CAPÍTULO XI.
Comienza el bombardeo.—Las guerrillas de los sitiadores llegan a las puertas.—Preparativos de defensa.
Reinaba la noche del jueves 30 de junio en Zaragoza y sus cercanías un silencio profundo cuando a las doce divisamos el globo destructor, que, cortando rápidamente el aire, fue a desgajarse a las riberas del Ebro. Vimos despedían las granadas desde Torrero; y en aquella noche cayeron todas, parte en el río, y otras por aquellas inmediaciones. Confundiendo algunos habitantes el estrépito del mortero con el del cañón, no tuvieron noticia hasta por la mañana de este acontecimiento; y en la primera sorpresa abandonaron muchos sus casas, y las mujeres huían azoradas sin saber dónde dirigirse. Los más tímidos partieron desde luego por el puente de piedra, y caminaron toda la noche hasta llegar a los pueblos circunvecinos. La batería de la Bernardona y la del Conejar comenzaron a despedir bombas y granadas a hora de las seis; y donde ocurría la explosión, las madres salían con sus hijos en brazos, los esposos con sus esposas afligidas. El vigía situado en la torre Nueva divisaba cuando obraban las baterías; y se previno al público que un toque de campana manifestaría venir la bomba de la parte de Torrero, y dos de la Bernardona, con lo que podían los ciudadanos precaverse. Infinitas familias fijaron su habitación en las cuevas; pero después de las primeras agitaciones se miró el bombardeo con una serenidad increíble. La consistencia de los edificios, y el haber empleado más granadas que bombas, no lo hizo formidable. Las casas tienen bastante elevación, y mucha solidez: con este motivo las granadas reventaban en el segundo o tercer piso, y no ocasionaban el mayor daño; pudiendo asegurar perecieron muy pocas personas, sin embargo de que en el espacio de veinte y siete horas, según los partes de los vigías, mil cuatrocientas bombas y granadas vinieron preñadas de muerte a desgajarse sobre nuestras cabezas. No hay expresiones propias para describir la serenidad y espíritu de mis compatriotas: lejos de arredrarse, chispeaban sus ojos de cólera al ver los ardides del enemigo para introducir la confusión y el desorden.
Pero suspendamos hablar del bombardeo para describir las operaciones del ejército sitiador. Figurándose que los defensores bisoños, no podrían resistir las repetidas explosiones que sembraban en las baterías de las puertas de Sancho y Portillo la desolación, el estrago y la muerte, las atacó a las nueve de la mañana, adelantando algunas partidas por frente del cuartel de caballería; pero los defensores los recibieron con un fuego sostenido; y coronado el parapeto del reducto con cincuenta voluntarios de Tarragona, les hicieron desistir de su empeño. Al formar la batería de la puerta del Portillo tomaron tan poco terreno, que su ámbito era muy reducido. El 1 de julio estaba todavía imperfecta; y ni tenía espaldones, ni otros requisitos necesarios para la seguridad de los que la guarnecían. Sólo la del Portillo tuvo constantemente contra sí algunas piezas, y a ciertas horas casi todas. Los morteros de la Bernardona obraban sin cesar, y lo mismo el fuego de cañón, con el que enfilaba un costado del castillo, en el que abrieron una gran brecha, incomodando al punto del convento de agustinos, y destruyendo nuestros parapetos. Para una granada o bomba que despedían a la ciudad, tres o cuatro iban en derechura a las indicadas baterías; sucediendo lo mismo en las de la puerta del Carmen y santa Engracia con las de la parte del Conejar y del monte Torrero. Sobre el defecto indicado tenía otro, que era hallarse situada delante de la iglesia del mismo nombre, lo cual motivaba el que algunas granadas dirigidas horizontalmente (si en el primer choque la espoleta no saltaba, se rompía o ahogaba) al reventarse deshacían los merlones. A poco rato los artilleros iban quedando al descubierto, y crecía la mortandad.
En la de santa Engracia había un arco anchuroso, pero en este primer bombardeo no padeció tanto; y en ninguna otra parte existía un edificio igual al de la iglesia del Portillo. El horroroso fuego que hacían los franceses apenas dejaba respirar a los defensores. No esperaban éstos a recomponer por la noche la batería, sino que, bajo el fuego mas vivo, con sacos a tierra y sacas de lana inutilizaban los esfuerzos contrarios; y construyeron además una cortadura, que al mismo tiempo que evitaba la enfilada en el callejón que estaba a espaldas de la batería, proporcionaba una segunda defensa, caso de tener que abandonar la primera.
La aproximación de las guerrillas, que amenazaban un ataque, exigía estar preparados para resistirles; pero a la vista de un riesgo inevitable no se podía hacer fuego y al mismo tiempo precaverse. A breve rato se apoderó de la mayor parte la confusión y el desorden. En esto, una de las granadas cebó las municiones, e incendió al capitán de cazadores voluntarios de Fernando VII don Francisco Liados. A las diez de la mañana estaban heridos el comandante y seis oficiales; algunos quemados. Renovales, interesado en la conservación de un punto tan inmediato al suyo, y con el cual se comunicaba al abrigo de los fuegos del castillo, después de dar sus disposiciones, vuela lleno de coraje, y llega a sazón que eran muy pocos los que permanecían en el sitio. La batería presentaba un aspecto lúgubre; los sacos por tierra, los cañones sin artilleros, varios cadáveres esparcidos; las explosiones seguían sin cesar; el enemigo observador estaba acechando el momento de dar una osada acometida. Renovales, con no vista intrepidez, da órdenes, vocea y apremia, haciendo encarar los fusiles contra los fugitivos, en cuya ocasión uno le disparó un tiro que lo expuso a perder la vida. Su ardor se exaltó mas cuando vio trataban de clavar los cañones. Él mismo precipitadamente parte con algunos pocos que encontró; y sin pérdida de momento lleva municiones a una con su ayudante Bellido, y con los artilleros que tenía a su mando comenzaron a hacer frente a los franceses, que amenazaban, satisfechos de lograr un completo triunfo. Volvieron a cebarse parte de las municiones, quedando incendiado el sargento primero de cazadores voluntarios de Fernando VII Vicente Casais; la muerte se encarnizaba más y más; y a pocas horas sucedió que volvieron a faltar también los artilleros.
Los franceses acometieron a un tiempo por varios puntos; y para que no tomasen la batería del Portillo fue indispensable surtirla de municiones, soldados y nuevos artilleros de los que pudieron haberse a la mano, y llevaron los dragones a la grupa de sus caballos de otras baterías. Las mujeres conducían refrescos y vituallas hasta los mismos parapetos. A fuerza de rigor, recordando a los paisanos lo que habían hecho el día 15, y que iba a oscurecerse su gloria, se rehicieron los ánimos, y volvieron a hacer frente al enemigo. El plan de éste era amenazar por diferentes puntos; pero los que en realidad atacó para lograr sus miras fueron la puerta de Sancho y el cuartel de caballería. La del Portillo tenía a la izquierda el convento de agustinos descalzos, en el que había piezas volantes y la guarnición competente; a la derecha estaba avanzado el castillo; aun cuando quedase, pues, abandonada aquella batería, era un delirio atacarla de frente con vigor, porque podían venir librándose de los fuegos de ambos edificios a ocuparla, o por el costado, o por la espalda, apoderándose de la casa de Misericordia y cuartel de caballería.
La puerta de Sancho les interesaba mucho, porque posesionados de ella, flanqueaban la del Portillo; y como este punto era el de más difícil acceso, Lefebvre obró militarmente; pues cerciorado del tesón con que lo defendían, observó que la extensión de la ciudad no permitía enlazar las tropas para conseguir el intento. El empeño era que los defensores desalojasen ambas puertas; y la del Portillo estuvo aquella mañana casi desierta. De la tropa del primero de voluntarios de Aragón quedó único jefe el capitán don José Aznar, y fueron muy pocos los que se sostuvieron. Delante del cuartel formaron ciento cincuenta caballos de guardias, dragones y húsares. El brigadier Acuña, encargado de la formación de un cuerpo de caballería, hacía de jefe; el teniente de húsares don Luciano de Tornos Cajigal, de mayor, y el capitán don José Pozas, de ayudante: desde allí los destacaban, según la urgencia, a los puntos, y por la ciudad, para reunir gente y hacer que acudiesen a las puertas.
Como no cesaban de entrar en Zaragoza militares, llegaron felizmente el 1 de julio en posta desde Barcelona los subtenientes de artillería don Francisco Bosete y don Jerónimo Piñeiro, quienes, llenos de entusiasmo al cerciorarse de lo que ocurría, partieron sin demora, el primero a la batería del Carmen, y el segundo a la del Portillo. Cuando llegó este último con la gente que iban reuniendo, Renovales había conseguido restablecer algún tanto el orden, y continuaba un fuego vivo. Por la cabria observada en la batería enemiga, las interrupciones, aunque cortas, de sus fuegos, y la voladura de uno de sus repuestos, fue fácil conocer que nuestras piezas, de las que apenas lograron desmontar alguna, obraban con acierto.
El teniente coronel de voluntarios de Tarragona don Francisco Marcó del Pont fue nombrado comandante de la puerta del Portillo; y de la del Carmen el teniente coronel del regimiento de Extremadura don Domingo Larripa, quienes vigorizaron ambos puntos, y contribuyeron a sostenerlos, imponiendo a los franceses en todas sus tentativas. El teniente coronel graduado don José Pascual de Céspedes, en el punto de la casa de Misericordia, y el capitán del cuerpo de ingenieros don José Armendáriz, dieron con actividad las disposiciones mas acertadas para defenderlo. No fue menos loable la conducta del capitán graduado y ayudante mayor de cazadores voluntarios de Fernando VII don Joaquín de Santisteban, que lo sostuvo con mucha vigilancia, y dirigió un vivo y acertado fuego de fusilería sobre las guerrillas que vagaban por aquel distrito. La puerta de santa Engracia no tenía aquella mañana un jefe que dirigiese el fuego de cañón; y con la mayor premura nombró el marqués de Lazán al capitán de ingenieros don Marcos Simonó, cuya elección, como las demás que hizo en aquel tremendo día, permaneciendo en la plaza inmediata al punto de ataque para recibir los partes y dar las órdenes con prontitud, fueron muy acertadas. Por la tarde revistó la batería; y el Intendente dio una recompensa a los soldados de artillería, animándolos con las expresiones mas lisonjeras. En la puerta de Sancho continuaron los defensores manifestando estaban poseídos del ardor de su jefe Renovales, que todo lo ponía en acción y movimiento.
No cabe describir la premura con que se obraba y la variedad de escenas que ocurrían. Cuando calmaba el tiroteo en un punto, rompía en otro con el mayor estrépito: quiénes iban agolpando soldados y paisanos para que acudiesen a las baterías; de ellos, unos marchaban, otros huían: acullá cargaban carros con municiones: algunos iban a quejarse al marqués del desorden, y a pedir refuerzos. Los ciudadanos, al oír el continuo estallido de las bombas y granadas, no podían menos de sobrecogerse: el sonido de la campana y el terretiemblo de las explosiones acrecentaban el horror; y parece no había un lugar seguro para libertarse de la muerte.
Por la noche continuó el fuego con menos actividad; y fue preciso rehacer los parapetos, que no eran sino un amontonamiento de sacos. Arreglaron las cañoneras del cuartel de caballería y casa de Misericordia, haciendo en ésta una cortadura: apagaron los incendios que ocasionaban los mixtos, cuya operación era arriesgada, porque las llamas servían de blanco a las piezas del enemigo. Los defensores del castillo recompusieron lo destruido, evitaron la enfilada con algunos espaldones, habilitaron los parapetos, y remontaron algunas piezas. Los franceses, al ver semejante oposición, conocieron era preciso dar un recio ataque, y desplegar todas sus fuerzas. El general Lefebvre, a pesar de las pruebas que tenía, creyó iba a apoderarse el 2 de julio de Zaragoza. Los defensores por su parte, guiados de un instinto particular, previeron las miras del enemigo. Nadie dudó que las evoluciones practicadas no eran sino tentativas que presagiaban un choque encarnizado y sangriento. Con esto redoblaron su vigilancia para evitar una sorpresa. Los habitantes procuraron proporcionarse algunas seguridades contra el bombardeo, que continuaba en medio del silencio nocturno; y las explosiones de dos a tres de la mañana fueron espantosas, pues a las dos comenzó el enemigo a hacer el mayor fuego con todas sus piezas; dirigiendo dos morteros, tres obuses y cuatro cañones contra el castillo y sus inmediaciones. A seguida cesaron de obrar las baterías, y comenzaron a disponer las tropas para el ataque. La dirección y resultados de éste por izquierda, derecha y centro, merecen especificarse coa toda individualidad.