CAPÍTULO II.
Arribo del general Castaños.—Orden para que los licenciados volviesen a sus cuerpos.— Operaciones del ejército de Aragón en las fronteras.—Llegada de don Francisco Palafox como representante de la Junta Central.—Batalla de Tudela.—Traslación de los franceses.— Consternación general, y medidas que se adoptaron.
A principios de octubre, viendo la Junta Central que el general Castaños deseaba activar la marcha del ejército, se puso éste en movimiento, con cuyo motivo los franceses comenzaron a internarse en Navarra, ocupando a Tafalla, Falces, Miranda, Lerín y Lodosa. En las diferentes correrías que hicieron las tropas de nuestro ejército combinado en Cinco Villas, tuvieron algunos encuentros, y rechazaron una división de mil franceses, obligándola con su superioridad a retirarse sobre Sangüesa.
El ejército de Galicia y Asturias, al mando del general don Joaquin Blake, se dirigió por las montañas de Santander a tomar las avenidas de Pamplona; y una división logró el 12 de octubre desalojar a los franceses de Bilbao, a cuya sazón iba avanzando por Tudela el ejército de Castilla y Andalucía.
El aspecto que por entonces presentaban nuestras fuerzas era respetable. Unos ejércitos de consideración como los de Galicia, y más particularmente los de Castilla y Andalucía, dirigidos por jefes de mérito, como lo eran Castaños, Blake y otros, auxiliados por los de las demás provincias, después de haber minorado las fuerzas enemigas, hacían esperanzar los más gloriosos resultados: pero Napoleón, que conocía bien las ventajas de aprovechar los momentos, hizo que nuestras esperanzas quedasen desvanecidas. Entretanto el espíritu religioso comenzó a explayar sus sentimientos, celebrando con la mayor pompa funerales por los valientes defensores que habían perecido.
El 18 de octubre entró por la tarde el general Castaños; y durante su corta permanencia recorrió las calles que habían sido el teatro de la guerra, y contempló sus ruinas: observó los trabajos de fortificación, los aprestos, almacenes, fábricas, maestranzas y demás objetos análogos al continente marcial que había tomado Zaragoza; y también vio maniobrar en la plaza de Santo Domingo al regimiento de granaderos aragoneses de Fernando VII bajo las órdenes del coronel don Francisco Marcó del Pont. El general Palafox mandó por orden del 23 del mismo mes que los licenciados, ya para convalecer, ya para recoger la cosecha, volviesen a sus cuerpos en el término de quince días, pues de lo contrario se les trataría como a desertores, con arreglo a ordenanza; de cuyo cumplimiento hacía responsables a las justicias, imponiendo a los encubridores la multa de cincuenta escudos y un mes de prisión por la primera vez, y que a los reincidentes los castigaría con todo rigor.
Reforzados los franceses, comenzaron a ponerse en movimiento. El 24 los atacaron las tropas del ejército de Aragón al mando de O-neille, que ocupaban nuestra derecha. Este choque fue algún tanto ventajoso; y Palafox expidió esta proclama:
«Valientes soldados aragoneses: Siempre creí que vosotros seríais los primeros en romper el fuego después de la nueva coalición de nuestros ejércitos españoles. A vosotros os fue concedido por la suerte el terreno y la posición más próxima a las operaciones militares. Creían vuestros enemigos que sólo sabíais defender vuestras casas, vuestras murallas y vuestras baterías; pero sabéis también batiros en el llano: lo acabáis de hacer, y habéis vencido. Zaragoza, puesta en vuestras manos, no ignoraba estas cualidades de sus dignos defensores; y yo, que tengo la fortuna de ser vuestro jefe en Aragón, me lleno de la mayor complacencia al ver que sostenéis el nombre de valientes. Sí, soldados fuertes; el Cielo alienta vuestras intenciones; él mueve vuestro brazo; y la nación toda admite con gusto, y premia con su aprecio vuestras tareas. Seguid, seguid venciendo, que no hay enemigos para vosotros: y brillando en vuestros pechos la lealtad a nuestro rey Fernando, veréis rendidas nuevamente las águilas francesas cuantas veces os presentéis en el campo del honor. Cuartel general de Zaragoza 26 de octubre de 1808.=Palafox.»
La actividad y energía en continuar las obras de fortificación era extraordinaria; y la junta de Hacienda trabajaba con el mayor esmero en proporcionar vestuario y todo lo correspondiente al armamento de los cuerpos que se iban organizando. A principios de noviembre había almacenados muchos paños y porción de camisas. El aparato marcial de que nos veíamos rodeados, la multitud de obras que nos circuían, todo halagaba las imaginaciones, y hacía creer estaba próximo el momento de proclamar nuestra independencia absoluta. Las tropas estaban poseídas del mayor entusiasmo, y deseaban batirse; pero unos y otros permanecían sobre la defensiva. Entretanto entraban refuerzos muy considerables; por lo que, conociendo la dificultad de recobrar las plazas fronterizas, estábamos en expectativa. Desde el 1 de octubre hasta el 18 de noviembre entraron en España cincuenta y cuatro mil doscientos cincuenta hombres de infantería, y tres mil novecientos de caballería, con ciento treinta y seis piezas de artillería; y calculando que las tropas que tenían a últimos de agosto ascenderían a cuarenta mil de infantería y cinco mil de caballería, podía graduarse que el ejercito francés en España a la citada época constaba de ciento trece mil hombres de toda arma, y de unas ciento sesenta piezas de artillería.
Para calmar los rumores populares, la Junta Central tuvo precisión de enviar a su representante don Francisco Palafox, quien llegó a últimos de octubre al pueblo de Alfaro acompañado del general marqués de Coupigni y del brigadier conde de Montijo. Con este motivo salió el 30 de Zaragoza el general Palafox con Doyle; y, reunidos, resolvieron atacar al enemigo. Pero éste, que dirigía y ejecutaba los planes con más unión, burló sus esfuerzos. El representante don Francisco tomó, prevalido de su autoridad, ciertas medidas; y como Castaños creía caminaban acordes, dio las suyas; pero luego conoció que no tenía seguridad, y que no podía prometerse ningún buen resultado.
Mientras nuestro ejército conservaba su línea, sin ocuparse más que en escaramuzas con las guerrillas, los franceses trazaron el plan de derramarse como un torrente, y ver si podían envolverlo. Al mismo tiempo de atacarnos fueron contra Blake, que tenía como unos diez y ocho a veinte mil hombres de tropa selecta veterana, entre ellos tres o cuatro mil ingleses; y ocurrió el choque de Valmaseda, que fue preludio de la acción de Espinosa de los Monteros, donde se batieron las tropas combinadas con mucha bizarría, haciendo horrible estrago en el ejército enemigo: y aunque por nuestra parte tuvimos pérdidas, fue muy gloriosa la retirada por columnas conociendo la superioridad de las fuerzas enemigas. En tanto que arrollaban a Blake, fueron los franceses por la derecha del Ebro a cortar el ejército del centro y de reserva; y Castaños, que tuvo noticia de estos movimientos, propuso como indispensable retrogradar, y tomar otra línea con diferentes posiciones, para no experimentar la suerte que sufrió Dupont en Bailén: y esta operación bien ejecutada hubiera sido una de las más brillantes, porque en el arte difícil de la guerra es preciso ver los objetos en grande, y saber al mismo tiempo combinar sus relaciones e hijuelas con separación. El 22 por la tarde llegó Castaños a Tudela. O-neille hizo acampar su tropa al otro lado del río; mandó ocupar las alturas con tiempo, pero no lo hicieron. En la junta que celebraron los generales Castaños, Palafox, marqués de Coupigni y el coronel inglés Graham no pudieron convenirse, pues Palafox y Coupigni insistieron en que se debía procurar aisladamente la defensa del Aragón.
A las ocho del 23, una partida apostada en el camino de Citruénigo avisó que por aquella parte, y camino de Alfaro, venían dos columnas considerables. Las tropas de Aragón, que desde la madrugada habían comenzado a pasar por el puente de Tudela, tenían obstruidas todas las calles del pueblo, e interceptado el paso unos cuerpos a otros. En esto, asomaban ya las guerrillas enemigas. El mismo representante don Francisco estuvo expuesto a caer en manos de una partida de dragones franceses; y tuvo que volver atrás, doblando precipitadamente una esquina. Formados algunos batallones, destacaron partidas que hicieron retirar poco a poco a las del enemigo. Varios cuerpos acudieron a tomar las alturas inmediatas hacia la parte de Alfaro, y otras las de la izquierda en dirección a la línea que ocupaba el ejército del centro. La acción comenzó en el llano donde está situada Tudela; luego siguió por la derecha; y en breve se difundió por todas partes. Al general Lapeña le ordenaron cayese sobre Tudela, atacando al flanco derecho del enemigo; pero lo tenía entretenido una división de ocho mil infantes y dos mil caballos; de consiguiente, ni pudo cumplir, ni las divisiones de la izquierda ocupar la posición que dejase Lapeña.
Aun tiro de cañón de Tudela hay un dilatado y espeso olivar, que termina en las alturas de la izquierda, a la medianía de sus faldas: por este olivar introdujo el enemigo algunos batallones; no los rechazaron, y por ello consiguieron adelantar y apoderarse de la altura sobre la izquierda, desde donde descendían batiendo aquel flanco. O-neille pasó entonces a reforzar el punto con sus tropas que comenzaron el choque con buen éxito; pues habiéndose prolongado por detrás de la altura un batallón de Guardias españolas, atacó con tanta bizarría el flanco de los enemigos, que los obligó a correr precipitadamente hasta ocultarse en el mismo olivar por donde habían tomado aquel punto. Eran las tres de la tarde, y Castaños, ignorante del rumbo de su ejército, sin saber cuál sería la suerte del general Lapeña, y comprometido entre tropas que no conocía, resolvió, acompañado del representante don Francisco, enterarse por sí de uno y otro extremo. A poco rato le notició el general Roca que los enemigos habían forzado los puntos de la derecha, y entrado en Tudela por la orilla del río; y que, atravesando el pueblo, salían al llano a tomar por el flanco y espalda las tropas nuestras que los habían arrojado de la izquierda; y que el ejército de Tudela empezaba a dispersarse. No tardaron a verse los efectos, pues por todos aquellos campos y olivares iban extraviados los cuerpos, sin que nada bastase a reunirlos.
En esto, don Francisco, viendo que Castaños trataba de retirarse por Borja a Calatayud, vino a Zaragoza a incorporarse con su hermano, que entró con Doyle a las nueve del día 23. El general Saint Marc pasó a la Almunia, a donde concurrió O-neille: y el 24 por la mañana un sin número de soldados venían por los caminos de Alagón y la Muela, estropeados, y la mayor parte sin fusiles. No solamente entraba sin cesar tropa por la puerta del Portillo, sino familias de los pueblos inmediatos, y del mismo Tudela, que abandonaron precipitadamente sus hogares. El militar, lánguido y derrengado, discurría por las calles; y este espectáculo, que tomaba incremento por puntos, hizo presumir que al día siguiente estarían los franceses a las puertas de Zaragoza. Los rumores crecieron con las disposiciones que dio Palafox. A las once de la mañana mandó a voz de pregón comenzar el corte de los olivares, y activar las obras de fortificación. Labradores, artesanos, gentes de todas clases estaban en agitación y movimiento. Donde quiera no se descubría sino temores y sobresaltos. Unos trataban de partir, otros iban a las baterías: derramados por las calles los dispersos, auguraban que todo estaba perdido. Miles de hachas hacían resonar sus golpes en las inmediaciones de la capital, y muchedumbre de mujeres y muchachos entraban cargados y rastreando el hermoso olivo.
El vulgo comenzó a insinuarse contra los franceses que había en el castillo; y algunos insultaron a las personas de sus relaciones al tiempo de llevarles la comida. Temiendo Palafox algún exceso, publicó el exhorto siguiente:
«Zaragozanos: Sabéis de cuánto embarazo nos sirvieron en el último glorioso asedio de esta plaza los franceses que había dentro de ella; cuánto impidieron para que sacásemos del castillo toda la utilidad que podía darnos. Es conveniente que salgan de aquí hoy mismo, y que sean inmediatamente conducidos a encierros lejanos, dejándonos libres, y de modo que podamos ocuparnos mejor de lo que nos importa, que es nuestra defensa. Sí, valientes e invictos habitantes de esta ilustre ciudad: en vano los ardides del enemigo, y las gentes violes que éste paga, soplarán entre vosotros el furor del asesinato; yo sé que no sois capaces de manchar vuestra reputación con bajos procederes. Seguid los avisos de vuestro general, o mejor de vuestro padre y amigo, y decid siempre: Los zaragozanos saben matar franceses armados en los campos del honor, pero no desarmados, y cuya muerte no puede ni conducir al bien de la patria, ni aumentar nuestro bien merecido renombre de nobles y valerosos. Nuevos días de gloria se os preparan: yo sé bien que no serán perdidos para vuestro patriotismo, y para vuestra bizarría; que más que nunca sentiréis en vuestros pechos lo que debemos a la religión de nuestros padres, al perseguido Fernando, a la seguridad de vuestras personas, y a vuestro propio honor. Vuestras resoluciones serán grandes, como lo han sido siempre; y descansaréis en el infatigable celo con que cuidaré yo de vuestra tranquilidad interior y de vuestra defensa exterior. Cuartel general de Zaragoza 24 de noviembre de 1808.=Palafox.»
Al amanecer del 27 fueron trasladados en carros al castillo de Alcañiz con una escolta de fusileros y paisanos, bajo la dirección del brigadier don Antonio Torres, y del comandante Cerezo. Las gentes que presenciaron su marcha vertieron algunas expresiones hijas del rencor que alimentaban en sus pechos.
Seguía incesantemente el corte de árboles, y también la entrada de los dispersos. Nadie sabía qué rumbo adoptar. Viendo que la tropa dormía por los portales del Mercado, y en las calles, sin tener dónde acuartelarse, hicieron reunir a los valencianos y murcianos en los caseríos de Torrero. El 25 salió orden para que la real audiencia fuese temporalmente a Calanda, y también las oficinas de tesorería y contaduría, llevando los papeles más interesantes de la capitanía general, los del archivo, secretaría de cámara, y demás correspondientes a las mismas; con lo que no pudieron menos de aumentarse los temores.
Las obras de fortificación estaban en algunos puntos atrasadas, particularmente la muralla y reducto del campo del Sepulcro, frente a la casa de Misericordia: y con las voces de que venían los franceses, comenzaron a trabajar con el mayor ahínco; y los alcaldes de barrio celaban para que todos concurriesen. ¡Qué espectáculo el de aquellos días en lo interior y exterior de la capital! Los sensatos y reflexivos veían de un golpe, y con la mayor viveza, reproducirse las escenas de horror ocurridas en el primer sitio. Los labradores aguerridos desafiaban a los ejércitos franceses, y destruían sin compasión unos árboles que habían sido objeto de su cuidado y esmero. El militar criticaba ciertos preparativos. El religioso y eclesiástico avivaban el entusiasmo popular. Palafox no sabía nada de sus generales, hasta que O-neille ofició desde Illueca, y Saint Marc llegó con los restos de su división. Tal era el estado de cosas. Suponían que la acción continuaba el 24 y 25; pero lo que no tiene duda es que, a excepción de los voluntarios de Aragón, de los de Perena, Guardias españolas, Numancia, Cazadores, Segovia, y algún otro cuerpo, los demás se dispersaron, y cada uno trató de salvarse por donde pudo. La entrada de los dispersos seguía el 26; y en este mismo día ocurrió entre once y doce una ligera conmoción, pues las tropas acuarteladas en Torrero bajaron diciendo, que estaban inmediatos a aquel punto los franceses. Esto por de pronto produjo nuevas confusiones; y el ver que casi atropelladamente habían venido a la ciudad, exaltó los ánimos, hasta que se averiguó que el rumor era infundado. El general O-neille llegó por la tarde, y también don Felipe Perena, quien tuvo la satisfacción de ver reunido en Zaragoza el resto del batallón, y que habían conservado sus fusiles. Entraron asimismo bastantes carros de brigada; y la mayor parte indicaba, por sus inscripciones, corresponder al ejército del centro: también arribó la tesorería; siendo de advertir que la víspera del ataque habían llegado a Tudela dos millones de reales para el ejército, que ya no pudieron conducir al cuartel general de Ablitas.
A cada momento anunciaban los paisanos el arribo de las tropas francesas, y que descubrían las avanzadas; y este presagio llegó a realizarse el 28 por la tarde, que avanzaron unos cien caballos a reconocer el puente de la Muela; y como en el alto inmediato estaba la batería, la tropa que ocupaba aquel punto hizo fuego con la artillería, y se retiraron al momento. Por el camino de San Lamberto apareció otra avanzada de infantería, que también se tiroteó con la nuestra. Con esto no quedó duda de que venía el enemigo; y, redoblando el entusiasmo, comenzaron a activar los trabajos, coronando los reductos de cañones, y ejecutando lo necesario para la defensa. En estas disposiciones tenía mucha parte el celo de los habitantes, pues según lo que cada uno observaba concurrían a exponérselo a Palafox, quien por lo común daba las órdenes sobre la marcha, y las obedecían, porque todos estaban poseídos del mismo espíritu. En los arrabales estaban las obras atrasadas; y los labradores dieron un memorial ofreciéndose a defender solos aquel punto: y, empeñados en el proyecto, comenzaron por su cuenta a abrir zanjas, formar empalizadas, y continuar los trabajos que había pendientes; y satisfecho Palafox de sus operaciones, les remitió por auxiliares cincuenta hombres de los que trabajaban asalariados. Al paso que unos hacían estas fatigas, otros pidieron permiso para velar de día y noche a fin de conservar la tranquilidad pública. Sólo cooperando todos al intento podía conseguirse el arreglo de los cuerpos, y que estuviesen en cuatro días reorganizados y en disposición; de ocupar la línea indicada desde la Casa blanca hasta el monte Torrero, y aun hasta las avenidas del camino de la Cartuja.
Subsistía siempre un cierto temor, como era natural, en aquellas circunstancias; y para reanimar a las tropas se publicó en los momentos críticos esta proclama:
«Soldados valientes de mi ejército de reserva: Ésta es la hora de coronaros de gloria: con vosotros está segura la felicidad de toda la España y la libertad de nuestro rey Fernando: haced como quien sois: vuestro entusiasmo no tiene compañero: vuestro valor excede al de los valientes numantinos: dad rienda a vuestra serenidad. ¿Qué es un ejército de bandidos para vosotros? Mirad la suerte de vuestros hogares, de vuestros hermanos, y de todos estos valientes de Aragón; uníos estrechamente a ellos. No haya voz entre vosotros de alarmas ni de temor: vosotros mismos, vuestro honor, vuestra opinión de valientes os reprueba ese abatimiento, que sería en vosotros una mancha: y yo, como vuestro general, a quien conoce el campo de Marte, a quien han visto sereno en el fuego las águilas francesas que pusisteis a vuestros pies, no toleraré la menor cobardía; no, soldados míos, la castigaré severamente; y sólo premiaré vuestro valor: la gloria está en vuestras manos, y en mí la satisfacción de ser vuestro jefe. Cuartel general de Zaragoza 27 de noviembre de 1808.=Palafox.»
El 29, un bando con once artículos excitaba a todos los ciudadanos a que procurasen la defensa con sus personas, caudales y vidas, y a los pueblos a que contribuyesen con todo lo posible para atender a las urgencias: mandaba presentarse a los alistados dispersos, y que los alcaldes de barrio y los de los pueblos tomasen razón de los que existiesen en sus distritos: imponía penas contra los perturbadores que inspirasen desconfianza: autorizaba por tres días la salida de mujeres, ancianos de sesenta años, y niños que no llegasen a catorce; y abrazaba otras disposiciones de gobierno con respecto a aquellas circunstancias críticas. Con la misma fecha salió una circular para que se aprontasen esteras, serones, capazos, trapos, trozos de lienzo; excitando a las zaragozanas a que se dedicasen a coser camisas, sacos y tacos para atender a la construcción y surtido de las baterías.