el fuego, retrocedieron precipitadamente, dejando en el campo gran número de muertos, heridos, fusiles, mochilas, hachas y picachoas. Entre los muertos había un jefe, cuya espada ocupó Renovales.

El fuego que el 1 y 2 de julio hicieron los franceses sobre este punto fue extraordinario. De la inmensidad de granadas que despidieron a la batería quedaron diez sin estallar, y las que reventaron hirieron dos hombres levemente: diez y siete balas de a doce, cuarenta de a ocho, y treinta y seis de a cuatro cayeron en la batería. Todos los encargados de su defensa mostraron entereza: el subteniente de fusileros don José Laviña se distinguió como en los días anteriores; los paisanos Nicolás Villacampa y Mariano González, el cabo José Monclús, y los soldados Pablo Anglada, Bautista Cubils y Francisco Amorós sostuvieron con tesón aquellos débiles parapetos. Del tercio de Tauste sobresalieron los sargentos Mariano Larrodé y José las Eras, como también el cabo primero Vicente Ibáñez y el soldado Manuel Estaregui. Todos, intrépidos como su jefe Renovales, sin curarse de las fatigas continuas que soportaban hacía tantos días, recibieron impávidos al enemigo, mostrando un valor a toda prueba. El procurador del convento de agustinos descalzos fray Antonio Securum prestó socorros con el mayor celo. En este ataque no tuvimos mas que siete heridos. El fuego de la puerta de Sancho sirvió de alarma general; y a las tres y media creció extraordinariamente. Lo hacían en diferentes tiempos, pero tan sostenido, que la fusilería formaba un contraste muy particular con el bronco estrépito del cañón; y nuestra situación comenzó a ser crítica.

Cuando asomaron los franceses por el camino de la Muela y eras de Chueca para entretener la expectación de las tropas que ocupaban el castillo, y de las compañías de escopeteros voluntarios de la parroquia de san Pablo a las órdenes del comandante Sas, que guarnecían la huerta del convento de agustinos, en donde había cuatro cañones, y dar tiempo a que por el otro que desde la torre de Escartín va a terminar al cuartel de caballería pudiesen atacar de recio dicho punto y el de la casa de Misericordia: la batería de la puerta del Portillo se hallaba con dos o tres artilleros y un corto número de defensores. Viendo que temerariamente avanzaban por las eras, comenzaron a hacerles frente, dejando a muchos yertos en aquella espaciosa llanura. Sin embargo, llegaron algunos hasta el convento de agustinos descalzos, ya por la espalda, ya por el frente, los que cayeron expirantes a la puerta, que distaba como unos veinte pasos de la batería. A esta sazón las granadas y la bala rasa habían desbaratado nuestras débiles trincheras, y dado muerte a los artilleros, lo que difundió el espanto y terror; y por un impulso casi involuntario, creyendo algunos que iba a ser tomada la batería, tendieron la voz de que habían entrado los franceses, lo cual oído por una porción de paisanos que concurrían al ataque, como sucedía luego que se trababa el choque, retrocedieron, y llegaron en un pelotón hacia el Mercado a sazón que apareció el intendente Calvo, quien les hizo retroceder, dirigiéndose hacia la puerta del Portillo.

El temor fue fundado; pero por una de aquellas singularidades que hacen más asombrosa la defensa de los zaragozanos, sucedió que al tiempo que el enemigo, viendo callados los fuegos de la batería, avanzaba denodadamente desplegando sus fuerzas con más confianza, Agustina Aragón, que permanecía en el sitio, movida de un impulso extraordinario, y deseosa de vengar la pérdida de tantos valientes que entre el día anterior y aquella mañana habían perecido, al mirar que el último artillero espiraba, y que los franceses iban a lograr sus intentos, tomó gallardamente la mecha, y disparando el cañón de a veinte y cuatro cargado a metralla, causó una destroza y mortandad extraordinaria.

Entre tanto continuaban los fuegos del castillo, huerta de agustinos y casa de Misericordia, en cuyas tapias obraban dos cañones, y en uno de sus terrados dos pedreros. La artillería produjo su efecto; y ganado algún tiempo se entusiasmaron más y más militares y paisanos. En pocos momentos concurrieron a la plaza del Portillo una porción de escopeteros, y todo se puso en acción. Unos marcharon a pedir refuerzo al convento de santo Domingo, donde estaban los del cuarto tercio, y les auxiliaron con ciento cuarenta hombres; otros a reunir gente por aquellas inmediaciones. Viendo don Matías Tabuenca la falta de artilleros, partió veloz, y condujo uno en su caballo, a pesar de que estaba herido. De este modo tan extraordinario, y sin mas dirección que el celo de los patriotas, volvió a reinar el orden, y quedó ahuyentado el enemigo. La columna que iba a paso de ataque contra el reducto del Portillo, viéndose entre los fuegos que contra sus flancos dirigían desde el castillo y huerta de agustinos, y por el frente por los de la batería, no pudo avanzar un paso; y a pesar de que los oficiales los animaban, huyeron, abandonando mochilas, cajas de guerra, y hasta los fusiles.

Entre los muchos que cooperaron a esta interesante obra, y subsistieron con más tesón en la batería de la puerta del Portillo, se contó al capitán don Pascual Novella, que fue herido en una pierna, al subteniente don Antonio Sánchez, que lo fue en el brazo; ambos del regimiento de infantería de Extremadura; al primer teniente del primer batallón ligero de voluntarios de Aragón don Isidro Cardona, y al teniente de cazadores voluntarios de Fernando VII don Pedro Aparicio. La serenidad con que el teniente coronel de voluntarios de Tarragona don Francisco Marcó del Pont atendió a tomar aquellas medidas mas a propósito, a pesar de que algunas eran contrariadas por la arbitrariedad de los paisanos, merece una consideración particular, como asimismo las fatigas y desvelos del capitán de voluntarios de Guipúzcoa don Pedro Iriarte, que en los últimos días del mes de junio, 1 y 2 de julio hizo de segundo comandante, conduciéndose en todo con el mayor acierto y bizarría. En una situación como la que acabo de describir, y en la que aquellos genios mas exaltados fueron los que activaron la reunión por diferentes medios y caminos, no es fácil designar todas aquellas personas que cooperaron a la conservación de tan interesante punto.

En las eras del Rey tuvieron igual suerte las columnas enemigas. Esta línea era siempre el blanco de sus ataques, por reputarla más accesible, a causa de que en su extensión había situados sólo dos cañones; pero felizmente se poblaron de escopeteros los corredores del cuartel de caballería y las habitaciones altas de la casa de Misericordia; y desde allí les hicieron un fuego tan vivo y acertado, que no les permitieron aproximarse. El capitán de ingenieros don José Armendáriz no cesó de activar y dirigir los fuegos, recorriendo toda la línea, en cuyo acto fue herido en el brazo. El capitán del batallón de cazadores don Joaquín Santisteban continuó acreditando su energía; y según observó el mismo, en lo acalorado de la refriega manifestaron mucho tesón los cadetes don Fernando Gómez y don Félix Bilbao, ambos del regimiento de infantería de Extremadura, que hicieron el servicio de oficiales, dirigiendo a la tropa y paisanaje según llegaban para hacer frente al enemigo. El subteniente de voluntarios de Aragón don Francisco Ruiz, a una con sus valientes soldados, sostuvo su puesto; y unos y otros, llevados de ardor militar, contribuyeron al buen éxito de un choque tan empeñado y sangriento. De entre los voluntarios de Fernando VII se distinguió el sargento primero Pedro Toribio, que salió contuso de la explosión de una bomba, y los segundos Juan Izquierdo, Ángel Alvarado, y Manuel Suárez que también quedó contuso.

Al mismo tiempo que atacaban con terquedad el punto de la casa de Misericordia y cuartel de caballería, aparecieron por los caminos que desde la Casa Blanca vienen a reunirse en el sitio donde estaba el convento de capuchinos; pero este edificio avanzado les imposibilitaba algún tanto atacar las desaliñadas trincheras o parapetos que formaban la batería de la puerta del Carmen. Este punto carecía de fuegos de flanco por lo que, protegidos de las arboledas y tapias de sus inmediaciones, llegaron a precipitarse sobre el borde del foso, apoyando esta operación con un cañón que avanzaron; pero el comandante teniente coronel don Domingo Larripa tomó con tanto acierto sus disposiciones, que cuantos osaron aproximarse quedaron yertos sobre la arena. Los que venían avanzando por esta parte tenían sin duda puesta su confianza en la columna que por el puente de la Huerva intentó apoderarse de la torre del Pino; pero quedaron frustradas sus esperanzas.

A las cuatro de la mañana divisó el vigía desde un torreón del monasterio de santa Engracia que una columna francesa bajaba por el camino de Torrero hacia el puente de la Huerva, y habiendo conseguido treparlo las primeras avanzadas, llenos de ardor trataron de atacar la torre del Pino. Su principal objeto por el pronto era posesionarse de aquel edificio antiguo y medio derruido, que no tenía ninguna obra particular, ya porque estaba avanzado, ya también porque, situado en un ángulo, abrazaba por uno y otro lado las tapias que formaban el cerramiento con las puertas del Carmen y de santa Engracia; y no existiendo por aquella parte sino diferentes huertas, les proporcionaba flanquear ambas baterías. Dieron, pues, algunas acometidas para ver si podían introducirse en él; pero los que lo custodiaban obraron con tal tesón, que siempre les hicieron retroceder. Aunque el fuego que les asestaban desde la torre del Pino y tapias era muy acertado, el de la batería de la puerta y huerta de santa Engracia enfilaba el puente y la línea recta que va desde éste a la expresada torre. El enemigo, que por el pronto creyó fácil la empresa, observando que perdía mucha gente, desistió de su primera idea, y comenzó a guarecerse en el olivar hondo, que distaba poco de dicha torre, para fatigar la constancia de los defensores y lograr mayores ventajas.

Estos tristes recursos, lejos de facilitarles su intento, irritaba el ánimo de los paisanos, que, infatigables, estaban de cada vez mas entusiasmados e impertérritos. El capitán de ingenieros don Marcos Simonó comenzó a obrar desde un principio con una actividad asombrosa. Desempeñando a las veces las funciones de jefe, soldado y artillero, parecía hallarse a un mismo tiempo en diferentes sitios. Su entereza animaba a los pusilánimes, y nadie dudaba a su lado del buen éxito de la empresa. El jefe de paisanos don José Zamoray y su segundo don Andrés Guspide sostuvieron el punto de la huerta, haciendo un fuego tremendo contra el enemigo. Colocados en el parapeto, asestaron sus certeros tiros contra los que tuvieron la temeridad de avanzar hasta la mitad de las calles arboladas. El teniente coronel don Felipe Escanero, comandante primero, y el de igual graduacion1 don Fernando Pascual, que hacía de segundo, sostuvieron con su presencia y disposiciones la vigorosa defensa de este punto, y lo mismo don Evaristo Gan, encargado de la guardia de la batería.

Continuaba el choque en los restantes puntos, a sazón que por el camino que desde Torrero baja al puente de san José venía otra columna enemiga amenazando atacar por aquella parte, acaso para alarmar al paisanaje y distraerlo del sitio de que en realidad intentaba apoderarse. Esparcida la nueva, el comandante de la línea que desde el molino de aceite de la ciudad discurría hasta el Jardín Botánico, el teniente coronel don Francisco Arnedo, tomó las medidas mas eficaces; y el coronel don Francisco de Milagro, habiendo dado sus órdenes para sostener el puente con dos violentos que colocaron al efecto y la porción de fusileros que guarnecían la torre de Aguilar, esperaron en esta actitud que avanzase el enemigo. A poca distancia del puente hay una acequia, de modo que el camino forma una rampa, lo que hace que éste lo domine algún tanto. Habiendo comenzado a obrar nuestra artillería avanzaron sus guerrillas, y correspondiéndonos con un violento, a poco rato de haber principiado la escaramuza perecieron dos o tres artilleros y algunos militares. El sargento de artillería Francisco Magri sostuvo sin embargo el fuego, atendiendo a los dos cañones; pero al ver iban avanzando las guerrillas, y que los paisanos desmayaban algún tanto, viéndose al descubierto, los clavó, dando parte a su jefe. El sargento de fusileros Antonio García, encargado de conservar la casa-torre de Aguilar con diez soldados, viendo le habían herido siete y abandonado el puente, desistió, retirándose al molino. El teniente don Nicolás Mediano hizo los mayores esfuerzos por contener a los que huían; y los de igual graduación don José Villacampa, del séptimo tercio, y don José Tillarón, de voluntarios de Aragón, obraron con intrepidez. Los subtenientes del tercio de nuestra señora del Pilar don Miguel Erla y don Miguel Guiró desde los edificios que ocupaban continuaron haciendo la mas vigorosa defensa.

El enemigo, al ver la retirada cargó sobre el puente; y para arredrar mas a los defensores cogió los cañones y los llevó con velocidad hasta ponerlos muy cerca de la puerta Quemada. En este intermedio, colocados los paisanos a su placer por las casas inmediatas a la puerta, comenzaron un fuego que en breve hizo retirar a los cincuenta o cien franceses que habían avanzado. Su retirada fue todavía mas veloz que su acometida; y los paisanos tuvieron el gusto de dejar algunos yertos en el campo y a otros heridos. El enemigo se posesionó del convento de san José; y aunque promovió por aquella parte algunas escaramuzas, no hizo la mayor insistencia, porque sin duda, al ver semejante fuego, creyó que alucinados los paisanos habrían abandonado la defensa de los otros puntos, en los que repitieron nuevos ataques, con especialidad a la casa de Misericordia y cuartel de caballería; pero se equivocaron, porque aunque una gran porción de paisanos obraba sin sujeción alguna, y concurrían a la puerta o sitio que mas les acomodaba, como todos estaban armados, siempre había abundantes escopeteros. Lo cierto es que en algunas casas concurrieron tantos aquella mañana, que tenían que esperar para hacer fuego. Éste no dejó de ocasionarles bastantes daños, al paso que nuestra pérdida fue muy leve; contándose entre los gravemente heridos los paisanos Antonio Blanquillo, Vicente Martín, Miguel Maza y José Pérez. Los subtenientes don José Díaz y don Pedro Calderón, que desde el 16 de junio subsistían sin ser relevados, sostuvieron el entusiasmo. El paisano don Mariano Ruiz, que hizo de ayudante, y Vicente Larrui se comportaron con entereza.

Continuaba el choque por los cinco puntos a las nueve de la mañana, y los morteros seguían despidiendo incesantes granadas y bombas a la ciudad y baterías. Los defensores cobraban de cada vez más brío; y el marqués de Lazán presenció estos heroicos esfuerzos; permaneciendo en compañía del intendente, edecanes y oficiales inmediato a la puerta del Carmen, desde donde partió a recorrer los otros puntos. A esta hora ya andaban por la ciudad algunos paisanos anunciando la derrota del enemigo: uno de ellos, llamado José Ruiz, soldado de la primera compañía del tercer tercio, cruzó el Mercado tocando una caja de guerra que con una mochila y un fusil había cogido, todo lo cual presentó a Palafox: lo mismo ejecutaron con prendas de cartucheras, sables, fusiles y otros efectos José Domínguez y Vicente Abad, parroquianos de la Seo; Joaquín Pradas, de la de san Lorenzo; Lorenzo Gil, de la del Sepulcro; y los soldados de voluntarios de Aragón Miguel Algarate y Joaquín Robres; causando un placer extraordinario contemplar a estos y otros muchos valientes, que, bañados en sudor, y tiznados de pólvora, se presentaban con la mayor gallardía.

Pero suspendamos un momento el describir las interesantes escenas que ofrecía esta capital en aquella mañana, para ocuparnos de las gestiones que después de la batalla de Épila practicó el general Palafox.

Aunque por el pronto se dispersó una porción considerable del paisanaje y tropa, no les fue difícil reconcentrarse; y lo ejecutaron, presentándose al barón de Wersage y a don Francisco Palafox, quienes partieron con dicha gente hacia el pueblo de Almonacid. El comisionado por la junta militar don Francisco Tabuenca salió en busca del general Palafox, encaminándose a Herrera, y desde allí a Belchite, en donde le halló reuniendo fuerzas para entrar en Zaragoza: y como su gente no podía aproximarse sin riesgo por la derecha del Ebro, determinó pasar la barca de Velilla. Al percibir los habitantes de aquellas cercanías gente armada, se conmovieron; y los de Gelsa y Quinto salieron con escopetas, e hicieron fuego a los paisanos que iban de vanguardia, reputándolos por traidores. Palafox tenía unos mil trescientos hombres, que condujo en carros, ya para activar la marcha, ya para evitar la dispersión, y unos sesenta caballos. Desde los altos de la villa de Gelsa veían por la noche la espoleta de las bombas que despedía el enemigo: y habiendo emprendido el general su marcha, entró el día 1 al anochecer a sazón que continuaba con la mayor furia el bombardeo.

Al ver comenzado el choque el 2 por los cinco puntos mencionados, se dirigió al convento de san Francisco, permaneciendo en su portería para cerciorarse de los pormenores que ocurriesen; y cuando corrió la voz de que iban a atacar la puerta Quemada, que sería entre siete y ocho de la mañana, partió hacia dicho punto para animar a los defensores; y desde el molino de aceite, tomando un fusil, lo asestó contra un francés de graduación, que cayó herido. Luego calmaron algún tanto las embestidas del enemigo, y los paisanos publicaban por todas partes el triunfo que acababa de conseguirse. En aquella mañana entraron por la puerta del Ángel trece franceses de caballería y doce de infantería que en la villa de Ejea de los Caballeros habían hecho prisioneros, sorprendiéndolos con el comisario de guerra don José Burdeos de Tudela a las seis de la mañana del 30 de junio en la posada pública; acción arriesgada, porque, como indicaba la junta de gobierno en el oficio de remisiva, el pueblo estaba desarmado e indefenso y los franceses discurriendo por aquellas inmediaciones, y era de esperar que sabedores del suceso descargasen su encono y furor contra él.

Los franceses no cesaban de despedir bombas y granadas; y por la tarde fue ahorcado el comisario, reputado por traidor. El general Palafox, satisfecho de tan vigorosa defensa, recompensó a algunos de los jefes, y confirió el grado de brigadier al coronel don Antonio de Torres, de coroneles a los tenientes coroneles don Francisco Marcó del Pont y don Domingo Larripa, y de sargento mayor de artillería al capitán don J. Osta, por haber desempeñado su puesto con la mayor bizarría; el grado de tenientes a los subtenientes don Jerónimo Piñeiro y don Francisco Bosete; ofreciendo agraciar a los infinitos que se distinguieron, y de que por de pronto no podía tener noticia.

El proyecto de los franceses era aparentar ataques para distraer la atención del paisanaje y fatigarlo, creyendo que no habría bastantes fuerzas ni armonía para sostenerse en una extensión tan dilatada, esperando aprovecharse de algún momento favorable que les proporcionara el logro de su empresa. No obstante, su principal insistencia fue por los puntos indicados; y su pérdida debió ser de mucha consideración. La nuestra fue muy reducida, porque solo en la batería del Portillo murieron algunos artilleros y defensores, y en los demás puntos fue muy limitado. Infatigables los paisanos, se propusieron desde luego desalojar al enemigo del convento de san José, que había ocupado; y al efecto trasladaron desde la puerta de santa Engracia a la huerta de Camporreal dos cañones de a cuatro con sus correspondientes municiones y artilleros, colocándolos en las tapias cun dirección a la puerta del corral de san José; y estrecharon a los comandantes para que el mortero que había en la huerta de santa Engracia despidiese alguna bomba sobre el edificio. Felizmente la segunda cayó sobre el pajar, que incendió; y como al mismo tiempo se presentó una porción de paisanos por los olivares, el enemigo abandonó el convento, y los valientes tuvieron la satisfacción de volverlo a ocupar en aquel mismo día. Para entusiasmarlos se publicó la siguiente proclama.

«ZARAGOZANOS: El día de hoy os hará inmortales en los fastos de vuestra historia, y todas las naciones admirarán con envidia vuestro heroísmo. Cuando vuestros sensibles corazones lloraban con el mas amargo dolor la lamentable catástrofe ocurrida en la funesta tarde del 27 de junio, en que una considerable porción de vuestros valientes conciudadanos fue víctima dolorosa de la horrible explosión que causó el incendio de uno de los bien provistos almacenes de pólvora destinada para la defensa de vuestra capital; y cuando, consternados todos vosotros con los espantosos efectos de este imprevisto suceso, atendíais únicamente al socorro de los infelices que, conservando su vida entre las ruinas, imploraban vuestro socorro, este lastimoso y terrible momento fue el que aprovechó el cruel e inhumano enemigo que os rodea para conseguir su pérfido y desnaturalizado proyecto. Confiado, no tanto en sus propias fuerzas cuanto en la desolación y críticas circunstancias en que os hallabais, atacó en la mañana del 28 el punto interesante de Torrero; y colocado en él, no pensó sino en la ejecución de los horribles medios de aniquilaros y de reducir a cenizas vuestras casas y vuestro pueblo. Enfurecido al ver la energía, valor y constancia con que hacíais inútiles los repetidos ataques, y con que burlabais su astucia, o, por mejor decir, irritados del heroísmo con que rechazabais las que se dicen invencibles columnas francesas hasta precipitarlas en la más vergonzosa fuga, hizo llover sobre vuestras cabezas y las de vuestras amadas familias un diluvio de bombas y granadas reales en el espacio de veinte y siete horas, hasta en número de mil cuatrocientas, según los partes dados por los vigías; pero sin más fruto que arruinar porciones de algunos edificios y de proporcionaros el inmortal laurel de vuestro inimitable heroísmo. Vosotros habéis sabido despreciar gravísimos riesgos con invencible constancia; y vuestro patriotismo ha llegado en esta ocasión a tan alto punto de valor que, lejos de intimidaros la crueldad inaudita de vuestro enemigo, no se ha oído de vuestras bocas, ni de la de vuestras mujeres, ni habéis permitido el triste consuelo o alivio de pronunciar un ay. Los valerosos jefes y soldados toman parte a competencia en vuestros triunfos. Ellos se han portado con tanto honor, entusiasmo y bizarría en el ataque que comenzó en la mañana de este día, y redobló el enemigo con la mayor actividad en la del siguiente, acometiendo vuestra ciudad por cinco puntos principales a un mismo tiempo, que se han hecho acreedores a vuestra admiración y a vuestro reconocimiento; habiendo rechazado al enemigo completamente en todos los puntos, y cubierto de cadáveres el campo en justo castigo de su osadía.

»Zaragozanos: habéis visto por experiencia que los esclavos del monstruo que ocupa el trono de la Francia, y que ha concebido el temerario y orgulloso proyecto de despojar de sus legítimos derechos a nuestro amado Soberano, son cobardes; que huyen de los que no los temen, y que sólo son héroes cuando se ocupan en el robo y en la rapiña. Vosotros peleáis la justa causa, defendéis vuestra religión, vuestra patria y vuestro rey: seréis invencibles, y triunfaréis siempre de un enemigo que funda todo su derecho en la seducción, en la mentira y en el engaño. El Cielo protege vuestras operaciones visiblemente: el Dios de los ejércitos pelea a vuestra frente: vuestra amantísima Patrona ha fijado sus piadosísimos ojos sobre vosotros: vuestras esforzadas tropas sólo aspiran al honor de dividir con vosotros la corona de laurel con que el Cielo ceñirá sus sienes en premio de sus brillantes acciones militares... ¿Qué, pues, debéis esperar con tan favorables auspicios? El completo triunfo de vuestros enemigos, la prosperidad y la deseada paz que disfrutaréis. Henos de gloria en el dulce seno de vuestras familias después de haber cumplido vuestros sagrados deberes en beneficio de la religión, del rey y de la patria.»

Historia de los dos sitios de Zaragoza
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