CAPÍTULO III.
Los franceses llegan a la Casa blanca, y se retiran.—Disposiciones para inutilizar los pasos del Pirineo.—El enemigo hace en Alagón grandes preparativos.—Continuación de nuestras obras.—Erección del cuerpo de Almogávares, y de un tribunal de seguridad pública.
La tarde del 30 a las cuatro llegaron a la Casa blanca algunas avanzadas; y las columnas fueron por el paso de las Cabras, que es el que conduce al barranco de la Muerte, que adquirió esta denominación por haberse dado en aquellas inmediaciones una batalla el 19 de agosto de 1710 entre las tropas de Felipe V y las combinadas de Carlos, hijo del emperador de Austria Leopoldo, que aspiraban a la sucesión de la monarquía española; salvando así todos los edificios de Torrero; de modo que no turbándoles el paso por el ojo de la gran muralla que sostiene el cajero del canal para entrar en el barranco, queda flanqueada la línea, y de consiguiente inutilizada la defensa. Estaba guarnecida con tropa la Casa blanca, la batería de Buenavista, Torrero, y sus avenidas. Apenas comenzaron a tirotearse, cuando el paisanaje se incorporó a la tropa, situándose por las troneras de la muralla, que enlazada con el reducto del Pilar seguía hasta la puerta del Portillo. Palafox y O-neille fueron a la batería de Buenavista seguidos de personas de ambos sexos, donde permanecieron a sazón que apareció una descubierta de caballería enemiga, a la que dispararon algunos cañonazos, y retrocedieron. Considerando que al día siguiente, y acaso en aquella misma noche atacarían, se encargó al general Saint-Marc la defensa de Torrero, quien se trasladó a él a las dos y media de la mañana; y enterado de las disposiciones del gobernador don Pedro Hernández, dispuso aumentar las partidas de descubierta, y distribuyó la tropa en los sitios correspondientes. Al amanecer divisaron guerrillas enemigas, y algunas columnas sobre las inmediaciones del puente de América, que estaban en continuo movimiento apoyadas de un grueso de caballería. Éstas, sostenidas por otras que desfilaban por la espalda del barranco de la Muerte, aparentaban que el objeto principal era apoderarse de la Casa blanca. Saint Marc guarneció todos los puntos, tomando las medidas más acertadas; y habiendo amanecido, rompieron el fuego las guerrillas de nuestra izquierda contra las enemigas, que estaban muy inmediatas; el que continuó por toda la línea hasta las tres y media en que comenzaron a retirarse, como lo verificaron casi totalmente al ponerse el sol; siendo la Casa blanca el último de los puntos atacados que sufrió sus fuegos.
Las baterías de la Casa blanca correspondieron a las tropas francesas que despedían granadas con un obús que situaron allí cerca. No obstante, los militares y paisanos que concurrieron a éste, como a los demás puntos, desempeñaron sus deberes; y desde los olivares que circuyen la Casa blanca, todavía intactos entonces, hicieron un fuego bastante sostenido. Con este motivo, se publicó en una gaceta la acción ejecutada por don Manuel de La Plaza, capitán agregado al regimiento de caballería cazadores de Fernando VII, quien, luego que se divisó por el camino de Torrero una avanzada de caballería el 1 de diciembre, pidió a su teniente coronel le dejase avanzar con otro oficial del mismo cuerpo a encontrarse con el enemigo. Se presentaron, pues, en el llano que hay frente a Torrero, y alto de Buenavista, y después de haberse tiroteado con diez dragones franceses, cuatro de ellos sorprendieron al compañero de La Plaza; éste los acometió con denuedo, pero en lugar de hacerle frente retrocedieron, a excepción de uno que se le encaró para batirse; mas al tirar los sables huyó, y siguiéndole La Plaza hasta muy cerca de donde estaba el grueso de la caballería enemiga, lo atravesó de un tiro, y regresó con su compañero a incorporarse con los suyos. En medio de esto, el bando de veinte artículos publicado en aquel mismo día, estableciendo una compañía de preboste para castigar a todo delincuente, y en especial a los que volviesen en las acciones la espalda al enemigo y prorrumpiesen que vienen los coraceros, que nos cortan, y otras de igual jaez, indicaba que no había la disciplina necesaria.
Lo principal de nuestras fuerzas estaba distribuido en la Casa blanca, batería de Buenavista, Torrero y camino de la Cartuja: todos creían que el 2, aniversario de la coronación del Emperador, habría acción; pero nuestras avanzadas al amanecer vieron indicios de retirada; y muy luego supieron que los franceses habían dejado el campo precipitadamente. También aseguraron que había habido franceses en Zuera, San Mateo y Villanueva de Gállego; pero no se aproximaron a los arrabales como por Torrero. En medio de esta ocurrencia llegaron desde Tarragona por el camino de Fuentes treinta carros cargados con fusiles ingleses y municiones, y también otros con comestibles; y aunque continuaron las tropas sobre las armas, no sobrevino ningún nuevo acontecimiento en aquel día; y el pueblo estaba muy persuadido de que los franceses no se atreverían a conquistar a Zaragoza.
La derrota de Tudela había hecho grande impresión en los ánimos; y todos hablaban con aquella diversidad que es propia cuando no hay datos seguros. Por fin, se publicó el parte que desde Illueca dirigió O-neille al general Palafox elogiando la bizarría de las tropas de su mando, aunque quejándose de no haber tomado parte el ejército del centro, y auxiliádoles, como lo esperaban, la división del general Peña.
La tarde del 3 de diciembre desfilaron por el puente de piedra al camino de Barcelona todos los batallones y caballería reunida. Parecía increíble que después de tales sucesos tuviésemos de diez y seis a veinte mil hombres, y de ochocientos a mil caballos. Como la salida fue por la tarde, apenas tuvieron tiempo para formar a lo largo del camino, que ocupaban en toda su extensión hasta el mismo puente de Gállego; y muy entrada la noche regresaron a sus cuarteles.
Por estos días corrió la voz de que venía una gruesa división para entrar por los puntos de Arán y Benasque, invadiendo los partidos inmediatos. El general comisionó al comandante del resguardo Martínez, quien, con sus dependientes, pasó a tomar conocimientos y dar las disposiciones necesarias; y dirigió una proclama a los valientes habitantes de la frontera del Pirineo concebida en estos términos:
«Defensores de las montañas del norte de Aragón: Vosotros también sois dichosos: ya la suerte os prepara asiento en la inmortalidad: vuestra memoria será colocada a la par de la de los dignos habitantes de esta capital. Partidas de bandidos os amenazan, pero son los mismos que huyeron de aquí, y los que temblaron y temblarán a la vista solo de cualquier aragonés. El Cielo os prepara en vuestro suelo ventajas y facilidad para defender vuestros hogares; y vuestras mujeres, hijos y familias os recibirán gozosos cuando volváis de destrozar enteramente a los enemigos. El Todo-omnipotente os guarda; nuestro rey y nuestra patria os llaman en su socorro; y en ellos y en vosotros mismos hallaréis la recompensa. La guerra es justa; valor, tenéis; a ellos, pues, os dice vuestro general; y sea el distintivo de los aragoneses Por Fernando vencer o morir. Cuartel general de Zaragoza 5 de diciembre de 1808.=Palafox.»
Con esto, y los trabajos que hicieron los dependientes auxiliados del paisanaje, unido a la intemperie, quedaron asegurados aquellos puntos.
El 15 murió don Jorge Ibort, capitán de la compañía levantada por él mismo; y como uno de los primeros patriotas que alzaron la voz, lo enterraron con toda pompa, colocando el cadáver en el panteón que tiene la casa de Lazán en el colegio de padres Trinitarios. También falleció dos días después el brigadier marqués de Ugarte.
Una de las disposiciones que se tomaron fue el que los eclesiásticos y religiosos hiciesen por turno guardia en las puertas, pues su influjo era necesario para evitar desórdenes. El día 9 salieron los voluntarios al lugar de Utebo a ocupar una porción considerable de trigo que habían dejado los franceses; y efectivamente, condujeron en veinte y siete carros y dos barcos como unos doscientos cahíces que tenían ya envasados, y que abandonaron en su retirada del día 2. A pesar de que las señales eran de haber partido en virtud de alguna orden muy urgente, luego supimos tenían tropas estacionadas en Alagón, y que llegaban por el canal todos los días convoyes de bombas, granadas y artillería gruesa que desde Pamplona les remitían. Según sus relaciones, el general Dedon, comandante de la artillería destinada al sitio, llegó a reunir sesenta bocas de fuego y una porción muy considerable de todo género de proyectiles. Por otra parte, el general Lacoste, jefe o comandante de ingenieros, acopió veinte mil herramientas, cien mil sacos; y los zapadores construyeron de tres a cuatro mil cestos y un número considerable de faginas. Establecieron sus almacenes en la iglesia y parajes de más capacidad de Alagón, como también sus hospitales.
Noticiosos los zaragozanos de tan extraordinarios preparativos, comenzaron a censurar la inacción de nuestras tropas, extrañando cómo no salían a desalojarlos y ocupar tan funestos acopios; y por esto se mandó reunir varios cuerpos el 11 por la noche en el campo del Sepulcro, y ordenó a Saint-Marc y O-neille hiciesen una salida. El aparato de carros para el convoy acabó de persuadir iba a ejecutarse; pero las tropas estuvieron toda la noche, y parte de la mañana siguiente, sobre las armas; y por último, después de repetirse igual escena por tres o cuatro veces en los días consecutivos, llenos de desconfianza, o noticiosos de haber llegado al punto fuerzas superiores, abandonaron del todo la empresa. Como esto daba margen a la crítica, para prevenir el influjo que pudiese tener, según las intenciones de los que la promovían, se publicó el siguiente manifiesto:
«Zaragoza, tanto más feliz cuanto más enemigos tiene, no debe abrigar en su seno a los traidores encubiertos que tratan de inquietarla; sobran solos sus hijos y su ejército aquí reunido para libertarla y hacerla vencedora de los bandidos que la amenazan, los que en vano intentarán sitiarla, pues las fuerzas reunidas con tanto estudio, reservadas para dar golpes seguros, y no falsos, no lo permitirán; ni sus fuertes trincheras y cañones dejarán arrimarse a los que con tanta ignominia huyeron de ellos, talando y destrozando los campos y lugares de toda España, llevándose el fruto de los que de estas inmediaciones hubieran salvado si, como era regular, hubieran prestado estos efectos cuando esta ciudad augusta los ha pedido para hacer los grandes acopios que ahora con menos proporción va almacenando. No ha permitido Dios, que cuida de nosotros, que a este error se siguiese el de la pérdida de nuestras tropas, que tanto ha procurado el enemigo alejar de nuestra defensa y del ejército que el Cielo parece ha destinado para concluir la grande obra de la nación. Zaragozanos: quien os habla es vuestro general: la vil intriga trata de ofuscaros, y vosotros mismos abrigáis sin conocerlos en vuestros hogares a los inicuos agentes del mismo Emperador que robó a nuestro amado Monarca. Es preciso que yo vele sobre vosotros. Sí; es preciso preservaros de los riesgos en que intentan envolvernos. Ningún hijo de esta digna ciudad puede abrigar un pensamiento malo, ni contra el rey, ni contra la patria; pero con capa de tales, con disfraces de lealtad, y aun con la misma ropa que vestís se han introducido, burlando mi vigilancia, los que intentan turbar nuestra paz e inalterable armonía; y ellos son los que dice Napoleón medios para vencer. Nuestros enemigos decantan que triunfarán sin gastar su munición; pero yo les juro que gastarán hasta sus vidas, y aun la sombra de ellas, antes que vencernos. Tenéis valor; yo también le tengo; y con vosotros, dignos habitantes de esta ciudad, metrópoli del universo en el valor, rendiré segunda vez no sólo las armas francesas a vuestros pies, sino las opiniones de los que maquinan nuestra ruina. No temáis, zaragozanos: el Dios de las batallas está con nosotros: nuestra santísima madre del Pilar nos ampara; y nuestro rey y nuestra patria son nuestros deberes. Seguid con valor, y acabad de acreditaros, que yo no dormiré hasta veros completamente felices: celad sobre esta semilla que siembran nuestros enemigos para engañarnos: y para vuestra seguridad, en nombre de vuestro rey Fernando VII, a quien defiendo, Mando: Que todos los que se llaman forasteros, y los que estos nuevos apuros de la ciudad han reunido, salgan de ella en el término de veinte y cuatro horas; para lo que autorizo a los alcaldes de barrio que reconozcan con toda prolijidad los que se ocultan en las casas; siendo considerados desde luego como sospechosos y enemigos de la seguridad pública todos aquellos que no presentaren certificado de su permanencia, si después de este término se les encontrase dentro de la ciudad y sus reductos; debiendo por tanto usarse con ellos de todas las precauciones necesarias en las críticas circunstancias en que nos vemos. Los valientes soldados de este ejército cuando vayan nuevamente a cubrirse de gloria, llevarán en su semblante el terror al enemigo; y con sólo su presencia temblarán las águilas imperiales: y yo, depositario de vuestra confianza, jamás faltaré a ella. Cuartel general de Zaragoza 13 de diciembre de 1808.=Palafox.»
A pesar de los anuncios, amenazas y preparativos, que no respiraban sino desolación, el pueblo subsistía siempre entusiasmado. Las obras iban adelante, y se emprendían otras nuevas: el corte de los olivares y asolamiento de las casas de campo seguía con el mayor ahínco. Apenas un jefe de cuadrilla designaba éste o el otro caserío, volaban con teas e instrumentos, y repentinamente aquellos sitios deliciosos quedaban convertidos en un hacinamiento de ruinas. Mi imaginación pasaba sucesivamente de unas ideas a otras. ¡Qué contraste tan extraordinario! Las obras de tantos años, los frutos y sudores de tantas familias, el jardín del título orgulloso, y el fundo del campesino, todo desolado y convertido en maleza. La creencia de que así convenía al interés común armó centenares de brazos que se complacieron en desbaratar de un golpe los resultados de la industria. ¿Qué se han hecho aquellos árboles erguidos, y cuyo aspecto anunciaba su antigüedad, imponiendo a la vista? ¿Qué los edificios campestres donde la juventud en tiempos tranquilos se solazaba entre los aromas de las flores? Desaparecieron como una sombra: la guerra, azote de la humanidad, sopló un aire mortífero sobre las cercanías del mejor de los pueblos, y perecieron a la vez plantas, árboles, habitantes, y toda su hermosura.
Lo que en la muchedumbre era confianza, en los militares prácticos era zozobra. Ni las empalizadas, ni los fosos, ni veinte mil bayonetas bastaban a tranquilizarlos. En vano les oponían los resultados extraordinarios que el valor y una combinación particular de sucesos acababan de dar para confusión del entendimiento humano. Palafox en tanto repetía nuevos oficios por medio de su hermano don Francisco para que se le auxiliase; y éste recibió contestación de la Junta Central, que con fecha de 5 de diciembre le manifestaba la imposibilidad de poder hacerlo por haber forzado los franceses el puerto de Somosierra, y precipitádose rápidamente sobre Madrid: que no pudiendo socorrernos como deseaba, haciendo venir al general Peña, había, no obstante, dado orden a la junta de gobierno de Valencia para que remitiese a Aragón cuantas tropas pudiese y no necesitase.
Todos los síntomas eran de que Zaragoza iba a sufrir un asedio horroroso, no sólo por la superioridad de fuerzas y preparativos destructores, sino por la escasez de medios para alimentar en lo más crudo de la estación a las tropas y al crecido número de habitantes de que abundaba todavía. Los acopios eran grandes; y aunque se reducía con anticipación todo el trigo a harina, era de temer que, prolongándose, no sufragase para el consumo. Sin embargo, el heroísmo zaragozano miraba estas cosas con una serenidad inconcebible.
Sabiendo que había por los pueblos circunvecinos algunos soldados dispersos del ejército del centro, para atraerlos y reunirlos se publicó y circuló una proclama que decía:
«Aragón está destinado por la suerte a ser el objeto de las águilas francesas: podrá ser sacrificado por la intriga y por la envidia; pero se llenarán siempre de gloria sus mismos enemigos. La bandera de Aragón se desplegó el 24 de mayo, y todavía no se ha plegado. Nobles soldados españoles: aquí tenéis el campo del honor. ¿Qué es para vosotros, para vuestro honor, para vuestra gloria andar vagando sin auxilio ni domicilio, sin uso de vuestras acertadas armas, que ya se acreditaron noblemente en defensa de vuestra patria y nuestro rey Fernando VII? Hermanos y compañeros de armas: nuestro ejército ha padecido en Tudela, pero no se ha deshecho; no pueden con él las asechanzas del enemigo: venid a ocupar los puestos de los que con nosotros se presentaron en el fuego el día 23 de noviembre, y por fortuna murieron llenos de honor; ahora que ocupan más alto empleo, y disfrutan del más digno premio; ahora sus puestos están cubiertos de polvo y luto; venid a ocuparlos, y seréis dichosos como nosotros. Vengaremos, sí, los ultrajes hechos a la patria, y colocaremos nuestras espadas en el ara de la inmortalidad.»
Como todo estaba en movimiento, y había un concurso tan extraordinario en Zaragoza, no faltaron genios que ideasen la formación de un cuerpo distinguido. Adoptado el plan, admitió Palafox a los infanzones y personas de alta jerarquía; y dispuso se vistiesen a la antigua española, tomando el nombre de Almogávares. Nombró en primer adalid al excelentísimo señor duque de Villahermosa, y por segundo al capitán don Francisco Julián Pérez de Cañas; previniendo que los demás deberían presentarse a estos jefes con caballo, armas y traje. S. E. admitió bajo su protección el cuerpo, esperando imitarían a aquellos caballeros del siglo XIV, que con tanto valor se portaron en las guerras contra los sarracenos. Algunos obtuvieron plazas, y comparecieron con dicho traje, pero, ignorándose el objeto y atribuciones de este cuerpo, el general fijó las reglas que deberían observarse para la admisión de los individuos.
Levantada ya en masa la nación, por todas partes ocurrían acciones memorables. Unos navarros presentaron a Palafox la mala de un correo particular dirigido al Emperador, y en ella hallaron papeles de bastante importancia, de los que algunos se publicaron, y los restantes se remitieron a la suprema Junta Central; recompensando el celo de los patriotas. El comandante Melendo entró el 19 de diciembre por la tarde con noventa y un soldados franceses que su partida había hecho prisioneros en las inmediaciones de Calatayud. Queriendo hacer alarde de su presa, determinó atravesar por el Coso; pero, viendo agitado el pueblo, los internaron por calles menos concurridas hasta llegar a la plaza de la Seo, de donde fue preciso introducirlos en el mismo palacio de Palafox. Estas ligeras conmociones, y las especies que algunos esparcían sobre el número, ventajas y disciplina de las tropas francesas, suscitaban diferencias que alarmaban al jefe y le hacían temer una desunión interior, muy perjudicial para continuar la defensa de Zaragoza. Todo era traición; y los genios turbulentos, unas veces indiscretamente, otras con estudio, clamaban y censuraban, sembrando el descontento. Conociendo Palafox que debían contenerse tales abusos, publicó a nombre de Fernando VII un reglamento, por el que creaba un tribunal de seguridad pública, concebido en estos términos:
«El porfiado empeño que ha formado la nación francesa en usurpar el trono de esta augusta monarquía, reduciendo a esclavitud a nuestro deseado Soberano, y la imposibilidad que aquella reconoce de apoderarse por la fuerza de una nación que parecía estar aletargada, pero que de repente ha desplegado toda su energía y valor, son las causas de que Napoleón, sus secuaces, y todos los cooperadores de su bárbaro proyecto, el más injusto que se ha visto, apuren todos los recursos de la seducción, de la intriga, y de las extraordinarias maniobras con que había logrado anteriormente trastornar casi todos los tronos de Europa. Zaragoza era el primer pueblo destinado por su soberbia para centro de la iniquidad; y por eso fue el primero a quien acometieron sus ejércitos con el tesón que es notorio, hasta que la admirable conducta de los zaragozanos, su heroico valor, y la gloriosa firme resolución de no permitir jamás en Zaragoza la dominación francesa, les obligó a levantar el sitio y huir precipitadamente. A los grandes motivos de conveniencia que tenía Bonaparte en apoderarse de esta ciudad, se añadieron los de sus deseos de desahogar su cólera exaltada por la humillación que aquí han sufrido sus águilas imperiales. Para ello ha hecho un viaje al Norte con el objeto de recoger las tropas más aguerridas que pudiese para combatir de nuevo a esta capital. Nada ha omitido para romper la línea; y aunque el combate de Tudela ha costado mucha sangre a los franceses, y aumentado el honor a nuestras armas, la superioridad de fuerzas enemigas, especialmente de su caballería, les ha proporcionado penetrar hasta estas inmediaciones. Ahora se nos preparan nuevos medios de aumentar nuestra fidelidad y nuestra gloria: tendremos que chocar con un ejército poderoso por sus fuerzas, por su ferocidad, por su desesperación, y aun más por sus intrigas y seducciones; pero venceremos con el auxilio de Dios y de su Madre santísima, que visiblemente nos protegen; con la justicia misma de la causa que sostenemos, y con los medios que se han proporcionado. Dentro de esta ciudad bien fortificada tenemos un ejército de tropas verdaderamente valientes, a quienes su honradez y fidelidad dará un impulso irresistible. El generoso vecindario compone otro ejército, igualmente respetable por su heroica constancia, y por su firme resolución de conservar en el trono a nuestro augusto soberano Fernando VII. Sólo necesitamos que la reunión de tantos y tan valientes españoles no impida atender a su mantenimiento, a su abrigo y a su salud. Que vivamos cordialmente unidos para defendernos y exterminar al enemigo común, que intenta oprimirnos.; que se respeten las propiedades, reine el buen orden, la paz y el sosiego interior; y, finalmente, que se sofoque en su origen hasta el más mínimo principio de adhesión a esa desgraciada nación, que cargado sobre sí con la execración de todo el universo.»
A seguida de este preámbulo decía que para precaver los expresados inconvenientes había nombrado juez de policía para la capital y su rastro al oidor de la real audiencia don Santiago Piñuela, para que celase sobre la observancia de las leyes, autos acordados, bandos y decretos vigentes, y demás que se publicaren para el mojor régimen, tranquilidad y defensa de la ciudad; y seguía designando sus atribuciones y el modo de proceder en los pormenores que designaba, imponiendo a los contraventores las debidas penas, hasta la de muerte, que debería antes consultársele; y designándole por distintivo una banda blanca pendiente del hombro derecho al izquierdo.